UN ALBAÑIL VIOLINISTA

UN ALBAÑIL VIOLINISTA

Paqui Cayo Gil

29/05/2016

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Mi abuelo materno tocaba el violín. Lo sé por que me lo han contado.

Aunque yo solamente tenía cinco años cuando falleció,  lo recuerdo perfectamente. 

Recuerdo paseos con él por las afueras del pueblo. 

Salíamos de casa y enfilábamos el camino que nos llevaba hasta la fuente. A unos doscientos metros del pueblo.

Un paraje paradisiaco donde los pinos, eucaliptos y palmeras daban sombra a los bancos de piedra dispuestos en diferentes tramos para poder descansar, disfrutar de una paz indescriptible y oxigenar nuestros pulmones. 

Se  podían apreciar los puntos donde manaba el agua burbujeante que llenaba las cinco acequias de agua cristalina.

-Mira, mira abuelo. ¡Allí hay muchos peces! ¿Los ves?…

Puedo recordar incluso alguna de mis «conversaciones» con él, las guardo frescas en mi memoria.

Recuerdo un día, sentados en un ribazo donde nos detuvimos para descansar en uno de nuestros paseos. 

Yo le acariciaba las manos y de repente  le pregunté por que había tantas arrugas en sus manos. Él me contestó:

-Es que el abuelo se está haciendo viejecito.

-Yo también me estoy haciendo viejecita. ¡Mira! -Le dije mostrándole los surcos de las palmas de mis manos.- ¿No ves? Yo también tengo arrugas. -Él, simplemente sonrió. 

Mi abuelo había sido albañil, pero tenía buena mano también para el bricolaje. También hacía, además, pilas y bancos de granito. 

Yo lo conocí ya jubilado, pero aun trabajaba muchas veces en el gran corral de nuestra casa.

A veces yo lo observaba trabajar y le hacía infinidad de preguntas:

-¿Qué estás haciendo? ¿Y eso para qué sirve? ¿Para quién es?…

Yo ni siquiera llegué a saber que estaba enfermo. 

Una mañana vino mi tía paterna para llevarme con ella. Me dijo que pasaría el día con ellos, jugando con mi prima. La idea me gustó.

Cuando volví a casa, ya de noche, mi abuelo ya no estaba y presentí mucha tristeza en el ambiente.

Solo tenía cinco años, pero supe que nunca más volvería a ver a mi abuelo. 

Mi abuelo había sido albañil toda su vida. Había trabajado mucho y muy duro. Ahora sé que las arrugas de sus manos no eran solo por que se hacía viejo, eran además la huella de toda una vida de duro trabajo.

Eran tiempos difíciles. Pasó una guerra. Una dura postguerra en la que además perdió a su esposa dejándolo con dos niños pequeños que cuidar y alimentar.

Nunca le faltó trabajo. Ser albañil en aquellos años era subirse por tejados sin ningún tipo de protección, subir tejas y todo tipo de material y herramientas a pulso, nada de grúas que ayudaran en la labor. 

Ser albañil era amasar cemento a mano, era subirse por andamios frágiles e inseguros…

Para mi abuelo era, además, llegar a casa exhausto y seguir trabajando. Ir a por agua a la fuente para que no lo hiciesen sus hijos, comprar comida en grandes cantidades que guardaba en la gran despensa para que sus hijos tuviesen a mano lo más esencial, preparar la comida y lavar la ropa.

A pesar de todo eso, aún sacaba tiempo para su vocación: la música.

Mi madre me contó que en la posguerra, mi abuelo con el violín, el tío Julio (cuñado de mi abuelo) con el acordeón y algún que otro aficionado con su instrumento, amenizaban veladas en el pueblo. 

Lo hacían porque les gustaba, porque la música era su pasión y porque en aquellos duros años de posguerra era la única manera de mitigar el dolor, el sufrimiento, la tristeza y el hambre.  Todo aquello que dejó a su paso la guerra.

Era la única manera que tenía la gente para, por unas horas, olvidarse de todo el sufrimiento y comprobar,  a cambio, que aún eran capaces de emocionarse y estremecerse al compas de la música.

Yo jamás escuché los acordes de aquél violín, pero a veces, en las noches de invierno, sentados en frente de la chimenea, mi abuelo nos hablaba de él. Escondido en un armario cerrado bajo llave. Como un castigo.

Allí lo guardó cuando perdió  a su hijo, con veintiséis años,  en un accidente de moto.  Siete meses antes de que yo naciera. Nunca más lo volvió a tocar.

-Algún día el abuelo os enseñara el violín. Nos decía a mí y a mis hermanos.

-¿ Y nos enseñarás a tocarlo? 

-Sí, os enseñaré también a tocarlo.

No fue así. Aquel violín, igual que mi abuelo, murió de pena en una carretera junto a mi tío, un desafortunado veintinueve de febrero.

Muchas veces, cuando escucho los acordes de un violín, no puedo evitar pensar como cambia directa e indirectamente el destino de una familia cuando la muerte se lleva por delante la vida de uno de sus miembros.

Si aquel fatídico veintinueve de febrero mi tío no hubiese cogido la moto, si el destino no hubiese querido segar su vida tan tempranamente, tal vez mi abuelo nunca hubiera dejado guardado en aquel armario el violín.  Tal vez me hubiera inculcado (de alguna manera lo ha hecho) la pasión por la música, la fascinación por los sonidos de un violín.

Tal vez incluso, me hubiera enseñado a tocarlo. Tal vez…

El trabajo de albañil fue el que le dio de comer a mi abuelo y el que le ayudó a  sacar adelante a su familia en aquellos duros años de posguerra.

El de violinista fue su vocación, su pasión y su válvula de escape en un tiempo en que la vida había dejado demasiado dolor.

PAQUI CAYO GIL

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