“Resulta desconcertante como es que la vida logra cambiar abruptamente de camino en tan solo un instante. A veces puede ser un cambio bueno, otras veces ese cambio destroza tu vida.
Las personas que sienten el cambio bueno terminan siendo felices, alegres ante lo que tengan que hacer, y contentos con las personas que los rodean.
Y hay quienes sufren ese cambio de tan cruel manera, que todo lo que conocen es destrozado, y el mundo en el que viven jamás vuelve a ser el mismo.”
– ¡Sergio, ya es hora!
– ¡Voy mamá!
El chamaco corría directamente hacia sus padres, dejando de lado el cochecito con el que jugaba. Ese muchachito alegre y simpático, que todos los niños elegían para jugar en el recreo, se llamaba Sergio. El chico se pasaba la mitad de su tiempo en casa jugando con sus juguetes, mientras el resto del día lo dedicaba a estar con su familia. Aunque solo eran sus padres y él quienes vivían en esa casa, Sergio nunca se sentía solo, pues sus padres siempre estaban ahí para su hijo. En esos momentos, la familia se dirigió hacia el cine, la única razón de su salida. Los tres deambularon por las calles hablando de lo lindo, hasta por fin terminar en el cine, dónde estaba a punto de empezar la película que el niño tan insistentemente les había pedido que fueran a ver.
– ¡Sergio, no te alejes de nosotros! -exclamó su padre en cuanto se acercaron al cine, pues el niño tenía toda la intención de salir corriendo.
El niño se resignó a la instrucción de su padre, y los siguió al interior de la sala una vez compradas las palomitas y los refrescos. En el exterior, se alcanzó a escuchar un trueno.
Las nubes anunciaban tormenta. Y no se trataba de una simple llovizna, cuyo único propósito parecía ser ensuciar los carros en las calles. No, se avecinaba una verdadera tempestad; los truenos ya hacía rato que se hacían oír. Eso fue lo que vieron los Estrada cuando, terminada la película, salieron del edificio.
Aún había varias almas que patrullaban por las calles, terminando los últimos mandados para poder marcharse a casa. Entre ellas, la familia Estrada recorría a pie la cada vez más solitaria calle, donde el hijo de la pareja aún contaba sus escenas preferidas. Y es que desde hacía semanas que quería ver “La Venganza Perfecta”, que llevaba en cartelera casi un mes, señal de que no tardaría en salir de las salas.
– …creer la forma en que se deshicieron de esos ladrones. ¡Y nada menos que tres contra más de treinta personas! Sí que demostraron su valentía ante ellos, ¡fue genial! A mí jamás se me habría ocurrido levantar un puño contra ese Javier, con solo verlo me daba miedo. ¿Y se acuerdan donde…?
– ¡Ya, ya, calma, Sergio! -le frenó su padre, aunque él también sonreía- ¡O me volveré un anciano después de tanta cháchara! Cielos, cada vez te vuelves más hablador, chicuelo alocado. ¡Por lo menos espera a que regresemos a casa!
– ¿Y de quién habrá sacado eso de hablar tanto? -le preguntó su mujer, también sonriendo- A ti hasta te sacaban del salón, por todo lo que hablabas con tus amigos.
Su marido soltó una sonora carcajada.
– ¡Es de familia! Solo hace falta que alguien saque un buen tema y a alguien que escuche para que a un Estrada se le suelte la lengua. ¡Nada más fíjate en tus primos y tus tíos, Sergio! Y hablando de familia, recuerdo que cuando yo era joven… -y se lanzó a contar la vieja historia sobre cómo él y su hermano se la pasaron corriendo por más de una hora, mientras huían de cientos de avispas que ambos habían molestado. Sergio ya había escuchado ese cuento varias veces, por lo que perdió la concentración. Se puso a pensar en cualquier cosa, y cuando por fin volvió a tierra, su padre estaba a punto de acabar.
– …y nos quedamos en ese lago por más de 20 minutos, apenas atreviéndonos a respirar, hasta que se largaron las condenadas. ¡Y ni una sola nos picó! En cuanto el peligro pasó, nos empezamos a reír de lo lindo, aunque nos cayó una buena bronca por parte de mi padre, a quien no le hizo mucha gracia que hubiéramos hecho eso. Ahora nos da risa, pero en esos momentos, tengo que reconocer, sentía bastante miedo- y así concluyó su historia. Se podía observar el brillo de nostalgia en su mirada.
