Silenciosos. Meditabundos. Cabizbajos. No más allá de un simple cuadrilátero. Más profundos que un rencor de abril en diciembre. Las manos caen desde los pensamientos. Lo inmóvil cede al desorden. Las barbillas resuelven las dudas. El blanco arremete sobre el negro. Se intercambia el primer susurro entre los discretos observantes. El negro contraataca al blanco. La mirada atraviesa el laberinto que se bifurca. Ocurren las primeras bajas en aquella disputa. El infinito se empequeñece en las pupilas de bordes definidos. Los monarcas yacen intactos en sus fortines. La duda queda impregnada ya en uno de esos rostros absortos. Se encabrita un caballo. Otro peón queda inmolado. Unas sienes pronunciadas descansan sobre su propio pedestal. El silencio es destruido por un soberbio jaque. Se dispersa el miedo en la batalla. Una mueca de avaricia desaparece tan pronto acometió. Las manos dejan ya de balancearse en su orden alternativo. Ahora se estrechan entre sí en un sólido apretón. En una de ellas prospera el triunfo. La otra rueda hasta el abatimiento.

Así ocurrían las cosas entre nosotros. Éramos un cuarteto silencioso, meditabundo, cabizbajo. Éramos los de la mano donde prosperaba el triunfo algunas veces y los de la mano abatida algunas otras, según como nos haya favorecido o no la partida de ajedrez. Y el ajedrez en efecto se había apoderado de nosotros. Empezando porque nos eligió en un número par y así los turnos de juego quedaban distribuidos con exacta simetría de espera y protagonismo. Y luego continuó eligiendo nuestros ratos libres después de la salida en el colegio, las conversaciones que teníamos en los paraderos de esa avenida chalaca de regreso a casa, los desvaríos que alcanzábamos a ver realmente con la mirada perdida.

Nadie nos reconoció nunca como los cuatro ases, lo sé. Pero vaya que lo éramos. Nuestros triunfos eran glorificados en las formaciones del patio donde alumnos de todas las secciones de secundaria aguardaban ingresar a las aulas. Allí en el estrado, a la vista de todos el profesor Luperdi daba cuenta de los resultados preliminares del campeonato interescolar donde el colegio San Antonio participaba en distintas disciplinas. Al llegar al renglón destinado a la selección de ajedrez, la parca hoja que llevaba consigo se convertía en un auténtico guion de suspenso cuando la voz del profesor amplificada por el micrófono comunicaba sin más cuál había sido nuestro último rival, y tras una estudiada pausa proclamaba luego con un hilo de emoción el anuncio de una nueva victoria de los ases confundidos allí, en el anonimato de toda esa multitud plomiza pero con el pecho discretamente envanecido por el unánime vitoreo. Aquella maquinaria de cuatro engranajes quedó consagrada por dos campeonatos y un segundo puesto en tres años consecutivos en los que participó.

Los cuatro ases éramos Wilfredo Terrones, Frano Passuni, Antonio Egüez, y sí yo también, aunque entre nosotros mismos seguíamos la mala costumbre de llamarnos por los apellidos tal como ocurría en las clases. Eventualmente surgía entre nosotros algún apodo para renombrarnos como en mi caso que me llamaban Gary por el campeón mundial vigente en ese momento, pero por pura coincidencia del sonido de mi nombre de cuatro letras en lugar de una supremacía ajedrecística pues si algo había entre nosotros era un tenso equilibrio de nuestra habilidad frente al tablero.

Terrones se había quedado por debajo de nuestro promedio de estatura y en un despiste de la naturaleza comenzaba a crecer hacia lo ancho. La suya era una inteligencia vaga. Detestaba esforzarse en estudiar pero a pesar de eso nos sorprendía colocándose en los primeros puestos de aprovechamiento. Fanfarroneaba con sus hallazgos de las intenciones ocultas de su rival de turno tras algún movimiento poco obvio. Tenía también una forma curiosa para ayudarse a pensar. Se repasaba la frente con el índice acicalador y recién cuando el dedo descendía hasta la nariz para debatirse en su afanoso empeño de librarse de las impurezas sabíamos que había engendrado su próxima jugada.

Passuni era el bufón del grupo. Dubitativo siempre al momento de adquirir por sus propios medios la pornografía que disimulábamos en culposos libros, podía llegar a exasperarnos con sus burlas. Cierta vez pretendió ver en la mirada abatida de alguien el asomo de una lágrima tras una apabullante derrota, y fue suficiente para que monte la calumnia de un llanto inconsolable que lo dramatizaba sin piedad una y otra vez con el estribillo de una salsa de moda que sonaba: “Faltó un pañuelo para secar tus lágrimas… faltó un amigo que le consolara…” Y sí pues, seguramente si alguna vez Passuni se salvó de morir de manera prematura fue cuando el burlado refrenó por entonces sus inmensos deseos de ahorcarlo.

