Esperamos contar con usted en futuras ocasiones

Esperamos contar con usted en futuras ocasiones

La sangre desciende por la cuchilla goteando hasta formar un pequeño remanso en su palma. Julio no ha soltado un improperio al cortarse ni tampoco ha retirado automáticamente la cuchilla de su rostro, continúa inmóvil en la media luz del amanecer buscándose en el espejo. Entre semana se detiene a observar cómo envejece su rostro tras cada madrugón; los fines de semana se da un respiro, nunca se afeita. Sin embargo, hoy no logra localizar la gruesa arruga entre sus cejas, el mechón canoso sobre su oreja ni el color ceniciento bajo sus ojos. «No tienes que hacerlo hoy, date un día más  ̶ murmura al borrón informe que queda en el espejo». Tira la cuchilla al lavabo y se frota los ojos con fuerza, embadurnándose de sangre. «No puedo, no puedo, será hoy…»

Llega a la parada con pasos reposados y consulta la app: faltan tres minutos. Se apoya en la marquesina y simula jugar al angry birds mientras saluda con la cabeza a los vecinos que van pasando a su alrededor. «Ven ya, puto bus, puto bus…  ̶ masculla, frotando la puntera de la converse contra su pantorrilla una y otra vez ̶  ¡puto bus!». Hubiera sido mejor ir en metro, es más rápido y la gente se fija menos en ti. La sola idea le hace salir de la marquesina. «Lo haré,  ̶ de repente se siente atrapado y empieza a transpirar ̶  tranquilo, Julio, nadie ha notado nada, nada». El bus llega a los tres minutos establecidos y sube apresurado, cerrando bien los brazos trata de tapar un par de pequeños círculos oscuros.

Al sentarse descubre que tiene la mano agarrotada en la bandolera y la suelta con esfuerzo, colocándola sobre su regazo. Un hombre de unos cincuenta y pico o sesenta años se sienta a su lado, le saluda, no lo conoce. Mientras los coches empiezan a deslizarse por la ventanilla, varias docenas de caras empiezan a revolotear por su cabeza. Compañeros de trabajo, jefes, clientes: Carlos, Andrés, Marta Alfaraz, Marta Sanz, Guillermo, Sara… empiezan a fundirse unos sobre otros creando seres de cinco ojos o tres bocas, Julio sonríe torvamente a su reflejo y aprieta la palma contra la bandolera. Impulsivamente coge el móvil y examina su correo. Siempre las mismas frases, todos iguales, indistinguibles hasta la obscenidad. «Fuera, fuera, fuera…»,  ̶ golpea el teclado furioso con cada correo eliminado, cogiendo ritmo y alimentando su rabia. Abruptamente detiene el índice sobre la pantalla.

«martaalfaraz@administración

mié, 13 de julio…»

Hace una semana, el último en la bandeja de entrada.

̶ Mira que lo siento   ̶ el hombre sentado a su lado chasca la lengua leyendo la pantalla de su móvil ̶ . Estas cosas pasan a menudo.

Julio apaga la pantalla y lo mira atónito.

̶ Este es el problema de los jóvenes. ¡Queréis que os lo den todo hecho! Que si a mí que me contraten, que si vacaciones pagadas, un buen horario, nada de trabajar por la noche, claro…

El hombre continúa hablando sin esperar una respuesta, tampoco parece importarle que se revuelva incómodo en el asiento.

̶ Yo no sé qué esperáis. Yo tuve mi taxi casi 20 años, también un pequeño bar con un amigo, cuando terminaba en el taxi me iba al bar y le dejaba el taxi a mi hijo…

El hombre palmea agitado el respaldo del asiento delantero, mientras Julio siente las náuseas creciendo en algún lugar oscuro de su interior. «¡Cállate!  ̶ grita por dentro, sin saber si se dirige al hombre o a sí mismo ̶ . ¡Cállate!».

̶ A duras penas, pero te vas manteniendo a flote, con préstamos y tal… No me mires así, ya sé que ahora es difícil que os den un préstamo. ¿Y luego qué?  ̶ el hombre continúa hablando cada vez más deprisa, como si se dirigiera a todo el autobús ̶ . Vivir de alquiler, mi hijo tampoco quiere comprarse un piso. Tú vives de alquiler, ¿a que sí? Ahora está de moda, como en Europa. Ya sé que con estos trabajos es difícil tener una hipoteca, pero lo queréis todo fácil. ¿Y cuando tengáis mi edad? De alquiler no, ya te lo digo yo, con estas pensiones ridículas que te quedan, pero yo ya tengo mi casa y eso…

Aún puede oír la voz del hombre cuando baja del autobús. Se aleja de la parada todo lo rápido que puede y se detiene junto a unos arbustos que bordean el arcén. Las arcadas se suceden rápidas, no ha desayunado así que una bilis verde oscuro se mezcla con las hojas de los arbustos. «Que si a mí que me contraten…»; «Estimado Julio Sedano: Le escribo para comunicarle…»; «Pero te vas manteniendo a flote, con préstamos y tal…»; «Aunque en este momento nos vemos obligados a prescindir de sus servicios, esperamos contar con usted en futuras ocasiones…». El pesado discurso del hombre se mezcla en su cabeza con las frases programadas del mensaje, que ya se sabe de memoria. «Tienes que entrar, ¡entra!». Permanece acuclillado unos minutos, esperando la siguiente arcada mientras la gente pasa tras él evitando mirarle. Sobresaltado busca su bandolera. La encuentra a dos metros de él, medio escondida bajo un arbusto, y la sostiene contra su pecho.

Se ha bajado una parada antes de tiempo y continúa caminando, respirando profundamente trata de calmarse. Se detiene a quince metros de la puerta, roja con el cartel blanco y un local cerrado a su lado, una pastelería, fue. Se ríe y suena un denso gorgoteo en su boca. «Tienes que entrar, ¡entra!». Palpa a ciegas su bandolera, aún tiene la mirada borrosa, y aprieta el puño entorno a su contenido. «No tengo que hacerlo hoy… ¡Entra!». Con la mano libre se ajusta la corbata, todavía con algunas gotas de bilis a juego con la camisa. «¡Entra!» Saca la mano de la bandolera y sostiene su currículo ante sus ojos. «La quinta vez en tres años, y cada vez me cuesta más atravesar esta puerta».

Fin

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