A finales de los años setenta, en la Guatemala que muchos añoran, una ciudad que apenas se estaba reponiendo de una sacudida que provino desde las entrañas de la tierra y puso de luto a más de media nación. Por esos años podíamos ver en las calles, tanto de colonias fufurufas como de barrios populares, el andar de personajes que hoy en día es difícil ver e incluso recordar, el afilador de cuchillos que anunciaba su labor silbando a través de una harmónica, el lechero que andando con su producto tenía fama de Don Juan entre las criadas y algunas señoras de las casas en las colonias y barrios que visitaba.
Entre ellos estaba también Don Ricardo, un vendedor de verduras de aquellos que halaban con sus propias fuerzas una rechinante carreta de madera, el hombre ya mayor se había venido de su pueblo, allá por donde los verdes y los colorados están jugando a la guerra y están haciendo barbaridades. Después de perder a su hijo y a su mujer a manos de unos o de otros, dispuso que no quedaba nada para él en esas tierras.
Ricardo pernoctaba en una pensión muy humilde en medio del centro de abastecimiento más grande de la ciudad de Guatemala, en la “Terminal” como es llamada hasta el día de hoy.
Muy de mañana, antes de despuntar el alba, Don Ricardo va a conseguir una variedad de frutas y verduras, tan frescas y coloridas que parecen recién cosechadas. Luego, para tener suficientes fuerzas, toma su desayuno en algún comedor de la plaza, este consta siempre de una taza de Incaparina o atol de masa, un plato de frijoles y tortillas, en ocasiones consigue también algún tamalito de chipilín que le recuerda mucho a su pueblo.
Inicia el recorrido por las diferentes calles y avenidas de la ciudad, halando con la fuerza de un buey la carreta que cuando va llena puede pesar hasta casi una tonelada.
La ciudad no es tan grande, como lo es hoy en día, ni las calles son tan ajetreadas y peligrosas como lo son en la actualidad, donde hoy en día se ven avenidas atestadas de vehículos, en aquellos días se observaban niños jugar a la pelota.
Ricardo halaba su carreta y se adentraba en cada colonia y barrio sin hacer distinción, ofreciendo sus productos, a veces tocando de puerta en puerta y otras, pregonando con su voz recia y acento de indio el listado de todas las verduras y frutas que vendía.
Así como se encontraba con personas que lo hacían de menos en sus labores y trataban de denigrarlo por su pinta, con sus pantalones cortos de manta, su camisa de mil colores tejida por las tejedoras de su pueblo y sus caites con suela de neumático que protegían ese par de pies anchos y lastimados por una vida llena de trabajos recios en el campo. También se encontraba con almas buenas que le ofrecían un vaso de agua fría en esas horas del mediodía, donde el calor y el agotamiento podían sentirse.
De entre esas almas buenas que Ricardo se encontraba día a día, estaba una pizpireta niña de nombre Luz, Lucecita como le llamaban en su casa, era una niña encantadora, pero muy traviesa, ponía a su madre con los pelos de punta, cuando no estaba supervisándola la encontraba de inmediato subiéndose a algún árbol o estaba sacando todas las ollas y sartenes de la cocina para practicar la batería según decía ella.
Nomás llegaba el viejo Ricardo a la casa de Lucecita, la niña saltaba de alegría dando brincos hasta que la madre abría la puerta. De inmediato la niña se aventura a escalar la rueda de la carreta para ver más de cerca todas las mercancías, la madre amonesta a su hija, pero Ricardo, le dice que deje a la niña, que ella quiere ver de cerca la fruta y a él no le molesta.
Lucecita se sube a la carreta, se imagina que es alguna especie de carroza como esas de las que ha escuchado en los cuentos de princesas que tanto le gustan. Después de que la madre escoge las verduras y algunas frutas para la casa, ordena a la niña que descienda de la carreta, pero se adelanta el viejo indio a darle la mano y elevarla por los aires antes de bajarla.
La hermosa niña con una sonrisa de oreja a oreja nunca se percató que había llenado de grasa sus vestidos al subir a la carreta, accidente que le valió un regaño más y que la entraran a la casa para bañarse de inmediato, además lavar lo antes posible la prenda de ropa para evitar a que echara a perder para siempre. Pero a Lucecita no le importaba para nada el regaño, ella acababa de viajar en su carruaje mágico, llevando las mejores y más dulces frutas del mundo con ella.
