Los minutos dictaban el deterioro de mi ser. La noche había llegado, y entre sábanas calientes me retorcía de dolor. Mis pesadillas frenaban el compás del reloj, y los espasmos transformaban mi habitación en todo, menos en un hogar.
En un intento desesperado por frenar aquella experiencia, me aventé sobre la cama de mis padres. Entre lagrimas pedía el ansiado auxilio, y entre sus brazos encontré asilo. Rápidamente mi padre se vistió, y en cuestión de minutos me encontraba recorriendo un camino corto pero largo por el reducido de mis pasos. Al llegar al hospital, no hicieron falta palabras: un grupo de personas ya se movía con la única intención de ayudar.
La contracción de mi abdomen y el agobio de una garganta irritada por las náuseas llegaron a su fin con el primer pinchazo que perforó mi piel.
La incertidumbre se hacía presente. El miedo asomaba la cabeza, mientras los médicos no daban crédito a lo que ocurría.
Luego de horas y análisis, se confirmó: padecía de una nueva apendicitis. Digo nueva por ser esta la segunda operación de un problema que supuestamente había quedado atrás el verano pasado. La vida sorprende cuando menos lo esperamos.
Una mezcla de familiaridad y culpa protagonizó mis pensamientos. Sentía que lo merecía, que no tenía derecho a quejarme. Creía haber fallado a tantas personas… incluso a mí mismo.
A veces somos más duros con nosotros de lo necesario. Buscamos la perfección o tratamos de evitar ser el villano en la historia de alguien más. Pero en ese intento fallamos, porque nunca nos detenemos a trabajar de verdad en la versión que soñamos ser.
Cuando entré a aquella sala y la cirujana enumeró los peligros de la operación, la valentía ocultó el miedo que recorría todo mi cuerpo.
Salí entre lágrima de desconcierto y temblores de realidad. Me sentía demasiado joven para despedirme de una vida llena de lugares y personas maravillosas. Era el momento de los “quizás”.
Las sonrisas de los desconocidos al mirarme delataban el reto que estaba por enfrentar. Cada gesto entrañaba una mezcla de incredulidad y compasión.
En ese escenario fui protagonista de cada segundo que sofocaba mi alma.
Entre llantos y recuerdos, mensajes de “te quiero” invadieron los móviles de mis seres más queridos. Entre ellos, el de mi expareja. Una persona a la que siempre estimé y recordé con respeto y cariño.
Mi mensaje alertaba sobre la situación que atravesaba y agradecía cada instante compartido a su lado. Para mi sorpresa, encontré una respuesta vacía. Fue como recibir una carta en blanco, un plato vacío, o un amor despechado. No consideré desacertado haberle escrito. El contexto y la sensibilidad del momento me empujaron a aflorar el lado más nostálgico de mi ser.
Jamás olvidaré el punto más bajo de mi vida, en el que un mensaje sincero dolió más que cualquier bisturí.
Habiendo perdido la ilusión de crear un último recuerdo con ella, dediqué mis fuerzas al resto de personas que sí estaban.
Sali del quirófano con nuevas cicatrices, pero ninguna como la que llevaba en el corazón. Estaba vivo. La historia podía continuar.
Una vez en planta, comencé a recibir visitas. Familiares, amistades… y conocí a una persona que, sin esperarlo ni pensarlo, marcó un antes y un después: Aisha.
Una mujer dulce, con alma de cielo. Como un ángel.
Solo llevaba una semana en mi vida, pero no la cambiaría ni por la mayor fortuna.
Aunque, si de fortunas hablamos, su nombre encabeza la lista.
La conocí en la guagua, de camino a casa. Quise saber su nombre y decirle lo bonita que se veía. Descubrí que estaba en una relación. Fue sincera, clara.
Quién diría que hoy sería el motor de mis ánimos y precursora de mil sonrisas. Solo ella supo mantenerlas.
Hoy sentí que el verdadero amor es estar cerca de personas como Aisha. Personas únicas, tan completa que reúnen todo lo que uno querría cerca… y que, por eso mismo, escasean.
Quizá ahí radique su valor.
Mi salud es mi felicidad. Y mi sonrisa, el reflejo del amor que me llega.
Hoy conocí a Aisha. Pero también recordé que Ale, Paula y Yeray siempre han estado ahí. Mis padres y abuelo no dudaron en dormir a mi lado. Y por sorpresa, mis tíos quisieron participar en esta locura. Los quiero a todos, incluso a los que no estuvieron, pero con mensajes inundaron mi teléfono. Soy el chico más afortunado del mundo. Sé que puedo contar con ellos. Y eso, eso sí que cicatriza hasta las heridas más profundas que aún guardan luto en mi piel.
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