El mundo onírico es tan entremetido como incomprensible. No alberga obligación alguna de hallar lógica en sus actos; sueñas y punto. Esto me aconteció a mí hace semanas ¿o fueron meses? ¿Años tal vez? A saber. El caso es que el puño de Morfeo me golpeó en la mandíbula con tal contundencia que aún en la actualidad me duele la cara entera. No sé en qué sitio estoy, ni cómo llamarlo; tampoco sé si sigo soñando o si por el contrario nunca llegué a cerrar los ojos…

 La pesadilla en cuestión arranca en un aula donde se impartía uno de esos estúpidos cursillos que alguien aún más estúpido tituló: “cómo encontrar trabajo a partir de los cincuenta”. Tengo lagunas y confusión sobre detalles concretos que poco o nada tienen que ver con la historia vivida por mí en primera persona. Sin embargo creo que de alguna forma han influido en el devenir de los acontecimientos. Compartía cubículo con personas anónimas que vestían, pensaban y postulaban de maneras diferentes.

 Evidentemente todos cincuentones desempleados con recorridos profesionales extensos que de poco o nada les valían. No sé los demás pero yo confiaba en volver a sentirme útil a la sociedad y de paso mejorar mi mermada autoestima.

 Charlaban animadamente haciendo tiempo mientras esperábamos por quién debía impartir el mini taller. No era mi caso porque yo estaba abstraído, ausente e intranquilo por la terrible sensación de que algo diabólico se nos venía encima. Probablemente sepan de qué estoy hablando ¿A quién no le ha pasado algo similar? Se percibe como punzadas en el alma que de repente estallan en forma de premonición.

 Recordar recuerdo pasajes cruciales pero también detalles menores como la tontería de pitarme los oídos tal cual fuesen dos platillos aporreados por una nariz prominente y alargada. Notaba mi piel resinosa y pegajosa, sudando tanto que cualquiera pensaría que acababa de llegar de una maratón, sin hacer alto en las duchas. No obstante lo peor, creerme amigos y amigas, no era eso sino el desasosiego que me embargaba, incapacitándome a la hora de interactuar con los presentes.

 De manera casi enfermiza claveteaba mis pupilas en la puerta como intentando descifrar cualquier misterio tipo Cuarto Milenio que pudiese haber al otro lado. La susodicha permanecía cerrada y yo sin saber el porqué, quizás exceso de imaginación, oteaba afuera mundos distópicos que nada tenían en común con el de adentro. Acudían a lo abisal de mi mente imágenes dantescas borroneadas sobre superficies de cuero ensangrentado entretanto otras exponían un gigantesco espacio atemporal dentro de un universo desprovisto de materia. Os digo en confianza que no sabría cual de ellos me causaba más desazón. Es tarea ardua vislumbrar lo incomprensible así como descifrar las señales de nuestra intuición y éstas en mi caso parecían gritarme: ¡Por ahí! ¡Por ahí! ¡Por ahí entrará la desgracia!…

 Doy por verídico este hecho o así necesito concebirlo. Debía yo encontrarme en pleno sueño; tan real, tan condenadamente sentido que de clavarme astillas bajo las uñas gritaría dolorosamente al despertar. Ciertamente nunca sabré qué pasó, si es que algo sucedió porque las cosas se vuelven confusas cuando se uno remueve las profundidades fangosas de la mente. El caso, el hecho y lo cierto fue que la puerta se abrió estrepitosamente. Digo abrir por decir algo porque objetivamente la echaron abajo. Y no creáis que entró el típico profesional despistado con su maletín negro, nudo de corbata mal hecho y canosos cabellos desaliñados. Que va, el mismísimo averno accedió al aula abruptamente, en forma de seres deformes de horrenda presencia y peores maneras. Zombis, espíritus malignos, invasores de otros mundos o cenobitas gozando del dolor propio y ajeno… realmente cómo llamarles apenas importaba. Quiénes quieran que fuesen empezaron a echarse sobre las personas con extrema violencia. Las mordieron, arañaron, rajaron, succionaron y destriparon; abriendo la caja de Pandora al ritmo de redoble de tambor. Al rato todo estaba cubierto de sangre y vísceras y sólo era el principio…

