El Monstruo de Kal

Nadie se libra del miedo. Aun cuando somos bebés o adultos. Algunos lo ven como una debilidad, otros como un filtro de supervivencia. De niños es muy común temerle a la oscuridad, a los monstruos, a las arañas, las cucarachas, a los fantasmas y todo aquello que las películas de terror utilicen para provocarles pesadillas. Pero de adulto, los miedos se vuelven más profundos e incluso tristes; unos temen a la muerte, no poder tener hijos, enfermar, ser despedidos, no encontrar un buen trabajo, a la infidelidad, o a morir solos. En algún punto todos crecen y se olvidan de las personas, lugares, amigos y también de los miedos. Bueno… algunas veces.

       El pequeño Kal tenía, no un amigo imaginario, sino un enemigo imaginario. Cada vez que se iba a bañar y se enjuagaba con champú su cabello y cerraba los ojos, ese personaje aparecía en su cabeza. Tenía la piel pálida, no tenía cejas ni cabello y sus labios estaban completamente rojos; no parpadeaba y solo miraba a Kal. Así que, rápidamente se tallaba con agua con tal de estar libre de esa horrible mirada y cuando el champú estaba libre en sus ojos, se detenía. Frío y alarmado, porque sentía la mirada del monstruo en la ventana superior derecha de su baño. Sentía la silueta sin siquiera verlo, así que se ponía a cantar para ignorarlo y así aburrirlo. No sabría decirles cómo, pero, Kal sabía cuándo ese monstruo horroroso desaparecía y eso era lo único que importaba.

       Pero no, hermanos míos, esa cosa no solo aparecía cuando se bañaba, claro que no. Kal odiaba dormir con las ventanas descubiertas, porqué sabía que era una invitación a que la mirada pálida apareciera. Debido a esto, cada noche antes de dormir, se aseguraba que todas las ventanas estuvieran cerradas y tapadas por la cortina. Después, Kal se acostaba completamente aliviado de que una vez más, le ganara a ese monstruo.

       Tal vez su enemigo imaginario habría nacido gracias a esas películas de terror que le gustaba ver a tan corta edad como Evil Dead, o El Amanecer de los Muertos; le gustaban los videojuegos de zombies, así que podríamos tener ese otro factor en mesa. Veía muchos videos de terror en internet, como aquel comercial de helados inquietante llamado “Little Baby´s Ice Cream”, donde aparecía una persona completamente cubierta de nieve y sin parpadear se comía a sí misma. Algo me dice que es lo más cercano a lo que Kal veía en su mente.

       Naturalmente el tiempo comenzó a pasar, el pequeño Kal cambió las figuras de acción por guitarras eléctricas; su fanatismo a Star Wars por las modelos de Victoria´s Secret; dejó de temerle a la oscuridad, de hecho, parecía que le gustaba más que la luz. Todos los peluches los regaló y comenzó a acumular libros de ciencia ficción. Sus amigos comenzaban a tener parejas y él tuvo unas cuantas. Comenzaba a gustarle la bebida y a hablar de mujeres con sus amigos. Ya no era más el “Pequeño Kal”. Pero a pesar de eso, de alguna forma, el miedo a la creatura blanca aún seguía vigente. Incluso ahora que Kal veía cosas más gráficas y grotescas, la imagen de aquella persona blanca como nieve, labios rojos; sin cejas y cabello, seguía exactamente igual. Solo que ahora Kal no cantaba una canción para poder ignorarlo, simplemente lo hacía.

       – Que estupidez – Decía al mirarse al espejo después de salirse de bañar.

    Cuando Kal cayó enfermo, ninguna de las personas que lo incitaron a tomar su primera cerveza, a fumar su primer cigarrillo o a dejar de ser virgen, se apareció. Muy raras veces llegaba un mensaje de cariño. La mayoría de las veces eran mensajes que solo utilizaban su enfermedad como un chiste ya que…

           – “A ti te gusta el humor negro, ¿no?” – se justificaba de manera cobarde uno de sus supuestos amigos.

