Espejo de infancia

Había descubierto el misterio. Te iban a disparar en esa zona militar al detenerte frente a sus muros tal cual amenazaban hacerlo en ese terrorífico cartel de letras negras con fondo amarillo que había leído tantas veces al pasar por allí siempre por supuesto con nerviosa premura para que una bala no termine ejecutándote como a un pato indefenso del lado peligroso del rifle del cazador. Pero y si te parabas en frente, qué. ¿Sucedería algo en verdad? Los muros que rodeaban la zona militar no dejaban asomar nada de lo que hubiera al interior, ni siquiera una construcción elevada. No se trataba de impedir el paso a los extraños entonces sino la mirada hacia el secreto que para nadie había sido revelado. Salvo que yo lo descubrí. Si te pusieras en frente de esos muros impenetrables con el suficiente tiempo observándolos minuciosamente, por algún efecto vulnerable terminarían haciéndose transparentes solo para ti y accederías por fin a los misterios que encerraban dentro.

Desde luego nunca puse a prueba mi hallazgo porque cuando eres niño el límite adonde llega la imaginación se detiene al toparse con esa otra afiebrada creencia también que puedes perder la vida en cualquier momento. Lo pensaba así al menos tras horas interminables de ver la televisión y la mano puesta por encima de ese prodigioso rectángulo de fantasía daba cuenta que el aparato de tanto estar encendido se calentaba cada vez más y más. ¿Estallaría al fin como un globo? La pantalla lejos de ser plana a diferencia de los televisores modernos sobresalía del marco que la contenía de modo que uno podía pasar el dedo por encima de la pantalla sin tocar nada más, convenciéndote que en efecto comenzaba a dilatarse por su uso excesivo y llegaría al punto que explotaría hasta nosotros en mortíferos pedazos que tal vez conseguiríamos atajar con almohadas previamente alistadas para ese providencial propósito.

Pero al mismo tiempo que ese sentimiento precario de la vida pudiendo abandonarme súbitamente coexistía un convencimiento opuesto, una risible sobreestimación de poder valerme solo frente al mundo a muy tierna edad. Ocurrió que cierto día papá me dejó sin poder ver mi programa favorito, una hormiga atómica que así se llamaba el personaje cuyo ridículo tamaño no era impedimento para imponerse a cualquier contrincante incluso mucho más grande que ella. Debió parecerme entonces que podía ser como esa hormiguita capaz de sobreponerse a todos a pesar de su modesta condición y la ira que sentía tomó la forma de un plan desaforado en el que solo hubo espacio para una manta con la cual taparme, mis juguetes más imprescindibles, quizá alguna galleta a medio consumir, y sin nada más encima, dando un portazo renuncié a la seguridad de mi casa rumbo a las fauces de ese mundo del que solo conocía los nombres de unos cuantos de sus colores, y un puñado de cosas más. Papá impidió que llegara a doblar la esquina de ese precoz viaje pero por supuesto la hormiga atómica y yo no siempre andábamos con ganas de demostrar lo poderosos que éramos.

Naturalmente de niño no siempre tuve ese tipo de relación disfuncional con la televisión. No obstante su nula capacidad de respuesta tan propia de las redes sociales, esa caja apacible me hizo conocer el primer amor correspondido, obviamente más con la complicidad de mi delirante butaca como espectador que por la acción de mi pretendida amada. Ella era Agnetha Fältskog, la vocalista de cabello rubio del grupo Abba de la que me convencí se sonrojaba conmigo en sus videoclips. Cantaba sus éxitos para mí, resultado natural de que mirara fijamente a la cámara y en algún momento su rostro se desvanecía en una sonrisa que coincidía con la mía que por el estupor la ocultaba detrás de lo que tuviera a la mano para cubrirme mientras la parte sensata de mí se preguntaba absurdo cómo era posible que el televisor pudiera comportarse como una imposible ventana.

Y así uno tras otro rondan los desconcertantes recuerdos de mi niñez. Platos incomibles de los que no podía levantarme de la mesa sin terminarlos y me libraba con el fácil pero muy precario recurso de arrojar la comida al suelo en la cocina solitaria, exámenes desaprobados que hacía firmar en el último instante antes de marcharme al colegio para que el tiempo apremiante extinguiera cualquier reproche, disputas de si los aviones eran propulsados por el mismo kerosene con el que en casa se calentaba el agua hasta quedar hervida, peluqueros que te inmovilizaban en su asiento mostrándote las tijeras con la que acababan de cercenar la oreja al niño que no podía estarse quieto, fantasmas derrotados por una oración, un amuleto, por portarse bien o por otro fantasma menos malo, finalmente, todos retazos de un espejo tardío en el que cuesta tanto reconocerse porque uno termina siendo el peor traidor de sí mismo.

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