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Cristian Waldheim

«Las llamas puedo ver y
Al infierno lo puedo sentir.
Regalame tu cuerpo y
Quemada te dejaré.»

Una tenue llovizna me abraza calidamente y el crudo frío que nos acompaña enarga mis pensamientos, provocando que mis ojos no dejen de observar el despampanante mar solitario que tengo enfrente mío; sus olas alocadas se mueven del norte al sur y a la reversa, al igual que mis pensamientos, dando brincos por el mismo sitio, yendo y volviendo, como cuan niño aprendiendo la tabla de multiplicar.

La tristeza. Ese sentimiento tan atroz cambió mi personalidad y finalmente mi vida, por otro melancólico, callado, serio y reservado. Siempre era yo él que daba consejos por vivir, por seguir y por vencer todo lo malo que nos rodea, pero eso fue remplazado y quizá olvidado por todos.

La causa que llegó a derrumbar por completo mi vitalidad fue una decisión que yo mismo tomé y yo mismo me puse el mismísimo infierno enfrente de mis ojos, de mi pobre y desgraciado camino que todos recorremos, pero con diferentes destinos. No obstante, todos, por fuera la ven como extraordinaria, alegre y feliz de poder ver como un amor sin sentirse flota a pie.

Mi desconfianza, mi negatividad, mi dolor no comparan a la decisión que me lleve a tomar; casarme con una persona a la cual no amo en lo absoluto, es lo más escalofriante que me sucedió. Pero, mis muestras de dolor no son por mí, más bien, lloro por ella. Ya que, sin saber, vivirá en una mentira, en una ilusión que de a poco le creé y le crearé.

Imaginarme una vida con esa mujer me produce náuseas. Tan sólo interponer en mi mente un despertar a su lado, y lo primero que poder llegar a ver sea su pálido cutis dormido como un ángel, me da repugnancia. Como si fuera que jamás causó daño alguno, siendo que en mí los causa. Al igual, no creo poder compartir la misma comida, habitaciones y hasta crear momentos que a mí me produzcan alegría, con alguien a quien no tengo sentimientos. Sin embargo, yo elegí éste camino y como sea posible lo recorreré, inclusive, sin tener idea alguna de porque tomé esta abrupta decisión.

De repente, una suave melodía familiar distrae mis pensamientos, alejándolos con las olas, enredándose con el frío viento, para convertirse en gotas, en una lluvia dolorosa y finalmente desaparecer en la arena o hasta en el mismísimo mar. Cuyo sonido es proveniente de mi celular, indicando una llamada entrante. Por ello, lo saco del bolsillo izquierdo de mi saco costoso de Dior, color gris.

-Cristian ¿Dónde estás? La boda comenzará dentro de unas horas. – me regaña mamá, sin tomar aire, sin saludarme o preguntarme si estoy bien.

Si supiera que mi infierno se desatará desde el segundo que pise esa iglesia, jamás me hubiera echo esa llamada, hasta me habría protegido para no aparecerme delante de toda esa gente. Pero no era así y no lo era porque yo nunca le conté de mí, de mis sentimientos, de lo que creía de ella, de mi futura esposa, ciertamente en un momento la amé tanto, que no me importaba absolutamente nada de mi alrededor, sin embargo un día todo eso murió. Aun así, está era la realidad, donde lo que estaba pasando no fue un juego, sino la formación de una desastrosa vida, que hasta mi propia madre apoyaba.

Acaso, ¿No se daba cuenta que su hijo sufría?

-Mamá. – sollozé, implorando que se dé cuenta de mi sufrimiento, pero no fue así.

-Hijo mío, sé lo emocionado y nervioso que estás. Eres libre de llorar, tómate tu tiempo, pero no llegues tarde.

Y colgó.

