Capítulo I
El sueño
Estela movió la mano y desactivó el despertador una fracción de segundos antes de oír el molesto sonido. Desde hacía mucho tiempo llevaba a cabo el mismo ritual. Sabía que no necesitaba programar el despertador, pero seguía haciéndolo. Estiró los brazos y las piernas mientras bostezaba como señal de que deseaba seguir en la cama al menos por esos famosos “cinco minutos más” que cada día solicitaban sus hermanas menores, Claudia, de diez años, y Jenni, de ocho, cuando Janna, su madre, anunciaba que era hora de levantarse.
Tomó una toalla limpia del armario y, casi arrastrando los pies, se dirigió al baño. Era el mismo que usarían sus hermanas mucho más tarde; se apresuró a entrar aun cuando a esa hora sería literalmente imposible que coincidiera con alguna de ellas. Frunció el ceño al recordar aquella vez en la que, somnolienta, entró en el baño y, sin fijarse, se sentó sobre las piernas de Claudia. Fue tal la sorpresa que volvió apresurada a su habitación sin atender a la angustiosa voz de su hermana que le pedía entre lágrimas que le avisara a su mamá porque le dolía mucho el estómago. Ese día representó un caos para ella, porque Janna tuvo que atender a su hermana en el baño y salieron con el tiempo justo para llegar al colegio en horario, rompiendo así el equilibrio de su rutina diaria. En definitiva, su memoria lo había archivado como un día demasiado incómodo como para revivirlo.
El agua helada fue la que terminó de despertarla. A pesar de la velocidad que imprimió inicialmente a sus acciones, enseguida alcanzó un estado de relajación tal que, casi inmóvil bajo la ducha, disfrutó de la cascada que caía sobre su piel.
Cuando terminó, volvió a su habitación envuelta en una bata de baño, con una toalla que le rodeaba la cabeza para que se fuera secando su cabello rubio. Luego lo peinó durante varios minutos, contando los trazos del peine en cada sección del cabello, en otro de sus tantos rituales, que ya conocía muy bien. Aún restaba una hora para que el resto de la familia se levantara, así que tomó los libros que tenía cuidadosamente ordenados desde la noche anterior y repasó algunos temas del colegio.
Estaba disfrutando de la plácida soledad de su habitación cuando escuchó los pasos de su mamá en el pasillo, probablemente dirigidos al cuarto de las dormilonas de sus hermanas. Se ajustó los auriculares y subió el volumen de la música para evitar escuchar la repetida función matutina, ese jaleo que duraba hasta que Domini, el padre, se levantaba.
Un estruendo retumbó en el pasillo.
—¡Es mío!
—¡No, es mío!
—No, yo lo encontré, pregúntale a papá.
—¡Papi, papi! —gritó Jenni mientras entraba aceleradamente en la habitación de sus padres—. ¿Verdad que el videojuego rosa es el mío?
Su inocente pregunta se vio sofocada por la estruendosa entrada de Claudia.
—¡No, papi, es mío y mi hermana no me lo quiere devolver!
—Yo lo encontré y ahora es mío —replicó Jenni.
Estela se mantuvo en su habitación al margen de todo.
—Jenni, pero el tuyo es el rojo —interrumpió Domini—. No querías el rosa y se lo cambiaste a tu hermana.
—Sí, pero ya no quiero cambiarlo.
—No es justo, siempre quiere mis cosas, no puedo tener nada propio —alegó Claudia encolerizada.
—Recuerden que acordamos ir al parque de diversiones por la tarde después del colegio —les mencionó Domini con firmeza— y la condición era que iban a dejar de discutir.
—Sí, papi, es cierto. A mí me gusta la rueda de la fortuna —dijo Jenni cambiando de repente su estado de ánimo y formando una sonrisa en su rostro.
—Y a mí la casa embrujada —comentó Claudia entusiasmada.
—¡Vamos a ver qué ropa usaremos! —dijeron casi al unísono.
