HORACIO WALLACE

                                                                                            DESCENSO

DESCENSO

© 2023 Horacio Wallace

Todos los derechos reservados

Lima, Perú

                                                                                    




«Chiroc, viejo, cobarde, la vergüenza has perdido,

a estos hombres te entregas, cuando sólo han venido

a robarse lo tuyo, a devorar tus siembras,

a embrujar a los niños y a corromper a tus hembras.

Si es que les tienes miedo, si no puedes matarlos,

no, imbécil, te condenes, Chiroc, a alimentarlos.

Estos hombres son brujos, ellos traen la virola.

Que hincha y mata a los nuestros; y hablan la lengua española,

que es la lengua del diablo…mira pues, si los dejas

antes que a ti y los tuyos cortemos las orejas…»


-Jefe Capanahua

       


                                                               

                                                                                1.

La verdadera razón por la que me enviaron a Iquitos fue porque nadie más quiso el trabajo. Y no se debió al calor, ni los bichos. Era por temor, o asco, por tener que reportear sobre las matanzas desde el mismo lugar de los hechos. Que no sucedían en la ciudad, ni cerca de ella, si no monte adentro. Eso a mí no me importaba, tan acostumbrado a ver cadáveres desmembrados, así que la nueva asignación se me apareció en el momento preciso, porque me las olía y se rumoreaba que no me iban a renovar el contrato, luego de doce mediocres años como reportero de policiales para un periódico de tercera más amarillento que Ho Chi Min.

La carnicería en la Amazonía extendería mi ciclo de vida laboral uno, o con suerte dos meses más. Y, por supuesto, el trabajo de investigación in situ por iniciar me parecía de lo más interesante. Tal cantidad de muertes sumamente violentas ocurridas en tan poco tiempo; la mayoría blancos, ya sea criollos o extranjeros, sin distinción, pero también un buen número de negros se contaba entre las víctimas. Y la forma de matarlos, tan salvaje. Salvaje al extremo. Que los nativos asesinen de vez en cuando a uno que otro foráneo si lo perciben como una amenaza, ya sean traficantes de tierras, narcos o madereros, como que tenía algo de sentido, y siempre pasaba. Pero, ¿y los negros? ¿Qué tenían que ver los negros en todo esto?

Ese puede ser otro de los motivos por el que me asignaron el trabajo, porque desde que empezaron los ajusticiamientos simplemente no dejé de hablar de ello, y ya tenía a la redacción bastante podrida con mis teorías conspirativas amazónicas, obsesionado con el por ahora inexplicable asunto de los negros.

Pensaba que si hacía un buen trabajo sería visto con mejores ojos por jefes y compañeros. Realizar una clásica, profunda y profesional investigación periodística, que produzca a diario notas, artículos, fotos y videos, acerca de un tema de sumo interés para los lectores, que lógicamente comprarán -no sin morbo- más diarios para enterarse sobre los detalles de las atrocidades y darán más clics en los enlaces de la rudimentaria página web donde suben las fotografías y reportajes en video que hago.

En realidad, no pensaba que mi jefe me quería botar. Era un buen tipo, éramos amigos, y nunca olvidó que durante mis primeros años hice un buen trabajo. Aparte que no creía que tuvieran la caja suficiente para pagarme una liquidación de doce años. Que me mandara a la selva puede que fuera con la intención de desahuevarme, al alejarme del escritorio, el teclado y el cielo gris para enviarme una corta temporada fuera de la oficina, esperando que volviera renovado, con las energías de antes. Iría por trabajo a la caliente y sudorosa selva. Al rico Iquitos, la incomunicada y mágica ciudad rodeada de ríos a la que no había vuelto en más de quince años.

Pedí que me acompañara Charly como cámara. Le dije que viajaríamos ese mismo día en algún vuelo de la tarde, para empezar cuanto antes. Guardé a la volada el material que tenía sobre los casos en mi vieja mochila, todo lo que había venido clasificando en carpetas y clavando en mi corcho, que no era poco. Charly estuvo listo en menos de diez minutos, esperándome en la recepción cargado de equipos de filmación y entusiasmado por irse -en su mente y planes- de vacaciones a la selva, con todo pagado. Cada uno pidió un taxi para su casa, y quedamos en encontrarnos en el aeropuerto a las tres y media de la tarde, tiempo suficiente para armar una mochila y devorar rápido las sobras de ayer.

Una vez que el avión decoló comenzó el trabajo real. Aunque aún sobrevolábamos Ventanilla, mi cabeza estaba en Iquitos. En el Amazonas. En el Putumayo. ¿Qué demonios estaba pasando allí? Todo empezó de un momento a otro. Se sabía que las matanzas eran obra de los nativos, por el estilo de acabar con sus víctimas, todas y cada una de las veces acompañadas de ancestrales rituales. Pero, ¿Cómo así se organizaron para asesinar a un grupo de personas en particular, aplicando un plan tan claro, algunas veces ejecutado al mismo tiempo en lugares muy distantes uno del otro, a lo largo y ancho de la vasta e impenetrable selva baja? ¿Por qué justo ahora? ¿Qué los impulsó a emprender una matanza de esas proporciones? Contra los blancos. Y los negros. Las mujeres también cayeron trozadas por el golpe de sus machetes, y sólo se salvaron los niños pequeños.

¿Por qué no había sospechosos? Ni arrestados. Ni uno solo. Sólo se hablaba de los nativos, extraoficialmente, ya que ninguna autoridad se había referido a ellos directamente, y sólo se limitaban al clásico no podemos afirmar ni negar ¿Por qué la policía había hecho tan poco? ¿Qué tanto sabían? ¿Y la gente que vivía en los montes y riberas, cerca de donde todo ocurría? Tampoco decían mucho. Sólo se referían temerosos a la presencia de demonios, lugar usual al que recurren cuando no comprenden lo que pasa. Los diarios y radios regionales le dedicaban muy poco espacio al tema, solamente ‘cada vez que aparecía un nuevo grupo de muertos, pero al día siguiente el asunto desaparecía por completo de sus programaciones noticiosas. ¿Desde Iquitos cuidad podré ahondar en los hechos? No lo creo.

¿Qué era lo que estaba pasando en la selva? ¿Por qué todos callaban? ¿Por qué nadie quería investigar las matanzas? ¿A qué le tenía miedo la gente?

                                                                                   2.


El golpe de aire húmedo y caliente al descender del avión fue reconfortante, al igual que el tibio viento que disfrutamos durante el corto recorrido en mototaxi del aeropuerto al hospedaje. ¡Cómo había crecido la ciudad! Comercios por todos lados y hasta dos nuevos centros comerciales, con complejo de cines y todo.

Nos habían reservado una habitación doble con un solo ventilador en un hostal de mierda. Sin explicar por qué, dejé a Charly esperando con las cosas en el lobby, feliz gileando con la recepcionista, que sonriente le sirvió vaso tras vaso de refresco de camu-camu helado de bienvenida, como acostumbran recibir a sus huéspedes algunos hoteles de la selva. En menos de quince minutos conseguí a dos cuadras una mejor habitación en un mejor hostal, y sólo diez soles más cara la noche, gasto adicional plenamente justificado ya que contaba con aire acondicionado, factor súper importante si quería mantenerme fresco y activo durante el tiempo que pasara en la habitación, en vez de dedicarme a combatir la asfixiante sensación térmica con cinco a más duchas al día, secándome al natural despaturrado en la cama con el ventilador a un metro, casi sin poder pensar a causa del sofocante calor del carajo que se siente en la ciudad.

Duchazo de entrada, par de llamadas a Lima y a cenar al Ari’s, tradicional snack ubicado en una esquina de la plaza de armas. Habían subido sus precios bastante, los bastardos, pero igual me di el gusto de pedir un Exterminador, que lleva guaraná, algarrobina, miel de abeja, maca, ginseng, huevo de codorniz, leche, papaya y plátano, y convencí a Charly de probar un Super Erectus, que además incluye 7 Raíces. Ni bien se lo sirvieron se lo secó en una, divertido con lo que le había contado sobre los efectos que provocan en el organismo la combinación de esos ingredientes particulares. Aunque este pendejo se notaba que no necesitaba nada de eso porque fácil no llegaba a los treinta, y lo saqué de calentón de arranque ya que no paró de mirar culos charapas y turistas por igual desde que salimos del aeropuerto.

De vuelta en el hotel, me puse a planificar el trabajo del día siguiente, mientras Charly se entretuvo revisando los equipos y cargando las baterías. Cuando mi compañero de viaje ya dormía, repasé a luz de lámpara las notas y recortes que había traído sobre los casos, y para cerrar el día realicé un recorrido por los pocos noticiarios locales que contaban con página web, para enterarme si había pasado algo nuevo desde la última matanza. No encontré nada de relevancia. Así me dieron las tres, pero a las ocho, fresco y empilado, desayunaba a lo regional en la pequeña cafetería del hotel.

La primera tarea del día era ir a la comisaría, que quedaba a unas cuantas cuadras de donde nos alojábamos, en la calle Morona, frente al malecón, importante dependencia policial que permanecía inmutable ante la no poca cantidad de pasteleros que se sentaban por unos minutos cada noche en sus curvas bancas de concreto, que la muni puso para beneficio del turismo, pero que bien sirven para que pastrulos y pastrulas puedan armar y fumar las tolas que quisieran en cómoda tranquilidad, disfrutando de la agradable vista del río Itaya en el horizonte.

Esta primera visita de tanteo decidí ir solo, sin cámara ni grabadora de voz, pero sí con libreta y lapicero, por si tenía la improbable suerte de conseguir lo que fuera de información que se le escurriera a algún tombo buena gente y hablador, amigo de la prensa y que conociera al detalle cómo sucedieron los hechos en los casos que su jurisdicción investigaba a consciencia. Pero esa no era nada más que una absurda y en exceso ilusa ilusión. La realidad era muy distinta, sobre todo en las provincias alejadas. Lo sabía bien por tantos años de experiencia y frustración como reportero de policiales. Lidiar con la autoridad era una real joda. Generalmente la benemérita Policía Nacional esperaba generar valor de la poca información que le iba soltando a la prensa, pero siempre me ha llegado al pincho aceitarlos, y aunque lo he evitado lo más que he podido, no pocas veces tuve que bajarle un billete al tombo que la hizo de informante. Por ello, no podía simplemente aparecerme como otro periodista sensacionalista más venido de la capital. Debería recurrir a alguna argucia, invención, mentira, para que por lo menos me prestaran atención, y si la suerte la hacía de cómplice en mi falsedad, el aburrido policía de la puerta pediría ver mi DNI y credencial de periodista, y tratando de aguantar el bostezo me indicara dónde quedaba la División de Criminalística y por quién debía preguntar.

Subí las escaleras a paso ligero, y unos metros más adelante hallé el que fantaseaba era el bunker súper equipado de personal y tecnología de punta que servía como base de operaciones para el combate sin tregua de la criminalidad en la región, que ya de por sí era alta, sin contar las recientes matanzas. Allí tenía que estar lo mejor de la policía loretana, junto con la que llegó de otras partes para prestar ayuda, listos para salir a investigar, atrapar y bajarse a uno que otro choro. Pero no había nada de eso, ya que la unidad no era más que una pequeña, mohosa y mal equipada oficina, con una sola y obsoleta computadora, de esas de enorme pantalla de caja, y un par de recorridas máquinas de escribir. El resto del espacio lo ocupaban viejos escritorios de varias décadas atrás, archiveros de metal oxidado, y cajas, infinidad de cajas, repletas de infinitos documentos. Y, por supuesto, un par de viejos y ruidosos pero potentes ventiladores de techo soplando al máximo de su capacidad.

Al poco rato entró un sub oficial, joven y bajito, que preguntó extrañado, pero con respeto, quién era yo y qué hacía allí. Así que decidí contarle el cuento de que tenía información sobre el reciente caso del asalto al yate de lujo que recorría confortable el Amazonas lleno de gringos bird watchers con fichas, a los que les robaron todo, incluidas sus costosas cámaras que almacenaban en sus memorias cientos y hasta miles de fotos y videos de pajaritos de todas las formas y colores, material audiovisual elaborado con paciencia durante semanas y meses, tristemente perdido para siempre en la media hora que duró el abordaje pirata nocturno, en medio de la cena gourmet de fusión amazónica que disfrutaban contentos. Lamentablemente, una tía robusta enloquecida por el pánico se lanzó sin chaleco salvavidas al caudaloso y turbio río, sin que la tripulación, pasajeros ni asaltantes se dieran cuenta. La señora debió de haberse hundido como plomo, y no fue difícil presumir que posiblemente un cardumen de hambrientas pirañas terminaran por limpiar sus huesos de toda carne y grasa, ya que nunca llegaron a encontrar sus restos.