             Las noches se volvían largas y su habitación cada vez más callada. No había nada que hacer más que estar tirado en cama. Los medicamentos y el dolor hacían el sueño difícil de obtener. El miedo a la oscuridad regresó, era cuando más se sentía triste. Pero el dolor no lo dejaba llorar. Tenía nauseas, ansiedad, quería gritar, pero el agotamiento no lo dejaba poder hablar bien. Sudaba frío o se sentía caliente. Realizaba soliloquio cuando la televisión le aburría. Cuando llegaban sus padres, su actitud cambiaba; les decía que estaba todo bien, con tal de que ellos no estuvieran asustados, claro. Ellos no sabían cómo se sentía en realidad. Casi no lo visitaban a su habitación, no porque no quisieran, les dolía ver a, quién alguna vez fue el pequeño Kal, estar pasando por todo eso. Irónicamente, eso solo lo hacía sentir más solo.

             Un día, a Kal le llegó un audio de uno de sus amigos.

             – Oye, ¡ya me enteré que estas pelón! – después de eso le seguía una risa burlona por casi todo el minuto que duraba el audio. Kal ignoró el mensaje después de sentirse mal.

               Kal tenía cáncer.

               Estar solo era necesario para que él pudiera sanar. No tenía defensas. La quimioterapia siguió su proceso, así que el cabello en su comida era señal de que tenía que usar rastrillo para desaparecer el poco cabello que le quedaba. Sus piernas quedaron lampiñas al igual que el resto de su cuerpo. Todas las mañanas despertaba con sabor a medicina y dolor en los brazos por el catete que llevaba en su brazo derecho. Varias manchas de venas reventadas cubrían su piel. Pero si le preguntabas como se sentía, él te diría que bien.

               Pero… ¿y el monstruo? En varias de sus noches amargas, esperaba encontrárselo, pero nunca apareció. Sentía que lo observaban, pero solo eso. Dejó de verlo en sus pesadillas e incluso, cuando se iba a bañar, la silueta no aparecía en la ventana como lo hacía antes. Kal, estaba tranquilo, probablemente se habría ido como todos los demás. Está bien, es normal, es parte de un proceso, pensaba. Tal vez el monstruo habría escuchado sus pensamientos porque Kal lo encontró donde menos lo esperaba.

               En el reflejo del espejo, se veía a Kal cansado, sus labios eran rojos por la medicina; no había cabello y mucho menos ceja por las quimioterapias. El espejo solo llegaba hasta su abdomen, así que no veía sus venas manchadas, pero sí su piel pálida. Ahí estaba el monstruo… todo este tiempo solo esperaba la hora de entrar en escena. A pesar de tener los ojos envueltos de lágrimas, Kal se puso a reír.

               – Que estupidez – dijo con su voz quebrada, flexionando los brazos como si fuera un atleta deportivo, presumiendo su cuerpo dañado, burlándose del monstruo una última vez. Abrazando su miedo. Kal había perdido.

          Sobrevivió a su enfermedad, tocó la campana. Los que nunca le hablaron lo felicitaban como si el logro fuera parte de ellos. Las personas que hacían chistes, ahora se sentían como parte fundamental de su ayuda emocional. Eran patéticos – pensó Kal – y la verdad, es que tenía razón.

                 Algunos les temen a los monstruos, otros a morir solos. Kal temía a ambos y lo único que hizo fue aceptarlo. Un pequeño trato que hizo sin necesidad de palabras. Ahora el monstruo vendría cualquier momento, solo que esta vez, no estaría viéndolo por las ventanas sin cortinas o por la ventana del baño.

                 Nadie se libra del miedo. Aun cuando somos bebés o adultos. Algunos lo ven como una debilidad, otros como un filtro de supervivencia. Pero Kal… Kal lo miraba como la única persona que lo fue a visitar cuando más necesitaba a alguien.

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