Fue lo último que se escuchó mientras ambas salían corriendo por el pasillo hacia la habitación que compartían.
—Vamos a salir nuevamente tarde —gritó Janna, apresurando a Domini para que fuera a vestirse. Lo cierto es que él se había vuelto más lento luego de que, meses atrás, sufriera un accidente de tránsito que lo había mantenido durante varias semanas en estado de coma.
—¡Ya voy! —gritó mientras entraba al baño.
Una vez que todos terminaron de desayunar lo que Janna preparó, se dirigieron al automóvil de Domini. Estela esperó a que sus hermanas estuviesen ubicadas en sus respectivos lugares y se sentó junto a la ventanilla, con cuidado de no rozarlas. Las niñas, de manera instintiva, se alejaron para darle espacio. El auto se puso en marcha e iniciaron el recorrido; Domini pasaría primero por el colegio de las niñas, luego por el de Estela y, acto seguido, dejaría a Janna en su oficina, para luego dirigirse a la suya.
Ya en su destino, Estela se dispuso a recorrer el largo pasillo principal del colegio abarrotado de estudiantes que caminaban en diferentes direcciones. Avanzó diez lentos pasos detrás de un grupo de chicas y luego imprimió velocidad para adelantarlas y evitar a dos chicos que venían en sentido contrario. Continuó la marcha mirando hacia los costados, planificando la manera de alcanzar los limitados espacios libres sin llevarse a nadie por delante. Era su desplazamiento habitual; había aprendido a moverse con destreza para evitar aglomeraciones o encuentros no deseados. Andaba, se detenía, en ocasiones se hacía a un lado o se contorsionaba para evitar el más mínimo roce con cualquier otra persona. A muchos les parecía curiosa esa excentricidad, pero ya estaban acostumbrados a verla cada día hacer lo mismo. Incluso algunos le facilitaban la tarea apartándose cuando se acercaba, lo que ella agradecía en silencio.
Al llegar a la puerta del salón, se detuvo durante una fracción de segundo, calibrando por dónde avanzar. Finalmente, sin obstáculos a la vista, se dirigió a su asiento, de donde no se movería durante el resto de la clase.
La dedicación de Estela a los estudios le había permitido destacarse en todas las asignaturas. Era poseedora de una belleza natural que sobresalía entre sus compañeras. Tenía un rostro hermoso, era de complexión delgada y de rasgos delicados. Hasta algunos años atrás, había practicado karate, lo que le permitió lograr también firmeza muscular. Había sido una de las chicas más populares y divertidas del colegio, pero esa etapa había quedado en el pasado; ahora pocos se animaban a hablarle y los que lo hacían sufrían la decepción de verla alejarse sin recibir respuesta. Cumplir con las tareas obligatorias en grupo era complicado. Si se veía en la necesidad de aceptar la compañía de alguien más, siempre intentaba que fueran dos compañeros: Rai, el del cabello indomable que le caía sobre una cara regordeta cubierta de pecas, que sufría de sobrepeso, que utilizaba anteojos de montura plástica de color oscuro con un pronunciado aumento y que era incluso menos comunicativo que ella, y Bárbara, también hermosa, con un cabello largo hasta las caderas, suavemente ondeado, y una piel color canela.
—Buenos días, jóvenes —saludó el profesor.
—Buenos días, profesor —respondieron los alumnos al unísono en un repentino estruendo.
—Por favor, abran sus libros en la página ciento diecisiete. Hoy hablaremos de las tradiciones de las diferentes regiones del país. Antes de finalizar la clase, elegiremos los grupos para la presentación del trabajo final que representará el sesenta por ciento de la nota del trimestre.
La clase continuó con un monólogo por parte del profesor que, poco antes de que sonara el timbre, les pidió que se organizaran por grupos de dos o de tres. De inmediato, todos movieron sus sillas como lo hacían habitualmente para formar los equipos de siempre. Estela se sentó en el centro manteniendo una distancia prudencial con Rai a la izquierda y Bárbara a la derecha, y se dispuso a recibir el tema que les correspondía.