Colgó antes de confesarle, de decirle la verdad. De decir que no la amo, que no quiero compartir mi vida con ella, ni siquiera ese asqueroso anillo que deslumbra en nuestros dedos. Colgó antes de pedirle una ayuda, un escape de la puerta de el infierno, porque efectivamente esa iba a ser mi salvación, mi destierro. Y duele decir que colgó antes de convertirme en un psicópata.

~~~~~~♡~~~~~~

Negro. Blanco. Rojo. Copas. Luces. Trajes. Vestidos. Música. Baile.

Era todo lo que me rodeaba, lo que veía desde el lugar más alto y más aterrador de ese salón, que jamás estaría pisando si le hubieron contestado un simple ‘no’ a el cura, pero lamentablemente no fue así y por ello, estaba esperando a alguien que no quiero esperar, ni ver, ni sonreír: mi esposa. Para seguir con ese, ahora intolerante y estúpido típico baile de bodas. Quizá en otro momento yo estaría disfrutando, gritando, bailando y sobre todo dando otra alegría, más encantadora y fiestera, siendo el rey de esta conmemoración, no obstante, era todo lo contrarío; mi semblante furioso, aburrido y sobretodo cansado, fingiendo lo que desde hace años se volvió común en mi alrededor; sonrisas, una vitalidad con plenitud, con una felicidad, quizá envidiable y una vida totalmente perfecta, sin nada fuera de sí, daba a reflejar, haciéndoles creer a todos algo que no era cierto en absolutamente ningún sentido.

Y justamente ahí, en medio de toda mi desgracia, de toda esa multitud acumulada en medio de la pista, como milagro del cielo y despojándome de mi desgracia, haciendo brillar por unos efímeros segundos mi vida, logré divisar unos claros ojos grisáceos, resaltados por la luz solar, demostrándolos abrupta mente llamativos, rodeados de largas y rizadas pestañas que combinaban perfectamente con su trigueña piel, al parecer bien cuidada. Por su frente, finos mechones de una melena oscura le caían, dándole un toque desprevenido, como si fuese que el cabello era lo menos importante para lucir, pero que lo hacían jodidamente hermoso. Caminaba estrecho, a un lugar en concreto, portando en él un traje Chanel del mismo color que sus ojos, haciendo una conexión inefable con ellos. Mi vista estaba plena en él, en sus pasos, su mirada, su sonrisa ancha, amable, demostrando en ella a un niño indefenso, siendo olvidado por su cuerpo, por el hecho de que sus brazos resaltaban en cuyo saco, y para que hablar de sus gruesas y tonificadas piernas, su buen porte observado y deseable por muchos. De repente, todo lo maravilloso cesó y mi semblante volvió a caer cuando Marina, la mujer con la cual me casé, se acercó a él y lo abrazó confianzuda, de una manera íntima, sonriendole, apocando el destello que emanaba ese muchacho, mientras susurraba parábolas en su oído.

Extrañamente, aquella situación e imágenes que tenía enfrente mío me molestó, por ello me levanté de mi asiento, acomodando mi traje de bodas que papá eligió por mí, ya que yo supuestamente estaba en una junta sumamente importante y difícil de ignorar, el día que tendría que elegir nuestras vestimentas. Caminé despacio, alejando cualquier expresión negativa, acrecentando una débil sonrisa acompañada de fuertes latidos de mi corazón. Bajé los cuatro escalones que separaba la mesa matrimonial de todo, recorrí la mitad de la pista de baile, ignorando abrazos, besos, felicitaciones y hasta invitaciones de baile, centrado en ese joven muchacho, preguntándome quién será y por qué nunca lo había visto. Si por qué Marina nunca me lo presentó.

Llegué.

Paré.

Sonreí.

Y verlo de cerca fue un estallido. Una bomba dentro y fuera de mí. Sintiendo cosas que nunca jamás sentí. Llevándome a otro lugar, a otro mundo, lejos de todo y todos, olvidándome por completo de la falsedad que cada día retumbaba, crecía y me mataba poco a poco. Fue disolverme entre rosas, algodones, en algo cómodo, como si fuese que ese era mi lugar correcto, donde debía de estar. Donde pertenecía.

Y me miró. Nuestras miradas chocaron, se conectaron y junto a ella una electricidad provechosa me recorrió. Estuve seguro de que él también la sintió, porque sus mejillas se tornaron rosadas y su cuerpo se estremeció. Yo sonreí más ancho, mostrando mis alineados dientes, por lo que él me contestó en otra sonrisa más pequeña, más tímida.

-Él es Dylan, mi hermanito. Aquel niño que no dejaba que vaya a la universidad.

¿Hermano?

Acaso, ¿era aquel niño llorón? Que lo único que hacía era irrumpir cada salida. Joder, cuanto lo odiabamos, ya que jamás nos dejaba salir tranquilos, ni siquiera disfrutar, porque él quería ir, quería «proteger» a su hermana de lo que sea que le haríamos o le harían. Y cuando se fue a vivir con su madre en Alemania todo se tornó nuevamente espectacular.

Jamás, en éstos 7 años recordé que tendría hermano, incluso nunca lo pensé. Seguramente lo sabría si le prestaría atención a sus tontas charlas de noche.

