Capítulo I: El llamado

Si hay algo que me gusta es que me saquen de mi descanso por una estupidez, pensé mientras conducía con cierta molestia a la casa de mi padre. El aire se iba transformando en una masa densa y pesada a medida que transcurría el día, y la lluvia anunciada por el servicio meteorológico se hacía desear. Tanto al mirar hacia el lado contrario al río como al norte, no se divisaba ninguna nube. El cielo permanecía tan límpido como una pileta de natación acabada de llenar.

El tránsito de la tarde se había vuelto lento, desesperante, semejante a una fila de hormigas atascadas ante el cruce de un arroyo. El aire acondicionado del coche no funcionaba, sólo el ventilador, lo cual era insuficiente alivio dada la temperatura reinante. «Está pinchado el caño del gas, se escapó todo», me habían informado en uno de los talleres que se dedicaban a cargarlo. Me refrescaría con el aire del comedor en la casa de mis padres, aunque presentía que en realidad lo haría con el de mi hermana, instalado en el loft del amplio ático de la vivienda. Hacía poco se había mudado allí. Era una cosa temporal. Hacía unos meses se había divorciado e intentaba rehacer su vida. Sus dos hijos la acompañaban, y ocupaban dos cuartos separados ubicados en el primer piso.

La luz del semáforo cambió a verde, pero la fila no avanzaba. Los impacientes hacían sonar las bocinas —debo confesar que yo era uno de ellos— irritando más el de por si caldeado ambiente. En apariencia, un camión quedó varado interrumpiendo el paso, vaya uno a saber por qué causa. Maldije esta nueva demora, mientras detrás de mí los vehículos ponían reversa para tomar otro camino. Hice lo propio una vez que tuve libre la salida y me desvié en la siguiente intersección, rumbo a la casa.

Al llegar pude observar a uno de los vecinos de más edad de mi antiguo barrio en la puerta de su casa, sentado sobre el pequeño muro del frente, aprovechando la sombra que le proporcionaba el enorme y frondoso tilo de la vereda. Vestía una musculosa deshilachada, por debajo de la cual se asomaba una incipiente barriga; un short gris, desgastado; y sandalias con medias blancas, a pesar del calor.

—¡Me cag… en la elegancia! —exclamé mientras estacionaba, sintiendo que en comparación, después de todo, la manera en que me vestía no era tan desastrosa como pensaba.

Bajé del auto y saludé:

—Hola, Don José. ¿Qué hace con este calor en la vereda que no está refrescándose dentro?

—Se cortó la luz. Ya avisaron a la compañía de electricidad. Dijeron que están tratando de solucionarlo.

Genial, ya no me aliviaría bajo el fresco del aire acondicionado. Si una o más cosas pueden salir mal, saldrán todas mal y al mismo tiempo, enunciado fundamental de la Ley de Murphy.

—¿Dijeron cuánto iban a tardar? —quise saber.

Alzó sus canosas cejas y con cara de resignación dijo:

—Lo más rápido posible.

Claro, lo mas rápido posible, ¡cómo no!, cómo si no supiera lo que significaba esa frase; no tenían ni idea.

Distraído, divagué sobre asuntos pendientes en la semana y presioné el timbre, pero de inmediato volví al presente y corregí golpeando con fuerza la puerta. Después de unos instantes nadie salió. Lo que faltaba, estos sordos no escuchan nada, como siempre. Golpeé otra vez. Nada.

Una bocanada de viento norte se presentó y pasó sin pedir permiso golpeándome el rostro.

—¡Uf¡, ¿quién abrió el horno? —pregunté.

Decidido a no asarme, golpeé más fuerte; mismo resultado. Hice un último intento. Al rato salió mi madre.

—¡Eh!, pero qué exagerado, ¿querés tirar la puerta abajo? —preguntó.

No tenía ganas de discutir, además sabía que sería inútil, aunque le dijera que había golpeado cien veces, iba a decirme: «¡Qué raro, no escuchamos nada!». Ya había tenido esa conversación infinidad de veces sin importar como llamara a la puerta. Dado el calor imperante preferí ahorrarme saliva.

—¿Qué pasó?, no entendí bien lo que me dijeron por teléfono, excepto que vino la policía.

—Vení, vamos con Liliana así ella te cuenta mejor.

Pasé antes a saludar a mi padre quien leía el diario en el comedor.

—Hola, ¿tenés idea de lo que pasó?

—Son todas macanas —sentenció—, no creo una palabra —agregó con la seguridad y el hartazgo que le eran característicos.

Me preparé para escuchar una sarta de fantasías, tal cual había imaginado de lo poco que rescaté al recibir el llamado. Subimos las escaleras y golpeamos en la puerta de acceso de lo que mi hermana había hecho su hogar temporal.

—¿Quién es? —preguntó ella desde dentro.

—Yo —contestó mi madre—, estoy con Pablo.

—¡Ah!, esperá, ya voy.

Se oyeron ruidos de pasos continuados por el de una llave girando.

—Pasen —dijo una vez que abrió.

Así lo hicimos y nos sentamos en donde había armado la cocina-comedor. Debía reconocerle el buen trabajo que había realizado al ubicar el mobiliario de tal manera que aprovechaba al máximo el espacio disponible. Tal vez algún día se lo comente.

—¿Quieren tomar algo? —preguntó.

—¿Tenés agua fresca?, con este calor y sin los aires me siento más deshidratado que la leche en polvo —dije. ¡Mmmh! ¿Era una buena comparación o una muy estúpida?