 Ante el ímpetu de huir por piernas unos atropellaban a otros, embotellándose y trastabillándose, creando un amasijo de cuerpos que cortaban cualquier vía de escape. Los de arriba eran devorados vivos por aquellas presencias mientras que los de abajo morían por aplastamiento o asfixia. Tanto se arremolinaban que tuve que retroceder hasta pegarme contra el cristal de uno de los ventanales. Mis compañeros parecían animales en estampida, dejando salir cada cual la bestia que llevaba dentro. Y ya que no podían salir por la puerta ni por ningún otro sitio concluyeron apretujándose contra mí.

 Si soy sincero al principio aquel improvisado muro de gente me protegió de ser alcanzado por zarpas y dientes de las hordas del averno. Pero la alegría en casa del pobre no dura demasiado y ante la presión de tanto cuerpo no tardé en escuchar crujir el cristal. Debió rajarse ampliamente porque algunos pedazos del mismo cayeron al suelo, embargándome una mala corazonada que pronto mudó en realidad dolorosa cuando salí disparado por la ventana.

 Mientras caía (más a lo piedra que a lo persona) escuchaba sin fin de gritos implorando auxilio; crujidos de huesos quebrados, piel arrancada a dentelladas, carne rajada a tiras y voluntades doblegadas a la fuerza. Ni el estómago más curtido podría soportar análogo terror. Horrible, y era cierto, aquellos alaridos agonizantes pudieron haber sido también los míos mas por el motivo que fuese la suerte pareció sonreírme a cambio de un costalazo.

 Arrebatos corrompidos clamaban clemencia. Piedad, amigos míos, palabra desconocida para nacidos del útero del infierno. Bocas entremezcladas escupían cuajos de sangre; lo contemplaba despavorido, aunque me cubriese los ojos. Lamentos afónicos, alientos últimos, latigazos hasta la médula y quejidos atragantados justo al punto de ser desollados.

 No podría precisar el tiempo transcurrido desde mi forzado salto al vacío hasta recuperar el sentido. Para cuando regresé en mí respiré hondo y ahí sentí cada hueso y cada músculo de mi cuerpo quejándose cuan goznes de portón viejo.

 Yacía tumbado boca arriba sobre una densa y espinosa zarzamora. Resoplé, eso igualmente lo recuerdo; resoplé y maldije, escupiendo hilos de sangre en cada ataque de tos que me sobrevino. No exagero cuando digo que me dolían hasta el paladar y la campanilla. Para redondear esta faena de desatinos me vi rodeado por innumerables morlacos. Sí, los mismos que imponen más respeto que el himno nacional y digo morlacos porque fue lo primero que me vino a la sesera empero ya sabéis a qué me refiero: los mandados de Satanás.

 Unos sin expresividad alguna y desvestidos dejando ver que ni eran hombres ni mujeres; otros pequeños y hinchados como si hubiesen permanecido cinco años en el fondo del mar. Y luego estaban los que, asomados a las ventanas, se tiraban desde ellas para llegar (por la vía rápida) al suelo.

 Me observaban impávidos, moviendo párpados y bocas en perfecta sincronización. Allá arriba un par de contrahechos cruzaron el aire para caer como piedras a mi vera, bastante más cerca que los anteriores. Se espachurraron al impactar contra el suelo, salpicándome asquerosidades nunca vistas que apresuradamente escupí. Yo proseguía oyendo gritos mientras me limpiaba la cara. Iban y venían según la dirección e intensidad del aire y sin ser testigo de primera mano lo supe. Si no el cien por cien muchos de mis compañeros habían muerto de formas inenarrables.

