Sabía que sería difícil, pero no esperaba algo como esto. Al salir del aeropuerto esperaba encontrarme con una ciudad desierta, después de todo, según las estimaciones globales, las personas empezaron a ingerir la píldora violeta en cantidades asombrosas, luego de la desaparición de Argentina. Al parecer ese fue el detonante. Muchos se negaron a escuchar las noticias iniciales. Muchos, como yo, optamos por refugiarnos en el trabajo, esperando y deseando que la noticia fuera falsa. Estamos en la era de las redes digitales, no es la primera vez que se filtra alguna información sobre el apocalipsis. Era normal pensar que se trataba de una información errada o de algo sacado de contexto. Creo que las primeras imágenes de Sagitta, se encargaron de confirmar la cruda realidad. Un asesino celestial, gemelo del mismo asteroide que acabó con la existencia de los dinosaurios. Según los expertos, su impacto se calcula para dentro de dos años, pero aun ahora, en lo alto del cielo, entre las nubes nocturnas, se puede apreciar el brillo tenebroso de aquel asesino celestial. Se dice que viene avanzando a unos 65 mil kilómetros por hora, aproximadamente.

Creo que soy uno de los pocos afortunados. Nadie debería sentirse afortunado de ser un huérfano, pero tengo que admitir que me siento afortunado de no tener a nadie. Tengo a Luisa, y a nadie más. Considero buenos amigos a muchos de los que trabajan conmigo, pero es un alivio no tener que pasar por la misma situación que ellos. No tengo que preocuparme por los padres que nunca conocí, ni por los hermanos que nunca tuve, ni por los sobrinos que jamás tendré. Ni siquiera por mis hijos.

—Nunca seré padre. —La mujer que viene apretujada a mi lado me mira un tanto desconcertada. Me sumergí tanto en mis pensamientos que no me percaté de que me encontraba hablando en voz alta—. Disculpe, en ocasiones pienso en voz alta.

La mujer apretó una de sus maletas contra su pecho. «¿Por qué querría robarte algo? Todos estamos en el mismo camino hacia la muerte», pienso, mientras desvío mis ojos en otra dirección para no incomodarla aún más. Ella hace un esfuerzo por alejarse de mí, pero no sirve de nada. Las escaleras mecánicas se hallan abarrotadas y a su máxima capacidad. Sería una tragedia si ocurriera un accidente, aunque no habría periodistas ni noticieros dispuestos a cubrir la noticia. Ella aprieta los labios y arquea sus descuidadas y pobladas cejas. Ha notado lo mismo que yo. Hay demasiadas personas sobre las chirriantes escaleras mecánicas. Si la banda cede, todos nos precipitaremos hacia una muerte segura. Coloco todo mi peso sobre los dedos de mis adoloridos pies, en un intento por ganar unos pocos centímetros de altura, lo cual no es necesario, porque puedo ver perfectamente la planta baja llena hasta el colapso de cientos de pasajeros desesperados por abandonar el aeropuerto. He visto demasiadas películas de terror, no necesito que alguien me diga que esto acabará muy mal.

—¿Dónde están los oficiales de seguridad? —preguntó la mujer a mi lado, la misma que seguía apretando con fuerza su maleta.

—Supongo que, en sus hogares, a lado de sus familias.

«Vieja estúpida. Un asteroide de más de 10 kilómetros de largo nos golpeará en dos años, y antes de eso, seremos golpeados por fragmentos más pequeños, pero también peligrosos. ¡¿Qué demonios esperabas?! Todos tienen familia, nadie pasará sus últimos dos años de vida trabajando para otros». Mi breve reflexión se queda en lo profundo de mis pensamientos, pero por la cara ofendida que pone la mujer, casi pareciera que hubiera leído mi mente.

—Todos tenemos obligaciones —replicó, dedicándome un gesto de desprecio.

—Estoy seguro de que usted replicó esa misma forma de pensar en su último empleo.

—Soy ama de casa.