Mencioné este caso porque había fallecido una turista extranjera y no se trataba de un robo común, esperando así llegar al oficial encargado de la investigación. El sub oficial me dijo que eso lo estaba viendo el teniente Guevara, que podía aparecerse, o quizás no, a eso del mediodía, ya que no se encontraba bien de salud últimamente. Le agradecí por el dato, y antes de salir le pregunté si Guevara también estaba a cargo de investigar las matanzas de blancos. Dijo que sí.

La corta visita a la comisaría no fue en vano, después de todo. Ya sabía con quién tenía que hablar en la policía, y podría decirse que tenía una idea más clara sobre los casi nulos recursos que le estaban dedicando a los casos. Esa tarde no volvería, pero sí al día siguiente, esperando encontrar al ausente teniente Guevara, a partir del mediodía. O quizás no.

Encontré a Charly estonaso en la climatizada recepción del hotel, jugando con su celular, acabando una segunda y cogiendo del refrigerador una tercera Inka Kola, en botella de vidrio, como debe ser. Pedí que sacara una más y la destapó con su encendedor antes de dármela. Una delicia al polo casi en estado de cremolada, que engullí en un par de largos sorbos.

Sin contarle nada, ni él preguntarme qué tal me había ido con la policía, subí a la habitación, aumenté la potencia del aire al máximo, duchazo, short, pucho, llamada a Lima, y la siguiente fue a un celular con numeración extranjera. Iniciaba con +49. Era una línea alemana. Respondieron, hablamos por cinco minutos, y mi interlocutor me pidió reunirnos ni bien me fuera posible. Le dije que en media hora estaría en el lobby de su hotel.

Sentía que avanzaba, y ni siquiera era la hora de almuerzo. Le dije a Charly que si quería tenía la tarde libre. Que buscara un menú que no pasara de los doce soles, y que lo mejor que podía hacer para matar la calurosa tarde era ir a la laguna Quistococha, que quedaba cerca, a remojarse en sus tibias aguas, para que disfrutara de la buena vida. Cuando iba a soltar la pregunta, le dije que no se preocupara, que la mayoría de gastos, siempre tratando de no excedernos, los cargaríamos a la cuenta del diario.

                                                                                   3.


El alemán con el que me reuní esa tarde era Klaus Gruber, padre no de una, sino de dos de las chicas desaparecidas en las últimas semanas, Ingrid y Hanna, de 28 y 25 años. A pesar de que ni uno solo de los desaparecidos relacionados con el caso fue hallado nunca con vida, el alto y sufrido padre llevaba casi un mes en Iquitos, pegando carteles en postes y paredes y preguntando a toda persona con quien se cruzara si había visto o sabía algo de sus hijas. La policía hizo la finta de interesarse supuestamente planificando un operativo para buscarlas, pero eso nunca pasó, y el insistente germano se había vuelto una molestia para las autoridades.

Cuando llegué a su hotel, Herr Gruber estaba sentado en la salita de la recepción, y al verme se levantó presuroso a estrecharme la mano.

– Señor Roa, muchas gracias por venir. ¡Y con tan poca anticipación!

– Es un gusto, Señor Gruber.

– Por favor, tomemos asiento.

– Gracias.

– ¿En cuál medio dijo usted que labora?

– En el diario El Metropolitano.

– No he oído hablar de él.

– Es un periódico pequeño. Sólo se publica impreso en Lima. Aunque tiene su página web.

– ¡Ah! Pero usted está acá, así que tan pequeño no debe ser.

-Estoy aquí porque me interesa el caso. Los casos. Vengo siguiendo los acontecimientos desde que todo empezó, algunos meses atrás.

– Dice que recién ayer llegó a Iquitos.

– Sí. Ayer por la noche.

– Entonces no debe estar muy enterado, sobre los hechos. Lo que está pasando aquí, en esta maldita y silenciosa selva.

– Conozco los hechos, pero no tanto así los detalles. Menos los motivos.

– Para eso deberá investigar, sin descanso, como yo lo vengo haciendo. Pero no es fácil, nada fácil.

– ¿Qué no es fácil?

– Obtener información, que pueda ser considerada como seria. Por ejemplo una pista creíble.

– ¿Por qué cree que pasa eso?

– Es que nadie quiere decir nada. No quieren hablar ni saber nada sobre los muertos ni los desaparecidos. De pronto todos se volvieron mudos.

– Bueno, justo para eso he venido.

– ¿Y cree que usted sí tendrá suerte?

– Aunque la buena suerte siempre es bien recibida, lo que tengo es experiencia.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

– Aún no lo sé.

– Espero que no sea como los demás periodistas, que no pasan de los dos días en la ciudad, y se contentan con elaborar un corto e inútil reportaje.

– No creo que el diario cubra mi estadía por más de una semana, pero si obtengo información relevante que comunicar, probablemente pueda extenderla.

– Hmmm…

– ¿Eso suena mejor para usted?

– Sí. ¡Definitivamente! Por supuesto, Señor Roa.

– No sólo vengo a reportear. Lo que busco es investigar. Debo saber qué está ocurriendo, qué es lo que realmente está pasando aquí.

– Eso mismo ¿Qué diablos está pasando? Espero que me lo digan, usted o alguien más.

– Lo intentaré. Eso sí le puedo prometer.

– Todo es tan extraño.

– ¿A qué se refiere?

– A las malas energías, que se sienten en esta selva. El aire es caliente, pero no cálido.

– ¿A qué cree que se deba que nadie quiera hablar sobre el tema? -insistí.

– No lo sé. Pero es como que si se hubieran puesto todos de acuerdo. Como si tuvieran miedo de hablar. Un miedo real, lo veo en sus caras. Todo es extraño, muy extraño.

– ¿Y la policía?

– La policía no ha sido de gran ayuda.

– ¿Ni el teniente Guevara? Es el oficial a cargo de la investigación, ¿correcto?

– Sí. Guevara.

– ¿Qué es lo último que le ha dicho?

– La policía ya no quiere hablar conmigo. Menos Guevara. Sólo se limitan a repetir que continúan investigando, que no interfiera con su trabajo, ya que podría complicar las cosas.

– Lo siento, Herr Gruber.

– Es muy frustrante, ¿me entiende? Intentar saber qué ha pasado con mis hijas. ¿Dónde están? ¿Seguirán vivas? ¿O están cautivas en algún lado? Llevo un mes aquí y prácticamente no he logrado nada. Continúo en la misma ignorancia, como al principio, desde que fui avisado que mis dos únicas hijas estaban desaparecidas en el lejano Amazonas.

– Comprendo su desesperación.

– ¿Qué más puedo hacer? Desde esta pequeña isla de concreto en medio de la selva. Dígamelo, por favor.

– Escúcheme. Debido a su enérgica insistencia y las incómodas preguntas que ha estado haciendo, sin obtener respuestas claras, usted se ha vuelto una molestia para la policía, y lo evitarán cada vez que puedan.

– Eso lo tengo claro.

– Por otro lado, para la prensa local solamente les fue útil durante la primera semana desde su arribo, aprovechándose de su incansable y sensacionalista búsqueda. Así generaron titulares. Pero ya cumplió un mes aquí, y el tema dejó de ser primicia. Al igual que sus hijas.

– …

– Y además tenga en cuenta que son cientos de casos, y en distintos lugares. El suyo es uno más.

Gruber comenzó a agitarse.

– Perdóneme, que sea así de franco.

– No. No. Está bien. Se lo agradezco.

– Iniciaré mi trabajo en Iquitos investigando primero sobre sus hijas ¿Le parece bien?

– Sí, sí. Absolutamente. Gracias.

– Debo contar con su importante ayuda.

– Por supuesto. Lo que sea.

– Primero, cuénteme lo que sabe hasta el momento.

– ¿Tiene tiempo?

– Sí.

– Subamos a mi habitación, permítame mostrarle lo que tengo.

                                                                                 4.


La habitación estaba sucia y desordenada, ya que Gruber había exigido bajo juramento y amenaza de que nadie entrara a su cuarto, por ningún motivo. Una ruma de ropa sucia en una esquina, envases descartables usados por aquí y allá, y el resto eran papeles, papeles por todas partes. Apuntes, recortes de diarios y fotocopias cubrían piso, paredes y muebles, incluyendo un enorme mapa topográfico de la región, marcado en rojo de puntos, aspas, círculos, líneas, nombres, fechas y toda clase de datos. Claramente, el esforzado padre había estado trabajando a consciencia e incansable en la búsqueda de sus hijas.

– Lo felicito, Herr Gruber.

– ¿Por qué?

– Por decidir hacerlo usted mismo, en vez de esperar a que otro lo haga.

– Es que nadie va a hacer nada, según parece.

– Bueno, está usted. Y ahora yo.

– Parece honesto, en sus intenciones, Señor Roa. De otra manera no le estaría mostrando esto.

– Cuénteme. ¿Qué tenemos aquí?

– De todo. Mis hijas, turistas, mochileros, trabajadores foráneos.

– También de peruanos y sudamericanos.

– Sí.

– Los de ascendencia caucásica.

– Así es.

– Y, por supuesto, sobre los negros.

– Sí, los negros. Es correcto.

– Ha recopilado bastante información no sólo de los casos locales, veo también que incluye los ocurridos en Colombia.

– Así es.

– Y, dígame. ¿Qué piensa, Herr Gruber? ¿Cuál es su hipótesis?

– A ver. Primero. Lo que está claro hasta ahora son dos cosas. Una, lo cierto y lo extraoficial, es que sin duda alguna los asesinatos son perpetuados por los nativos. Por tribus alejadas de las ciudades y la civilización, que aún conservan su ancestral estilo de vida, hasta cierto punto.

– De acuerdo.

– Lo otro, es el asunto de la raza.

– Cierto.

– Todos, absolutamente todos, muertos y desaparecidos, inconfundiblemente poseen rasgos caucásicos.

– Así es. Aquí entran los turistas y demás extranjeros, así como también los peruanos llamados criollos, la mayoría de ascendencia española.

– Pero hay algo que no encaja.

– Los negros.

– ¡Exacto! Los negros. Usted lo ha dicho. Los negros.

– Interesante. ¿No le parece?

– Yo diría desconcertante.

– ¿Por qué motivo será que una buena proporción de negros estén entre las víctimas? ¿Qué tienen de especial para los asesinos los blancos y negros, para ser ajusticiados por igual? ¿Qué los une en la desgracia?

– ¿Ajusticiados?

– Es lo que pienso.

– ¿Algo así como una venganza?

– Si no, cómo explicar que tantos nativos se conviertan en asesinos en serie de un momento a otro.

– Podría entenderlo desde un punto de vista histórico, por los siglos de expoliación y muerte, con la llegada de los colonizadores europeos a la selva, para saquear sus recursos y utilizar a sus habitantes como mano de obra esclava.

– Por eso lo único que se me ocurre es que están motivados por la venganza, planeada y ejecutada por la fuerza de la unión de infinidad de tribus y etnias amazónicas.

– ¿Vengarse por el pasado lejano? ¿Más de un siglo después?

– La ambición de lucro sin límites no se ha detenido, aún continúa destruyendo la selva y expulsando a las pocas tribus que quedan de sus tierras ancestrales. Deforestando, contaminando, matando.

– ¿Por ello las matanzas?

– Es posible. Quizás buscan llamar la atención, como una manera de advertencia.

– ¿Y para eso necesitan sacrificar a tantas personas? La gran mayoría inocentes del sangriento pasado.

– Aquello también resulta extraño, las cifras. Otra pregunta más por resolver.

– Como el asunto de los negros.

– Así es, Herr Gruber. Y también por qué motivo han decidido iniciar su vendetta justo ahora, a lo largo y ancho de la inmensa e impenetrable selva. Y de una manera tan sangrienta.

Noté que el alemán estaba a punto de quebrarse.

– Siento decirle las cosas de una forma tan directa, por mi trabajo estoy acostumbrado a…

– No, no. Está bien. No se disculpe por ello.

– ¿Qué más me puede contar? Así le parezca irrelevante.

– Aparte de lo que ve en esta habitación, que la mayoría es de conocimiento público, no mucho más. Aunque…

– Aunque, ¿qué?

– Hace unos días me abordó en la calle una persona. Una anciana, vestida con ropa tradicional.

