Espeluznante -segundo acto-

Espeluznante -segundo acto-

J. A. Gómez

05/07/2020

Llovía como si el cielo fuese a partirse en dos. El alba había arrancado triste y apagado y todo indicaba que en las próximas horas las nubes descargarían con más ahínco. En el refugio Melchor, cazador furtivo preocupado en tapar los agujeros de sus bolsillos con cuanto billete le cayese encima, sin importarle nada ni hacer preguntas incómodas. Debería esperar a que escampase antes de ir a comprobar las trampas. Con suerte el día no terminaría mal.

 Echó leños a la añeja estufa de hierro y después se limitó a observar los viejos cristales de las ventanas del refugio, velados por el prominente aguacero. Había alguna que otra gotera pero en definitiva no se estaba nada mal allí dentro. Colocó el rifle cerca del catre y echó un generoso trago de aguardiente.

 Melchor no tenía escrúpulos, el único color que reconocía era el del dinero. Tenía bastantes kilos encima lo cual para su trabajo distaba de ser ideal. De hecho cada vez le costaba más resistir las duras jornadas de cacería, lidiando con toda clase de animales salvajes que en su mayoría eran especies protegidas. Prominente barba descuidada, pelo sucio, largo e igual de abandonado. Manos estropeadas, nariz aguilucha y mirada penetrante. Piernas cortas y torcidas, era difícil saber donde empezaban éstas y donde terminaba su preponderante barriga. Carácter agrio y peores formas, sin duda una mala bestia a la que nadie echaría de menos.

 La lluvia batía con fuerza sobre el destartalado tejado de maderos. Techumbre remendada hasta la saciedad con retales de tablas que lucían húmedas y carcomidas. Mientras calentaba las manos en la estufa escuchó un fuerte golpe cerca de la puerta, sobresaltándolo. Se incorporó con torpeza y de malas ganas para ir a echar un ojo. Entreabrió la susodicha, asomó tímidamente la cabeza y al rato salió afuera. La lluvia en esos momentos caía cruzada así que en cuestión de segundos le propinó el equivalente a cientos de manguerazos a presión.

 Fuera no había nada, al menos nada que le obligase a permanecer bajo aquel diluvio así que volvió a meterse para adentro. Pero no diera dos pasos cuando otro impacto, más cercano y fuerte, volvió a captar su atención. Profirió voces amenazantes; todos los que lo conocían sabían que la paciencia no era precisamente una de sus virtudes. Hizo hincapié en su condición de hombre armado y por supuesto dispuesto a apretar el gatillo sin vacilaciones. Echó más leños al fuego, sin dejar de mirar por el rabillo del ojo puerta y ventanucos, escudriñando el exterior tanto como le era posible. La puerta seguía entornada, moviéndose al ritmo del viento que la abría o cerraba caprichosamente.

 Los elementos daban la impresión de haberse conjurado en su contra. El chaparrón caía rabioso, tal cual quisiera limpiar de un plumazo toda la naturaleza mancillada por aquel furtivo sin escrúpulos. Era jueves y los jueves Melchor salía a revisar las trampas colocadas días anteriores. Corría el mes de Febrero y corrían, valga la redundancia, extrañas historias de seres salvajes, mitad hombres mitad bestias, que devoraban a cualquiera que tuviese la fatal idea de echar excesivas horas en el bosque.

 Al tiempo otro golpe, violento y desproporcionado. Fue tal la virulencia del mismo que arrastró hacia el interior dos troncos que formaban parte de la pared trasera del refugio. Melchor mentó madres y cogió su fusil, apuntando hacia la entrada.

 -¡Lárgate maldito hijo de perra, lárgate o atente a las consecuencias! -vociferó enérgicamente mientras echaba otro trago de aguardiente. En esos segundos de tensa espera Melchor, con sus sentidos en alerta máxima, escuchaba tanto el agresivo puntilleo de la lluvia sobre la techumbre como el crepitar de las llamas devorando la leña. Desde donde estaba se le hacía complejo ver con nitidez el exterior, de hecho tendría que fiarse más de su oído que de su vista. No obstante y pasados unos minutos el peligro parecía haber pasado. Dejó el fusil y respiró hondo, cerrando la puerta de un puntapié.

 No temía a nada conocido, ni siquiera al peso de la ley. Sus múltiples antecedentes enorgullecían su ego de hombre intocable, casi siempre saliéndose con la suya. Rebelde sin edad para ello, furtivo de mediana edad, envejecido antes de tiempo y por encima de cualquier otra cosa cero remilgos a la hora de hacer lo que deba ser hecho para llenarse bien llenados los bolsillos.

 Tras echar un leño más al fuego uno de los ventanucos saltó en mil pedazos. Una rama de eucalipto, tumbado por la agresividad del viento, había entrado al refugio sin invitación. Melchor habíase tirado a un costado con la agilidad del león marino macho, maldiciendo su suerte en aquel día de perros. No podía hacer nada, absolutamente nada, por muy bravo que fuese ni él ni nadie es capaz de igualar, ni de lejos, el poderío de la naturaleza.

