Un jubilado asesino

Un jubilado asesino

Diego Durán

11/06/2016

—¿Excarcelación? ¿ Que me vaya de aquí?  ¡No! De aquí no puedo salir.

Un funcionario acababa de informar a Romero de su inminente salida de la prisión: por su edad y su buen comportamiento, merecía salir. Y le miraba perplejo, con las cejas levantadas, después de escuchar del preso un tajante “Yo, de aquí no me muevo”. Y el funcionario se fue con la grabación que se transcribe para el juez responsable de esa decisión.

Señor juez: yo no puedo salir de aquí. Yo maté a un hombre con ensañamiento.

Aquel cabrón estaba empeñado en dejarme morir lentamente. O quizá le hubiera valido con que no saliera de casa más que a por el pan. El caso es que le veía obstinado, tanto, que ya le advertí: “A mí, si me los tocan, soy capaz de morir matando”. Pero no hacía caso. Erre que erre.

Aunque quizá sea mejor empezar por el principio.

¿Sabe? Toda mi vida tuve alguna poderosa razón para ser prudente. Primero fueron mis padres: trabajaban por y para mí y no les podía fallar. Después me casé: ya no estaba solo. Luego vino mi hijo: responsabilidad de padre.

Entre unas cosas y otras me había pasado la vida odiando mi trabajo y soñando, de lejos, con ser lo que no era. Quería ser jardinero. Tener un puesto fijo en al Jardín Botánico.  El sueño de toda mi vida. Pero era contable. “Jardinero de cuentas”, me decía a mí mismo cuando quería sonreír.

Pero, de pronto, un día, justo el siguiente a enterrar a mi mujer, con mi hijo viviendo en Sidney, tan lejos que ni pudo venir al entierro de su madre, y mis padres sólo en el recuerdo, me encontré solo y sin excusas. Preparé y gané unas oposiciones de Oficial de Jardinería, y me mandaron a regar el césped de los parques con agua de depuradora, y eso era lo mismo que ser contable, pero con agua, y solicité un traslado al Jardín Botánico. Al cabo de diez años pateándome los parques de la ciudad  retirando cacas de perro y segando malas hierbas,  conseguí mi anhelado traslado, y por fin pude lucir bien orgulloso el logo del Jardín Botánico en mi uniforme, como Oficial de Jardinería.

Ahora el trabajo era otra cosa. Por fin, después de tantos años, respiraba y disfrutaba trabajando. Deseaba llegar cada día y nunca quería irme de allí. Hablaba con mis árboles, los reñía, los animaba, los veía crecer, florecer y, a algunos, dar fruto

Pero poco dura la alegría en casa del pobre, y poco duró en la mía. Porque diez meses después de ganarme mi puesto en el botánico, cumplí sesenta y cinco años. Y esa edad, para mí, resultó maldita. Diez días antes del cumpleaños recibí una nota donde se me comunicaba mi jubilación, y el Jardín me agradecía los servicios prestados y se ofrecía a gestionarme los papeles de la pensión.

Yo dije que no quería jubilarme, que quería seguir trabajando, pero no hubo manera. Me jubilaron.

Y como no tenía nada que hacer, seguía yendo al Jardín y allí hablaba con los que fueron mis colegas: qué tal iban las dalias, si ya había curado el olmo de la fuente, cosas así. Pero un día, un funcionario barrigón y maleducado, inspector de trabajo, dijo, me pilló hablando con Rosendo, el jefe de Jardineros, sobre la conveniencia de abonar los rododendros, y me preguntó quién era yo. Se escandalizó de que un jubilado estuviera allí, trabajando, y aunque intenté explicarle que no trabajaba, él no se movió de su idea y me echó, dejando ordenado que yo no pudiera entrar allí, o sea, que me negaba la entrada al Jardín como en los casinos se la niegan a los ludópatas.

Y cuando a este funcionario maleducado y barrigón le dije que yo lo que quería era ser jardinero, no jubilado, el muy hijo de puta me dijo que me montara uno en mi terraza.

Durante el año siguiente, se presentó una vez por semana en mi casa a ver qué hacía, si respetaba mi jubilación o no. Creo que toda la mala leche se me fue acumulando en la sien derecha, porque todos los días me dolía la cabeza por ese lado. Y el último día que se presentó ya no aguanté más. Me encaré con él, y a gritos le dije que yo no era un delincuente ni un criminal, que me dejara en paz, pero él insistió en que su trabajo era protegerme, porque si trabajaba tendría que quitarme la pensión, y yo le dije que me la quitara, a lo que añadió “para siempre”, y eso me asustó un poco, la verdad, porque llegaría el día en que no me pudiera valer por mí, y el dolor en la sien aumentó, e intenté calmarme, y le dije que me perdonara, que tenía razón, y le invité a pasar a casa a tomar un café, y aceptó, y mientras daba un sorbo al café que le había preparado, me acerqué por detrás y le abrí la cabeza con un bumerán de madera de eucalipto que me había regalado mi hijo. El segundo golpe le acompañé con una aclaración, para que me oyera bien:

—En mi casa no tengo terraza, cabrón.

Y le di un tercer golpe que al parecer no hacía falta, por lo que el juez que me juzgó añadió ensañamiento al asesinato.

Ahora soy feliz, por eso no quiero salir de aquí. ¡No quiero! Me dan de comer, me lavan la ropa, tengo compañía todo el día, y me encargo del jardín de la prisión. Sí, tengo un jardín entero para mí, y, con todo el respeto a su señoría, quiero que me dejen en paz y se olviden de mi persona. ¡No pueden echarme por ser buen jardinero!”

Pero el juez fue implacable. Merecía salir, y le hizo salir. Tres días después, Romero se tiró desde una ventana de su casa, porque terraza no tenía, y se mató.

FIN

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