– ¿Una nativa?

– Así parecía. Quizás una nativa de ciudad, ya que hablaba bien el español.

– ¿Y qué le dijo esta señora?

– Cosas difíciles de creer.

– ¿Cómo así?

– Más aún para mí, un escéptico al extremo. Soy un científico, un astrónomo, y uno muy bueno. No puedo permitirme creer en cosas de ese tipo. Pero le confieso, que actualmente me encuentro en un estado de frustración tan grande, que no me puedo dar el lujo o cometer el error de descartar ninguna información que llegue a mis oídos, ni una sola, incluyendo ese tipo de cosas, que en situaciones normales las interpretaría como nada más que leyendas, fantasías, seres inventados, relatos absurdos, irracionales, imposibles.

– ¿De qué cosas habla?

– Todo es tan extraño.

– ¿Qué le dijo la anciana?

– Relatos increíbles.

– ¡Herr Gruber!

El alemán me examinó por un par de segundos.

-¿Está listo para oír esto, Señor Roa?

                                                                                         5.


Lo que la anciana le dijo a Gruber aquella noche lo único que logró fue loquear más al gringo; el astrónomo viudo que le dedicó su vida a la ciencia y familia, en igual medida. Un científico metódico y profesional, buscador de la verdad, alimentándose sólo de certezas comprobadas. Por ello le costó tanto tomarlo en serio, mucho menos como una pista. Pero, ante tanta confusión y oscuridad, no le quedó otra que incluir aquella increíble historia como una posibilidad más. Y lo entiendo.

Pero yo no. Un periodista profesional y objetivo no podía permitírselo. ¿Diablos y demonios? Son sólo mitos locales. ¿Brujos con poderes sobrenaturales? Nada más que leyendas. ¿El Runapuma? No me jodan. ¿En serio?

Conocía algunas de estas leyendas, gracias a que de casualidad cayó en mis manos un libro sobre mitos amazónicos. Allí estaba el famoso Chullachaqui, pequeño demonio, celoso guardián de la selva, reconocible porque una de sus patas es de cabra y cuando quiere adopta la forma de un ser querido, buscando engañar a los intrusos, enviarlos al desvío y así desaparezcan para siempre en lo profundo del bosque. O el Tunche, ser ni malo ni bueno, un brujo o espíritu que vaga por las noches, puede vivir dentro de un animal y disfruta aterrorizando a las personas. El Tunche refleja lo que uno es, y dependiendo del resultado, puede llevar a quien se encuentre con él a la locura o la muerte. La infaltable Yacumama, serpiente de más de cincuenta metros de largo con cabeza de dos de ancho, que habita en las lagunas cercanas al río Amazonas y ejerce como protectora de sus aguas. La Sachamama, llamada madre del monte, otra enorme culebra que hipnotiza y devora hombres. El bufeo colorado, que adopta la apariencia de un apuesto hombre para seducir a las jóvenes de las tribus cercanas al Amazonas, que bajo sus encantos se arrojan al río para estar con él por toda la eternidad. El Mapinguari, guardián de la naturaleza, enorme perezoso que desprende un olor espantoso que desorienta y lleva a la inconsciencia, y de su vientre sobresale una boca abierta lista para devorar lo que se le cruce enfrente. El Boraro, que se menciona más en Colombia, ser humanoide de cabello negro, sin dedos ni ombligo, que tiene los pies al revés, colmillos afilados y devora carne humana hasta dejar las pieles totalmente vacías. El Yacuruna, poderoso dios o espíritu que vive en las profundidades de los ríos y cochas, viaja sobre el lomo de un enorme cocodrilo negro y gobierna sobre todos los seres acuáticos, recurrentemente invocado en las sesiones de ayahuasca, ya que atiende al bien y al mal por igual. Hasta se escucha sobre un barco fantasma tripulado por bufeos, que surca los grandes ríos y atrae a los navegantes hacia los remolinos para hacerlos naufragar. También estaba ahí la Runamula, mitad mujer, mitad mula. Y, por supuesto, el Runapuma, poderoso brujo con la facultad de convertirse en jaguar negro, para salir a cazar a quienes se viera obligado a dar muerte, y así aumentar su poder maligno.

Muy interesante todo esto que me contó Gruber, pero mi trabajo debería continuar su rutina habitual, que es investigar a profundidad, así nadie quiera hablar. Esa noche dormí poco, a pesar del cansancio. Aunque me parezca absurdo, simplemente no pude dejar de pensar en lo que la anciana le contó al alemán.

                                                                                       6.


A eso de las dos de la tarde fui a la comisaría, a ver si por ahí encontraba al teniente Guevara en su puesto, y gozando de buena salud. Por suerte sí estaba, durmiendo sobre su escritorio.

– Buenas tardes.

Nada.

– ¡Teniente Guevara, buenas tardes!

– ¡Qué!

Sentí el tufaso a chela.

– Mi nombre es Augusto Roa.

– ¿Es periodista?

– Estoy investigando las matanzas.

– No tengo nada que decir, porque no hay nada nuevo que decir sobre eso.

– ¿Qué puede contarme sobre los casos, teniente Guevara?

– Nada. Mejor váyase por donde vino. Vuelva a la capital, que aquí no tiene nada que hacer.

– Claro que sí. No sólo vengo a preparar un reportaje. Estoy investigando en serio lo que está ocurriendo.

– ¿Y qué cree usted que está ocurriendo, Señor Roa?

– No lo sé con certeza, al igual que nadie. Aunque espero llegar a saberlo pronto, y si fuera posible que mi trabajo ayude a evitar por lo menos una muerte.

– Esa función es de la policía. Estamos para servir y proteger. ¿Recuerda?

– Lo sé. Sólo busco colaborar, mientras hago mi trabajo.

– ¿Desde cuándo está aquí?

– Es mi tercer día en Iquitos.

– ¿Con quiénes ha hablado?

– Con Klaus Gruber.

– Ah. Herr Gruber.

– Está desesperado por saber lo que les pasó a sus hijas.

– Al igual que muchas familias más.

– Hablaré con todos los familiares que pueda.

– ¿Y así piensa llegar a la verdad? ¿Dando falsas esperanzas a los sufridos padres, esposas y hermanos?

– No es lo que pretendo.

– La mayoría de ellos hace tiempo que han vuelto a sus países. Temen convertirse en nuevas víctimas.

– Es entendible.

– ¿Sabe cuántos policías continúan trabajando en las matanzas en la región?

– ¿Cuántos?

– Dos.

– Usted y el sub oficial Chipana.

– ¿Cómo así adivinó?

– Entonces es el que más sabe, sobre lo que realmente está pasando en buena parte de la selva.

– Es mi trabajo.

– Dígame lo que sabe.

– ¿A la prensa?

– No soy esa clase de periodista.

– No espere que le cuente cómo estoy a punto de resolver los casos, ni mucho menos qué carajos hacer para detener los asesinatos.

– Lo sé, teniente.

– Pero algo sé. Y algo supongo. Aunque hay algunas cosas que realmente no quiero ni saber, ni suponer.

– Cuénteme, teniente, ¿qué más sabe?

– ¿Ya almorzó?

– No.

– Yo tampoco. Sígame al restaurante de la esquina. Su diario invita.

– Está bien.

– Si nos pide unas cuantas cervezas, puede que me anime a contarle algunas cosas. Cosas muy muy extrañas.

                                                                                  7.


El lugar era más chingana que restaurante. A pesar de que eran las dos y media de la tarde, ni una sola de las seis mesas de plástico del lugar sostenía un plato de comida, pero si cantidad de botellas de cerveza; la mayoría vacías, para no perder la cuenta, y las llenas por acabarse pronto para pasar a engrosar al grupo mayoritario.

Guevara entró y saludó como en su casa, bromeó con la nueva mesera, que coqueta rio a carcajadas, y al notar la cara de culo que le puso la dueña por distraer al personal, pidió de inmediato dos chaufas amazónicos -asombrosa unión gastronómico cultural- y las dos San Juan más heladas que encontrara, así tengan que zambullirse patas arriba hasta el fondo del congelador. Yo le agregué una jarra de refresco de cocona, recalcando más de una vez que por favor, como un ruego, que el jugo debería estar helado, muy helado, y que además traiga una cubeta de hielo, para sentirme más seguro.

– ¿Qué le parece Iquitos, Roa?

– Siempre me ha gustado.

– Sí, esta isla en medio de la selva tiene algo especial.

– A pesar del calor.

– Sí. El puto calor de mierda.

– Ha crecido bastante.

– Yo no soy de aquí. Vengo de Tarapoto.

– Conozco bien el Huallaga.

– El clima es mucho mejor allá, en la ceja de selva. Aunque como en todos lados también es caluroso, pero no te achicharras hasta la destrucción como aquí.

– ¿Hace mucho que trabaja en Iquitos?

– Ya van ocho años. Haciendo lo mismo, con pobres resultados. La mayoría de delincuentes que agarramos vuelven a las calles después de un tiempo. Esos putos jueces y fiscales. Abogados de mierda. Todos son corruptos.

– Pienso igual. La justicia no existe en este país.

Llegaron las cervezas. Guevara llenó los vasos al tope, dijo salud, igual yo, chocamos vidrios y los secamos sedientos. De inmediato llenó dos más.

-No nos estará grabando, ¿verdad, señor periodista?

Puse libreta y lapicero en la mesa.

– Y.… ¿dice que quiere ayudar?

– Sí.

– ¿Investigando las matanzas por su cuenta?

– Sí, pero también pretendo colaborar con la policía, apoyarlos en lo que pueda. Quiero ir más allá de mi trabajo de reportero.

– Eso ya lo veremos.

– Se podría decir que estoy en eso desde algún tiempo.

– No me diga. ¿Y qué sabe?

– Algunas cosas.

– No. No sabe nada, Roa. Sólo lo que publican los medios de vez en cuando. Desde la capital es imposible entender lo que viene pasando en la selva.

– Pues para eso he venido.

– A ver, dígame algo. ¿Cómo va el conteo de víctimas?

– ¿Muertos y desaparecidos?

– Sí.

– 129 muertos y 215 desaparecidos. En el Perú y en Colombia. En un período de once meses.

Guevara sonrió y secó el vaso.

– A eso iba. Sabe poco, muy poco.

– ¿Cuántos van?

– Más.

– ¿Muchos más?

Asintió.

– ¿Cuántos?

– 194 muertes confirmadas. Hasta ahora.

– ¡Mierda!

– Exacto.

– ¿Y los…

– 293 desaparecidos.

– ¿Y está totalmente seguro que…

– Sí. Todos pertenecen al mismo caso. Algunas muertes las hemos hecho pasar por otros motivos. Para no generar más pánico, usted sabe.

– Entiendo.

– Gruber. ¿Qué le dijo?

– Nada que pueda ser útil.

– El gringo está perdiendo la razón.

– Lo que está es desesperado. Por sentirse tan perdido. Dice que nadie le dice nada, como si quisieran evitar hablar sobre ello.

– ¿Por qué cree que pasa eso, Roa? Que nadie quiera hablar.

– Según parece, por temor.

– ¿A qué?

– No lo sé. Supersticiones.

– ¿Mitos? ¿Ancestrales leyendas amazónicas?

– Ya sé por qué lo dice. La anciana.

Llegaron los chaufas. Guevara pidió dos chelas más.

– Lo que pasa es que a Herr Gruber ya se le acabaron las opciones. Por ello no le queda otra que creer en lo que sea. Cualquier cosa que le digan.

– Como el enfermo de cáncer que recurre a la medicina homeopática, si la enfermedad no remite con los tratamientos modernos. La desesperación se traduce en fe ciega, administrada al organismo por medio de gotas y bolitas.

– Algo así.

– Es entendible.

– Lo es.

– Aunque cae en el terreno de la fantasía.

– ¿Qué cosa?

– Lo que le dijo la anciana.

– Ajá. Interesante. ¿Verdad, Roa?

– ¿Usted cree en esas cosas?

– No. Seré huevón.

– Tampoco yo.

– Pero Gruber está empezando a creer. Al igual que casi todos por aquí. Por eso no quieren hablar. Ni siquiera pensar en ello.

– ¿En qué no quieren pensar?

– Usted lo sabe.

– No, no lo sé.

– Yo creo que sí. Lo que pasa es que no quiere decirlo.

– ¿Decir qué?

– Roa…no me haga repetir las cosas.

– ¿Lo que le dijo la anciana al gringo? ¿Al final?

– Sí.

– ¿Lo que la gente local piensa que está pasando?