—Tengo agua en la heladera, no sé que tan fresca estará después del corte.

Una más y van…

Abrió la heladera, sacó la jarra y me sirvió un vaso con agua. Bebí con ansiedad el mismo como si fuera la cerveza más exquisita que hubiese probado; temperatura justa, ¡por fin una buena!

—¿Los chicos bien? —pregunté por compromiso.

—Sí, a Aron hoy le tocó estar con el padre y Mariela está por ahí, en sus cosas.

—¿Y vos? —añadí para llevarla al tema por el que los visitaba.

—¿Yo?, bien, pero todavía asustada por lo que pasó ayer.

—Bueno, a ver, contame —dije y, suspirando a la espera de escuchar algún disparate de los que solía ocurrírsele, agregué—: ¿Qué fue lo que pasó?

—Me encontraba haciendo la cama y ordenando la ropa mientras Aron miraba televisión desde el sillón —dijo y señaló el que se encontraba detrás de mí contra una de las paredes.

—Y en eso oigo golpes en la ventana de la pieza. Mejor dicho, en las persianas que permanecían cerradas. No eran golpes violentos, no. Fueron tres pausados, y luego una pausa más larga que terminó con uno que era más fuerte, como si fuera un llamado, no sé.

—¿Llamado? —pronuncié incrédulo.

—Sí, como un espíritu llamando para advertirnos de algún peligro —dijo a la vez que abría con desmesura los ojos y se mordía el labio inferior al terminar de hablar.

¡Ah, sí! ¡Cómo no! ¡Por supuesto! ¡Ahí está! Seguramente era «el hado mágico de la felicidad». Mucho espiritismo en la casa. Mucho Simpson en mi cabeza. Puse la mejor cara de nada que pude para no discutir, tragué saliva y mirando hacia arriba en actitud pensativa me pregunté por qué había llegado tarde al reparto de familias. No obstante hice una de las sabias preguntas de rigor acostumbrada en tales ocasiones:

—¿Y qué hiciste?

—Primero me asusté por la sorpresa. Después traté de comprender que era, quizás algo se había soltado y pegaba en la persiana, pero no hay nada fuera para que suceda eso. Al tercer golpe me convencí que no era un objeto. Y ya con el cuarto reaccioné y corrí a la escalera mientras le gritaba a Aron que había alguien en la ventana queriendo entrar, y entonces bajamos los dos a las corridas. Llegamos a la cocina y le pedí a mamá, que preparaba la cena, que me diera el número para llamar a la policía. ¡Contale! —dijo dirigiéndose a ella, quien durante la charla había permanecido callada mirando en forma distraída el dibujo de las vetas de la madera de la mesa.

—Para mí era un ladrón —dijo sin alzar la vista.

—Pero no vimos a nadie cuando miramos desde el patio —expresó Liliana, como si ese fuera el argumento más convincente de la Tierra para descartar toda otra teoría.

En la parte trasera de la casa, en el primer piso, lo primero que se ve es una terraza bordeada por una pequeña y destartalada baranda de madera sobre la cual no es conveniente apoyarse a menos que uno quisiera mandarse un clavado en seco, con baranda y todo, en el pasto del jardín de la planta baja. Luego, en forma contigua y perpendicular a ella, está el dormitorio de mis padres. Para acceder a la terraza se lo puede hacer a través de los ventanales de ese dormitorio, compuesto por ventanas y persianas de tablillas de madera, o por los ventanales de las dos piezas que ocupan mis sobrinos, ubicados sobre la pared trasera, cuyas persianas, también de madera, desgastadas y ennegrecidas, suplican protección contra el sol y la lluvia, pidiendo a los gritos algo de mantenimiento. Hacia arriba la fachada es interrumpida antes de llegar al techo de la casa por las ventanas del ático, con igual castigo a las descritas. Y las que están hacia el extremo derecho, a la altura de la pieza de mis padres, son del lugar que hacía de dormitorio de Liliana, el que da al techo de tejas anaranjadas de la pieza mencionada. No era muy difícil sospechar que alguien podía haber subido por la casa contigua hacia ese pequeño techo inclinado, ya que el de la casa vecina coincidía en ese punto.

—¿Y cómo sabés que no se fueron por el techo del vecino? —le pregunté.

—¿Cómo se van a ir por ahí?, los vería el vecino —replicó con fastidio como si fuera lo más obvio del mundo.

Tonto de mí que no pensé que Víctor, de quien hablábamos, no hacia otra cosa en todo el día más que vigilar desde el jardín el techo de la casa, a la pesca de todo intruso que vagara por allí.

—Ella me pidió el número, pero llamé yo a la policía para que vinieran a ver —acotó mi madre.

—Sí, subieron, pero no vieron nada, dijeron que la persiana debió haber estado entreabierta y que el viento hizo el resto. Nada que ver —acotó en forma vehemente.

—Ajá, ¿y a mí para que me hicieron venir? —quise saber.

—¿No te podés fijar si vos ves algo, a ver si te das cuenta que pudo haber pasado? —suplicó mi mamá.

—Veo —dije resignado con tal de terminar de una vez con el asunto.

Fui hacia lo que era la habitación en el ático, abrí ventanas y persianas. En el horizonte comenzaban a aparecer nubes de lluvia, parecía que el servicio meteorológico después de todo tenía razón. ¡Justo hoy, justo ahora!