Así era su padre, enérgico y bonachón, un hombre de gran tamaño y risa fácil, a quien no le hacía falta nada para ser un líder nato. Pocas personas podían jactarse de haber dejado sin palabras a Pablo Estrada, quien era la persona ideal para ganar argumentos. Cual fue la sorpresa de Pablo al encontrar, en su juventud, a esa bonita niña de la secundaria que lo dejó con la boca abierta en el debate sobre qué proyecto grupal hacer. Igualó el marcador al voltear los papeles decidiendo la mejor manera de llevar a cabo dicho proyecto, por lo que se llamaron la atención mutuamente. Poco sabían que se encontraban ante el amor de sus vidas, aun cuando en su infancia fueron rivales. Su mujer era casi tan parlanchina como él, aunque ella se solía tutear más con sus amigas. Era una mujer ligeramente enjuta, quien no batallaba al subir el tono de voz e imponer su opinión. El cabello negro de ambos había dado lugar al azabache cabello de su hijo, además de una complexión delgada por parte de su madre y unas piernas rápidas, cortesía de su padre. Ambos habían curtido de tal forma a su hijo, que a su corta edad casi los convencía de que le dieran lo que quería de cuando en cuando. La única razón por la que el chico no tenía la bicicleta que quería era porque la última defensa de sus padres era precisamente esa, que eran sus padres, y Sergio haría lo que le dijeran, aunque hubiera veces en que no le gustara.
Éste no se quejaba mucho pues, al fin y al cabo, sus padres eran el ejemplo que él iba a seguir, y si bien no lo mimaban, también era consentido una que otra vez. A veces recibía regalos, y a veces tenía que esforzarse por obtener lo que quería, haciendo pequeños trabajos o ayudando en la casa. Era por eso por lo que se había pasado las últimas dos semanas podando y arreglando el jardín de todos los vecinos de la manzana, para que así le dieran permiso de ir a ver la película que tanto quería ver, y mejor incluso, que lo acompañaran.
Feliz de la vida, Sergio caminaba junto a sus progenitores mientras regresaban a su casa. Ahora fue su madre quien habló, ya que aún tenía unas cosas por hacer antes de regresar.
– Puede que pasemos por la tortillería, ¿no, Pablo? Necesitamos tortillas para la cena.
– Ay, Cecilia, siempre en el último minuto -sonrió su padre, dándole un beso a su esposa.
– Pero ¿habrá alguna tienda abierta a estas horas? Tal vez deberíamos…
El resto de sus palabras fueron tragadas por el repentino trueno que sonó sobre sus cabezas. Los tres miraron al cielo con desconfianza. Ya habían escuchado el pronóstico del tiempo, el cual advertía sobre una fuerte lluvia que se avecinaba, pero la esperaban mucho más tarde. Al oír los truenos que se acercaban, apretaron el paso, con la intención de llegar a salvo a su hogar. Por unos minutos, apretaron el paso, sin tener mucho en cuenta las pocas gotas que les caían encima. Sin embargo, ninguno de los tres pudo evitar que sus corazones se aceleraran cuando varios truenos resonaron con incluso más fuerza que antes.
Apenas habían dado una docena de pasos cuando los rayos comenzaron a caer cerca de ellos, obligándolos a detenerse. No podían continuar por ese camino, de modo que se dirigieron hacia la siguiente calle que estaba cubierta por edificios en construcción. Los rayos sonaron con mayor intensidad, mientras la familia se abrazaba con fuerza.
– Pablo, tengo miedo.
– Tranquila, Cecilia, todo estará bien -dijo el padre de Sergio, con una serenidad que no tenía minutos antes, y los guió lo mejor que pudo hacia una calle más segura. Pudieron haber llegado a la esquina y logar refugiarse en alguna casa. Pudieron.
De no haber sido por el terremoto. La tierra se sacudió por culpa de un inesperado temblor, de esos que llegan a golpear a veces a la ciudad de México. Los edificios medio construidos no pudieron soportar tanta presión, y varios comenzaron a desmoronarse sin remedio, algunos de ellos ubicados justo encima de la familia Estrada. Casi como si fuera a cámara lenta, Sergio levantó la vista y vio como los escombros caían inexorablemente hacia ellos; grandes pedazos de concreto dirigiéndose hacia él. Pero justo antes del impacto, Sergio fue empujado con mucha fuerza por sus padres, quienes hicieron lo necesario para mantener a su único hijo a salvo. El ruido fue ensordecedor.
Sergio cayó con fuerza en el piso, apenas procesando lo que ocurría. Volteó su vista hacia el sitio en el que había estado segundos antes, impactado de ver múltiples rocas cayendo una sobre otra, cubriendo todo el lugar. Sergio se quedó momentáneamente inmóvil, impactado por lo que acababa de ocurrir. No sabía qué hacer. No fue sino hasta que el último de los escombros calló, cuando el niño, se levantó y el miedo cubrió su corazón. Su padres habían estado ahí, ¡necesitaban su ayuda! Se decidió a buscar a sus padres, aunque le llevara la vida en ello. Fue entonces cuando se acercó con rapidez al montón de rocas y comenzó a excavar rápidamente.