– Sí, eso mismo.

– Pero yo no…

– ¡Dígalo, carajo!

– Lo del.… ¿Runapuma?

El teniente sonrió y secó otro vaso.

                                                                                     8.


Guevara me contó todo tipo de cosas sobre algunos casos. Los que más le habían impresionado, según él. Cuando nos acercábamos al jonca, la dueña vino molesta a pedirle que bajara la voz, o mejor que nos vayamos, que estaba borracho y nadie quería escucharlo vociferar sobre cuerpos mutilados. Pagué la cuenta, cortesía del diario, y durante el corto trayecto de vuelta a la comisaría tuve que sujetarlo del brazo un par de veces para que mantuviera el paso. El tombo de la puerta saludó al teniente y conmigo como si no existiera.

Una vez en su despacho, recostó la silla, puso los pies sobre el escritorio, y se quedó dormido en una. El sub oficial Chipana entró, miró a su jefe, y dijo con sorna que como le había dicho antes, el teniente no se encontraba bien de salud últimamente. Sonreí.

En la pared ubicada detrás del escritorio de Guevara había un enorme mapa de Loreto, incluyendo la parte amazónica de Colombia. Me acerqué para observarlo mejor. Una gran cantidad de pines clavados y números anotados con plumones de colores descendían a través del inmenso mapa; por el norte desde Caquetá en Colombia, bajando por el Putumayo -la frontera entre ambos países-, luego el Amazonas, Iquitos, y algunas zonas de Ucayali y Madre de Dios.

– Chipana, ¿aquí están incluidas todas las muertes relacionadas con el caso?

– Sí. Todas.

– ¡Mierda!

– Impresionante, ¿verdad?

– ¿Son las cifras que ustedes manejan? No las oficiales, ¿correcto?

– Afirmativo.

– ¡Qué locura!

– Cuando mi teniente está festejando o lamentando se pone hablador. ¿Qué le habrá contado?

– Sólo algunas cosas.

– ¿Y usted no irá a preparar un reportaje que incluya algunos de los aspectos del caso? Si me entiende…

– No, Chipana. No se preocupe. Contaré sobre lo que viene pasando, por supuesto añadiendo nueva información, pero obviamente omitiendo los detalles confidenciales.

– Es lo mejor.

– Perdería credibilidad. Como profesional.

– Aunque soy de aquí, para mí son huevadas.

– ¿Qué?

– Las leyendas que se cuentan, en la selva.

– Pero muchos sí creen en ellas.

– Sólo la gente cojuda.

– ¿Usted qué piensa?

– Que son los nativos. Lógicamente. Quizás con la ayuda de otros, pero definitivamente los nativos son los que ejecutan los asesinatos. Eso está más que claro.

– Es lo que tiene más sentido.

– Es lo que las pruebas indican.

– Correcto.

– ¿Qué más piensa, Chipana?

– A partir de aquí las cosas se ponen confusas.

– Nativos matando blancos, de algún modo podría entenderse, si es que se trata de una gran venganza contra la raza de los colonizadores. Una acción conjunta bien organizada, por lo que podemos ver. ¿No cree?

– Es posible.

– Aunque las cifras, la cantidad de muertos. ¿Por qué tantos?

– Difícil de explicar.

– Hasta hoy creía que eran muchos menos, pero el teniente ya me adelantó el conteo real de víctimas. Muertos y desaparecidos.

– A los desaparecidos ya los podemos considerar como muertos, entre nos.

– Tiene sentido, si a ni uno solo se le ha vuelto a ver con vida.

– Ni uno solo.

– ¿Y porque cree que está pasando justo ahora? ¿Por qué no lo hicieron antes?

– Ni idea.

– ¿Será una manera de intentar detener el avance de la civilización? La que explota, depreda y deforesta. Para establecer los límites definitivos entre concreto y naturaleza, esta vez definidos con sangre.

– No sé. Puede ser.

– Hay algo más que me desconcierta.

– Los negros, ¿verdad?

– ¡Sí! Por la puta madre. Los negros.

– Tampoco lo entiendo, y cuando trato de encajarlo en todo esto no logro nada más que más confusión.

– Los negros. ¿Qué carajos tienen que ver los negros? ¿Por qué también los están matando? Aunque en menor proporción, la cifra no deja de ser significativa.

– Negros y blancos están fugando despavoridos de la Amazonía. Y hace rato que ya dejaron de venir turistas. Pero aún quedan muchos miles dispersos por toda la selva, que no van a huir tan fácil. Hacendados, ganaderos, productores, comerciantes. Además de no pocos gringos trabajando para organizaciones de conservación, y cosas así. O simplemente viviendo vida de hippies. Esos tampoco se irán así nomás.

– Sobre los rituales. ¿Qué piensa?

– Ah. Los rituales. Por eso sabemos con certeza que son los nativos.

– ¿Qué cree que signifiquen?

– La verdad es que estamos lejos de descifrarlos. Cuando ahondamos en el tema nos cuentan cada historia, sobre lo que representan. Hay tantas versiones distintas.

– ¿Por ejemplo?

– No sé. Cosas extrañas. Sus propias creencias y supersticiones.

– Y, de todo el bestiario mitológico amazónico, ¿cuál espíritu-animal protector de la selva se repite con mayor frecuencia en sus relatos?

– Varios. Todos. Aunque hay uno sobre el que cada vez oímos hablar más.

– El Runapuma.

– Sí.

– ¿Por qué creerán que el Runapuma tiene tanto que ver en las matanzas?

– No lo sé.

– Vamos, Chipana, todos los charapas conocen las leyendas. Las vienen escuchando desde huambrillos.

– Pero yo no soy de los cojudos que las toman en serio. Es parte de nuestra cultura e identidad, y eso lo valoro. Pero de ahí a…

– Ok. Entiendo.

– El Runapuma. El brujo que adopta la forma de un jaguar negro, para salir a cazar blancos. Y también negros.

– Es lo que la mayoría cree.

– Son huevadas, así toda la selva esté convencida que el Runapuma anda suelto, matando selectivamente a su antojo.

– Sí. Tienes toda la razón, Chipana. Son nada más que puras huevadas.

                                                                               9.


Charly no estaba en la habitación, ni en el lobby. Cuando estaba por llamarlo lo vi bajar de una mototaxi con una chica, que abrazó de la cintura de camino a la puerta del hotel. Cuando me vio se sorprendió y le pidió a su nueva amiga que lo espere un ratito en la salita de la recepción.

– ¡Jefe! Qué milagro verlo de nuevo.

– Estuve trabajando. ¿Y tú?

– Bueno…

– No pierdes tiempo, pendejo.

– Es la selva. No sé qué tiene que a uno lo pone como que bien.

– Mientras ninguna te atrape con un hijo.

– No soy huevón.

– Eso espero.

– ¿Algún avance, jefe?

– Sí.

– Pero no para preparar un reportaje.

– Tenemos nueva información. Lo suficiente para una nota interesante.

– ¿Cuándo vamos a grabar?

– Ahora.

– ¿Ahora mismo?

– Sí.

Charly miró a la atractiva chica sentada en la salita, que con algo de esfuerzo y buen floro había convencido de subir con él a la habitación.

-No me mires con esa cara de sufrimiento. Estamos más de dos días aquí. Tenemos que enviar algo a Lima. Esta misma noche.

– Está bien.

– Aunque aún debo preparar el guion de lo que vamos a grabar hoy para publicar online y redactar un artículo para la edición impresa de mañana. Tienes una hora.

– ¡Gracias jefe!

– Ni se te ocurra tocar mi cama, menos mis cosas.

– No.

– Y deja el cuarto ordenado y ventilado.

– No se preocupe.

Casi le desgarra el brazo a la muchacha cuando la jaló de golpe del sillón para arrastrarla de la mano por las escaleras.

Hora y media después estábamos listos para grabar un video corto, de no más de un par de minutos. El fondo elegido era un mapa de Loreto colgado en la pared del lobby.

Ya sobrio, con camisa limpia, afeitado y peinado, esperaba que mi cámara diera la señal.

-Tres, dos, el uno en silencio con señal de dedo, al igual que el va.

«Buenas noches. Los saluda Augusto Roa, corresponsal en Iquitos para El Metropolitano, trayendo para ustedes nuevos e importantes detalles sobre el caso que tiene conmocionado al país. El día de hoy fue reportada la desaparición de un grupo de cinco científicos belgas, dos mujeres y tres hombres, todos botánicos, que realizaban desde hace algunos meses trabajos de investigación en el distrito de Francisco de Orellana, a hora y media de distancia de navegación por el río Amazonas. Hasta el momento se desconoce su paradero, y sus colegas locales temen lo peor. Así mismo, nuestra labor periodística ha llegado a conocer algunos datos sumamente relevantes, como el número real de víctimas, el cual supera en varias decenas la cifra que se contabilizaba hasta el momento, tanto de los fallecidos confirmados así como también sobre los desaparecidos. Se espera que el número de víctimas continúe en aumento, aunque sin saber cuándo se detendrá la espiral de violencia que se ha apoderado de gran parte de la Amazonía. Continuaremos reportando cada día, siempre trayendo nueva información de interés. Continúen en sintonía. Desde Iquitos, informa Augusto Roa, en exclusiva para El Metropolitano. Buenas noches.»









                                                                                     10.


A las cinco y media de la mañana golpearon la puerta de la habitación. Tenía una llamada por atender en el teléfono de la recepción, en el primer piso. Pregunté quién me llamaba y la respuesta fue un seco que bajara rápido.

– ¿Aló?

– Roa.

– ¿Guevara?

– Qué bueno que está despierto.

– Esteeee…sí.

– Adivine.

– ¿Qué cosa?

– Sólo adivine.

– ¿Más muertos?

– Siii, Roa. Más muertos.

– ¿Cuántos son esta vez?

– Cinco.

– ¿No serán los…

– ¡Usted es un genio! Así es, hallaron los cuerpos de los belgas recién desaparecidos.

– ¡Qué rápido los mataron!

– El lugar queda a medio día de camino. Un par de horas en lancha rápida descendiendo por el Amazonas, pero el sitio está algo alejado del rio. Serán unas tres o cuatro horas más de trocha.

– ¡Vamos!

– Para eso lo llamo, y es lo que esperaba escuchar.

– ¿Puedo llevar a mi asistente?

– Lleve todas las cámaras que quiera.

– ¿A qué hora…

– En treinta. Pasaremos por ustedes.

– De acuerdo.

De vuelta en la habitación.

-Charly. ¡Charly!

Lo tuve que sacudir.

– Ahhh. ¿Qué pasa?

– Nos vamos.

– ¿A dónde?

– ¡A trabajar, huevón!

– ¿Ahorita? Aún es de noche.

– No. Ya está amaneciendo.

Abrí las cortinas.

– ¡Puta madre!

– Mueve el culo. ¡Ya! Que no estás de vacaciones.

– Ok. Ok.

– En un rato pasan por nosotros.

– ¿Quién?

– La policía.

Guevara y Chipana nos esperaban en una blanca y destartalada pick up doble cabina. Una vez dentro, prensa y policía juntos, el sub oficial aceleró y en pocos minutos llegamos al muelle que tiene la policía en la ribera sur del Amazonas, la que da a la ciudad. La lancha con doble motor fuera de borda nos esperaba con el motorista ajetreado en sus asuntos, y su ayudante en la proa, listo para soltar amarras una vez abordáramos.

– ¿A dónde vamos? -pregunté al partir.

– A Puerto Soledad -respondió Guevara.

– ¿No dijo que el lugar quedaba alejado del rio?

– Así es. No se confunda por el nombre. Queda en medio de la selva, monte adentro. Y el camino es bien pendejo.

Charly me miró con cara de preocupación. Pensaba en el peso de los equipos que tendría que cargar por no sabíamos cuánto tiempo.

-Lleva sólo la cámara y dos o tres baterías de recambio -le dije-. Lo demás se queda en la lancha.

– Ok -respondió aliviado-.

Por el ruido del motor era inútil tratar de mantener una conversación, así que me distraje disfrutando del viaje, el paisaje, el sol y el viento, pensando en nada. Luego de dos horas la embarcación redujo la velocidad y se dirigió hacia un recodo, del que emergía una irregular y resbalosa escalera mal hecha de tablones de madera y barro.

Una vez en la orilla, mientras me alistaba para iniciar la marcha, pude oír cómo el teniente le indicaba al motorista que, si no estábamos de vuelta a las cinco, que vuelva a Iquitos a toda velocidad e informe de inmediato que probablemente estemos perdidos, o incluso desaparecidos, para que mañana temprano envíen un grupo a buscarnos.