Salté hacia el primer techo y luego caminé por encima de la medianera, contigua al techo del vecino. Fui hasta el frente de la casa para subir al techo principal, el cual se inclinaba en sentido opuesto al primero. Apoyé un pie y subí con cuidado; mismas tejas que las otras, pero más deterioradas. Llegué hasta el tanque de agua que se alzaba cerca de la parte más alta. Miré los alrededores. No sé que esperaban que descubriera, más que techos amalgamados y jardines sedientos de las casas del barrio. Me quedé un rato a disfrutar la paz que reinaba allí. Me senté a la sombra del tanque. Cerré los ojos, cansado, y dejé que la brisa que se había levantado me refrescara un poco.

Repasé la conversación que había tenido instantes atrás y en lo inútil de hacerme venir para nada.

Ese era uno de esos momentos en que me sentía aliviado por mi estado civil y dejaba de reprocharme por estar soltero a los cuarenta años: ¡Ja!, ¿A quien quería engañar? Un exdirector del trabajo me expresó una vez, con tres simples palabras, mi principal carencia. Era el mejor ejemplo de síntesis que escuché: «No sabés relacionarte», había dicho, sólo faltaba el martillo del juez bajando para, con un golpe, marcar tan perfecta sentencia. ¡Uf!, si voy a meditar sobre mi vida, mejor que sea en la comodidad de mi cama disfrutando del split y no en estas tejas duras sometido a los caprichos del clima.

Me incorporé y al hacerlo noté una diminuta y pequeña laja plana que pretendía aplastar la tapa del tanque. Al levantarla descubrí que la tapa estaba agujereada. ¡Ah!, era un arreglo, el clásico «lo atamos con alambre».

Me fui moviendo por los bordes del techo y lo único destacable que vi fue el tanque del vecino, del lado contrario al de Víctor, en peor estado que el otro. La tapa había decidido emprender vuelo, de seguro con la ayuda de algún ventarrón, pero tuvo un aterrizaje forzoso y catastrófico a los pocos centímetros y yacía al lado partida en dos, lo que dejó el interior del depósito al descubierto. Allí en ese agua turbia a la intemperie, crecía a sus anchas una especie de alga de considerable tamaño sin que nadie la molestara, y un musgo verde decoraba las paredes interiores de su hogar. Me negué a creer que utilizaran ese agua para bañarse. La próxima traigo una caña, con suerte haya pique allí dentro.

Sin más que hacer comencé el descenso. La brisa se transformaba en viento y las nubes en el horizonte se movían con una inusitada rapidez. Reingresé a la casa, no hallé a Liliana y fui al encuentro de mamá, a quien ubique en el primer piso, y le dije:

—No vi nada raro, más que una inmensa medusa verde en el tanque de la casa de los hijos del contador, que me guiñó un ojo.

— ¿Qué? —dijo ella, a la vez que fruncía el ceño.

— Nada. Un chiste tonto —aclaré.

Bajé al comedor, antes de irme, a intercambiar unas palabras con mi papá, quien continuaba leyendo. De haber electricidad, y de ser posible, hubiese estado mirando algún documental de la segunda guerra, a los que era adicto. No era fan de la televisión, excepto por estos y aquellos episodios o programas de ciencia. Películas, sólo policiales; pero buenas, sin tiros, decía.

Departí con él sobre el episodio que había sucedido en el altillo y en un momento le comenté en tono de sorna:

—Liliana cree que pudo haber sido un espíritu.

—¡Ja!, ¿podés creer que le dijo esa misma tontería a los policías?

—¡Noooo!, ¿y que le contestaron?

—Se miraron entre ellos conteniendo la risa y uno dijo: «Entonces se equivocó, señora, en vez de la policía tendría que haber llamado a un exorcista».

—¡Ja, ja, ja!, no puedo creer que haya contestado eso, ¡ja, ja, ja! ¿Y Liliana?

—Se mordió el labio y sonrió aparentando seguirle la broma.

Hablamos un poco más y me despedí porque no quería que la lluvia me sorprendiera camino a casa, de lo contrario quizás me hubiese quedado a tomar unos mates y, quien sabe, con suerte capaz que hasta hubiese ligado unas facturas o bizcochitos de estos «miserables», ¡ja!.

Subí de nuevo al ático para ver si había regresado mi hermana y saludarla, pero allí sólo estaba Mariela, la hija adolescente de Liliana.

—¿Qué hacés sola acá, no tenés miedo de los golpes de las «almas en pena» en la ventana? —dije abriendo y moviendo los brazos y la cabeza en ligero temblor.

—¡Nooo!, sí era el gato, son unos miedosos.

— ¿El gato? —pregunté incrédulo.

— Si, el gato se pone a rasguñar la persiana cuando quiere entrar y a veces, al estar media abierta, la golpea al apoyarse ahí.

—¿Y golpea suave tres veces y después de una pausa otra vez por si no escucharon?

—¡Naaaa, esas son cosas de mamá, mirá que va a golpear así!

— ¡Bueh!, ¿y donde se metió la susodicha?

— ¡Ah!, me parece que está en el baño, creo. ¡Maaaa!

— ¿Qué? —se oyó desde el otro extremo de la habitación.

— Te busca el tío —respondió Mariela.

— Voy.

Al rato apareció. Le avisé que me iba y nos despedimos, pero no pude con mi genio y le di una recomendación:

—Cerrá bien las ventanas y por las dudas colgá un crucifijo —y añadí—. ¡Ah!, y también un poco de ajo.

—¡Mmmh! ¡Qué tarado! —dijo sonriendo mordazmente.

Bajé no sin antes darme vuelta y seguir con la broma.

—En la verdulería de la esquina lo venden barato, ¡ja,ja,ja!

