La belleza del placer de la renuncia

La belleza del placer de la renuncia

Andrés Torres M

16/06/2023

A los trece años, comencé a escribir un diario de vida. Cada noche, intentaba definir mis pensamientos en sus páginas. Cuando terminaba de escribir, lo escondía bajo mi almohada. En la primera hoja pegué una foto de Rimbaud y un mapa que dibujé con su recorrido por el mar Rojo, Adén y Harar. Debajo de todo, copié un extracto de su biografía de Wikipedia:

«(Charleville, Francia, 1854-Marsella, id., 1891) Poeta francés. Sus padres se separaron en 1860, y fue educado por su madre, una mujer autoritaria. Destacó pronto en el colegio de Charleville por su precocidad. En septiembre de 1870 se fugó de casa por vez primera y fue detenido por los soldados prusianos en una estación de París».

El diario estuvo unos meses conmigo, hasta que una mañana desperté gritando. Había tenido una pesadilla, donde veía que un enorme perro negro devoraba una de mis piernas. Mi madre, que en esos momentos barría mi pieza, me preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Tuve una pesadilla.

—Levántate será mejor o vas a llegar tarde al colegio —me dijo furiosa.

Me fui cojeando al baño, como si el perro aún mordiera mi pierna. En mi apuro por obedecer, olvidé mi diario bajo la almohada. Cuando volví, me preguntó enajenada:

—¿Por qué escribiste esto? —y tiró de mi oreja, hasta que un chorro de sangre salió de ella.

«No hablaré, nada pensaré:

mas, el amor infinito me subirá hasta el alma,

y me iré lejos, muy lejos, cual bohemio,

por la naturaleza, –feliz como una mujer».

Durante semanas retuvo mi diario. A veces lo leía a sus amantes, los que reían de mí. Una tarde, en que había caído borracha al suelo, aproveché para recuperar mi diario prisionero en el cajón de su velador. Me fui a encerrar al baño y rasgué la hoja donde había pegado la foto de Rimbaud. Lamí la hoja y la pegué a los azulejos, luego me masturbé. El resto del diario lo quemé a escondidas en el patio trasero de la casa, avergonzado de que alguien más leyera mis historias donde me preguntaba qué cosa era yo:

¿Niño o niña?

¿Niño o niño-pez?

Nunca más volví a escribir, aunque a veces lo intento. Pero, por más esfuerzo que ponga, ninguna palabra que nazca de mí puede superar la belleza del placer de la renuncia.

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