 Observaba en formación aquellas aberraciones rodeándome como jauría de perros salvajes. Daban verdadero asco al vislumbrarlos con pegotes de sangre recocida y restos orgánicos que no les pertenecían. Sentí necesidad de vomitar…

 Me incorporé como pude, levemente aturdido, dolorido y lleno de pinchos de la zarzamora. Para mi sorpresa pude caminar entre ellos sin que me pusiesen una garra o un diente encima. A mi paso se apartaban, berreando y bramando como bestias que eran. Tal vez estaban empachados de tanta carne sin embargo me daba en el alma que de un momento a otro se proyectarían sobre mí. Perecería sin pena ni gloria y el mundo no sabría que existí en algún momento del tiempo. Puede incluso que me robasen la vida de peor manera que a mis denostados camaradas.

 Fue cuando casualmente descubrí que podía volar. De saberlo habríame esforzado más para evitar el porrazo. Sin condiciones especialmente innatas para ello tan excepcional virtud vino así, inesperadamente. Desde luego no podría surcar los cielos con la gracia, salero y elegancia del águila calva mas ¿importaba? A fin de cuentas volar siempre es volar, sea a ras de suelo o remontando nubes.

 Me desplazaba por la comarca intentando comprender el cómo había llegado a tan insospechada situación. ¿Soñaba? Azúcar y sal para dulce y salado ¿No soñaba? Sal y azúcar para salado y dulce. Elevándome con torpeza alcanzaba a comprender la magnitud del holocausto desplegado sobre la zona infesta. Cadáveres mutilados levitaban a pocos palmos del suelo, descuartizados, a medio devorar. Me saludaban con sus brazos despellejados y ojos vidriosos. Las deformidades emergidas de la peor pesadilla deambulaban desnortadas al no encontrar más víctimas potenciales. Caminaban en círculos tropezando unos con otros y tras cada golpe tomaban otro rumbo. Al rato volvían a girar, volvían a chocarse y volvían a enfilar otra dirección…

 Necesitaba dar con una salida segura pero antes lo más urgente era perderme lejos de aquel infernal campo de muerte que abarcaba múltiples kilómetros a la redonda. Dicho y hecho, agitándome cuan gorrión torpe salí de allí de forma poco elegante, sin echar la vista atrás.

 Había llegado a un viejo granero rodeado por hectáreas de tierras de cultivo asoladas por langostas con patas de más de medio metro de largo, alas de helicóptero y pinzas gigantescas. Se las veía tan atareadas en lo suyo que no fijaron atención en mi persona.

 Algo me hizo detenerme en plena evasión. Oteé en derredor, sacando punta a mis ojos para no perder detalle. Sobre la cruz del tejado del siguiente granero un cuerpo estirado con el cuello partido y la lengua colgando. Alrededor de la fractura una soga apretada. El finado era idéntico a mí, exactamente igual. Hasta vestía mi misma ropa…

 A pesar de lo espantoso de la visión y del repentino dolor de cuello que me abordó una pregunta había anidado en mi cabeza, dando vueltas como el tambor de una lavadora: ¿Quién narices querría llevar el trabajo de subirlo hasta allá arriba para colgarlo?…

 —¡Llegó tu fin! ¡La mente absoluta te atrapará! —Vociferó el cadáver tras recolocarse el cuello—. Del susto primero y de la impresión después envejecí lo menos tres años. Convulsionó durante segundos antes de volver a morirse y volver a partírsele el cuello…

 El día se oscurecía por zonas. Decidí continuar sobrevolando, a baja altura, aquel paraje irreal y surrealista. Una jauría de lobos sarnosos y colmillos aserrados atacaban a un monumental jabalí de cabeza completamente descarnada. En unos parterres pegados a un muro de piedra artificial plantas carnívoras devoraban gatos. Cerca de unos viejos alcornoques decenas de palomas muertas yacían colocadas en círculos perfectos, anidados entre sí. Porfiaría con cualquiera a que se habían liquidado entre ellas a picotazos. ¡Qué escalofríos! Más tierras de cultivo al norte, éstas ardían descontroladamente, quemándose el maíz y los espantapájaros que como podían soplaban y soplaban ansiando apagar las llamas prendidas en sus humildes vestiduras.