—¡Como sabés!, ¡eh!, seguro que vaciaste todas las verdulerías comprando y en tu casa los colgás hasta de la ducha.

¡Ah!, ¡me atrapó!, esa estuvo buena. Caí en mi propia telaraña.

Bajé riéndome, imaginando una corona de ajos colgada de la ducha mientras me bañaba.

Busqué a mamá para que me abriera la puerta, sabiendo el ritual al que me iba a someter.

—Sí, vamos —dijo.

Y al llegar a la puerta.

—Pero si yo dejé las llaves acá. ¿Dónde están?, no puede ser. Pará, que me fijo si la tengo en la cartera que está en el comedor.

La acompañé a buscarla. Comenzó a revisar cada uno de los bolsillos de la cartera sacando (cual galera de mago): documentos, peine, tarjetas de crédito y débito, billetera, etc.

—No está. ¿Pero cómo puede ser que no esté acá, sino está allá? A ver en la campera, hoy salí con esta campera a hacer mandados —dijo tomando una que estaba colgada del respaldo de una silla.

Resignado, me apoyé sobre el marco de la puerta del comedor y desvié la mirada hacia un costado, y vi un portallaves ubicado en la división entre el comedor y la cocina, y…¡Oh! ¡Sorpresa!

—¿Y ese llavero colgado ahí? —le pregunté señalándolo.

—Ah, pero mirá vos donde está, ¡si no la pongo nunca ahí!

Claro, ¿cómo va a poner el llavero en un portallaves?, es como colocar una tenaza en la caja de herramientas. ¿A quién se le ocurre? ¡Qué ridiculez!

—¿Fuiste vos Alberto? —interrogó ella.

A lo que papá negó con la cabeza.

—Vamos —me dijo.

Y cuando por fin estaba por salir.

—¡Aghhh, Aaagh! —gritaron desde los pisos superiores.

—¿Qué son esos gritos? —preguntó mamá asustada llevándose la mano al pecho.

A continuación, se oyó una estampida de pasos de corceles que bajaba por la escalera en atropellada carrera. Aparecieron Liliana y Mariela agitadas y perturbadas.

—¡Otra vez!, ¡volvió!, pero ahora en el piso del trastero —gritó alterada Liliana.

Miré a Mariela.

—¿Cómo?, ¿no era el gato? —pregunté.

—Y…, no sé ahora —contestó con los ojos desorbitados, desviando la mirada y tratando de buscar una explicación que no podía darme.

— ¡Uy, Dios! Por qué no vas y te fijás vos —suplicó mamá.

¡Claro!, como si pudiera resolver todo, siempre lo mismo, cada vez que necesitaban algo «yo» debía hacerlo, pero cuando el que necesitaba un favor era «yo»….

—¡Uf!, voy —rezongué resignado porque creía que esta nueva demora haría imposible que el aguacero no me sorprendiera en el camino de vuelta a casa y, además, estaba seguro que el sonido no existía o era algo con una explicación lógica y muy distinto a lo que imaginaban.

El trastero, justo ahí, pensé mientras subía las escaleras.

Capítulo II: El otro lado

En la construcción de la casa, por negligencia de los constructores, el techo no quedó con el grado de inclinación que debía, sino con menos pendiente. De modo que el espacio por debajo resultó un híbrido entre un piso y un altillo. Y gracias a ese mal cálculo quedó suficiente lugar encima del «híbrido» para hacer un entretecho, al cual se ingresaba por una especie de escotilla plana oculta, la que era del mismo material que el cielorraso: machimbre. Y para disimularla aún más, no había ninguna escalera empotrada en la pared a la que daba. Para acceder se debía colocar una escalera portátil por debajo. Para evitar confusiones, y aunque todos fueran sinónimos, llamábamos ático o altillo a la sala del loft, y trastero, desván o entretecho al que estaba por encima.

De todos modos no me gustaba ese lugar. No siempre había sido así, ni tuvo el aspecto actual. En mis años de preadolescencia subía trepando como divertimento. Abría la ventana, que se encontraba más cercana por debajo de la trampa, y usaba la parte superior y el marco en la pared para escalar. En esa época la luminosidad era buena, ya sea al encender la lámpara del lugar o por la luz natural que impacta de lleno a la tarde sobre dos hileras de ladrillos transparentes de la fachada trasera. La luz solar penetra en la parte mas alejada de la entrada, a un hueco con caída profunda, cuyo piso inclinado forma el techo de machimbre sobre el tramo de la escalera que va desde el piso inferior hasta el descanso, antes que esta gire en ángulo recto para continuar hacia el ático.

En algún momento algo cambió volviéndose todo el sitio más oscuro, y siempre pensé que no era sólo por causa de los diversos objetos que se amontonaban abandonados y que hacían el lugar menos espacioso ocultando el pasaje de luz o estorbando el haz de la lámpara. Por un extraño presentimiento, que no podía explicar, pensaba que esa negrura encerraba algo más. No hubiese podido hacer en el ático un loft. Imaginaba que algo podía abrir la escotilla del entretecho, algo que me perturbaba. Me avergonzaba de tal pensamiento, pero todo medio de ingreso sin trabas o cerraduras al lugar en que estuviera durmiendo, no me daba la seguridad que necesitaba para dejarme tranquilo, por más que lo que penetrara necesitara primero agujerear el techo para acceder desde fuera.

—Bueno, vamos —me dije en voz alta en procura de darme ánimo y sacarme todas esas ideas absurdas de la cabeza.