A ambos nos dieron botas de hule y a mí el único machete que restaba.

– ¿Listos? – nos preguntó Chipana, con una sonrisa cachosa.

– Sí -respondí por ambos.

– Vamos ya, que el camino no es no corto ni sencillo, y en la ruta las horas pasan volando.

                                                                                 11.


Me costó bastante mantener el paso durante la mayor parte del camino, pero el que más la sufrió fue Charly, a pesar de su juventud, recién conociendo lo dificultoso que es abrirse paso en medio de la selva. Creo que el único deporte que practicaba con regularidad era tirar. Por más que yo también la sufrí, disimulé lo mejor que pude mi estado de agotamiento para no aparentar debilidad ante mis compañeros de ruta. Mi falta de físico era calamitosa, ya que durante los últimos años sólo moví el culo del escritorio a la cama, y viceversa. A pesar de todo intenté mantener el ritmo que marcaba Chipana, que iba delante despejando el camino a machetazos, pero poco a poco me fui distanciando del guía para unirme al grupo de los rezagados, que lo cerraba Guevara, arriando y vacilando a mi devastado camarógrafo.

La estrecha y casi imperceptible trocha era una pegajosa mezcla de lodo, ramas y hojas muertas, y no pocas veces tuve que batallar para liberar una bota atascada, como si el camino quisiera atraparme, para luego engullirme.

– Así es como trata la selva a los intrusos, Roa -soltó Guevara.

– ¿Cómo así?

– Te atrapa, a veces para siempre. Te la pone difícil para entrar, pero mucho más para salir.

– A la naturaleza hay que respetarla -agregó Chipana. Todo a nuestro alrededor es pura vida, pero siempre estamos a unos cuantos pasos de la muerte.

– ¿No que no eras supersticioso, Chipana? -dije jadeando.

– No lo soy. Esto es diferente. No son supersticiones, se trata de la realidad de la selva, la naturaleza expresándose, como si fuera un sólo ser. Tierra, agua, cielo, plantas y animales. Todos juntos como uno solo.

– Chipana tiene razón -intervino Guevara-. Si eres irrespetuoso y descuidado no le vas a agradar, y te desorientará, te perderás y finalmente te matará. El bosque conoce mil maneras de hacerlo.

– Puedes morir de hambre, de insolación, ahogado, por los zancudos y sus picaduras que traen fiebres, envenenado por comer las plantas que no debes, o por la mordedura de culebras.

– Devorado por pirañas, o quizás por algún felino si te atrapa solo. Hasta puedes morir de sed, por más increíble que suene.

– Aunque lo más probable es que te mate otro ser humano. Aquí es muy fácil desaparecer -agregó Chipana.

– Sin contar con los brujos y demonios -intervine.

Los policías rieron.

-Así es, Roa. Tienes razón. Nos olvidamos de eso.

Charly se sentó y se apoyó en un árbol, de nuevo, lo que significaba que haríamos otra parada para descansar.

– ¿Qué sabe sobre los belgas, teniente? – pregunté.

– No mucho. Sólo que los cinco están muertos, juntos.

– ¿Cómo murieron?

– Con violencia, definitivamente. Ya sabremos los detalles cuando lleguemos.

– ¿Hubo ritual?

– Como todas las veces.

– ¿Quién dio el aviso?

– Alguien de la comunidad. Los halló anoche, a un par de kilómetros del pueblo.

– Ten cuidado, Charly, que al toque te sacan de limeño pituco. O extranjero.

– No hables huevadas, Chipana -le respondió, ya habiendo recuperado el aliento.

– Lo digo porque eres colorao.

– No tengo ni mierda de gringo, mira el color de mi pelo, weon. Soy mestizo, como casi todos en este país.

– Yo te veo blanco.

– Ya, Chipana, párala. Por las huevas lo quieres asustar.

– Esta bien, mi teniente. Sólo bromeaba con él.

– ¿Cómo vas, Charly? -le pregunté.

– Como cañón.

– Esa es la actitud -dijo Guevara. Vamos ya, que aún estamos a medio camino.









                                                                                    12.


La escena era espantosa. Lo que saltaba a simple vista eran los tres postes sosteniendo los cuerpos empalados de los hombres; las estacas de bambú se las introdujeron por el ano y salieron por la espalda, y a todos les habían cercenado manos y pies, que reposaban ensangrentados y embarrados debajo de cada dueño. Las mujeres sufrieron distinta muerte; estaban echadas en el piso, una al lado de la otra. Los cuerpos se veían enteros, pero no así las cabezas, que al parecer habían sido aplastadas con una gran roca o a golpes de palo, hasta destrozarles el cráneo.

Señalando el suelo, Guevara nos hizo saber dónde estábamos parados. Cuando retrocedimos unos pasos, recién pude percatarme de la escena por completo. Sin poder creer lo que veía, un enorme símbolo pintado en blanco cubría la base del lugar del sacrificio.

Detrás nuestro, a cierta distancia, nos rodeaban algunos pobladores, atemorizados al ver el sangriento acto realizado hace poco tan cerca de sus casas.

– ¿Satanistas? -dije en voz baja.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Guevara.

– Es la Cruz de Leviatán, un conocido símbolo satánico.

– ¡No me jodas! ¿Estás seguro?

– Totalmente seguro.

– ¡La puta madre! Esto es nuevo.

– ¿Nativos satanistas? ¿Cómo puede ser posible?

– Ahora sí que no entiendo un carajo -dijo Chipana, rascándose la cabeza.

– Además es la primera vez que empalan a sus víctimas -agregó el teniente. Iré a conversar con los pobladores, a ver qué saben.

– Jefe, esto no me gusta, para nada -me dijo Charly.

– Filma y fotografía todo lo que puedas, pero rápido.

– Está bien.

Luego de unos minutos volvió Guevara.

– Guarden las cámaras. No quieren más fotos.

– ¿Qué le dijeron, teniente? -le preguntó Chipana.

– Lo mismo que todos. Nada que nos sea útil.

– Seguro que no saben quién lo hizo, como siempre.

– Dicen que no. Que así los encontraron y que no saben nada más.

– Claro que lo saben. La huevada es que no nos lo van a decir.

– Lo sé, Chipana.

– Teniente, esto no me gusta.

– A mí tampoco.

– Algunos están mirando mal a Charly. Temo que se produzca algún tipo de enfrentamiento.

– Salgamos de aquí. Ya.

– Partimos en dos minutos -nos indicó Chipana.

Estuvimos listos en uno, y sin esperar a que el teniente termine de despedirse del jefe del clan, iniciamos el descenso a toda prisa, recargados de energía, recuperada en un instante gracias a la adrenalina fluyendo por nuestras venas.

Una vez que llegamos a la orilla, antes de abordar la lancha, el teniente me preguntó si habíamos podido grabar lo que vimos. Le dije que sí, que teníamos material de sobra.

-Bien. Quiero revisarlo a profundidad. Hoy mismo.

                                                                                   13.


Retornamos a Iquitos bien entrada la noche. La maltrecha pick-up nos esperaba donde la dejamos, y con las mismas enrumbamos hacia la comisaría. Charly me dijo que no daba más del cansancio. Le respondí que ni cagando podía irse todavía, por lo menos hasta que revisemos buena parte del material, y eso no sería tan temprano. Que en algún momento podía buscar algún rincón donde descansar un poco en la comisaría.

Apretamos play y la grabación empezó a correr en la pequeña pantalla de la cámara. Escenas dispersas del recorrido en lancha por unos tres minutos, y otras del camino por cinco minutos más. De pronto entraba de golpe la escena del crimen. Los cuerpos empalados captaban la atención de arranque de manera impactante, y más aún cuando la cámara hizo un acercamiento y rodeó a las víctimas, para luego enfocar a las mujeres y sus cráneos destruidos. Luego la toma retrocede y poco a poco va encuadrando el símbolo dibujado en el piso. Como decidimos no quedarnos más de lo necesario en el lugar, sólo contábamos con quince minutos de video y unas treinta fotografías. Suficiente.

Luego de repasar la cinta un par de veces más, teníamos más preguntas que respuestas. Guevara pensaba en silencio.

– Primera vez que vemos algo así -dijo Chipana, sin ocultar sus preocupaciones.

– ¿Empalados? -pregunté.

– Sí. Pero también lo que había debajo.

– Ambos están desconcertados, lo veo. Todos lo estamos.

– Desde los primeros casos, siempre fueron los nativos.

– ¿Y ahora?

– Ahora no estamos tan seguros, ¿verdad, teniente?

Guevara no respondió.

– ¿Alguna vez han sabido sobre indios practicando rituales satánicos de origen occidental? -pregunté.

– No. Nunca.

– Por eso es tan extraño.

– Dime algo nuevo, Roa.

– Es que no tengo la menor idea cómo así se juntaron las dos cosas. Leyendas amazónicas y rituales satánicos -solté.

– Puede que sean imitadores -intervino por fin Guevara. Dejando su propia firma, quizás para confundir.

– Y es justo lo que han logrado -agregó Chipana.

– ¿Usted cree teniente en realidad que la carnicería que vimos hoy haya sido realizada por imitadores? -pregunté.

– No lo sabemos aún.

– ¿Personas cuyas razones desconocemos para decidir secuestrar, torturar y asesinar de una manera tan violenta a un grupo de extranjeros, buscando encajar, pero también diferenciarse de la «tendencia» del momento?

– No le cuadra, ¿cierto, Roa?

– La verdad es que no.

– A mí tampoco.

– ¿Entonces?

– ¿Quiénes fueron? -el teniente soltó la hasta el momento indescifrable pregunta.

– Sí.

– Los nativos siguen siendo los principales sospechosos.

– ¿Y por qué no han arrestado a ninguno, hasta el momento?

– ¿Está criticando nuestro trabajo?

– No, teniente. Sólo que no entiendo…

– ¿Usted arrestaría a unos cuántos brujos?

– Si fuera necesario.

– No es policía. Ni tampoco de aquí.

– No podemos arrestar a los brujos, así nomás -agregó Chipana.

– Tienen pruebas, y testigos. ¿Correcto?

– Sí. Pero no es tan sencillo.

– ¿Por qué no?

– Usted no lo entiende, ni lo entenderá. Aquí las cosas no suceden como en Lima ni otras partes. Hay muchas cosas que no tienen lógica -insistió Chipana.

– Te veo supersticioso, Chipana.

– ¡No, carajo! No es eso. Es la puta selva.

– ¿A qué te refieres?

– Tiene algo que…no sé, no se puede explicar, hay que vivirlo, y sentirlo.

– ¡Ya! Basta -Guevara puso fin a la discusión.

Medio minuto de silencio.

– Señor periodista, ¿no irá a transmitir las imágenes que grabaron hoy, correcto?

– No. Eso será mañana. No se preocupen, prepararemos un reportaje corto y rutinario, sin mencionar ni mostrar la mayoría de detalles de la escena del crimen.

– Sólo informe que hallamos los cuerpos de los científicos belgas desaparecidos hace poco, en tal lugar.

– De acuerdo, teniente.

– Por favor hágame una copia de la cinta. Quiero continuar revisándola.

– Está bien.

– ¿Nativos satánicos?

– Así parece.

– ¡No me jodan, por la puta madre!

– Suena ilógico, lo sé.

– Esa cruz. ¿Qué significa?

– Es el símbolo alquímico del azufre. Representa a Satanás, es como el sello o la firma del diablo.

– Lo que faltaba. Que el mismo Satán sea uno de los sospechosos.

– Voy a investigar más sobre ello.

– ¿Qué carajos está pasando aquí?

                                                                                   14.


El siguiente día era domingo y obviamente nos lo tomamos libre, sin siquiera preguntar. Sólo grabaríamos una nota corta para enviar antes de las seis. El guion y la columna estaban listos desde la noche anterior.

Esa madrugada salimos de la comisaría a eso de las dos, pero recién pude dormir bien entrado el día. Después de almorzar tarde lo que quedaba en el tugurio de la esquina, me sentía realmente cansado, en un estado como de fastidio, nervioso, y una incómoda ansiedad que me estaba volviendo loco. Y no se debía a la larga caminata del día anterior. Lógico que lo visto unas horas atrás me había impresionado bastante, a pesar de que por mi trabajo estaba acostumbrado a ver cosas realmente grotescas.