En una clara alusión a las tradiciones como tema de estudio, el profesor les señaló que había percibido una costumbre de la clase, que era la de agruparse por lo general con las mismas personas de siempre. A Estela le preocupó el giro que pudiera tener la situación luego de oír aquella frase.
—He pensado en algunos cambios que haremos a continuación. —Los fue señalando a medida que los mencionaba y cada uno fue reubicándose a medida que escuchaban sus nombres—. Ana, por favor, intercambia el puesto con Enrique, Valentina con Rosa, Adalberto con América… —Así continuó en medio de un mar de protestas de parte de algunos de los estudiantes afectados.
Estela permanecía inmóvil en su asiento tratando de pasar desapercibida; hasta ese momento, nadie de su grupo había sido mencionado. Finalmente, el profesor dio por terminada la reorganización y agregó que ya estaban listos para iniciar la actividad. Luego, distribuyó los temas correspondientes.
Estela se sintió aliviada, ya que no le entusiasmaba la idea de separarse de los integrantes de su grupo. No era por permanecer junto a ellos, sino para evitar al resto. El profesor, sin embargo, continuaba paseando la mirada por todos los estudiantes y, después de una pausa, agregó:
—Y, por último, Virginia, intercambia con… —Observó detenidamente a los alumnos. En ese tiempo, Estela contuvo la respiración y se mantuvo inmóvil con la mirada fija sobre la superficie de su mesa. Habían transcurrido tan solo unos segundos que le parecieron horas. Sentía que la sangre le subía a la cabeza hasta que la voz del profesor dijo—: Con María.
Al escuchar ese nombre, se sintió aliviada y por fin se atrevió a respirar, pero tomó el aire de manera tan apresurada que sintió que se ahogaba y tuvo que toser para equilibrarse. Fue entonces cuando el profesor notó su presencia y, sin necesidad de meditarlo, indicó:
—Espera, Virginia, mejor intercambia con Estela.
Estela no daba crédito a lo que acababa de pasar y se quedó casi petrificada en su asiento.
—Por favor, esperamos que ocupes tu nuevo lugar para continuar —le dijo el profesor.
Con pesar, Estela se levantó de su asiento y se dirigió al que ocupaba Virginia, quien, quizás por su cabello rojo y su piel blanquísima, era considerada la chica más atractiva del colegio. Lo cierto es que, con su metro setenta y ocho, nadie podía negar que iluminara la habitación. Virginia coleccionaba diferentes títulos que rendían tributo a su belleza: reina de la feria de carnaval y del festival escolar, y madrina del equipo de fútbol. También destacaba en los estudios y, como capitana del equipo de debates, había logrado el primer lugar en las competencias regionales de los últimos tres años. Su expresión era de indignación y rabia. Tenía muchas razones para estar disconforme con el cambio. Una de ellas era verse obligada a integrar un equipo con los estudiantes menos populares del curso, pero lo que le causaba mayor pesar era que ya no estaría en el dúo con Esteban, el chico que le gustaba desde el jardín de infantes, alto, fuerte y muy guapo. Además, era el capitán del equipo de fútbol y, para colmo, también era un buen estudiante. Ahora estaría muy cerca de Estela, por quien Virginia guardaba un profundo rechazo.
Le dirigió a Estela una mirada que podría haberla enviado a tres ciudades de allí si tuviera la capacidad para hacerlo. Cuando pasó por su lado, contuvo el deseo de lanzársele encima para abofetearla. Estela, que ni siquiera volteó, percibió el gesto y se apresuró a quitarse de su camino y caminar despacio hacia su nueva ubicación.
Rai saludó con mucha emoción a su nueva compañera y le dio la bienvenida al grupo, pero esta, acentuando la rabia en sus facciones, se limitó a sentarse luego de rodar estruendosamente el asiento hacia adelante para ganar espacio, sin mirar a su nuevo equipo de trabajo. Bárbara tampoco podía disimular su desagrado por el cambio.