No usaría la escalera portátil, de hacerlo hubiese tenido que cargar con ese peso dos pisos para llevarla hasta allí, y porque era más rápido ingresar al desván a la vieja usanza, pero sí llevé conmigo una linterna que encontré en la casa; de milagro las pilas estaban cargadas. Abrí la ventana para usar de apoyo y escalón. Una vez apoyado el pie izquierdo en el marco sobre la pared y sosteniéndome de la parte superior de la ventana con las manos, liberé una de ellas, empujé hacia arriba la puertecilla e intenté trabarla, pero no pude. Bárbaro, ¿cómo no se me ocurrió pensar que iba a estar rota la traba? ¿Habría algo que funcionara como era debido en la casa?. Apostaría a que si hubiese electricidad la lámpara del lugar no encendería. De cualquier forma, me las arreglé para ingresar. Puse la linterna como traba entre la escotilla y el piso del entretecho, de modo que se formara un espacio en el cual podía agarrarme. Puse el otro pie sobre la parte superior de la ventana, y con un impulso logré empujar la puertecilla hacia arriba con la nuca y la parte superior de la espalda, e ingresé por último el resto del cuerpo.

Ni bien realizaba la maniobra, las nubes cubrían por completo el cielo sobre la casa. Una oscuridad importante, de esas que hacen encenderse el alumbrado público a las cuatro de la tarde, había arribado. Tendría menos de la luz que ingresaba por los ladrillos transparentes.

Cerré la escotilla, tomé la linterna y la prendí. Por curiosidad enfoqué hacia el sitio donde se alojaba el foco interno: no había nada allí, solo el portalámpara vacío; ¡claro!, tenía que ser.

Enfoqué el haz de luz en dirección opuesta y lo moví hacia uno y otro lado, arriba y abajo para obtener una visión más completa de lo que me rodeaba. Hacía años que no subía. El olor a humedad impregnado en las cajas de cartón brotaba y enviciaba el aire. Aquello semejaba un nido apropiado para ratas. ¿Y si era algo así?, ¿si había ratas de tejado y estas golpeaban alguna madera suelta o lo que fuere?. Raro con gatos en la casa.

Comencé a gatear en esa altura diminuta para no golpear la cabeza contra el techo. A la vista aparecían trastos que, rara paradoja, también estorbaban en el trastero: bultos, un árbol de navidad acostado, cajas. Me escrutaban unos, me atisbaban otros desde cada lado del angosto pasillo que formaban, preguntándose si vendría a rescatarlos de su forzado exilio. No divisaba a causa del tumulto la sección donde la inclinación del techo cortaba al piso. Nada me indicaba ser la causa del ruido.

Llegué hasta el hueco. Nada extraño. Alumbré allí. Solo vacío y machimbre. Me encontraba por encima del descanso de la escalera y, si no me equivocaba, sobre mí, en el techo, se encontraba el tanque. Medité breves segundos si este podría ser la causa, pero…, algo…, algo me molestaba. Miré otra vez hacia el agujero, pero sin enfocar la luz de la linterna. En esa sección el piso, sobre el que me apoyaba, debería tener algo más de un metro desde la fachada trasera hasta el comienzo del agujero. La luz que ingresaba por las transparencias de la pared debía penetrar allí por más nublado que estuviese, algo de luminosidad se debería ver, pero no. Una sombra oscura devoraba la luz externa al ingresar. Esa oscuridad no encajaba. Quizás un objeto del otro lado le impedía el paso. Sí, eso debía ser. Una puerta para pintar apoyada contra la pared, alguna lona usada de reparo contra el sol, algo material que explicase el fenómeno. Eso era lo más probable. Quizás el haz de la linterna estorbaba y me impedía ver un atisbo de luz natural colándose, por lo que se me ocurrió apagarla para sumirme en la mayor oscuridad posible y poder detectar la que ingresaba desde fuera. Así lo hice y miré con atención por el hueco. Pero no, nada, sólo tinieblas, un oscuro vacío, y al intentar encender de nuevo la linterna esta falló. Quedé sumido, atrapado en la negrura total. Un mal presentimiento me embargó. Decidí regresar cuando sucedió.

Un golpe que se oía lejano, como olvidado por el tiempo, esperando ser escuchado, emergió desde el hueco: una pausa, otro golpe, otra pausa. ¿Qué…? No puede ser. Otro golpe. Me quedé absorto, sin moverme, me flamearon las mejillas con un terror naciente: no deseaba oír más, rogaba que no sucediera aquello que no quería escuchar. Y a través del silencio, viajando por el aire, llegó al final más audible que los otros, retumbando descarnadamente, el último y certero sonido. Aterrado ante lo incomprensible sólo pensé en huir. La primera reacción que tuve fue levantarme para dar la vuelta y salir a toda prisa, pero al intentarlo estuve a punto de romperme la cabeza con el techo. Caí de manera estrepitosa. Dolorido, me tomé con las manos la zona afectada, mientras la composición sonora arrancaba otra vez, ahora más cercana; uno, dos, tres, pausa y golpe final. Di marcha atrás, aún conmocionado, gateé perseguido por ese ruido que se repetía y aumentaba el volumen. Fuera de mí, atropellaba en atolondrada huida todo obstáculo del camino a la salida. Un pie se me trabó. Hice fuerza para destrabarlo. Algo crujió. Una caja me cayó encima. No disponía de tiempo para sentir dolor. El retumbar de los golpes me alcanzaban. En el frenesí de la persecución cerré los ojos. No quería mirar esa oscuridad absoluta. No había diferencia en hacerlo o no. Monótono, insensible, me acechaba en marcha implacable. Ya lo tenía encima en el angosto ambiente. Los obstáculos me frenaban. No podía detenerme a pensar. Debía eludirlo. No paraba. Hasta que en un avance final me atrapó. Me hizo vibrar con su irreverente sonido todos los huesos, traspasándome, estallando en mi cabeza para, en el siguiente instante, cesar su terrible estruendo.