-Dylan. – resoné gustoso su nombre en mis labios, aún con mi sonrisa seductora, que justamente hace varios años dejé de utilizarla, ya que me veía en medio de todo un hoyo negro, imposible de salir. – Soy Cristian.

Me presenté, por el hecho de que podría ser que se olvidó de mi, como yo de él. Por su parte, extendió su mano hacia mí, en un intento de saludo cordial.

Por supuesto que yo correspondí.

-¿Vamos por una copa?- me invitó, aún con nuestras manos enfrentadas y nuestras miradas conectadas, perdidas en cada uno.

Dando comienzo a una historia en mi ser, dentro de mí, sintiendo tantas cosas inexplicables, sumamente terroríficas, que jamás creí o imaginé sentir. Era un revuelo y no fueron mariposas o ese típico huracán que sienten la mayoría de las personas; era un alivio, un respirar en mi vida, era estar sumergido en un campo de flores, en donde sólo estaba él y yo. Solos.

Asentí.

Y nos marchamos en dirección de las mesas con comidas y bebidas para cualquiera que tuviera hambre, sed o quisiera embriagarse hasta olvidarse de todo y disfrutar abruptamente esta ocasión, esta fiesta.

Nos marchamos olvidándonos de mi esposa, de esa mujer vestida de blanco, cuyo color representaba un ángel, ignorándola y dejándola como un fantasma, como alguien a quien no nos importaba o quizá no nos acordamos de su existencia en ese momento.

-Nunca creí que Francia cambiaría tanto. Casi ni recuerdo donde quedaba mi casa. – opinó abriendo una conversación.

Su voz gruesa, firme y autoritaria rebotaban en mis oídos, dándole pequeños pero increíbles dolores en mi pecho, un dolor satisfactorio, uno que jamás quise que se acabará, causaba que me despliegue a otro mundo, a un lugar que no existía un amor falso, o simplemente una vida nefasta, el cual era perfecto. Donde yo estaba feliz, donde era el mismo de antes, incluso mucho mejor.

– Eras un niño. – incluí. – ¿Qué tal todo allá en Alemania?

Cuestioné mientras llegamos a la mesa de bebidas, llena de copas, alcohol, incluyendo vinos, cervezas, vodka, tragos y hasta diferentes tipos aguas, por eso, levante dos copas y le pregunté sonriendo, atrayendolo, encariñandome con alguien que jamás creí hacerlo, con un sexo igual al mío, imposible de ignorar, de perder de vista, de dejarlo pasar:

¿Champagne?

-Offensichtlich.

Eso bastó. Fue suficiente para acercarnos, para empalagarnos entre nuestros roces, tratos y deseos. Para hundirnos en un pecado mortal, para cambiar completamente nuestras vidas, quizá arruinándolas, quizá mejorandolas, quizá acabandolas.

2 Meses Después

Sus oscuros ojos grises me miraron por última vez; aterrorizados, con la mera idea de que jamás creía morir de esta forma tan cruel, con este sufrimiento, en los brazos de un extraño. Dándole un final a su miserable vida, y lo sabía porque horas antes, en un bar del centro de Toulouse donde sólo personas con recursos elevados y dinero como para pagar platos costosos pueden ir, enfrente y alrededor de todos ellos, sin importarle que lo vieran, golpeen u opinen, al igual sin estrupulos, su marido la maltrataba ferozmente, humillándola, rompiéndola y hasta causar un disgusto de tener una vida así de horrible. Cuando se levantó para ir al baño y arreglarse un poco, aproveché y la seguí, con una idea perturbadora rondándome en la mente, no sin antes haber estudiado a la perfección el panorama que tenía en frente; las cámaras de seguridad no estaban en mi dirección, ni siquiera me apuntaban, sólo existía una que estaba en la barra dónde permanecía la caja de ahorros. La cantidad de personas era diminuta, no sobrepasaban de cuatro y cada una estaban distraídas en sus celulares, en el periódico e incluso en la misma calle, por lo que todo estaba a mi favor, dándome el lujo de acabar con mis ansias poco comunes.

Cerré la puerta blanca de hierro con seguro y la observé con un deseo imposible de sentir; sus tacones de aguja negros eran sumamente resaltados por su pálida y descuidada piel. Más arriba, un vestido rosado de tela fina, seguramente cubría desde su cuello hasta sus rodillas, los miles de moretones que decoraban en ella. Su rubio y ondulado cabello estaba atado en un moño, dejando a simple vista marcas profundas de una vida difícil, pero a su vez estúpida por no ser fuerte y salir de ese infierno que la acecha cada día al dormir y al despertar.

-Las lágrimas no ayudan.- dije alto, en un tono seguro y confiable, manipulándola a mi conveniencia.

Ella se giró asustada, ya que por desgracia jamás sintió mi presencia. Sus grises ojos oscuros me miraron rogando ayuda, mientras sus rojizas mejillas estaban aguadas y por un momento le tuve lástima, pero todo sentimiento afectuoso acabó cuando volví a mirar ese color. Por mi parte sonreí demostrándole que la salvare de ese infierno y la ayudaré a acabar ésto, y ese fue el primer error de ella; haber confiado en un extraño.

Marnel


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