Charly se apareció ebrio diez minutos antes de las seis, grabamos rápido y cuando estaba por subir a la habitación a desplomarme al amparo del aire acondicionado, me preguntó si quería acompañarlo al bar, que se notaba que necesitaba unos tragos, y que había conocido a un par de chicas, que no estaban tan mal. Sin pensarlo mucho le dije que ya. Subimos a dejar los equipos, Charly se roleó un troncho mientras me duché una vez más, y salimos con las mismas.

Tal como dijo, el par de charapas que había conocido estaban como las huevas, pero algo tionas. El bar si era una mierda, y consciente de eso se excusó del antro al que me había llevado porque era lo único abierto cerca un domingo a esas horas, aparte que la chela estaba barata. Sus nuevas amigas hablaron sin parar, pero ambos nos mantuvimos casi mudos la mayor parte del tiempo, secando con angurria vaso tras vaso.

Nuestros pensamientos estaban en la selva. En los belgas. En la extraña cruz pintada sobre el suelo barroso. Tomábamos para no pensar, pero el resultado era el contrario.

– Charly.

– Si, jefe.

– Dime Augusto.

– Ok. Augusto. Suena mejor.

– ¿Tienes tiros?

– No.

– Estas jalando, no te hagas el huevón.

– Sólo un poco.

– Juégamelo.

– No lo hubiera pensado de ti.

– No. Pero hoy sí.

– ¿Para alejar de la cabeza las malas memorias?

– Para eso es buena la coca. Mucho mejor que el alcohol.

– Pero si ya no lo haces, ¿por qué hoy…

– Puta madre, deja de hablar y chorréalo ya.

Me lo pasó, ahí mismo lo abrí y peñizqué un par de buenos tiros.

– Ajjjj, ¡qué rico! -expresé contento.

Los tres rieron.

– Quince años, sin meterme nada. Ni un solo tiro.

– ¿En verdad?

– Nada de nada.

– Entonces…te estoy cagando.

– No, está bien. No te preocupes.

– La vaina es bien adictiva, te atrapa rápido. Por eso soy más de humos que de químicos. Pero si las chicas dicen que quieren…

– Lo sé, la coca las arrecha.

– Claro que sí.

– ¿Cómo haces, weon? Para conocer chicas así tan fácil.

– Hay que lanzarse nomás, así rebotes con la mayoría. No hay que tomárselo personal, así es el juego, y al final siempre algo cae. Por supuesto evitando los tramboyos y las peperas.

– El trago también ayuda.

– El desinhibidor por excelencia que acelera las cosas.

– Y la cocaína.

– Eso las vuelve locas.

– ¿Sólo te queda este muerto a la mitad?

– Sí.

– ¿Cómo conseguiste?

– El tío que está en el mostrador

– ¿Aquí mismo es la jugada?

– Sí. Aunque algo pateada, está rica.

– Toma.

– ¿Qué?

– Agarra.

– ¿Cien lucas?

– Sí.

– Es demasiado. Con cuarenta fácil que…

– Pídele cien.

– ¿El diario paga?

– No. Yo.

– Ok, jefe.

– Dime Augusto, puta madre.

– Ya, Augusto. Voy.

Al minuto volvió. Las chicas ya estaban empiladas y se pusieron a bailar. Me quedé observándolas. Faldas cortas, sandalias, polito apretado y por supuesto sin sostén. Cuerpos bronceados y carnosos destilando sudor y sexualidad.

– ¿Qué dices? ¿Les vamos?

– Yo creo que sí.

– ¡Bien ahí!

– ¿Se paga, Charly?

– No. Nunca me verás pagando por sexo.

– Entonces, ¿así de fácil?

– Mientras suene la música de mierda que les gusta, no les falte trago ni seamos aburridos, más lo que acabas de comprar, la cosa está prácticamente asegurada.

Una hora después estábamos en la habitación, cada uno en su cama disfrutando de una buena mamada.

La selva pone. Y pone bien.

                                                                                  15.


– Charly.

– …

– Charly.

– ¿Ahora qué?

– ¿Estás despierto?

– No.

– Te cuento algo.

– Son las seis de la mañana, ya duerme por la puta madre.

– No creo que pueda dormir.

– ¿Para qué jalas tanto?

– ¡No jodas! Hace años que no lo hacía. Déjame vacilar.

– Qué lacroso te pones.

– No seas chivo. ¿O me vas a dejar hablando solo?

– Me cago de sueño…

– Aún nos queda uno intacto. No queda otra que seguirla.

– Cómo jodes -se sentó en la cama y se metió un tuerto del muerto abierto sobre la mesita de noche, rodeado de vasos, botellas, cigarros y cajas de condones.

– Charly.

– …

– Charly.

– ¿Qué?

– Escúchame.

– Ya, habla de una vez.

– ¿Alguna vez has oído hablar del Runapuma?

– No.

– ¿Nunca?

– ¿El brujo jaguar que camina erguido?

– ¡Sí! ¿Cómo lo sabes?

– Hablaron sobre eso en la comisaría. Algo escuché mientras intentaba dormir un poco.

– ¿Qué más sabes?

– Ni mierda más.

– Crees que son huevadas, ¿verdad?

– ¿Tú no?

– Sí. También.

– Entonces, ¿qué chucha hacemos hablando de eso?

– Si tanta gente lo viene mencionando como autor o partícipe de las matanzas, por más descabellado que eso suene, es mi trabajo investigarlo. Por lo menos indagar a profundidad.

– ¿Investigar sobre una leyenda? ¿Algo totalmente abstracto?

– Sé que no suena nada sencillo.

– Más bien suena a imposible. A perder el tiempo.

– Ya lo sé. Pero por ahí que podría escribir un artículo sobre ello.

– Eso suena más sensato.

– ¿Qué tanto sabes sobre mitología amazónica?

– Ni un carajo.

– Bueno, te explico, para que te culturices un poco. Entre todos los demonios, espíritus, animales con poderes y seres fantásticos, hay uno que se destaca por poseer una característica en particular.

– El Runapuma.

– ¡Exacto! El puto Runapuma.

– Lo imaginaba.

– ¿No quieres saber por qué?

– A ver, ilumíname. ¿Por qué?

– Porque es el único descrito como humanoide. Incluso como humano, ya que es un brujo.

– ¿Y…?

– Que eso es algo importante, porque lo hace más real.

– ¿Real, dices?

– No exactamente. No real. Real no.

– ¿Entonces?

– A ver, para que me entiendas, chibolo millenial. El Runapuma sería el equivalente a Batman, o Ironman.

– Augusto, por favor trata de dormir, estás hablando puras cojudeces.

– No. No. ¿Sabes por qué de alguna manera los comparo?

– A ver. ¿Por qué?

– Porque Batman y Ironman son los únicos superhéroes totalmente humanos. No tienen poderes mágicos ni nada de eso. La fuerza de ambos se basa en la tecnología.

– Ajá.

– Ahhh. Ahora sí capté tu atención.

– ¿Y el Runapuma también?

– En cierto modo. Porque es un brujo, un hechicero, un chamán. Un humano.

– Que se transforma en jaguar.

– Es lo que dice la leyenda. Pero lo importante aquí es que definitivamente es humano.

– ¿Y de qué nos sirve saber eso? ¿Va a ir en la nota? Ni loco creas que voy a dejar que hables huevadas en el reportaje.

– No, ni cagando. No soy tan huevón.

– Qué bueno.

– ¿Sabes que Runapuma significa Hombre Puma?

– Lo hubiera adivinado.

– Estos brujos viven solos, apartados en lo profundo de la selva. Dicen que pueden hechizar desde distancias lejanas por medio de icaros. También que son mensajeros del más allá, realizan pactos con el diablo, e invocan a los demonios del monte para poder transformarse en jaguares negros y salir a cazar por las noches. No le temen a nada ni nadie porque se creen protegidos por fuerzas oscuras.

Charly escuchaba con los ojos bien abiertos y cara de cojudo.

– Su poder maligno aumenta al alimentarse de carne humana, especialmente sangre y sesos, ya que los cuerpos quedan casi intactos.

– Ya párala con eso, que me estás cagando el cerebro.

– Se para en dos patas cuando se convierte en un indio grande, de dos metros de altura, con filudas garras, grandes colmillos, ojos plateados, y su pelaje es más negro que la noche más oscura. Satisfecho su apetito, vuelve a convertirse en hombre.

– ¿Y el Runapuma es el causante de todo esto?

– Más bien los Runapumas.

– Me estás jodiendo, ¿no huevón?

– No, Charly, para nada.

– Estás muy drogado.

– Sí, totalmente, pero lo que trato de explicarte también te lo diría sobrio, porque no se trata sobre nada sobrenatural.

– ¿Qué cosa?

– Que no exactamente es el Runapuma. Bueno, sí, y no.

– ¡Por la puta madre!

– Son los brujos. Ellos son los asesinos, o los que dirigen las matanzas.

– …

– Por ello, al mencionar al Runapuma, en realidad se refieren a los brujos, que viven alejados y son desconocidos por los pobladores. No es tan difícil engañar a las personas si atacas de noche cubierto con una piel de jaguar negro.

– Buena, jefe. Puede que tenga algo ahí.

– La policía los tiene como probables testigos, pero no como sospechosos. Además que no se atreven a internarse en lo profundo del bosque para interrogarlos, ni mucho menos arrestarlos.

– ¿Y lo del símbolo satánico?

– Ya llegaremos a eso, Charly. Paso a paso.

                                                                                16.


Fui a la comisaría a eso de las tres, de boleto, cargando con una resaca de chela, ron y pichanga asquerosa. Además del perfume barato de la malcriada que me tocó que no se desprendió de mí a pesar del par de duchas, la ropa limpia y el Old Spice. Guevara y Chipana estaban en sus escritorios, dándole a las máquinas de escribir.

– Señores, buenos días – dije con las justas.

– ¡Qué tal cacharro, Roa! Se ve que ayer estuvo buena -me saludó Guevara.

– ¿Pescaron algo? – preguntó Chipana, buscando vacilarme.

– No sea sapo, sub oficial -le respondí al toque para callarlo en una, aunque sonriendo.

– Venga, Roa. Lo mejor para evitar la resaca es seguir tomando -sacó del cajón una botella a la mitad de pisco y sirvió generosas medidas en los cafés cargados que nos trajo Chipana.

– ¡Salud! Por una semana menos sangrienta.

– ¡Salud!

– Mi teniente, parece que ya encontró compañero de juerga -bromeó Chipana.

– No creo que Roa pueda seguirme el ritmo. ¿O sí?

– Lo intentaré. Pero hoy no.

– Verdad que los periodistas son unos alcohólicos.

– O ex alcohólicos -agregué.

– Pero desde hace un tiempo que cambiaron el alcohol por la coca. ¿Sí o no?

– Sí. O le entran a las dos cosas.

– En eso tiene razón.

– ¿Qué hay de nuevo, teniente?

– ¿Muertos? No se han reportado nuevos frescos.

– ¿Desaparecidos?

– Aquí, no. Pero si en Pucallpa. Un grupo de tres documentalistas británicos, que iban para la Sierra del Divisor.

– ¿Cuándo?

– No se sabe nada de ellos desde el jueves. Esa región es realmente inhóspita. Casi no hay caminos.

– Van a tardar varios días en hallar los cuerpos -dijo Chipana.

– Teniente Guevara, no he dejado de pensar el por qué tanta gente afirma haber visto al Runapuma cazando a sus presas. Son varios cientos los que dicen efectivamente haberlo visto con sus propios ojos, y las narraciones son muy parecidas. Son muchos testigos, ¿no le parece?

– Tienes razón, Roa -intervino Chipana-, en tiempos normales son muy pocos los que aseguran haber visto por ellos mismos a seres como el Chullachaqui o el Tunche, por mencionar a un par. Pero nunca han sido tantos, y en un período tan corto.

– Te escucho, Roa -lo interrumpió Guevara.

– Según la leyenda, el Runapuma es un brujo, un humano que se convierte en jaguar. Ninguno de nosotros cree que esto pueda ser posible, pero ante la cantidad de testigos, pues definitivamente algo deben haber visto en la penumbra del bosque.

– ¿Qué cosa?

– Pues al Runapuma.

– Roa…

– Es decir que vieron a un brujo, a un humano, no a un jaguar negro. El brujo es el que atrapa y asesina, haciéndose pasar por un felino. Los pobladores ven una brillante piel negra moviéndose entre los árboles, que fácilmente pueden confundir con un jaguar real. Además, este ser maligno puede caminar erguido, algo que sólo hacen los humanos o algunos mamíferos, pero no los felinos.