—Ahora, sin más preámbulos… —continuó el profesor—. En estas hojas que les estoy entregando, está establecido el tema que deben desarrollar, así como los parámetros de presentación y contenido que deberán tener en cuenta.
Todavía no había terminado de dar las instrucciones cuando sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase. Mientras los estudiantes se dirigían a la salida, siguió hablando en un tono más alto para que pudieran escucharlo:
—Si tienen alguna duda, este miércoles pueden pasar por mi despacho en el horario de clase establecido. Además, tanto este miércoles como el de la próxima semana, estarán exonerados de asistencia para que puedan dedicarlos por completo al proyecto.
Estela, que ya iba por la mitad del pasillo cuando el profesor terminó la última frase, apenas logró escucharla. Se dirigía al aula donde le tocaba la próxima lección, lamentándose por esa ridícula dinámica que nunca lograría comprender. ¿Les pagarán más a los profesores cuanto peor les hagan la vida a sus alumnos? ¿O es que el disfuncional sistema educativo estaba hecho para todos menos para aquellos que más se veían afectados por él? Las preguntas y los reproches se le iban acumulando en la cabeza cuando tropezó fuertemente con alguien y perdió el equilibrio. Cayó de manera estrepitosa al suelo y, con ella, también sus libros, que se esparcieron a lo largo del pasillo. Al levantar la mirada, se encontró con el enfurecido rostro de Virginia.
—Lo siento, no te vi venir —dijo con una mueca de burla en el rostro, casi masticando las palabras por la rabia, mientras le dedicaba una mirada retadora.
Estela no respondió y se apresuró a levantarse. Virginia siguió su camino pateando uno de los libros con el pie. Antes de retirarse, le dirigió otra mirada llena de odio a la vez que pisaba un montón de papeles con el taco del zapato.
Estela esperó a que se fuera y con calma se dispuso a recoger todo. Cuando estaba por tomar el último papel, una mano se adelantó, quedando sobre la de ella. Sintió como si saliera a través de la piel y pasara al cuerpo de la otra persona, por lo que se apresuró a retirar la mano. La sensación había durado tan solo fracciones de segundo, pero fue suficiente para que ella saliera huyendo del lugar, sin voltear para ver de quién se trataba.
—Estela, por favor, espera —gritaba Esteban sin entender qué le había causado esa reacción—. ¡Te buscaba para organizar un horario e iniciar el trabajo!
Estela, presurosa, corrió a la salida del colegio y no se detuvo hasta llegar a su casa. Una vez allí, se refugió en su habitación, donde lloró intensamente, desahogando la amargura que le ocasionaba esa horrible sensación, para la que no tenía explicación. Sentía que ingresaba a los pensamientos de la persona que la tocara, tal y como Esteban lo había hecho. Le había ocurrido muchas veces, por lo que evitaba a toda costa cualquier tipo de contacto.
Luego de unos minutos, logró calmarse y se quedó recostada en la cama con la habitual sensación de incertidumbre que le generaba esta situación.
Cuando Domini salió del trabajo, pasó a buscar a Janna y luego a Jenni y a Claudia, que estaban esperándolos en la entrada. Por último, fueron al colegio de Estela, donde aguardaron unos instantes hasta que Janna entró para conocer el motivo del retraso y se enteró de que Estela se había ido. A pesar de que su hija por lo general los esperaba, no les causó mayor preocupación, ya que el colegio quedaba cerca de la casa y no era la primera vez que regresaba sola caminando o en su propio automóvil. Sin embargo, el corazón de madre presentía que algo no andaba bien.
