Te quiero Compadrito

Te quiero Compadrito

Ojo de Gato

27/05/2025

Con mi “Compadrito” nos une una amistad de más de 45 años y, desde esa fecha, nos llamamos así. Todo nació en el colegio, porque el cura Gabriel y yo nos decíamos “compadritos”, apelativo al que se unió Carlos. A pesar de los cinco o seis años de diferencia de edad, supimos ser inseparables desde chicos. Aficiones similares como el fútbol, el atletismo y los gustos musicales nos fueron uniendo mucho más con el pasar de los años. «Compadrito» dejó de ser solo un apelativo el día en que aceptó ser padrino de mi hijo.

Para el resto de la gente éramos conocidos como “los Gatos”, pero además de ese apodo, el humor negro y el sarcasmo eran características que compartíamos. Siempre haciéndonos bromas pesadas o burlándonos de nosotros mismos. Miles de travesuras y muchas anécdotas para recordar.

Cierto día, viajamos al Cusco por trabajo. Fuimos del aeropuerto directamente al hotel al que llegábamos todos los meses: el viejo Hotel de Turistas, conocido como “El Cuadro”. Entramos al lobby, que lucía totalmente alfombrado con un rojo intenso y muebles coloniales de muchos años de antigüedad. En la puerta, Quispe y Peralta, los botones del hotel y amigos nuestros, al vernos llegar exclamaron: “¡Llegaron los señores Gatos!”, mientras bajaban nuestro equipaje del taxi.

Ambos caminamos hasta recepción a registrarnos. Nos dieron las habitaciones 302 y 304. Subimos al tercer piso y, al llegar, nos dimos cuenta de que eran contiguas. Ingresamos a nuestras respectivas habitaciones, cada una provista de dos camas de plaza y media. En el costado derecho de la mía había una puerta de madera sólida y pesada. La abrí, pensando que era el baño, y me llevé la sorpresa de que conectaba ambos cuartos. Mi Compadrito estaba desempacando, levantó la vista y me dijo: “Carajo, lo único que faltaba”, y echamos a reír. Volví a mi habitación y, luego de tomar una ducha, enfundado en mi terno oscuro, con mi maletín de muestras médicas listo para iniciar la labor del día, ingresé a la habitación de mi Compadrito, que también estaba listo para ir a trabajar.

Pasamos la mañana visitando médicos en los hospitales y centros de salud de la ciudad hasta que llegó la hora del almuerzo. Hicimos un alto. Fuimos a “El Truco”, un restaurante al que era inevitable dejar de ir por su lomo con papas, y luego volvimos al hotel. Pedimos nuestras llaves en recepción y subimos a nuestras habitaciones. Teníamos planeado descansar un rato antes de iniciar la labor de la tarde.

Listo para hacer una siesta, me quedé en bóxer y polo. Tenía en la mano mi cajetilla de Marlboro y mi encendedor. De pronto, desde la otra habitación, mi Compadre soltó un grito: “¡Compadrito, mira este golazo!”. Atravesé la puerta común y pude ver que en la tele estaban pasando los mejores goles de la semana. Me recosté sobre la cama que quedaba libre a verlos, mientras abría mi paquete de cigarros. Tomé uno, lo encendí, y mi Compadre inmediatamente me increpó: “¡Apaga eso! ¿Cómo vas a fumar en mi habitación?”. Al ver que hice caso omiso a su reclamo, pegó un brinco desde su cama, fue hasta el costado de la mía, tomó del velador la cajetilla, abrió la puerta de la habitación y lanzó mis cigarros al pasillo, lo más lejos que pudo. Por supuesto, eso no me gustó mucho.

Renegando, como es mi costumbre, me paré bruscamente de la cama y salí al pasillo a recoger mis cigarros. Ni bien me encontraba en él, levantando los cigarrillos que habían salido disparados del empaque, en bóxer y polo, sentí un golpe de puerta: mi Compadre me había dejado afuera en ropa interior. Revisé la puerta de mi habitación y también estaba con seguro. No me quedaba más remedio que tocar la puerta para que me abra.

—Compadrito, abre la puerta —le dije.

Su respuesta fue inmediata:

—No voy a abrir.

—Te prometo que no voy a fumar en la habitación —dije en voz bajita, tratando de no hacer mucha bulla y rogando que no pasara nadie por el pasillo que me encontrara así.

Él reía a mandíbula batiente desde el otro lado de la puerta.

—¡Dime fuerte que no vas a volver a fumar en la habitación! —me dijo.

Yo, obediente y con el único objetivo de que me deje entrar, repetí la frase.

—¡Más fuerte, dilo más fuerte! —replicó.

Casi gritando, repetí la frase. “¡Ya ábreme!”, le supliqué.

No se hizo esperar la réplica:

—Dime que me quieres y dilo fuerte o no te dejo entrar.

—¡No lo voy a hacer! —contesté.

—Entonces no te abro —exclamó.

En ese momento me di cuenta de que no me quedaba más remedio que cumplir con sus exigencias. De pronto, un grupo de gringas de hermosos ojos azules y cabello dorado apareció por el pasillo. Pude ver de reojo que reían al verme en ropa interior, tocando una puerta mientras inevitablemente se acercaban con cara de sorprendidas. Estaba rojo de vergüenza, mientras al otro lado de la puerta, mi Compadre gritaba a voz en cuello:

—¡Dime que me quieres o no te dejo entrar!

Claudine, una de las turistas, al pasar a mi lado me dijo en español mezclado con italiano:

Digli che lo quieres —y las cuatro comenzaron a reír.

No pude contener la risa al verme envuelto en esa situación embarazosa, y, alentado por las cuatro italianas, vociferé:

—¡Te quiero, Compadrito!

Las chicas siguieron su camino riéndose de mí, y el Compadrito por fin se dignó a abrir la puerta.

No volví a fumar un cigarro en todo el viaje. Había quedado traumatizado con el episodio y con la vergüenza de gritar en el pasillo “Te quiero, Compadrito” a voz en cuello, frente a cuatro hermosas chicas que, seguramente, se llevaron una idea errónea sobre mis gustos. Eso sí, juré venganza. Solo tenía que esperar a que llegara el momento adecuado. La vida se encargaría, más temprano que tarde, de darme la revancha. Pero ese probablemente sea tema de otro relato.

Por la noche salimos a dar una vuelta por el Uqukus, el bar de moda en esa época, y me encontré con Claudine y sus amigas. Me vieron, me alzaron los brazos como pidiendo que les cuente, y comenzaron a reír. Me preguntaron, en su español masticado, si ya me había amistado con mi Compadrito. Eso me dio pie para contarles con detalle lo sucedido. Aunque mi honor ya había quedado por los suelos y mis miserias ya habían sido expuestas.

Casi treinta años después, recordando esta anécdota divertida, me doy con la sorpresa de que ya no me avergüenza decir: “Te quiero, Compadrito”. Son 45 años de amistad que nos llenaron de momentos de risas y de lágrimas, pero sobre todo de un cariño inmenso que nos permite jugarnos bromas pesadas y también ayudarnos incondicionalmente en el momento en que nos necesitemos.

Y tú, ¿te avergüenzas de decirle “te quiero” a la gente que realmente quieres?

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