– Hace tiempo que sabemos que son los brujos -intervino Chipana.

– No tanto así, Chipana. Siempre se habló de nativos. Si querían arrestar -y secuestrar-a unos cuantos chamanes, era más con la finalidad de obligarlos a persuadir a los indios a detener los crímenes. Pero nunca los consideraron como posibles sospechosos.

– Conocemos a la mayoría de brujos, chamanes y curanderos de la región. Casi todos son ancianos y no tienen la fuerza que se requiere para liderar algo de estas proporciones -respondió.

– Pero no sabemos quiénes ni cuántos son los que andan dispersos bien adentro en el monte -aclaró Guevara.

– Eso mismo, teniente. Ellos deben de ser. Además, la leyenda así lo indica, que viven solos y alejados en lo profundo de la selva -agregué.

– La zona es inmensa. Es muy difícil entrar. No tenemos los recursos -dijo Chipana.

– Lo sé. Por ello no será nada fácil atraparlos en medio de una selva que ni ustedes conocen bien.

– ¿Qué plantea, Roa? -preguntó el teniente.

– Si es tan difícil ir por ellos, pues hay que ver la manera de hacer que vengan, o que se expongan, por último -solté mi disparate.

– ¿Y cómo diablos haríamos eso?

– No lo sé. Aún no.

– Avísenos cuando lo sepa, señor periodista.

– Lo bueno es que podemos tener una idea más clara de cómo se están perpetuando las matanzas. Los chamanes no son sólo testigos o líderes comunales a quiénes presionar. Los chamanes son los mismos asesinos.

Los policías me observaban, pensativos.

– Es posible -por fin dijo Guevara.

– Claro que sí, teniente.

– Déjeme darle vueltas. Y ya que vino de usted, idee una manera para que salgan a la luz, por más imposible que eso parezca.

– Algo se me ocurrirá.

– Muy bien, Roa. En verdad vino a ayudar.

– Se lo dije.

– ¿Y ya descifró lo de la cruz satánica? -preguntó Chipana, celoso de mi reciente felicitación.

– Aún no logro encajar una cosa con la otra. En eso también ando.

– ¿Y lo de los negros?

– Tampoco. Pero ya llegaré.

– Chipana, nosotros somos los detectives aquí, es nuestro trabajo resolver esos asuntos. No presiones a la prensa, que en algo está ayudando.

– Sí, mi teniente.

– Los negros. ¿Qué carajos hacen los negros metidos en todo esto? ¿Qué habrán hecho para que también los maten? -Guevara pensaba en voz alta.

                                                                            17.


– ¿Teniente Guevara?

– Roa, soy Chipana.

– Chipana, cuéntame.

– El teniente dice que vengan.

– ¿Más muertos?

– Sólo uno.

– ¿Que vayamos a dónde? ¿Qué tan lejos es?

– A unas cuadras.

– ¿En la ciudad?

– Sí, en el mismo centro.

– Dame la dirección.

– Raimondi 449.

Diez minutos después llegamos al hotel El Cauchero. La policía había acordonado la zona para mantener alejados a los curiosos, pero por suerte Chipana nos distinguió rápido entre la multitud que rodeaba el cerco y ordenó a su compañero que nos dejara pasar. Guevara estaba adentro, conversando con un par de trabajadores del hotel. Hizo una señal con la mano para que lo esperemos. Al poco rato se nos acercó y dijo síganme.

Cruzamos el hotel a paso veloz y llegamos a la zona de la piscina. Al principio no noté nada extraño en particular, pero al avanzar vi que una de las sombrillas de lona blanca estaba tumbada, cubriendo la mesa de lado y no desde arriba, como debería de ser. El teniente le pidió al policía que custodiaba la escena que moviera la sombrilla hacia un lado.

Ocupando una de las sillas vimos lo que a primera impresión parecía una escultura, como las que hay en las piletas. La víctima era un hombre de unos sesenta años, se hallaba completamente desnudo, su cabeza se dirigía hacia el cielo y un tubo de aluminio sobresalía de su boca algunos centímetros. No vi sangre ni rastros de violencia alguna.

– ¡Roa! Venga. Mire.

– ¿Qué cosa, teniente?

– Por el tubo.

Me acerqué y me incliné sobre la víctima hasta que mi vista se topó con la boca del tubo. Observé por unos segundos y me retiré.

– ¿Qué vio? Dentro del tubo.

– Un material blanco. Masilla, o algo así.

– No. Inténtelo de nuevo.

– ¿Pegamento? ¿Pintura?

– No.

– Entonces, ni idea qué es.

– Lo veo lento hoy, señor periodista de investigación.

– ¿Qué es, teniente?

– ¿Cómo se llama el lugar donde estamos?

– Hotel El Cauchero.

– Ya la tienes.

Varios segundos después…

– ¿Es…? ¿Caucho?

– ¡Así es!, Roa. No murió a causa del tubo que le introdujeron hasta el estómago. El tubo sólo es el medio que utilizaron para rellenarlo de leche de siringa hirviendo. Así fue como lo mataron.

No dije palabra alguna no sé por cuánto tiempo, pero mi cabeza operaba a mil por hora.

– Roa.

– …

– ¡Augusto!

– ¿Quién era este señor?

– Enrique Rodríguez, el dueño del hotel.

– ¿Y por qué alguien le haría esto? De una manera tan sádica.

– Eso es lo que hay que averiguar.

– ¿Cree que esté relacionado con los otros casos?

– Es posible.

– ¿Por el color de piel?

– Bueno, para empezar, es blanco. O, lo era. Eso está claro.

– Pero no hay signos de que se haya realizado algún tipo de ritual.

– Correcto.

– Y esta vez ocurrió en la ciudad. Sería el único, o el primero que ajustician en el mismo Iquitos.

– Por eso digo que es posible, no lo más probable.

– ¿Qué más piensa, teniente?

– Bueno, por otro lado, el señor se había ganado algunos enemigos con el tiempo.

– ¿Extorsionadores? Quizás no quiso continuar pagando cupo.

– También es posible. Pero por la forma de matarlo, no lo sé.

– Entonces, ¿a qué tipo de enemigos se refiere?

– Nunca se lo imaginaría. Historiadores, antropólogos, biólogos, líderes indígenas, trabajadores de ONGs, y cosas así.

– ¿Y por qué el dueño de un hotel tendría problemas con ellos? Generalmente son gente pacífica. ¿Historiadores?

– Tiene sentido, Roa.

– ¿Cómo así?

– De nuevo consideremos el nombre del hotel y el material específico que usaron para darle muerte.

– El Cauchero. Caucho.

– El señor Rodríguez siempre mantuvo una posición muy polémica, que confrontaba la opinión mayoritaria. Y lo hacía con bastante ahínco.

– ¿Sobre qué?

– Sobre la historia.

– ¿De Iquitos?

– De la Amazonía en general.

– ¿Qué es, teniente? No la haga tan larga.

– ¡Ya pues, Roa! Piensa, usa el cerebro. Gran periodista capitalino de diario de tercera.

– …

– ¡Carajo! Te lo voy a dar masticado, de nuevo.

– No me trates como imbécil.

– Hotel El Cauchero. Lo mataron con caucho.

– Aún no…

– ¿Qué opinión crees que tenía el dueño del hotel sobre el caucho?

– ¿Sobre su explotación?

– Ajá.

– ¿Allá por 1900?

– Sí.

– Bueno, si su negocio se llama El Cauchero, supongo que a favor.

– Exacto. Sostenía que el caucho fue el responsable del nacimiento y crecimiento de la ciudad.

– Eso es verdad.

– Lo es. Claro que lo es.

– Pero ese no puede ser el motivo para torturarlo y matarlo de una manera tan cruel.

– Vas mejor, Roa. El señor se hizo de enemigos también por negacionista.

– ¿Cómo así?

– Negaba o minimizaba lo que realmente ocurrió en la Amazonía, durante el boom del caucho.

– La explotación, el abuso, la esclavitud. El genocidio indígena.

– Afirmaba que la mayoría de los reportes de abuso y asesinatos que se presentaron fueron falsos o exagerados. Incluso el número de víctimas, que fue muchísimo menor. Que fueron nada más que mentiras fabricadas a causa de los intereses de Colombia en el Caquetá y el Putumayo, buscando así desacreditar al Perú ante los ojos del mundo civilizado.

– Conozco la historia, teniente.

– Entonces debes suponer a qué personaje de esa época defendía el Señor Rodríguez. Ese fue su mayor error.

– Tiene que ser a Arana.

– Así es, Roa. Al gran cauchero Julio César Arana.

                                                                                18.


No sé cómo así convencí a la recepcionista del hospedaje para que me venda a treinta soles el enorme mapa de Loreto incluyendo el sur amazónico colombiano que tenían en el lobby. Lo descolgamos con cuidado y nos fuimos directo a la comisaría. Guevara no estaba, pero sí Chipana.

– ¿En qué andas, Roa? Lo que ven en ese mapa es confidencial. Una investigación en progreso. Lo sabes bien.

– Sólo queremos copiar los puntos, aspas y círculos, para estudiarlos con calma.

– Háganlo rápido. Espero que no nos metan en problemas.

Charly empezó por el sur y yo por el norte. Cuando nos encontramos a la altura de Yurimaguas, ya teníamos marcado el lugar de cada asesinato y desaparición. Hasta me di el gusto de adelantarme a la policía al marcar con un punto rojo la ubicación del Hotel El Cauchero, en pleno centro de Iquitos.

– ¿Qué van a hacer con eso? Son sólo escenas de crímenes repartidas por toda la selva.

– Vamos a unir los puntos, Chipana.

– ¿Siguiendo qué criterio?

– La historia.

– ¿La historia? Con mi teniente le hemos dado mil vueltas sin hallar ningún patrón o algo parecido.

– Sí. La historia será la que lo resuelva. Y si es lo que pienso que es, es probable que nos ayude a detener las matanzas.

– ¿Eso es lo que creen van a lograr? Lo que nosotros aún no podemos.

– Estamos trabajando junto a ustedes. Queremos ayudar. No lo hacemos para vender más diarios.

– No olvides Roa cuál es tu lugar. Nosotros somos la policía.

– Déjanos intentarlo, Chipana. No se pierde nada.

– Espero que descubran algo que realmente nos sirva. Y pronto.

– Lo intentaremos.

De vuelta en la habitación, empujamos camas y colgamos el mapa del clavo que segundos antes sostenía la foto de un delfín rosado.

Charly no dejaba de hablar y preguntar, intrigado y entusiasmado por la interesante tarea que teníamos por delante.

Yo observaba el mapa en silencio, invocando a la memoria.

– Augusto, ¿qué ves? -me preguntó impaciente.

– Ahí están.

– ¿Quiénes?

– Al parecer, todos.

– ¿Dé quiénes hablas?

– Lugares. No personas.

– ¿Qué tienen esos lugares?

– Muerte. La tuvieron, y mucho. Ahora vuelve al mismo sitio, más de un siglo después.

– Te estás volviendo loco.

– No, Charly. Mira el mapa.

– Dime qué es lo que ves.

– El pasado, el presente y el futuro.

– ¡Por la puta madre!

– ¿Es que no lo ves? Ahí están. Marcados en rojo.

– ¿Cuáles lugares en específico?

Me acerqué al mapa y señalé con el dedo uno por uno.

-El río Igara-Paraná. El río Putumayo. La región del Caquetá. El Amazonas. Leticia. Y, por supuesto, Iquitos.

– Esos nombres no me dicen nada.

– Aquí está El Encanto, y un poco más arriba, La Chorrera.

– Todo eso queda en Colombia.

– Pero antes pertenecía al Perú.

– No lo recordaba.

– ¿No tienes idea qué fue La Chorrera?

– No.

– Bueno, mi querido Charly, ahora vas a aprender un poco más sobre la historia de la Amazonía. La parte más oscura de sus años de colonización.

                                                                                     19.


“Fue a sangre fría y sus cuerpos fueron devorados por los perros. Vio cómo sucedía y cómo los perros se comían los cadáveres. Sobre los prisioneros muertos de hambre en el cepo dice que era algo común. Más de una vez había visto cómo sus cuerpos hediondos permanecían en el cepo lado a lado con los prisioneros.