Sentí al momento de suceder, y por sólo unas décimas de segundo, el vértigo de un vacío abismal que me envolvía. Me detuve en seco. Confundido, en un impulso retiré las manos del suelo y abrí los ojos sorprendido, e intenté ver lo que no podía entender, para luego volver a cerrarlos al no divisar tan siquiera una sombra. Más allá del sonido y su inexplicable procedencia, otros dos elementos se sumaban a mi desconcierto. Temblando, hurgaba una explicación que no hallaba. Apoyé las manos en el suelo: no era posible, no podía ser. No sabía si al momento de la fuga o cuando cesó el sonido, la superficie había trasmutado de la madera del piso del trastero a áspera roca sólida. Además, el entretecho medía a lo sumo unos ocho metros de longitud, y en la huida calculaba que había retrocedido el doble de esa distancia. Desencajado, negué todo; eso no podía estar sucediendo. Moví la cabeza hacia los lados repitiéndome: —¡No, no, nooo!—. Abrí y cerré una, dos, incontables veces los ojos a la espera que volviera la luz y la madera bajo los dedos, pero nada sucedió, y desesperado, hecho un ovillo, cruzé los brazos en el suelo, metí la cabeza entre ellos y me rendí a lo inevitable. Llegué, así, a la insólita conclusión que de alguna manera había sido trasladado a otro escenario, uno desconocido, bajo la penumbra de una oscuridad que lo envolvía todo.

El aire sofocante se enquistaba cual brasa en los pulmones, sin poder controlar los espasmos del cuerpo, y aún martillándome los latidos en la cabeza, tuve la idea de pedir ayuda. Abrí los labios, trémulos, y lo intenté, pero sólo logré agitarme. Probé otra vez; sólo obtuve un sonido seco y gutural. Una vez más, e idéntico resultado. Cada intento fallido me incrementaba el pulso. Probé juntar saliva y concentrarme en la respiración bajándole el ritmo, como me habían enseñado en alguna ocasión: no lo conseguía. Entonces pensando que aquello no era más que una alucinación, me focalizé en esa idea. Logré calmarme con el engaño lo suficiente mientras me lo repetía una y otra vez sin dejar que ningún otro pensamiento me sacara de él. Y entonces pude emitir un débil:

—¡…hola!

Otra vez:

—¡Holaaa!, —más audible y largo, pero no suficiente.

Tomé aire y al fin pude gritar:

—¡Mamaaá, Lilianaaa!

Y el resultado que obtuve me hizo sucumbir de nuevo. Un eco profundo, lejano, que se esparcía y rebotaba por el lugar, me devolvió el grito como un búmeran hiriéndome los oídos. El sitio era inmenso, incomprensible. No había lugar para engaños. Temí por mi suerte al imaginar los posibles terrores de ese paraje desconocido. Pero entendía que a pesar de la conmoción debía serenarme. Si había entrada, había salida, «es lo que dicen siempre».

La primero que se me ocurrió, fue retornar al punto de inicio. Así, recorrí el trayecto palpando con temor el suelo, rogaba no encontrarme con algo viscoso y vivo. Imposible asegurar si iba en la dirección correcta. Al no haber cambio, giré entonces en derredor, buscando el piso de madera del desván o el hueco. Nada encontraba. ¿Habría algo más?: los golpes. Imaginé que el sonido era la clave, que era el modo de abrir una puerta al otro lado y la secuencia e intensidad eran la llave. Repetí los sucesos originales al golpear el suelo al mismo ritmo y aumentar la intensidad, pero lejos estaban de sonar parecidos y nada logré. Después de varios intentos fallidos, sumido en emociones negativas, bajo una atmósfera que aplastaba y con el ánimo vapuleado, me rendí al cansancio, y mareado por el golpe, caí estresado, atrapado en sueños, en la incertidumbre del lugar.


Capitulo III: Atrapado en la oscuridad

“Me encuentro en una playa donde las olas rompen, una y otra vez, en suave murmullo en la orilla del mar. Es un día soleado, varias familias disfrutan del agua o descansan en la tibia arena. La bandera celeste, que refleja la tranquilidad del mar, ondea en lo alto del mástil. La posición del sol me indica que es la tarde y que aún falta para que anochezca. Un grupo de chicos corretea en charcos formados con la ida y vuelta de las olas. Alejados de ellos y del mar, un grupo de adolescentes juega al vóley, otros a la paleta; vitorean y ríen con alegría. Algunos adultos vigilan a sus hijos que se divierten en el agua, otros comparten bajo la sombrilla la merienda de la tarde. Todo se desarrolla en armonía. Una pelota inflable de unos niños se acerca rodando donde me encuentro, la tomo y se las arrojo con gentileza, en ese momento siento un golpe violento en la cabeza. Giro y veo una pelota de vóley. La devuelvo con una patada. Doy un vistazo, otra vez, a la bandera. El color ha trasmutado a rojo recortada sobre un fondo de negros nubarrones. El mar se agita embravecido, las olas golpean con furia al romper. Las familias se han ido, dejando tras de sí un tendal de pertenencias y desechos. Me quedé solo en la playa. Una oscura tormenta se cierne sobre el sitio.»

