Aunque el mundo es extenso, sus confines son cada vez menos distantes. La tecnología ha acercado islas y continentes, polos y mares. El universo, en cambio, continúa siendo una desmesurada dimensión. La experiencia de salir del planeta y contar las distancias en años luz es una aventura tan inimaginable como soñada. Viajar al espacio infinito es acceder a un entorno que cuenta con sus propias reglas. Poder llegar a acometerlo exige disponer de un espíritu del todo especial.
Cuando era pequeña mis padres discutían con frecuencia. Para huir del escenario me encerraba en el cuarto de baño e imaginaba que era astronauta y que la bañera era mi cohete. No salía hasta que habían cesado los gritos. Al dejar la casa volví a entrar en el baño y lloré, no en vano gran parte de mi infancia la había pasado allí. Mis padres ya no estaban y apenas tenía recuerdos suyos, razón del fondo de tristeza que albergaba en mi seno.
Pude perseguir mi sueño, no sin sacrificio. Supe siempre que para lograr alcanzar mi anhelo tenía que formarme y ser fuerte. Puse mis lanzas en ristre expandiendo mi tenacidad, audacia y persistencia, bríos que debían llevarme a volar sin alas. Cual guerrera, no me dejé subyugar por las distracciones y avancé en pos de mi ventura. Completé mis estudios universitarios en Física y, tras cursar el Máster en Física Cuántica, participé en el programa Artemis. Uno de los coordinadores, a su vez asesor de la Agencia Espacial Europea, me animó a dar el paso y presenté mi solicitud de acceso a la NASA. Para mi sorpresa, en menos de un mes recibí respuesta en la que me comunicaban mi admisión. En un tris, pasé a formar parte del más ambicioso programa espacial del mundo, convertida en aspirante a integrar alguna de las misiones programadas para el siguiente quinquenio.
Participamos en el proceso de selección más de doce mil personas. Tuve que superar diversos exámenes que versaban sobre mi especialidad, también diferentes test sobre liderazgo, comunicación y capacidad de trabajo en equipo que supusieron una gran primera criba. Llegarían luego las exigentes pruebas psicológicas y físicas. En definitiva, tras un largo y dificultoso camino únicamente quedamos diecinueve participantes supervivientes. Formaban el grupo definitivo diez mujeres y nueve hombres de distintas nacionalidades, con quienes me mantuve siempre amable y respetuosa, aunque premeditadamente distante para evitar confraternizar, tal fue la explícita recomendación inicial que recibí de mi mentor.
Salud impecable, perfecta forma física, reacción inmediata y estricto control nervioso fueron rasgos que me llevaron a cumplir los requisitos. Pude entonces girar en la centrifugadora, simulaciones que me llevaban a un espacio ilusorio, a experimentar aceleraciones que multiplicaban la gravedad, prácticas y recreaciones de vuelo, realidad en una cama basculante ligada boca abajo, puesta a prueba extrema de resistencia para órganos y mente ante posibles situaciones de presión, aislamiento y adversidades. Despegue y desconexión, repeticiones infinitas rodeada siempre de un aparatoso equipamiento. Me impresionó sobremanera el rigor y la meticulosidad en cada instancia, nada había dejado al azar.
