UNA LUZ QUE SE APAGA
“¡Maldita humedad!”. El hombre abrochó su ajada levita de paño mientras apretaba el paso para entrar en calor. Frente al pórtico de la Catedral divisó al celador. “¡Venga, venga!”, escuchó apremiar, “coged los chuzos y las escaleras”. Los faroleros se aprovisionaron también de aceiteras y mechas, y fueron desapareciendo, como cucarachas, tras las esquinas desconchadas...