«Por supuesto que lo eres». Ella parece notar mi mirada irónica.

—El mundo se ha vuelto un caos porque muchos han olvidado la importancia de sus obligaciones —insistió—, los males del mundo no desaparecerán por culpa de una maldita roca espacial.

—En dos años ya no habrá ningún mal del cual preocuparse.

—Mis hijos trabajan en la estación espacial. —«Esta maldita vieja simplemente no puede cerrar la boca»—. Me explicaron que todo esto se pudo prevenir. Me aseguraron que todo esto está sucediendo porque alguien no hizo su trabajo. Alguien no cumplió con sus obligaciones, y ahora todos pagaremos las consecuencias —detalló la maldita vieja, subiendo la voz para que otros notaran su patética existencia—. La gente se acostumbró a rehuir sus obligaciones, pero eso siempre trae consecuencias.

—Es una maldita roca de trece kilómetros de largo, viajando a una velocidad inimaginable, ¿cómo coño alguien podría anticiparse a eso? —Un hombre calvo y barrigón, ubicado justo frente a ella, se atrevió a decirle lo que todos pensábamos. Bueno… no todo. Yo le habría dicho un montón de cosas más—. Esto no es culpa de nadie, señora. Solo sucedió y no estábamos preparados, eso es todo.

—Mis hijos dicen que si se pudo evitar.

«¿Cómo? ¿Moviendo todo el planeta unos metros hacia la izquierda? ¡Maldita vieja idiota!».

—Sí señora. Lo que usted diga —contesté, y ella estuvo a punto de replicar, pero el final de la escalera ya estaba demasiado cerca.

No ocurrió ningún accidente. Las escaleras chirriaron un poco más, pero todos llegamos a salvo a la planta baja. Parece que alguien sí estaba cumpliendo con sus obligaciones en aquel aeropuerto. A pesar de eso, no fue posible continuar el avance. Nos quedamos unas dos horas más en la planta baja. La imposibilidad de movernos libremente a causa de la aglomeración de pasajeros me forzó a mantenerme a un lado de la vieja quejumbrosa. Cuando se iban a cumplir las tres horas, alguien utilizó el sistema de sonido del aeropuerto, para informar que un autobús lleno de pasajeros se estrelló en la entrada principal de las instalaciones. No hay bomberos para apagar el incendio, así que los últimos empleados del edificio optaron por cerrar la entrada principal para impedir el acceso del humo. Alguien entre la multitud aseguró que debía tratarse de un «rezagado». Ya nos habían advertido sobre ellos. Eran meteoritos con el suficiente tamaño para atravesar la atmósfera sin desintegrarse y alcanzar la superficie. Pero yo estaba seguro de que no podía ser eso. Los rezagados nunca vienen solos.

—Es justo lo que esperaba —siseó la maldita vieja— los bomberos no están en sus puestos de trabajo. Un montón de irresponsables que han dejado sus obligaciones de lado.

El viejo calvo estuvo a punto de contestarle, pero comprendió que no serviría de nada. Todos prefirieron ignorarla, y esto de alguna forma la llevó a molestarse aún más. Algún empleado, probablemente con buenas intenciones, decidió encender los grandes televisores repartidos a lo largo del amplio salón de espera. Lo normal era ver los próximos vuelos reflejados en aquellas brillantes pantallas, pero ninguna aerolínea se hallaba laborando. Para tomar mi vuelo, tuve que pedir un montón de favores, y estoy seguro de que todos a mi alrededor pasaron por algo parecido. Las pantallas ahora transmitían las últimas noticias, grabaciones de eventos que sucedieron hace tres años o más. La retransmisión de un concurso de gatitos enojados se vio interrumpida por una grabación reciente: el desastre de Argentina.

—Justo lo que necesitaba ver para levantarme el ánimo —ironizó el viejo calvo.