Sumergida en el agua experimenté la ingravidez, me mantuve a flote en el agua el tiempo necesario hasta ser localizada por los equipos de búsqueda, trabajé sobre mis cuidados corporales y mi estado de ánimo. Puse a prueba mi talento para sostener la moral del equipo y potencié mis recursos en la prevención y solución de imprevistos. Viajar al espacio desafiaba las leyes de la física, por lo que tuve que seguir una específica formación teórica que me permitió ampliar mis conocimientos en los campos de la navegación, la medicina, la biología, la astronomía, la mecánica y, especialmente, de los circuitos, mi cometido último. Mi autoexigencia era máxima, sabía que sólo obteniendo una de las mejores calificaciones tendría opción de ser elegida. De noche sopesaba cada consecuencia. Ganaría cinco centímetros de estatura que, después, perdería gradualmente, mi rostro se hincharía distorsionando mi semblante, mis piernas perderían la mayor parte de su musculatura y mi riego sanguíneo disminuiría a niveles mínimos. La vida en aislamiento total alteraría mi comportamiento y personalidad, obligada, por otro lado, a una permanente conexión con el resto de la tripulación y a actuar sin disponer del control, delegado al personal de la base en la Tierra. No iba a ser un viaje más, navegar en el vacío suponía albergar en mí una escala desmesurada. Todo el andamiaje que rodeaba la misión me colocaba en un paréntesis, con mi cuerpo intervenido, completamente sobrepasada, al servicio de un proyecto como parte de un experimento científico global.
Accedimos por la rampa y cada miembro de la tripulación ocupó el lugar que le había sido designado. Se encendieron las luces en la pequeña cabina y se activaron los intercomunicadores. Tras la ventanilla, el negro manto se extendía sin fin, un inmenso horizonte desconocido que nos esperaba. Era plenamente consciente de que residía en él mucho más de lo que cualquier filosofía terrestre pueda hacer creer. Pensé brevemente en lo afortunada que era al representar a mi especie en una empresa tan mayúscula, sabedora de la desprotección y la precariedad con la que abordábamos tan grandioso destino, una antítesis incomprensiblemente enorme.
Con la cuenta atrás a cero, el explosivo y ensordecedor rugido de los propulsores fueron el preámbulo de la definitiva aceleración que rompió nuestro cordón con lo humano. La previsión era que las cinco personas a bordo pasaríamos algo más de cuatro meses allí arriba. Nos embargaba el unánime deseo de vivir aquella aventura extraordinaria, de sentir la emoción de observar la curvatura del planeta azul, pese a que el precio iba a ser caro. La apuesta estaba hecha, habíamos aceptado pagarlo.
Dentro del estrecho habitáculo todo se detuvo, el trémulo despegue lo llenó todo. Por unos minutos sólo existió el indómito ascenso. En breves ráfagas mi mente indagó en las lógicas del azar para calcular si volvería a reunirme con mis amistades, si sentiría de nuevo la gravedad del suelo o si notaría en mi piel la brisa húmeda del agua. Mientras me devaneaba en tales pensamientos, un minúsculo punto de espuma gravitaba en el universo, una estela nueva se dibujaba errante y leve en un lapso indecible que pronto desapareció para siempre.
De pie, en el exterior del puente, estrujo mi memoria bajo la pesada escafandra en busca de momentos que temo olvidar. A mi vista, el cielo oscuro y algunas tenues manchas blanquecinas esparcidas, quizás con millones de mundos en su interior. Siento absoluta mi insignificancia ante la gigantesca inmensidad. Abajo, veo donde vivo, en este tiempo daré la vuelta a la Tierra miles de veces. Desde tan lejos no aprecio a las personas, pasos y voces que en este preciso instante llenan existencias enteras. Añoro mi atmósfera, tul mágico de vida. Ocupar este balcón al universo no me hace sentir nada singular, incapaz de definir el desorden que me invade ni de afirmar siquiera que esté pensando. Percibo en mis auriculares unos leves sonidos electrónicos y las frías voces enlatadas que guían mis movimientos que, en seguida, hacen imperativa la orden del regreso al interior.
En la infinita oscuridad no hay calles, pero sí el silencio de una eterna nocturnidad. Tampoco hay frenesí ni polvo de estrellas, ni avisto las cunas de sus habitantes almas. Si levanto la mirada todo se pierde en la viuda mansedumbre coloreada de amarga negrura. Mis preguntas siguen encendidas, respirando agónicas en el pecho de las galaxias, probabilidades inmundas que seguirán esperando resultados angostos de lo que fuimos, de lo que somos.
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