Desperté sobresaltado, un rugido feroz, infinito, proveniente de la garganta del abismo más oscuro, hizo explosión haciendo temblar la morada. Luces lejanas proyectadas desde el suelo a intervalos irregulares, en tonos grisáceos, se elevan y alumbran en ráfagas espectrales, mortecinamente, picos de alturas imposibles de alcanzar. Representados en diferentes tonos oscuros, se alzan en perfectos trazos; unos en forma aguda, otros en inverosímiles formas rectas, formando al entremezclarse, una cordillera. Por detrás y por encima, los reflejos son absorbidos por una inmensa cúpula que se irgue con desenfado, dominándolo todo desde su colosal altura.

Aturdido y shockeado intenté levantarme, pero al hacerlo sentí un vértigo repentino por lo que caí y, arrodillado, levanté con languidez la cabeza y observé el paraje. Estaba a la vera de una planicie que se extendía sumisa y en reverencia hacia aquella majestuosa cordillera. Al desviar la vista a la izquierda, divisé lo que parecía un sendero y confirmé, luego de varios flashes, que era un camino flanqueado por medianas e irregulares estructuras que se me antojaban piedras antiquísimas esculpidas a través del tiempo. A medida que avanzaba, discurría reptando en curvas irregulares, quizá se trataba del último vestigio del brazo de un río primigenio que pagó caro el atrevimiento de ingresar en los dominios de esa aridez.

Sin anuncio previo, la cúpula estalló en mil estridentes sinfonías monocordes y, a continuación, sus notas, en blanquecinas y duras figuras heladas, dejaron escuchar su sonido en repiqueteante granizo al golpear el llano y mi humanidad con un ritmo frenético y acompasado. Sin resguardo, no pude más que proteger la cabeza con brazos y manos dejando el resto a merced del castigo. Aquello duró poco, aunque me pareció una eternidad. Tuve suerte de no ser lapidado, gracias a que los trozos eran diminutos. Quise incorporarme, pero los golpes provocados me recorrían en secuencia punzante la espalda.

Dirigí la vista hacia el sitio por el cual pensaba había sido acarreado a la región, y el escaso alumbrado provisto por los fulgores, que ahora se habían transformado en constantes, me confirmaron mi apreciación anterior. A la altura de lo que debía ser el inicio de mi carrera, el nacimiento de los sonidos, anegado de oscuridad, justo ahí, a nivel del suelo, cual si fuera una trampa, se dejaba ver en círculo un negro hueco. De fortuna no había caído en sus fauces. Me dirigí temeroso hacia él. La posibilidad que fuera la madriguera de un peligro desconocido, de una hórrida criatura, amilanaba mi determinación. Pero convencido que era el pasadizo entre uno y otro mundo, tomé valor y llegué a su borde, y con desconfianza estiré el cuello para ver el interior; negrura absoluta, la misma que había visto en el hoyo del trastero. Me encontré atrapado mirándolo, con la convicción que era el pasaje buscado. Tanteé el interior: por completo liso. Imposible bajar. ¿Lo haría de ser posible? Saqué del bolsillo del pantalón algunas monedas y las arrojé dentro. Pasaron unos segundos y nada escuché, tan siquiera un rebote sobre el contorno.

Otra vez una serie de sucesos se precipitaron. Oí un sonido flameante. No se veía fuego; sin embargo, caí prisionero de un calor abrazador y asfixiante. Quise zafarme alejándome del lugar, pero el soplido arribaba desde todas partes. Creí que iba a desfallecer, mas cuando parecía inminente la aparición de alguna llama, una copiosa lluvia interrumpió el fenómeno. La frescura vertida por su tacto era un alivio entre tantos pesares. Con las manos en jarra, junté y sacié la sed, pero comenzaba a tener hambre. Debía encontrar la salida.

Repetí el procedimiento de percusión, ahora, sobre las paredes cilíndricas del hueco: nada sucedió. Y al tiempo que la lluvia cesó, pude entreoír una estampida que provenía de las montañas, invadiendo la planicie, acercándose a gran velocidad. Implacable, estruendoso, sobre el sendero, un gran torrente acuífero irrumpió con violencia en la escena, ladeado por la vigilia de las rocas. Miré algo extasiado las bravías olas que el torrente esculpía con cada golpe que daba sobre los impávidos bloques rocosos. Con cada acometida sobre las piedras, estallaban en mil gotas que se diluían y elevaban perezosas para caer sorprendidas en una grácil danza aérea. Y al llegar próximo donde me encontraba, en un sitio más erosionado que el resto, con una abertura en la parte superior, parte del agua rebalsaba y discurría, y finalizaba el trayecto cayendo en el hueco. Después de unos minutos, entre medio del fragor, creí escuchar proveniente del pozo el sonido de agua acumulada.

Una vez que la corriente se calmó y el fenómeno cesó, se me ocurrió volver a dejar caer algún objeto por la abertura para comprobar si esta vez podía oír algo y calcular la profundidad. Sólo me quedaba por arrojar un llavero ancla con las llaves, así lo hice. Percibí el sonido al golpear el líquido, tras lo cual un rugido emergió al tiempo que un haz de luz blanca se proyectó desde el fondo. Un temblor subterráneo sacudió cada rincón en las cercanías. La luz se hacía más intensa y devoraba la oscuridad. El cataclismo provenía del corazón del pozo y me paralicé al darme cuenta que se hundía. Las proximidades comenzaron a inclinarse derrotadas hacia aquella claridad, y la configuración que tomaba el terreno me empujaba en esa dirección. No existía cerca ningún punto de sostén. Caía hacia un mar de luz. Y ya en el borde, con el último resquicio de recuerdo, terminé en su interior, para mutar al sopor y luego a la pérdida total del sentido.