Al llegar a la casa, Domini llevó a las niñas a la sala de estar, donde se aseguró de que cumplieran con sus deberes escolares luego de haberles jurado y recontrajurado que irían al parque más tarde. Mientras, Janna fue a la habitación de Estela. Luego de tocar tres veces sin recibir respuesta, decidió entrar. La encontró recostada sobre la cama con la mirada perdida. Se sentó a su lado y sintió el deseo de acariciarle el cabello, pero se contuvo, sabiendo que ella no se lo permitiría. Estela volvió la cabeza y la miró.
—Me sentí indispuesta —dijo— y salí del colegio antes de la hora normal, pero ya estoy mejor.
Janna la miró fijamente y le preguntó:
—¿Algún día me contarás lo que te pasa? —Sin esperar respuesta, continuó—: Ya hace mucho tiempo que te comportas de esa manera tan extraña… No sales con amigos ni compartes con tus hermanas, dejaste las clases de karate que tanto te gustaban y Virginia nunca más vino a visitarte.
Estela se limitó a decir que estaba bien y que solo debía descansar. Volteó la cara hacia otro lado como señal de que había dado por terminada la breve conversación. Janna se fue con la tranquilidad de saber que no le había pasado nada grave. Se dirigió a la sala de estar y le avisó a Domini que estaba bien.
Al final del día, la familia, menos la hermana mayor, fue al parque de diversiones. Las niñas disfrutaron al máximo las tres horas y regresaron cuando casi era momento de irse a la cama.
Durante la cena, Domini les informó que el sábado irían a pescar con su amigo Marlon, lo que iluminó los ojos de Jenni y Claudia, que recordaban la aventura anterior, cuando habían subido la Piedra del Elefante en el rústico de su padre. En el caso de Estela, no mostró entusiasmo por la idea, pero tampoco se negó a participar.
Todos se fueron a la cama menos Domini. Hacía noches que se sentía inquieto por un sueño lúcido que volvía insistentemente desde que había despertado del estado de coma. Intentó retrasar la hora de dormir para evitarlo, pero al final se recostó junto a Janna, hasta que el cansancio lo venció y se quedó dormido.
—Nuestra sociedad necesita que el objetivo se alcance en lo inmediato —decía el hombre alto al que llamaban Albert mientras miraba un cuerpo inmóvil, que estaba sobre una mesa, una superficie blanda y cómoda a pesar de su apariencia metálica, creada a partir de la aleación de metales flexibles y resistentes. A pesar de que todo carecía totalmente de sentido, Domini tenía la sensación de que ese cuerpo le pertenecía.
Una mujer esbelta de apariencia serena que respondía al nombre de Amanda comentó:
—Sé que puede lograrlo. Nuestro futuro depende de eso.
Domini contemplaba la escena desde el techo de la habitación como si flotara en el aire. Con la mirada recorría de manera curiosa el recinto, observando a otras dos personas que estaban al alrededor del cuerpo de Franco, como llamaban al sujeto que reposaba en la mesa. Lo miraban con gran interés mientras parecía que contaban cada latido de su corazón, esperando una respuesta que no llegaba.
Con una gran angustia reflejada en el rostro, un sujeto bajo de estatura y con apariencia regordeta agregó:
—Nadie ha podido completar la misión a pesar de los múltiples intentos, pero él tiene que hacerlo, es el único que puede lograrlo.
Domini se sintió angustiado por la escena y casi al instante el cuerpo de Franco comenzó a agitarse de un lado a otro sobre la mesa. Por primera vez, se detuvo a observar su rostro. Por las líneas de expresión podía suponerse que tendría una edad que superaba los cincuenta años, pero había escuchado que era mucho más joven.
A continuación, otra persona ingresó a la habitación; tenía ojos saltones y pronunciadas sombras negras alrededor de los párpados y la piel reseca, casi descamada. En ese momento Domini notó que el resto de los presentes tenían rasgos similares.
Se despertó agitado y sudoroso. Se trataba del mismo sueño de cada noche. Se quedó en la cama pensativo, con miedo de volver a dormirse, hasta la llegada del amanecer.
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