 Un avión de pasajeros desposeído de fuselaje cruzó el cielo envuelto en llamas. Fue espantoso porque pude sentir en mi piel el calor desprendido por el metal incandescente. Pasó rápido pero no tanto como para no ver a los pasajeros quemándose vivos, inmovilizados por los cinturones de seguridad. El bosque del nordeste también sucumbía al fuego. En poco tiempo quedaría reducido a tizones de carbón. Un gigantesco muro de humo grisáceo cubría cientos de kilómetros a la redonda, compactándose lentamente hasta moldear la figura de una calavera humana impresa sobre las tres cuartas partes del cielo…

 Más acá un torrente de aguas cenagosas portaba corriente abajo peces de tamaño medio que engullían trozos de carne. No tardé en detectar de qué tipo de carne se trataba pues arrastradas por la misma corriente cabezas humanas cortadas bajaban el río. Así como se dejaban llevar por el arroyo, entre voltereta y voltereta, suplicaban por sus cuerpos extraviados al tiempo que los peces las devoraban con creciente apetito…

 ¿En qué clase de cruzada herética estaba metido? ¿Cómo salir de pie y silbando aunque fuese por la puerta trasera? ¡¡Despertándome!! ¡Claro! Alto, no tan aprisa porque este planteamiento podía tener punto débil ¿y si ya estaba despierto?…

 Alrededor las distancias comenzaron a achicarse sobre mí como coche dentro de la compactadora. Notaba mis átomos reduciéndose a la nada más insignificante. Cuanta cosa existía se contraía sin importar tamaño o física intrínseca. Fui arrastrado hacia él o él concluyó en mí. Fuera como fuese di por bueno finalizar mis días descompuesto en fotones de luz. Sería una manera de huir de allí tan buena como cualquier otra. Mas antes de acabar engullido por ese punto infinitamente diminuto mi cabeza estalló en mil pedazos. Tras ser remendada hábilmente por manos sombrías y gélidas regresé al principio: el aula para desempleados de larga duración…

 Las mismas personas, el mismo ambiente y mi creciente pánico… La Santísima Trinidad. Sí amigos y amigas que me leéis; el mismo cursillo estúpido y las mismas pláticas animadas, despreocupadas e ignorantes. Pellizcarme, apalearme o exorcizarme para rubricar o descartar el hecho de estar volviéndome majareta.

 Me puse en pie y subí a la mesa para dirigirme a los presentes con voz firme e insegura a la par. Mis manos volvían a sudar como las de un fogonero tras diez horas alimentando la caldera; las piernas me temblaban como si fuesen muelles y mi piel parecía haberse momificado sobre la carne. Debía gruñir con más decisión, avisarles del peligro en ciernes no obstante ¿qué podría explicarles si yo mismo dudaba hasta de mi nombre?…

 Aún así no podía quedarme de brazos cruzados. Yo manejaba información privilegiada y su gravedad, ya fuese real o no, debía ser tomada en consideración. Pronto el horror cruzaría la puerta para cargar contra nosotros. Hordas horripilantes ávidas de violencia fanática crujirían huesos hasta convertirlos en ceniza, proyectarían venenos y toxinas paralizantes, succionarían sangre hasta reventar, aplastarían costillas y cráneos y como colofón a la consternación más bizarra dispensarían el santo sacramento de la muerte.