Ricardo se alejaba con el chirrido característico de los rodamientos de la carreta, el crujir de la madera y la lentitud de la época, que no ameritaba carreras en casi nada. Era casi una postal el ver a este personaje en las diferentes calles de la ciudad, llevando su carga y ofreciendo a todo aquel que le diera una oportunidad, sus productos.
Por lo menos una vez a la semana Ricardo llegaba con todos sus clientes en la ciudad, desde lugares a la vuelta de la esquina de su centro de abastecimiento, como sitios en municipios vecinos a la ciudad de Guatemala, eso conllevaba un esfuerzo gigantesco. Cuando era el tiempo de lluvias, el comerciante ambulante se vestía con un nailon celeste como abrigo y envolvía su sombrero en una bolsa plástica, así evitaba mojarse y enfermar.
Con los años Ricardo se enfrentaba al enemigo más grande de muchos, la modernidad. En las calles era cada vez más difícil poder pasar, se arriesgaba cada vez más con los conductores que ahora parecían que manejaban muy estresados y enojados con todo el mundo, no faltaba el automovilista que maltrataba a Ricardo en la calle, llamándolo estorbo y muchas cosas más. Además, se empezaban a popularizar los llamados supermercados, donde las personas podían comprar todo lo que necesitaban, a buenos precios, empacados, bonitos y no asoleados, como era a veces el caso de nuestro marchante.
Ricardo enfrentaba tiempos de cambio difíciles, como los hemos enfrentado todos, pero aun así insistía en su rutina, salía de la terminal con su carreta repleta de productos, enfilaba a todos lados y ahora a barrios más lejanos para poder vender todas sus cosas. Pasaba siempre viendo a la chiquilla que se subía a la carreta y por ello el viejo marchante ahora llevaba una escalera para evitar que se manchara al subir o bajar de su carruaje. Hasta que un día la niña creció y ya no quiso subir más a la carreta.
El viejo marchante cada vez se ve más acabado, ahora ya no llena la carreta, porque no puede moverla con tanta carga, se encorva al andar y ya no pregona con fuerza sus productos. Ahora va a plazas y a otros mercados cantonales para intentar vender lo poco que logra transportar…
Ricardo ha pensado en regresar a su tierra, dicen que ya se ha firmado la paz y que ya no encontrará ni a verdes ni a colorados atacando y abusando; pero a él no le queda nada por esos lares, de hecho, la realidad es que ya ni siquiera existe su pueblo.
El viejo Ricardo un día amaneció muerto, en su cuarto dentro de la posada que ocupo por más de quince años, llegaron los bomberos y las demás autoridades para sacar el cuerpo, quedo abandonada una carreta de madera a la intemperie por un tiempo, luego simplemente alguien la tomo y desapareció.
Cualquiera diría que la vida de Ricardo fue inútil y no dejo huella, pero en realidad no es así, hoy he escrito estas líneas a partir de una dulce memoria, el recuerdo de una niña que se ensuciaba sus vestidos para subir a la carreta de Ricardo, para poder tomar de primera mano los mangos y las mandarinas que a ella tanto le gustaban, el poder soñar fugazmente que era una princesa llevada en un hermoso carruaje…
Gracias Luz por compartir tus recuerdos conmigo y dejarme plasmarlos en este corto relato que espero toque la sensibilidad de muchos, como sé que toco la tuya y por supuesto la mía.
La vida de nadie puede llamarse vana y sin importancia, si alguien te recuerda.
La vida moderna se ha vuelto más rápida en muchos aspectos y es mejor, en muchas formas, no me quejo de lo actual, pero no olvidemos tampoco las cosas buenas de antes.
Hoy en día, gracias a los adelantos en tecnología, podemos pedir de todo sin hablar con nadie, a través de aplicaciones y robots casi inteligentes para la atención del público. Antiguamente, hablábamos con las personas, las conocíamos y así guardamos recuerdos que nos acompañan durante toda la vida.
Hoy en día aún podemos conocer a muchos Ricardos, si nos damos la oportunidad, donde con una labor sencilla pueden tocar personas; a lo mejor tú también eres un marchante y no tienes idea de las vidas que tocas a diario. Solo demos todos lo mejor que tenemos a los demás y así no habrá vida pequeña que no merezca ser vivida.
FIN
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