Martín es siempre puntual y de la misma manera en que lo ha hecho las últimas 54 semanas y cada jueves a las 7 de la noche después del trabajo, cruza la puerta del bar siempre, da quince pasos, levanta la mirada, busca a Silvia, cruza su mirada con la de ella, se aproxima a su mesa, le da un beso en la boca y se sienta frente a ella en la diminuta mesa redonda que comparten, según él por sana costumbre, desde que se enamoraron hace exactas 54 semanas.

En realidad, Silvia llega siempre una hora antes, le gusta el lugar, le gusta pensar sentada en esa mesa. A veces piensa mucho y generalmente piensa mal. Sobre analiza todo y últimamente le da vueltas al comportamiento de Martín, cree que le falta emoción, que no vive, que no disfruta, que despierta, se baña, desayuna, va a trabajar, almuerza, sale del trabajo, se encuentra con ella 3 o 4 veces por semana y luego regresa a su casa para volver a dormir. Vamos, es probable que la mayoría de gente pase sus días así, pero a Silvia le genera tristeza, tal vez no tanto por él, sino porque siente que está cayendo en lo mismo, porque desde hace varias semanas, mas o menos 28 semanas, no quiere ir a ese bar los jueves a las 6 de la tarde, sino que quiere estar en otra parte, quizás bailando, no necesariamente con Martín.

Desde hace varias semanas también, cerca de 10, Silvia lleva un cuaderno al bar y mientras espera a Martín escribe e intenta escribir sobre él y por algún motivo tiene clavada una frase inicial y no sabe cómo continuar: “Martín entra al bar con la timidez con la que se entra a los lugares desconocidos pero el ambiente cálido y aroma a café lo tranquilizan…” Luego viene el bloqueo. Siempre regresa a esa hoja y busca continuar la frase, pero no puede. La idea de que a Martín le falta emoción, de que su monotonía le está afectando, puede más.

Hoy es jueves, ya son las 6 y 50 de la tarde y Silvia comienza a desesperarse, comienza a sentir súbitamente que debe levantarse de la silla y correr, faltan pocos minutos para las 7, pero lo único que hace es ir rápidamente al baño. A las 7 en punto Martín cruza la puerta del bar, da los quince pasos de siempre, levanta la mirada buscando a Silvia, pero no la encuentra. De todas formas, la costumbre le gana, se dirige a la mesa de siempre, se sienta en la silla libre que siempre ocupa, reconoce el cuaderno se Silvia y no aguanta las ganas de leer cualquier cosa que sea que ella estuviera escribiendo: “Martín entra al bar con la timidez con la que se entra a los lugares desconocidos pero el ambiente cálido y aroma a café lo tranquilizan…”. Saca un lapicero y escribe algo, como completando la frase que Silvia no puede terminar.

Silvia regresa, pero esta vez no besa los labios de Martín sino su mejilla. Mientras caminaba a la mesa vio a Martín escribir en su libreta. No le molestó, le generó curiosidad. Toma asiento, abre la libreta y lee: ““Martín entra al bar con la timidez con la que se entra a los lugares desconocidos pero el ambiente cálido y aroma a café lo tranquilizan. Eso es lo que cree Silvia, pero se equivoca, no es el ambiente, tampoco el café, es la seguridad de encontrar su mirada y confirmar su propia existencia al reflejarse en sus ojos”.

Silvia cierra la libreta, levanta la mirada, observa directamente a los ojos de Martín y no se encuentra en ellos. No siente lo mismo. “Martín, creo que tenemos que hablar…”

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS