Colgada en una pared de adobe, ya descascarada por los muchos años que tiene, pendiente de un clavo, colgada como oponiéndose al paso de los años y las épocas; maltrecha y seguramente desafinada.  Está una guitarra rústica, con astillas en su cuerpo, faltándole una o dos cuerdas y pandeado su mástil, haciendo gala del más de medio siglo que puede tener de existencia y de las muchas horas, notas y música que ha interpretado.

Se dejó escuchar en varias reuniones familiares, también en algunos momentos de soledad, ahora al compás de recuerdos dentro de mi cabeza. 

Acompañó a su trovador en solitario y asimismo fue una fiel acompañante de ocasiones compartidas en familia, momentos íntimos entre los hijos por las noches, al igual que románticos instantes donde le exprimían bellas y dulces notas musicales para enamorar a su pareja.

Esa guitarra bien pudo venir del mercado de la ciudad, de un fino taller en España o una fábrica en la lejana China, su origen ninguna importancia representa realmente. Es su permanencia en ese muro y en mi cabeza la que interesa.

Yo al nacer no traje del cielo un pan bajo el brazo, ni el alma de músico, tampoco oído agudo para tocar; menos la disciplina para aprender. Ese instrumento, colgado en la pared, estuvo siempre en ese lugar para bendición y maldición mía. En algún momento se me incito, motivo, mando y señalo a practicar y tocar la guitarra, pero solo una decepción más pude dar a papá con eso, teniendo más gracia el burro flautista de Iriarte para el arte, que su servidor para trovar.

Pero escucharla sonar en las manos de papá; con su repertorio de canciones rancheras, boleros antiguos o con notas de su propia autoría que a lo mejor no eran las más afinadas; pero sin duda era de lo mejor…

Cuando a la par de la guitarra se veía posar una copa de Güisqui y se le dibujaba una sonrisa casi burlona en la cara al trovador, en la cara recia de mi padre. En esos efímeros instantes nos embargaba a todos en casa, puedo asegurar, una clama casi celestial; sabíamos que todo estaba en armonía, aunque la melodía de esa guitarra pareciera no concordar.

¡Qué épocas las que han pasado, madre mía!…

Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que escuche las vibraciones de esas cuerdas de alambre, haciendo sonidos casi chirriantes a veces y en otras ocasiones notas tan dulces y alegres que sin importar que estuviera ocurriendo en el país, en la escuela o en casa, en esos instantes, te salía sin pensar una sonrisa del alma.

Recuerdo momentos fugases donde la casa se vestía de alegría, se jugueteaba en la familia. Desdibujando los protocolos, problemas, miedos y traumas. Y muchos de esos momentos estuvieron acompañados de las notas de esa guitarra que hoy en día está colgada en esa pared de adobe viejo descascarado, como olvidada, pero que en realidad más parece reposar en un altar al tiempo y la familia de antaño.

A lo mejor ya la guitarra ha desaparecido, quizá nunca existió ese muro de adobe donde aseguro hoy que estaba colgada. Pero la cara de mi viejo tocándola, con esa sonrisa casi tonta y un tanto infantil al lograr los acordes correctos de sus baladas, no lo he inventado y nunca lo podré olvidar.

Con efímeros instantes de felicidad, así me gusta recordar a papá, canturreando coplas a mi madre un viernes por la noche con su guitarra y su copa de Güisqui, que tanto le gustaba.

Habrá quien diga al leer esto, que todo es mentira y que nada es cierto.  Sin embargo, para mí, cuando recuerdo los acordes que tocaba mi padre en esa guitarra rústica, logro ver en mí esa misma sonrisa infantil y casi tonta, un brillo de felicidad, así que, si lo he inventado, ¡qué más da!…

FIN

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