Capítulo IV: De regreso

Desperté en una cama que no era la mía. La textura y color de las sábanas me daban a entender que me encontraba en un hospital.

—¡Despertaste! ¿Cómo estás? Te diste un buen golpe nos dijo el médico, salvo por el traumatismo de cráneo, solo contusiones en la espalda y algunos moretones. Nada quebrado —dijo una voz. Era mi madre.

—¿Que sucedió? —atiné a decir, mientras parpadeaba y alzaba la mano con pesadez para tocarme la cabeza.

—Cuidado con el vendaje, te dieron algunos puntos de sutura. Te golpeaste contra una viga de madera —agregó.

—Excepto eso y la caída no sabemos. ¿No te acordás que pasó en el desván? —era mi padre esta vez, al lado de ella, quien hablaba.

Tenía un torbellino de recuerdos, imágenes, sueños. No distinguía uno de otro. Cerré los ojos para tratar de ordenarlos.

—Escuché un ruido, me levanté para dar la vuelta y me golpeé la cabeza, caí al piso y luego…

—¿Luego qué? —preguntó Liliana, haciéndome notar su presencia.

—No recuerdo —mentí, mientras trataba de acostumbrar los ojos a la luz.

—Unos instantes después que subiste, fuimos hasta el primer piso para saber como te iba —agregó Liliana—, esperábamos ahí cuando comenzó a caer la lluvia, que enseguida se hizo tormenta. Cada tanto nos asomábamos por el descanso de la escalera para ver si bajabas. Subimos un poco más para preguntarte si necesitabas o habías visto algo, pero no contestabas. Dudábamos si era por el ruido de la lluvia u otra razón. Gritamos desde abajo de la trampilla, y como seguías sin responder, decidimos llevar la escalera portátil y subir al desván a ver que te había pasado. Por las dudas agarré un palo y una luz de emergencia, que saqué del baño, para poder ver.

—Nosotros nos quedamos bajo la puertita del entretecho por si Liliana necesitaba ayuda —intervino papá.

Y Liliana continuó:

—Trabé la entrada con unas tablas y cajas, y alumbré el interior del desván. Como no te alcanzaba a ver y no respondías cuando te llamaba, avancé con cuidado hasta el otro extremo, siempre con el palo en una mano. Ahí hallé la linterna en el piso, enfoqué por el hueco, y entonces te vi tirado inconsciente en el fondo.

—¿Cómo? —expresé consternado..

—Si, te caíste. No escuchamos nada, creemos que coincidió justo con el estampido del rayo que cayó antes que comenzara la tormenta. Un ruido tremendo. Después que Liliana te ubicó, llamamos a una ambulancia. Les explicamos por teléfono donde te encontrabas y, entonces, vinieron con dos rescatistas para sacarte de ahí —puntualizó mamá.

No expresé nada, tenía mucho que procesar antes de abrir la boca. Preguntaría al médico que me atendiera al tener oportunidad. Hablamos un poco más sobre la caída y otros temas.

—Ah, casi nos olvidamos —dijo papá—, parece que los golpes eran de unas maderas sueltas en el alero del techo que movía el viento; se terminaron por caer con la tormenta.

—Sí, no sé —dijo Liliana con escepticismo—, los golpes para mí fueron en la persiana.

No acoté nada sobre ese asunto y les pregunté quién cuidaba mi casa.

—Revisamos tu pantalón en busca de las llaves; no encontramos nada. Se deben haber caído en alguna parte del trayecto al hospital o cuando te sacaron. Tendrías que habernos dejado una copia por alguna emergencia que pudiera pasar —explicó mamá.

—¿Y el trabajo?,¿avisó alguien?, había ochocientas mil cosas para hacer —dije.

—Sí, no te preocupes por eso, ya avisamos, dijeron que te quedes tranquilo, que ellos se ocupan —contestó ella, nuevamente.

Cuánto me gustaría creer eso.

Al rato ingresó uno de los médicos que supe me atendían. Hizo las preguntas y revisiones de rigor, y me aconsejó descansar. Los demás aprovecharon, cuando se retiró, para despedirse e ir a hacer sus cosas al constatar mi mejoría. También me avisaron que iban a contratar un cerrajero para abrir la puerta de mi casa y cambiar alguna cerradura, por las dudas.

A pesar de mis bromas y sarcasmos, ellos también se preocupaban por mí. Era una suerte tenerlos, aunque no supiera como acercármeles cuando los problemas y el ajetreo de la vida sacudían y oscurecían mi mundo. Encerrado, sumido en preocupaciones de todo tipo, sin encontrar la salida, percibiendo todo inalcanzable y cayendo golpeado, procurando con esfuerzo levantarme, sin tiempo para detenerme y pensar; solo buscaba como salir. De algún modo siempre lo lograba, aunque demoraba al hacerlo sin ayuda.

Sin nadie en la habitación me dispuse a descansar y reponerme. Sentía todo el cuerpo dolorido y me alivié de no estar en ese lugar, por lo que cerré los ojos y traté de dormir como hacía tiempo no podía hacerlo, aunque sabiendo que pronto podría volver a caer allí. Como lo sabía todos los días.

FIN

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