 Tragué saliva, torneé mis cuerdas vocales y parpadeé cuantiosas veces, más de las necesarias. Mientras que apretaba los puños una y otra vez comencé a vociferar mi esperpéntica visión a lo médium de chichinabo. Lo hice sin altos en el camino, ni siquiera para tomar aire. Se hizo un incómodo silencio, contaba con ello. Me miraban fijamente, estirando como un chicle el momento de mostrar alguna reacción, la que fuese. Y fue… risotadas mal disimuladas desde primera a última fila. También contaba con ello…

 Estaba tan asustado (y avergonzado) que ni siquiera me enfadé. No resulté creíble por la razón que fuese y por ende mi mensaje apocalíptico no calara entre los allí reunidos. Para su desgracia enseguida sabrían que yo ni estaba de atar ni padecía alucinaciones por haber consumido drogas. En definitiva sobrevinieron aires de premonición, vahos maléficos tirados por una pareja de bueyes tuertos y dos funestos tañidos de campanas sin badajo. Sin tiempo a digerir lo oído los repugnantes endemoniados entraron en liza, siendo más grandes y grotescos. Otorgaron veracidad a mi asombrosa pero poco efectiva exposición de los hechos. Ojala hubiese estado desacertado pero no; tarde para cualquier cita que no fuese con la huesuda de la guadaña.

 Vuelta a los empujones sin cuartel y al miedo a perderlo todo. Órbitas oculares desencajadas, griterío dantesco, ropas rasgadas empapadas de sangre, vísceras pegadas a las paredes, brazos y piernas rectando por el suelo y yo… ¡yo apretujado contra el cristal! No tardé en dar con mis huesos en la zarzamora.

 Cuando recobré el conocimiento las cosas habían cambiado drásticamente. Levitaba en un espacio perpetuo carente de gravedad, tiempo y espacio. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado a ese rincón? Aterrado grité a pulmón abierto, balbuceando como un bebé. Sin embargo no había aire para expandir el sonido. Acá, lejos muy lejos de cualquier entendimiento imperaba una oscuridad eterna sobre un vacío infinito.

 Amigos y amigas, no sé dónde estoy ni el porqué terminé aquí. Si alguno de vosotros puede ayudarme que levante la mano. ¿Me habré quedado encerrado dentro de mi propia pesadilla? ¿Son realmente los sueños un estado de confusión transitorio?

 Me agito por este neo mundo sin perder en el proceso demasiado de lo que fui. Compuesto y fraccionado en unidades subatómicas lucho por sobrevivir a esta sinrazón; a lo que pueda devenir el futuro o a la esperanza de mi expedito despertar ¿o no estoy adormilado?…

 —¡Despiértese! —Ipso facto, por descontado me tocó soportar las miraditas de mis compañeros, aliñadas para más inri con aquellas dolorosas palabras del docente. Éste apretaba en la mano un rotulador como si estuviese apretando mis gónadas—. Si tan aburrido está ¿por qué no se va a su casa?—. Las risitas aumentaron…

 —Lo siento, he tenido mala noche —dije por decir, quedando todavía más por alelado. Mi mente buscaba interpretar este nuevo giro de la situación. Dando vueltas a mi coco sentí como si todo mi ser saliese de un estado de hibernación inducido. Ante la sorpresa y estupor general salté como si mis pies fuesen dos resortes…

 —¡¡Maldita sea mi calavera!! ¡Salid de aquí, rápido!

 Ni rápido ni lento ni lo que pueda ir en medio. La puerta combó hacia dentro antes de venirse abajo, dando barra libre a criaturas horripilantes, desfiguradas y sedientas de sangre. Aún más grandes y grotescas que anteriormente. Sin mediar palabra comenzaron a abalanzarse sobre los presentes con inusitado fanatismo. El primero en caer fue el docente del rotulador, partido por la mitad de tal forma que medio cuerpo estaba siendo devorado por unos y el otro medio por otros. En derredor la sangre corría a riachuelos. Más pronto que tarde terminé con mi culo pegado al ventanal…

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