Siguiendo los pasos de su juventud, que tanta añoranza le trae al visitar el pueblo, emprendió una larga caminata a través del laberinto de calles el anciano de sombrero negro. Que con un bastón sostenía sus viejas y arrugadas carnes a mantenerse en pie y caminar a paso raso sin ningún tipo de apuro por llegar a su destino. Merodeando por la ciudad, llegó a la pequeña plaza ubicada en el centro de su antiguo vecindario. Que cuando eran chicos, por ciertas fechas, se convertía en el punto de reunión del jolgorio más grande que podía organizarse.

Sentándose en una banca, observaba la fuente a la que tantos deseos le había pedido y, a su alrededor, encontraba el vestigio de jóvenes bailando, alegres, resguardados por la frondosidad de los árboles cuya ausencia deja un tono árido y muerto al lugar. Cuya edad y descuido da un aire de abandono y soledad. Habitando ahora solo unas cuantas almas, posiblemente, queriendo recordar una de las tantas historias que se escribieron aquí.

Recostando su delicada espalda, que por el mínimo descuido se deshacía como galleta. Empezaba a proyectar, desde lo más profundo de su memoria, a un joven con un alma limpia y blanca. Representando la pureza con la que llega uno a este mundo. Bien peinado, gallardo, cuya mirada emana seguridad y una sonrisa dulce como una manzana acaramelada. Se reunía con su grupo de amigos en uno de esos días donde la plaza albergaba el jolgorio anual. Donde todo mundo era jovial y la algarabía no paraba de brotar de las luces que adornaban el local o la música que no dejaba de sonar y hacía bailar hasta el más tronco del lugar.

La gran mesa se llenó de bocaditos y vino del viñedo de un vecino. Entre tragos y baile fue avanzando la noche. El joven, alegre, se paseó por cada rincón de la plaza, guiado por la luna y de sus deslumbrantes pasos terminó perdiéndose entre el gentío hasta solo conocer la gran fuente del centro.

De pronto, todos los colores del festival se concentraron en una figura. La silueta de una chica que se asomaba a través de la multitud. Acercándose el joven, preso de su curiosidad, haciéndose camino entre los cuerpos grises que se interponían. La vio, para él ya no existía nadie más. La vio en el medio de la plaza con un vestido blanco y sus pies descalzos que se movían al ritmo de la melodía. Bailaba con una elegancia digna de un cisne, con unos movimientos tan delicados que no serían capaces de romper el aire o interferir en el sonido. Con la finura de sus manos dibujaba con estelas su recorrido. Semblante incorregible, cascadas de cabello cuyo color caramelo imitaba el dulce de su sonrisa pícara y un cuerpo gayola de las miradas que se atrevían a deslizar por sus pronunciadas curvas.

Ahora encontrándose recluso el joven con la boca abierta, solo pensando en el plugo de poder hablar con ella. Rápidamente corriendo a la fuente de los deseos, lanzando una moneda y recitando con manos juntas el anhelo de la noche: Querer pronunciar su nombre.

Así que ahí lo ves, el joven deseoso camino a la chica cuyo movimiento de caderas se asemejaba al del vapor proveniente de una taza de agua caliente. El joven, aproximándose con las intenciones claras, se hace notar con la chica, el cruce de miradas fue tan coqueto, lleno de ansia, picardía y anhelo que pareciera mentira que fue tan efímero como la estrella fugaz que cursó el cielo de esa noche, en ese instante. Poco a poco, se fueron acercando, sin prisas, como la caminata del principio. Sin ningún camino hecho, tan solo dejándose llevar hasta que el destino decidiese por ellos cuándo sería el momento ideal para juntarse.

Bailaron con más personas, intercambiando parejas de a ratos para dar el uno con el otro. Hasta que, por fin, se encontraron. Él recibió su mano como si fuese de cristal, la besó y la miró. El sonrojo de sus cachetes y su sonrisa tímida lo dijo todo. Bailaron y ya no cambiaron más de pareja. Solo ellos dos. Se miraron, sonrieron y sin mediar palabra se gustaron.

Mientras pasó el tiempo, se acercó el primer intento, acercaron sus cabezas y el joven, lentamente y sin pensar, decide besarla. Solo encontró lo suave de su cachete y la chica, como si de un juego se tratase, se ríe triunfadora. Mirada pilla, se muerde el labio y sigue bailando. Se acercan de nuevo, la chica amaga el beso y luego pone el cachete. Se hace desear con una gracia traviesa y tentadora. El joven no se rinde, ni se rendirá, sigue bailando y el juego continúa.

Sus cuerpos no se separaron hasta el amanecer, moviéndose en un vaivén lento, sin notar que tan solo ellos quedaban en la plaza del pueblo. Se sentaron en el filo de la fuente, tomados de la mano conversando de la noche, de sus vidas, ninguno dijo alguna vez su nombre. El sol pronunciaba su llegada y cuando el chico estuvo a punto de revelar y presentarse como alguien más que un chico, la joven le besó con una pasión digna de aquellos amores de años, que parecían haber transcurrido en un amanecer.

Nunca más se vieron, aquella despedida de un “Hasta pronto” se convirtió, aparentemente, en un verdadero “Adiós”.

Ahora encuentras al viejo sentado en la banca, contemplando el lugar donde la vio por primera y última vez a aquella dama sin nombre más que “La Chica”. Acudía ahí cada año, el día del Jolgorio con la esperanza de encontrarla, sin saber, que ella hacía varios años no habitaba ese pueblucho, ni ningún otro.

Y yo lo veía, cada año, estaba a su espera desde la ventana de mi casa, saboreando su tristeza de no encontrarme, a sabiendas de su larga fidelidad, le daría una recompensa.

Cuando en esa banca su tierna alma fue liberada por el último suspiro, se encontraba ahora en el apogeo de su juventud.

Sonriente, salí de mi casa con el mismo ritmo del día en que lo conocí. Al verme corrió hacia mí, me abrazó, lloró y sonrió con toda la alegría que traía esta festividad al pueblo. Y así fue, como nuestras almas quedaron encerradas en ese día, una y otra vez, por la eternidad en la que perdura un bucle, del que ninguno quería escapar.

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