Sobre la declaración de Caporo sobre el jefe indio que fue quemado en vida delante

de su esposa y sus dos hijos, Leavine dice que se acuerda y que estaba presente cuando le cortaron la cabeza a la esposa y cuando los niños fueron desmembrados y sus cuerpos lanzados al fuego. También se acuerda del caso contado por Caporo sobre una mujer india a quien Normand cortó en pedazos porque se había negado a vivir con uno de sus empleados como él le había ordenado. Fue testigo ocular cuando quemaron a la mujer envuelta en una bandera peruana empapada en kerosene y cuando le dispararon después.”

(Notas de la Declaración No. 18 de Westerman Leavine recogida en 1910, en Casement, 2011, p.197).

“El indio en cuestión se había escapado del trabajo del caucho, pero había sido capturado y traído prisionero […]. Fonseca se acercó al cepo con un palo con una porra en un extremo mucho más grande que el mango del palo. Puso una de sus piernas contra la pierna suelta del indio y la estiró, apartándola de la pierna atrapada. Entonces apartó el “fono” del hombre, el tapa-rabo hecho de corteza batida, dejándolo desnudo y lo golpeó muchas veces con la porra sobre sus partes expuestas. Las aplastó totalmente y el hombre murió al poco tiempo.”

(Notas de la Declaración No. 13 de James Chase recogida en 1910, en Casement, 2012,

pp.162-163).

“Miguel Flores, otra de las hienas del Putumayo, cometió tantos asesinatos en hombres, mujeres, ancianos y niños que Víctor Macedo, temeroso de que se despoblara aquella sección y de que llegara a Iquitos la noticia, ordenó al malvado Flores que no matase tanto indio en sus orgías, sino únicamente cuando dejaran de entregar caucho y entonces reformado Flores por el mandato superior, solo mató en dos meses cuarenta y tantos indios; pero en cambio las la flagelaciones [sic] eran continuas y las mutilaciones horrorosas. Se cortaban dedos, brazos, piernas, orejas, habían castraciones, etc.”

(Saldaña Rocca, La Sanción, 7 de octubre de 1907).

“Eran unos cincuenta o sesenta de estos desafortunados, tan debilitados y llenos de cicatrices que algunos no podían ni caminar. Era lamentable ver a estos pobres indios, desnudos, sus huesos sobresaliendo debajo de la piel y todos llevando la infame “marca de Arana”, subiendo a duras penas una cuesta, llevando sobre sus espaldas, dobladas por el enorme peso, la mercadería para consumo de sus miserables opresores. Ocasionalmente, una de estas desgraciadas víctimas de la “civilización” peruana caía bajo el peso de su carga y era pateado por su brutal “jefe” para que se levante y continúe su dura labor.”

(Hardenburg, 1912, pp.79-180 [traducción propia]).

“Cuentan que el encuentro duró como unos 15 días de tiroteos igualmente y viendo los soldados que estaban parejos, trataron de incendiar la casa por medio de trapos empapados de kerosene y amarrados en las puntas de unas flechas y lanzados al techo de la casa, por medio de tiros con pura pólvora; los paisanos al ver eso subían a apagar el fuego y allí morían con los tiros, pero siempre apagaban hasta que llegó el momento de no poder apagar, viendo esto se metieron al subterráneo y el incendio fue muy terrible, porque toneladas de caucho que habían puesto en todo el contorno interior de la pared del almacén también aumentó más el fuego y todo cuanto derretía caía al subterráneo, momento que aprovecharon para meterles más petróleo en los huecos y el fuego continuó ya en los subterráneos. Aquí murieron cientos de niños inocentes, juntamente bajo el abrazo de sus indefensas madres.

Un día duró toda esta tragedia de nuestros antepasados que se habían sublevado por sus tratos inhumanos. Al día siguiente entraron por las cañerías que ya se habían mencionado antes, que eran lugares de escape. Algunos han sido muertos allí dentro, pero su finalidad era de hallar a Guray y Sogaima, sacarlos vivos afuera.

Los amarraron cada uno en su propio poste y allí tardaron, allí pasaron la noche hasta el amanecer. Ya en el segundo día los torturaron de muchas maneras, les cortaban las orejas, les sacaban uno de los ojos, los cortaban los labios, parte de su nariz, paleados sin compasión los hacían tomar la sangre uno de otro, y en una de esas tomas dijo Gurai a Sogaima, “en momentos que hemos vivido en la alegría, sin que lleguen estos homicidas, tomábamos nuestra bebida o cahuana del aguaje bien rojo que se parecía a la sangre humana y hoy estamos tomando el legítimo, nuestra sangre que nos derraman, pero mucho nuestra sangre inocente quedará en sus mentes grabadas melancólicamente como un agüero”.

Con cada tortura les preguntaban por qué han hecho esa rebeldía contra los blancos. Entonces cerca del mediodía de ese segundo día los han metido tiro de fusil en la cabeza y así murieron estos personajes del Huitoto Murui que hicieron como héroes de nuestra historia, cuyos ejemplos y valentía son desconocidos en esta civilización porque no hubo personas que pasaran al papel y conozcan cómo han sido tratados nuestros abuelos, sin embargo de todos estos actos que nos cometió el blanco, muchos jóvenes y señoritas se hacen o se creen de ser blancos y de imitar todas sus cochinadas y vergüenzas.

Un año después, las autoridades de acá, mandaron investigar y juntar todos los esqueletos paisanos, muertos por diversión, pero como no sabían el habla castellana los paisanos, no hubo persona quien relate todo lo que se les ha cometido, entonces quedó como si nada hubiese pasado.”

(Aurelio Rojas, CAAAP, s/f citado en Cornejo et al., 2009, p.188).

“Mi relación con el caucho y la historia del caucho no fue con mi papá, sino de frente a mi abuela. Entonces, para un chico de 12 años eran cosas increíbles. No tenía una reacción de tristeza ni de angustia, simplemente estaba escuchando una historia. Ya muchos años después con fotografías, con otros textos y otros informes, ya, y enterándome de otros genocidios en el mundo, también te das cuenta que es una cosa realmente increíble que haya pasado en un gobierno pues, democrático, donde se supone que el Estado tiene que proteger a los ciudadanos.

Yo solo he pintado una imagen del caucho, no he pintado más, no quiero pintar esa época, al menos en estos momentos no.

La única cosa que me causa a mí el tema del caucho es una cuestión de tristeza, de dolor, y me trae a la mente el rostro de mi abuela contándome del caucho con los ojos con lágrimas.”

(Rember Yahuarcani en Martínez, 2016)

“Cuando mi abuelo tenía algo de 60, 65 años […] ha hecho un viaje por tierra, de quizás unos 15-20 días para poder llegar a La Chorrera. Entonces cuando él ha llegado allá donde que era su tierra, le han preguntado de donde él venía, él ha dicho que él ha venido del Amazonas, que él es peruano. Dice que ahí le querían matar. Entonces él ha dicho que no lo pueden matar, no lo pueden mezquinar porque él es de La Chorrera, “esto es mi tierra y ustedes no me pueden mezquinar aquí. Y yo no he muerto [matado] a sus abuelos, yo he ido de aquí, los que han muerto [matado] son otros peruanos”. Entonces, cuando él ha dicho ahí que esa es su tierra, entonces ahí se han apaciguado porque lo iban a matar.”

(Santiago Yahuarcani en Martínez, 2016)

                                                                                          20.


– Chipana.

– ¡Roa! Más muertos.

– ¿Dónde?

– Cerca al centro.

– De nuevo en la ciudad. Siguen aquí.

– Vengan a la Casa Morey.

– Sé dónde queda. Vamos en camino.

Cinco am en la habitación.

– ¡Charly! ¡Charly!

– ¿Qué pasa?

– Nos vamos. ¡Ya!

– Recién me acuesto.

– No es mi problema.

– ¡La puta madre!

– Mueve el culo, rápido.

– ¿Más muertos?

– A unas cuadras. Vamos ya.

Casi no habían curiosos y el policía que custodiaba la puerta del hotel nos dejó pasar sin hacer preguntas. Chipana nos dio el encuentro en el lobby y lo seguimos hasta el elegante comedor de la antigua casona, donde vimos al teniente Guevara parado de brazos cruzados, simplemente contemplando la macabra escena.

La impresión fue tal que no fuimos capaces de decir nada, y el único sonido que se escuchó en esos dos minutos fue el de Charly vomitando. Con todas las luces encendidas, los oscuros charcos de sangre fresca brillaban intensamente. En el centro de la habitación, formando un círculo, seis cuerpos desmembrados formaban seis montículos, con cada cabeza coronando la pirámide de miembros, y cada uno de ellos había sido cortado en seis secciones: piernas, brazos, torso y cabeza. Seis partes. Seis cuerpos cercenados en seis partes formando seis sangrientos montículos.

Luego de que Charly se repusiera y tomara unas cuantas fotos, salimos del comedor siguiendo a Guevara.

– ¿Quiénes eran? -pregunté de inmediato.

– Ejecutivos de Petroperú.

– ¿Todos blancos?

– Así parece. Aunque por la cantidad de sangre, tendremos que esperar el informe del forense.

– ¿Cuándo desaparecieron?

– No sabíamos que lo estaban.

– Debió ser hace poco.

– Es posible.

– Los asesinos siguen en Iquitos.

– Lo sé, Roa.

– Ubique y detenga a los brujos, teniente.

– Eso quisiera, pero no tengo suficientes efectivos para una búsqueda así de compleja.

– Lo ayudaré con eso.

– ¿Con qué?

– Requiere apoyo, urgente.

– ¿Y cómo va a conseguir que envíen más policías a Iquitos?

– Con mis reportajes. Aumentaré la dosis de sensacionalismo cada vez que escriba o transmita. Puedo ser más gráfico. Para impactar, asustar.

– Y a los generales en Lima no les quedará otra que tomar alguna acción…

– Es justo lo que pretendo, teniente.

– No me involucre en los reportajes. Prefiero seguir manteniendo un perfil bajo.

– No se preocupe.

– Está bien, Roa. Hágalo, y recuerde que nunca hemos hablado sobre esto.

– Por supuesto.

– El poco tiempo que estuvo en el comedor, ¿notó algo inusual?

– Todo lo que está pasando es inusual.

– Lo sé. ¿Pero algo en particular le llamó la atención?

– ¿El número?

– Sí.

– Que se repite.

– Bien. Lo notó rápido.

– Seis cuerpos, divididos en seis partes cada uno.

– Interesante, ¿no es así, Roa?

– Lo es.

– ¿Qué piensa sobre eso?

– En satanistas.

– De nuevo los putos satanistas.

– Todo es muy confuso.

– ¿Notó las huellas de pisadas marcadas en la sangre?

– No.

– Pies descalzos.

– Como los nativos.

– ¿Entonces?

– ¿Qué, teniente?

– ¿Cree que es otro ataque de los nativos, o, mejor dicho, de brujos y chamanes satánicos?

– No lo sé. Aunque…

– ¿Qué?

– He estado dándole vueltas a una idea, sustentándome en los lugares y datos incluidos en la copia que hice del mapa que tiene en su oficina.

– ¿Y…?

– Qué revisando la historia de la época del boom del caucho, he logrado unir algunos puntos.

– Dilo ya, Roa. ¿Cuál es tu hipótesis?

– Esto va a sonar muy loco. Realmente loco.

– ¿Qué te dijo el mapa?

– Que estamos viviendo un período de venganza.

– ¿Contra los blancos?

– Sí. Y también contra los negros, pero en menor proporción.

– ¿Por parte de los nativos? Y los brujos. O dirigidos por los brujos.

– Exacto. Y puede que los brujos se estén haciendo pasar por el Runapuma.

– Aunque ya estoy descifrando los motivos, dejaré que tú me los digas.

– Puede ser que los descendientes de los nativos que sufrieron esclavitud y muerte hace más de un siglo, hayan decidido emprender un plan organizado para vengarse de los descendientes y la raza de los perpetradores.

– ¿Y los negros?

– Que estén matando también a algunos negros tiene sus motivos.

– ¿Que son?

– Los negros traídos de Barbados para controlar y aumentar el número de esclavos fueron los que en realidad abusaron, maltrataron, torturaron y mataron a los indígenas.

– Por orden de sus patrones blancos. Los acaudalados barones del caucho. Arana, Fitzcarraldo y muchos más.

– Así es, teniente.

– Buen trabajo, Roa.

– Gracias.

– Esto es algo a considerar en serio.

– Que haya ocurrido en la Casa Morey refuerza esta idea, pero el asunto de los seis repitiéndose y el símbolo de Leviatán hallado en el hotel El Cauchero no cuadran con eso.

– Por ahora, Roa. Sigue así. Pronto lo descubrirás.

– Eso espero.

*novela en proceso

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