La grabación era del impacto de Castor & Pólux, el gigantesco asteroide que borró del mapa a toda Argentina. No mostraba exactamente el momento del impacto, pero si dejaba ver la inmensa nube de polvo rojizo que se extendía por el espacio aéreo del desaparecido país. Según las estimaciones, el número de heridos era incalculable, mientras que el número de muertos superaba a los 20 millones. Eso sucedió hace varios meses. La información que llegó después era imposible de corroborar. Algunos aseguraron que el asteroide desintegró a más de 40 millones de personas, otros relataban que la nube de polvo elevada por el impacto sumergió a los países limítrofes de Argentina en una noche eterna. Otros chismes alertaron sobre una ceniza nociva en el ambiente que dejaba daños permanentes en los pulmones, y los rumores más exagerados detallaban que la radiación térmica liberada por la roca espacial durante el impacto quemaría a los rescatistas que se acercaran al lugar, por lo que los heridos estarían condenados a morir en la zona sin la posibilidad de ninguna ayuda.

—¿Por qué tardan tanto? ¡Es solo un incendio! —Volvió a quejarse, y sentí una infinita lástima por los hijos de aquella mujer.

—Señora, ¿acaso no escuchó? —replicó el hombre calvo—. ¡No hay bomberos! Nadie apagará ese incendio.

—Tengo mucha prisa.

—Todos tenemos prisa —contesté, sin lograr disimular mi molestia.

—¡Mis hijos…!

—Sí señora, ya sabemos que sus hijos habrían podido evitar todo esto —le recordó el hombre calvo, que empezaba a caerme mejor a cada momento.

—Saben qué, en cierta forma entiendo lo frustrados que se sienten. —«Aquí vamos de nuevo»—. Qué se puede esperar de un montón de desahuciados como ustedes. —Puso tanto énfasis en la palabra «desahuciados», que su sonrisa casi pareció congelarse, denotando aún más sus cejas gruesas y vulgares, junto con sus manos porcinas repletas de anillos dorados, todavía firmemente adheridas a la maleta—. No necesito recordarles que mis hijos trabajan en la estación espacial —detalló, una vez más— yo no tendré el mismo destino que ustedes, porque soy especial.

«Mentirosa. Nadie puede escapar a esto», reflexioné y no pude evitar sonreír. Ella se molestó aún más.

—¿No me creen? —Nos hablaba al hombre calvo y a mí, pero muchos más en la multitud la estaban escuchando—. Mis hijos son especiales —recalcó, sin dejar de mirarme y adoptando un gesto burlón—. El próximo asteroide será Shiva. Dicen que cuando se estrelle contra la superficie, generará olas de más de diez metros de altura. Espero que disfruten estos últimos días formando estas filas interminables. —«¿Acaso se está burlando de mí?»—. Mis hijos se asegurarán de que viva por muchos años más.

—Nadie vivirá más de dos años, señora —le recordó el hombre calvo.

—Eso es lo que ustedes creen. —Volvió a mirarme y volvió a reírse. Y no pude soportarlo más. «Se burla de que nunca llegaré a ser padre. Se burla de mi esfuerzo y el esfuerzo de Luisa»—. Mis hijos me salvarán…

—Sus hijos no son especiales, señora. Y usted tampoco lo es. —La interrumpí en medio de su ridículo discurso—. Sus hijos deben despreciarla tanto, pero tanto, que han decidido dejarla atrás. Inventaron una excusa ridícula para mandarla a esta ciudad. De seguro ellos están con sus familias, tranquilos y aliviados de no tener que ver su rostro porcino en estos últimos dos años que nos quedan.

—¡Cómo te atreves…!