Egüez era el más brillante de los cuatro. Yo mismo le había enseñado a jugar ajedrez y no le llevó mucho tiempo para empezar a derrotarme. De bigote prematuro, un modo de correr desbalanceado hacia adelante y con un aire a Ringo Star, era capaz de liquidarte con alguna de sus profundas ironías. Locuaz como él solo, enumeraba todas las razones y las sinrazones de una cuestión, le daba varias vueltas sin repetirse y luego se lanzaba sobre ella para destriparla de modo que dejaba intacta la idea de su preferencia. Y por supuesto sus derrotas eran minimizadas por un edificio de bases sospechosas pero al menos daba gusto escuchar al sustentarlo.

En cuanto a mí me recuerdo como alguien indefinido, casi invertebrado, y que podía tomar las opiniones ajenas como propias y aun peor sin la capacidad de reconocer el grado de impostor que podía ser. Gran parte de mis carencias quedaban precariamente resueltas por una vanidad injustificada y a veces hasta canalla como cuando tras unos aplausos que recibíamos con motivo de un soberbio triunfo de la selección de ajedrez, se me ocurrió preguntar entre nosotros a quién habían aplaudido… Y si bien en un momento me tocó sentarme en la posición de primer tablero en la final para definir el campeón de un torneo con el resto de los ases detrás de mí, la derrota que recibí aquella vez me produjo un estado de perturbación del que me costó desprenderme muchos días después. De ahí se hizo evidente que el ajedrez podría haberme enseñado muchas cosas pero no a perder.

Sería difícil hablar de auténtica confraternidad entre nosotros en un ambiente hostil como es el del llamado deporte ciencia. Si en el fútbol un jugador puede llegar a sentir remordimiento por un rival que se retuerce de dolor tras una jugada peliaguda, este desamparo del oponente despierta el sentimiento opuesto en el ajedrecista. Infligir una paliza en el tablero resulta una experiencia deliciosa. Ver al rey contrario huir desprotegido como si de una rata en fuga de escobas se tratase despertaba nuestra malsana avaricia, la cual era acicateada por nuestro bufón quien prestaba una voz plañidera a cada movimiento del rey con los harapos de la derrota en ciernes, mientras agotaba las voces del diccionario y luego echaba mano de los neologismos más inverosímiles para narrar el sadismo de aquel espectáculo.

Sepan que un ajedrecista dedicado es una criatura ajena a este mundo sensible de colores y formas que el resto de mortales comparte. La realidad es la que ronda en sus pensamientos, una concebida por su anhelo de gloria y deformada luego por una sucesión de errores en el tortuoso camino a esa gloria. Los cuatro ases desde luego pertenecíamos a esta estirpe y quedábamos fuera de este mundo donde se pretende que todo ocurre. Mucho después de la hora de salida en que la multitud de uniformes plomizos se agolpaba a las puertas del colegio, ya fatigado el tablero blanquinegro, éramos como un puñado de fantasmas vagabundos en ese reino de aulas enmudecidas y de esqueletos abandonados de carpetas, y a medida que emprendíamos el regreso dilatado a casa nos consumía el duelo de los muertos y heridos que dejábamos atrás y aquello que pudo haber estrujado el destino si tan solo habríamos dado con aquel movimiento esquivo y así íbamos arrastrando estas cuitas fuera del San Antonio con un andar perezoso y ausente, entre la urgencia del paso de los autos en las calles chalacas y los postes de luz a punto de arrojarnos las primeras sombras de un día fabuloso.

Puede que en efecto a causa de esta fiebre ajedrecística no conocí propiamente a mis pares de tan privilegiada baraja. Nunca supe si tuvieron un primer amor, si el divorcio de sus papás les postergaba el sueño sobre la almohada, qué canción los perseguía luego de apagada la radio, y en general si en verdad sus vidas continuaban más allá de las embocadas de alfiles y las cautelas de los enroques. Es posible entonces que siendo así nunca dejamos de ser unos perfectos desconocidos y en caso alguna vez el azar nos reuniera de nuevo todo tendría un efecto de descubrimiento entre nosotros. Pero por otro lado, siento ahora mismo de manera íntima a mis entrañables amigos de mil y una partidas de ajedrez dibujados como están en mi memoria con trazos firmes y familiares. Será porque conocí de muy cerca sus pensamientos y sé que ellos conocieron los míos.

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