Había un rincón en mi memoria que visitaba cada noche, no por voluntad, sino por la tiranía de mi mente. En ese lugar, las sombras de los días felices se alargaban como cuchillos, recordándome que alguna vez existió algo más que este vacío que ahora habito. La nostalgia no era un bálsamo; era una herida abierta que nunca dejaba de sangrar.
Me despertaba con el peso de los recuerdos sobre el pecho, como una losa que nunca terminaba de aplastarme. Los días se repetían, grises y sordos, como un disco rayado. Pero las noches eran las peores. En ellas, las imágenes regresaban con una claridad cruel: el calor de las risas del amor de mi vida en una tarde de verano, el roce de unas manos que parecían prometerme quedarse siempre, los días felices con mi madre, la sensación de pertenecer a algo más grande que yo. Cada recuerdo era un cristal afilado que mi mente sostenía con manos desnudas, incapaz de soltarlos aunque dolieran.
La soledad no era simplemente estar solo. Era una entidad viva que me acompañaba, un fantasma que susurraba en mi oído «Mira lo que tuviste y perdiste. Mira lo que nunca volverás a tener.» En los días de lluvia, la melancolía se hacía tangible, se aferraba a mi piel como una prenda mojada, helada, imposible de quitar. El vacío no era una ausencia, sino una presencia palpable, un abismo interno que me devoraba desde dentro.
Intentaba llenarlo con cualquier cosa: sexo, drogas, relaciones toxicas, autodestrucción que silenciara por momentos los gritos de agonía que jadeaba mi alma. Pero nada funcionaba. La nostalgia era un eco que siempre regresaba, más fuerte y cada vez más cruel.
Recordaba los abrazos de mi madre cuando era niña, su aroma que mezclaba mis miedos con jabón y ternura. Recordaba los amigos que alguna vez pensé que serían para siempre. Recordaba el amor que confundí con una eternidad. Pero esos recuerdos no traían consuelo; eran espejos rotos que reflejaban la insuficiencia de mi presente.
La nostalgia no era un recuerdo dulce, sino un cuchillo que giraba en la carne de mis pensamientos. Me preguntaba cómo algo tan intangible podía doler tanto, cómo una imagen podía cortar más profundo que cualquier herida física. Cerraba los ojos y veía rostros que me miraban con cariño, y al abrirlos encontraba el vacío del cuarto, la indiferencia de las paredes.
Había días en que la nostalgia se volvía insoportable, en que me encontraba ahogado en preguntas sin respuesta: ¿Por qué no luché más? ¿Por qué me dejaron? ¿Por qué me dejo arrastrar por un pasado que no puede salvarme? Pero sabía que la nostalgia no respondía; era una amante cruel, que ofrecía promesas vacías y cobraba con lágrimas.
No podía evitar romantizar el dolor, convertirlo en poesía que nadie leería. Escribía sobre el vacío como si describiera un amante ausente, detallando su forma, su textura, su presencia en cada rincón de mi vida. Mis palabras eran mi única compañía, pero también mi condena. Cada verso era un intento de capturar el dolor y encerrarlo en la página, pero siempre se escapaba, volviendo a mi pecho como un peso más.
Decía cosas como, la nostalgia es el fantasma de algo que nunca fue tan perfecto como lo imagino, pero que mi mente insiste en adornar como un altar. El pasado no me abraza; me asfixia.
Una noche, frente a la ventana, observé la ciudad cubierta de luces parpadeantes. Cada una era un recordatorio de una vida que no era la mía. Lloré, no por lo que había perdido, sino porque me había perdido a mí mismo en el camino.
La nostalgia me había robado el presente, haciéndome un prisionero de los momentos que nunca volverían.
Mientras la lluvia golpeaba el cristal, una verdad me atravesó como un rayo, no había vivido de recuerdos; los recuerdos han estado viviendo de mí, alimentándose de lo poco que me queda. Entendí, por primera vez, que la nostalgia no era un refugio, sino un campo de batalla en el que siempre perdía.
Me acosté con el corazón roto, como cada noche, preguntándome si algún día este peso sería menos cruel. Pero la respuesta no importaba. El dolor de la nostalgia no necesita razones; solo existe, como una herida eterna que nunca cicatriza.
Y así, en el silencio de mi habitación, solo quedaban las palabras que resonaban en mi mente:
«La nostalgia no me hizo vivir, me estuvo matando lenta y dolorosamente.
-BARAKAT RUFFILO.
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