—Usted no es nadie, y sus hijos tampoco lo son. No importa lo que lleve en esa maleta, no hay nada que pueda salvarla de esto. Usted correrá con la misma suerte que nosotros…

La cachetada me dejó una marca roja debajo del ojo izquierdo. La multitud guardó silencio al escuchar el eco producido por el golpe. En esa sala de espera debíamos ser unas siete mil u ocho mil personas, y los más cercanos nos miraron, mientras que, los que se hallaban más lejos, hacían un esfuerzo por ubicar la procedencia de aquel golpe. Me esforcé por recordar la sonrisa de Luisa. Un método que usaba con frecuencia para controlar mis arranques de ira. Durante años me funcionó a la perfección. Cuando era demasiado, rememoraba la primera vez que salimos a un restaurante, o el día que le pedí matrimonio. En una ocasión estaba tan molesto, que tuve que recordar aquella maravillosa ocasión, cuando hicimos el amor por primera vez. Nada de eso me funcionaba ahora. Levanté la mano sin dudarlo, y le regresé la bofetada con todas mis fuerzas. Ella cayó sobre su gordo culo con el labio roto y los ojos desorbitados. La gente a mí alrededor retrocedió horrorizada. Escuché una exclamación de asombro. —¡Muchacho! ¿Qué has hecho? Las cosas no se solucionan de esa forma, —aseguró el hombre calvo, quien enseguida se inclinó para levantar a la mujer del labio roto. «Se acabó, me largo de aquí. Luisa me está esperando». Me moví entre la multitud asombrada. Jamás esperé ver tantos rostros juzgándome al mismo tiempo. La maldita vieja gritó desaforada a mis espaldas.

—¡Deténgalo! Me agredió. Él es hombre, yo soy una dama —chilló, con el rostro colorado por el esfuerzo, y quizás también por la bofetada que acababa de recibir.

—Exacto. Alguien llame a la policía —ironicé, mientras me habría paso entre un grupo de jovencitos rubios. No me detuve, y continué avanzando hacia la salida.

—Le daré dos mil dólares al que le arranque los dientes a ese maldito. —Su sonrisa burlona denotaba su delirio de superioridad.

«Eso no. No vas a disponer de mis últimos años de vida. Lo que me queda de tiempo lo pasaré con Luisa».

—Ella lleva una tarjeta de acceso a un refugio secreto en esa maleta —mentí— sus hijos son hombres importantes. Consejeros en la Unión Europea. Tienen acceso a un refugio antibombas creado para soportar el impacto de un asteroide. —Seguí con la mentira, ella se apresuró a negarlo. La maleta entre sus manos porcinas atrajo la atención de los que se encontraban más cerca de ella—. Ella es una mujer muy especial. De seguro mandarán un helicóptero para sacarla de esta ciudad. Quizás tenga la posibilidad de llevar a alguien más.

Dicen que el caos es la naturaleza primaria de los seres humanos. Antes de darme la vuelta, pude escuchar sus gritos. Alguien en la multitud se abalanzó sobre ella para arrebatarle la maleta. «Ocho mil personas en un espacio tan pequeño, es un milagro que no sucediera una tragedia antes». Una mujer desesperada la sujetó por el pelo, otros empezaron a buscar en sus bolsillos, ansiosos por encontrar aquella tarjeta de acceso imaginaria. La escuché gritando que todo era mentira, incluso me pareció oírla asegurando que ni siquiera tenía hijos. La multitud se echó sobre ella. Me sentí mal por el hombre calvo a su lado, pero me tranquilicé al verlo emerger de la marea humana con unas cuantas magulladuras. Ella de seguro no tendrá la misma suerte.

Cuando llegué a la entrada, los últimos empleados del aeropuerto me preguntaron por el bullicio en el fondo. —Una mujer con el labio roto sacó un arma —mentí otra vez. Los empleados se alejaron de la entrada. Regresaron a la sala principal esperando contener la avalancha humana. Pasé por la puerta principal sin mayores problemas. El humo me molesto al principio, pero una vez en la avenida principal pude respirar mejor. El incendio se extendió hasta un edificio cercano, y un solo camión de bomberos luchaba contra las llamas. Solo pude ver a dos bomberos. Continué la marcha y volví a sumergirme en los recuerdos de mi esposa.

—Espérame, Luisa. Llegaré más pronto de lo que esperaba. 

Todos los Derechos Reservados, Andys J. Montenegro (c)

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