 Y de repente los acontecimientos se precipitaron para su desgracia. Algo rajó la puerta de un zarpazo, de arriba abajo para al segundo siguiente derribarla como si fuese cartón. Melchor reaccionó relativamente rápido, echando mano al fusil para disparar sobre aquel fornido ser que tenía delante. Pudo verlo un instante pero fue suficiente para que su imagen quedase pegada en su retina. Cuando se disponía a disparar las fauces del engendro partieron, de certero mordisco, en dos el rifle, arrancándole en el entreacto medio brazo izquierdo y dos dedos de la mano derecha. Aquella cosa rugía tan poderosa que maderos y tablas del refugio vibraban como diapasones. La rama del eucalipto terminó de partirse por el peso, golpeando el piso, rompiendo un par de tablas para finalmente clavarse en la tierra. Terrible ver el suelo de la cabaña tiñéndose de rojo rápidamente a la vez que esa misma sangre se iba diluyendo con la lluvia que entraba incesantemente. La criatura salió velozmente, sin dejar de aullar.

 Sí, lo había visto bien, ojala no hubiese sido así. Incluso olió su fétido aliento. Era enorme, quizás el tamaño de dos osos puestos de pie. Su musculatura portentosa se marcaba sobre una tupida piel velluda color grisácea.

 Melchor se desangraba por momentos y no tardaría en perder la consciencia. No había tiempo que perder así que sacó del cinturón el cuchillo de caza para introducirlo en la estufa, dejando trabajar al fuego. Luego quitó el cinturón para improvisar un torniquete, ayudándose de una pequeña rama para usarla de asidera. Su rostro estaba adquiriendo una peligrosa tonalidad pálida. Apretó cuanto pudo si bien la sangre continuaba saliendo. Apretó aún más el torniquete, gritando de dolor; seguidamente vendó con serias dificultades los muñones de la otra mano, sirviéndose de la boca para agarrar la sucia tela de la camisa que cumplía funciones de venda. Tirados en el suelo los dos dedos amputados de mala manera, ensangrentados.

 Luego sacó el cuchillo del fuego y tras tomar dos profundas bocanadas de aire y cuatro tragos de aguardiente cauterizó el muñón del brazo arrancado, dando varias pasadas. El dolor hacíase insoportable hasta para alguien rudo como él, tipo duro que no temía a nada vivo ni a nada muerto. Fueron segundos que parecían no terminar, oliendo su propia carne quemada. A punto de desmayarse se percató, entre horror y rabia, que aquella bestia infernal volvía a la cabaña tal vez para rematar el trabajo.

 De un salto se le pegó a la cara, abriendo las fauces para dejarle ver lo hondo y negro de su boca maloliente. Los amarillentos colmillos tenían lo menos quince centímetros de largo. Pero si cabe todavía eran más aterradores sus profundos ojos rojos, equipados con dos pupilas tipo gato.

 Gruñía ferozmente, sabedor de su condición de vencedor. Por la quijada del monstruo resbalaba una repulsiva babilla que caía sobre el pecho de Melchor. Pero a pesar de su mala cara y de no poder apenas moverse él también era un luchador nato. Antes de perder la consciencia le propinó una puñalada con el cuchillo de caza, aún ligeramente incandescente. La bestia rugió herida, enfureciéndose hasta límites insospechados. Cerró las fauces sobre el rostro de Melchor y de un tirón le arrancó media cara, huesos incluidos. Los gritos del furtivo se perdieron dentro de aquel espacio reducido, ahogados por la lluvia batiendo sobre el tejado y por el viento atizando duramente el exterior.

 Días después el guardabosque daba la voz de alarma. Cerca de la zona conocida como Los Tres Picos había encontrado un cadáver mutilado, destrozado y semidevorado por las alimañas. Mas lo chocante era que esa zona distaba, al menos, cinco kilómetros del refugio de cazadores. Los profesionales allí congregados quedaban en espera de la jueza para proceder al levantamiento del cadáver.

 Melchor o lo poco que restaba de él yacía con un pie atrapado en uno de sus cepos. ¿Cómo pudo haber sido tan torpe? Tal vez culpa del mal tiempo o quizás no había más misterio que la abusiva ingesta de aguardiente, mermando tanto su sentido de la orientación como sus reflejos. Por ende incapaz de liberarse de aquella trampa por él mismo colocada y allí mismo murió, en la soledad del último aliento. Y ya se sabe que la naturaleza no desperdicia nada, su cuerpo sirvió de sustento a las bestias y de ahí el horrible aspecto que presentaba. Esa sería, con total seguridad, la versión oficial a su muerte. Por supuesto nada tenía que ver con lo que realmente había sucedido…

 Sin embargo a lo que nadie prestó atención fue al guardabosque y su extraño proceder. Miraba a lo lejos como si pudiese atravesar los árboles con la vista para otear mucho más allá. Tras olfatear el aire cargado de humedad comenzó a caminar hacia el ajado refugio. Parecía tener alguna pequeña molestia en el costado… quizás por ¿una puñalada? Fuera lo que fuese no quedaría de ella ni la cicatriz.

 De haberse girado hacia los demás éstos habrían visto sus ojos y sus pupilas. Se estaba volviendo a transformar ¿a qué nuevo cazador habría olfateado en la vieja cabaña? Otro que terminará sus días en Los Tres Picos o alrededores…

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