Sus oídos sangraban; el derrumbe realmente lo había dejado sordo por el momento. Tenía algunos cortes por la caída y por ciertos escombros que le rozaban. El sudor empapaba su cuerpo, y la lluvia le caía sobre su cuerpo, como un torrente imparable. La oscuridad se acentuaba cada vez más, rodeándolo con su fría eternidad.
Sin embargo, nada de eso le impediría a Sergio encontrar a sus padres.
Las siguientes horas fueron confusas para Sergio. El muchacho no recordaba que su cuerpo sintiera cansancio o dolor alguno. Sólo recordaba esa ferviente insistencia de cavar y cavar. Llevaba demasiado tiempo cavando; tanto, que ya no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, removiendo rocas, quitando concreto de su camino, quitando de su vista el polvo que se acumulaba. El agua no hacía más que empeorar la situación, pues le dificultaba el movimiento y su rapidez.
Sin embargo, no se rindió. La desesperación lo acechaba como un buitre sobre carroña. Se sentía triste y desalmado. Y, sin embargo, seguía cavando, intentando encontrar cualquier signo de movimiento.
Fueron sin duda, los peores momentos de su vida, todo empapado, herido y desesperado por salvar a sus padres. Finalmente, después de quitar una pared de hormigón, al fin los vio: estaban aplastados por una enorme roca, que jamás se habría movido por su solitaria persona, no importaba cuanto la empujara. Solo sus torsos estaban libres de la roca.
Pero ahí estaban, juntos hasta el final. La instantánea emoción que sintió el niño al encontrarlos se convirtió en tristeza. Se acercó a ellos, y sus padres se alegraron de verlo, felices de que su hijo estuviera a salvo. Lo abrazaron y aunque no escuchaba nada, Sergio sabía que le decían que se cuidara, que no se sintiera triste, que siguiera adelante, y que al final todo estaría bien. Lo tomaron de las manos, mientras Sergio lloraba, y veía como a sus padres poco a poco se les escapaba la vida.
Recordaría por siempre la determinación, la fortaleza y la simpatía de su padre, sus penetrantes ojos cafés, y la suavidad, ternura y comprensión de su madre, con sus hermosos ojos verdes. Aún sostenía sus manos, cuando el calor se apartó de ellos.
Pasó bastante tiempo hasta que la lluvia comenzara a amainar, y la gente por fin llegaba a ver qué podían hacer. Lo único que vieron fue un boquete en medio de uno de los edificios que habían caído, y se apresuraron a ver si había alguien adentro.
En seguida vieron a Sergio, por lo que llamaron inmediatamente a un hospital para que lo atendieran, pero era demasiado tarde para los padres de Sergio. De modo que se lo llevaron al hospital y ahí se quedó por varias semanas.
Durante el viaje, le preguntaron si necesitaba algo, pero el muchacho solo mantuvo la mirada fija en un punto del piso, sin prestarles ni la más mínima atención. Tampoco respondió cuando le preguntaron las razones por las cuales había hecho ese agujero, pero en seguida comprendieron sus razones cuando fueron informados del caso, y lo dejaron solo.
Ya en el hospital, lo levantaron, ya que parecía incapaz de moverse por sí mismo, y él, temeroso de que le hicieran más preguntas, se quedó profundamente dormido.
Los siguientes días le curaron las heridas, y le dieron de comer. Tuvo que mantenerse en cama, debido a la ligera hipotermia que le había dado, y los doctores consideraron que pronto estaría mejor. Pero terminó quedándose mucho más tiempo del esperado, porque Sergio casi no comía, se quedaba con la mirada vacía, y se negaba a hablar de ello con nadie. Estaba más delgado y pálido que antes. Tenía ojeras que un chico de once años no debería tener.
Con la buena intención de ayudarlo, los doctores intentaron que les hablara sobre qué era lo que lo mantenía aislado. Pero lo único que Sergio logró decir fue:
– Váyanse a la mierda.
Evidentemente, los doctores se quedaron impactado ante tal respuesta, pero lo dejaron en paz, y resolvieron dejarlo todo en la intimidad de la familia. Por eso, los únicos parientes que Sergio aún tenía lo fueron a recoger cuando salió del hospital.
Su familia no era muy numerosa, ya que sus abuelos casi no tuvieron hijos, y los pocos que tuvieron se los arrebataron la guerra y las enfermedades.
