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Cada mañana, cuando el sol todavía no había nacido,  lo encontraba en la parada del autobús, inmóvil, con sus gafas cuadradas, gigantes, que le recubrían la cara diminuta. Parecían televisores, y detrás de esas lentes dos ojos pequeñitos, negros, brillantes como los de un jabalí.

En la calle a esa hora de la madrugada no había nadie excepto él, los semáforos daban a intermitencia luces naranjas.
Yo llegaba siempre atrasado, maldiciendo el sistema, puteando contra de mi jefe que me hizo un contrato basura, de las doce horas.

Mientras me acercaba lo veía sereno.
Lunes, martes, miércoles. Cada día esperaba risueño la llegada del autobús. 
Yo también subía al medio de transporte que reptaba por las calles desiertas de la ciudad, cruzándose con camiones de la basura conducidos por fantasmas sin expresión y la boca llena de sangre.
Jueves, viernes y sábado.
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El hombrecito verde. 
El demonio más débil o el dios más feroz – pensé-. Pequeño cuanto una nuez, tenía siempre unas ganas locas de aplastarle la cabeza y abrirlo para ver qué podría encontrar. 
Estábamos allá, los dos, insectos con asquerosa coraza, más dura que el asfalto que pisábamos. 

Era sucio de hierba cortada el hombrecito verde, por el trabajo milenario que hacía, y apestaba a gasolina del corta césped. Llevaba con él toda su vida, la guardaba dentro de los enormes bolsillos de los pantalones verdosos que le quedaban largos. Sus zapatos debían ser dos números más grandes, los cordones atados tan fuerte para que no se quedara descalzo.
Sonreía cuando, alargaba el brazo y con la mano hacía gestos al conductor para que parara. El chófer, como conducido por movimientos robóticos, abría las puertas y las cerraba con un simple parpadeo.

Allá dentro de todo el mundo tenía el propio lugar asignado y nadie podía equivocarse de asiento. El hombrecito verde nunca se había equivocado. 

Yo lo envidiaba. Envidiaba su sonrisa de trabajador ejemplar, envidiaba sus pantalones sucios de hierba cortada en los jardines de los chalets fantásticos amontonadas en el barrio de la luna. 
Yo, silenciosamente, bajaba una parada antes, no llegaba a la luna. Me resignaba a entrar en los bajos fondos de un barrio espectral. Vestía de blanco y sobrevenía a suplicios más duros que mirar series de televisiones o programas de noticias sobre las vidas de los famosos. Tenía que cocinar para los enfermos.
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