Celebrábamos tus veintiocho años como más nos gustaba. Era una ocasión especial, tu edad pasaba a ser la misma que piezas había sobre el cuadrado escenario. Experto ajedrecista, tras cada apertura salvabas mis defensas y en un tris desmembrabas mi hueste. Adorábamos aquel frente a frente en marfil y negro. Generábamos un vals alineado en la sabia pradera equitativa cabalgando a lomos de vigorosos corceles intentando derribar suntuosos castillos. En tal sutil campo de batalla compartíamos silenciosas confidencias con el único lenguaje de los gestos y las miradas. En nuestros adentros meditábamos cómo aniquilarnos de modo inapelable, sin hacer prisioneros, amando el juego, amándonos perdidamente.
La noche se presentó oscura, de invierno, sin cielo. Por momentos apenas lograba ver tu rostro tras la cortina de humo de tu cigarrillo, una penumbra sólo salvada por la bombilla que pendía sobre nuestras cabezas. Movíamos con parsimonia, pocas veces acelerábamos el ritmo, algo no decidido por azar, sino por mera estrategia, danza que llevaba el rostro de quien dominaba al filo de la sonrisa, siendo la esperanza contendiente salir de tal sombra con una jugada maestra.
En nuestros encuentros enlazábamos juegos hasta el amanecer, frontera de luz que dictaba la victoria. Dejábamos inertes los ejércitos para seguirnos al codiciado paraíso, umbral tras el cual nos convertíamos en jugadores de lo sensual. Volábamos en mil fantasías enrocados en el blanco satén. Nuestra piel café completaba un escaque íntimo en el que dibujábamos poligonales cóncavas y convexas. Pieza a pieza, desatábamos cada pasión, sin lograr nunca acordar tablas, hasta acabar a solas reina y rey. Te cercaba entonces hasta quemarte entero en mi hoguera, dueña de un cuerpo que dominaba. Despertaba a mediodía triunfadora, gozosa de mi labrado jaque mate con dama.
Algo hizo diferente aquella contienda. No percibí nada distinto en ti, te mostraste tan vivaz y divertido como solías, por lo que me sorprendió verte levantar en apenas unos movimientos. Sin esperar a ver clarear, me miraste a los ojos y me besaste en los labios al punto de marchar. Lejanos llegaban los últimos sonidos festivos por la entrada en el nuevo año. Minutos después mi teléfono tembló sobre la mesa. Bastaron unas pocas palabras para sacarme de mi ensimismamiento. De mi interior surgió un grito de lamento que mi garganta ahogó. El impulso de impotencia casi me llevó a golpear el tablero. Me dejé caer en pedazos intentado asimilar la trágica sentencia.
Es nochevieja. Llevo tres años sin poder reemplazarte, mi vacío no deja acercar a otras almas. Siguen inmóviles las piezas, detenida la partida en una pausa infinita. No hay ataques ni enroques, sólo miradas heladas que, como la mía, hacen eterna la belleza de su mágica geometría.
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