Fueron por él su tío Franco, hermano de su padre, y los hijos de éste, Carlos, Carmen y Armando. Su tía, murió cuando tenía casi cincuenta años.
Franco, quien tuvo una pequeña depresión por lo ocurrido, se recuperó cuando sus hijos prometieron ayudarlo para que no se sintiera solo, y trabajarían para mantener la casa. Por ello, ahora Carlos estudiaba para ser un profesor de informática profesional, Carmen soñaba con ser una diseñadora de modas, y Armando se preparaba para entrar a un equipo de fútbol.
No hablaron mucho con Sergio cuando emprendieron el viaje hacia su casa y se empeñaron en hablar entre ellos; ya sabían por lo que Sergio estaba pasando en esos momentos.
En el momento en que llegaron, Sergio se dirigió a la habitación en la que se quedaba cuando los iban a visitar. Se echó en la cama, e intentó dormir. El problema fue que no pudo, cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver a sus padres en la oscuridad.
Y lloró. Lloró porque no soportaba un mundo en el que sus padres no estuvieran ahí para consolarlo. Lloró porque quería volver a ser el hijo de sus padres, y seguir con ellos. Lloró porque el dolor que sentía era insoportable, y llorar lo hacía desahogar un poco la pena que sentía. Pero, sobre todo, lloró porque había sido su culpa que ellos murieran, pues si no hubiera insistido en ir a ver esa película, ellos seguirían vivos. Si hubiera sido más fuerte, tal vez podría haber movido esas rocas y salvar a sus padres. Era toda su culpa, lo sabía. Y la tristeza se convirtió en enojo. Ya nunca más podría hablar con ellos, ya no podría pedirles ayuda, y ya no lo guiarían por el buen camino. No pudo evitar caer totalmente en la desesperación.
Quería gritar con todas sus fuerzas hasta que se le desgarraran los pulmones, quería despedazar algo a golpes del inmenso dolor que lo abrumaba, quería correr kilómetros y kilómetros y nunca parar, pero no podía, ya que la misma sociedad repudiaría todo aquello, por lo que se mantuvo en su cama por horas y horas enteras, odiándose por su propia impotencia, mientras su mente seguía en el pasado preguntándose si hubiera podido hacer algo más, o si en su momento hubiera alguna forma de evitar lo ocurrido.
Antes de que se diera cuenta, ya había amanecido, pero ni así sus penas disminuyeron; es más, sentía que habían aumentado. Se desesperó aún más, y le gritó con todas sus fuerzas a su almohada hasta que le dolió la garganta, pero eso no alivió su dolor, y ahora tenía que soportar ese dolor al resto del cuerpo. Pasó algo de tiempo más, hasta que cayó en la cuenta: de ahora en adelante tendría que continuar… solo.
El chico que se divertía, que jugaba, que hacía bromas, que contaba chistes, que hablaba solo por el placer de hablar, que tenía muchos amigos, y que aún tenía la inocencia de un niño; ya no existía. Había muerto junto con sus padres.
Éste era un nuevo Sergio, y no sabía si eso sería bueno. No logró dormirse hasta bien entrada la mañana, y cuando volvió a despertarse, aún tenía las mejillas mojadas.
Cuando Sergio pasó a vivir con sus primos, tan solo contaba con once años de existencia. Y a esa edad, por mucho que uno no quiera, era una obligación asistir al colegio. Él, por supuesto, no tenía más remedio que asistir, a pesar de todo. Muchas veces la escuela no era del todo benevolente. Contando el primer año escolar que tuvo que pasar sin sus padres, habían pasado casi cinco años desde que Sergio se había convertido en huérfano.
Así que, a pesar de que apenas se enteraba de lo que pasaba, Sergio había llegado a la preparatoria. Y, Sergio se asombró, no fue tan difícil como pensaba. Estudiar mantenía su mente alejada de los recuerdos que se empeñaban en surgir. A veces cuando no hacía nada, su mente se encontraba de nuevo en ese oscuro boquete que había hecho entre los escombros cuando quiso salvar a sus padres.
No quería pensar en ello, así que comenzó a buscar algo con lo cual distraerse. Y parecía que encontraba algunas cosas en las cuales podía trabajar. Descubrió que le encantaba leer. Desde el punto de vista de un niño, donde jugar era la mayor prioridad, ninguno lograba pensar en nada más que en los juegos, en lugar de educarse. Pero como ya había pasado muy bruscamente esa etapa, ahora Sergio se daba cuenta de que leer era una muy buena forma de pasar el rato.
Sus compañeros lo identificaban como el raro: era un chico callado, solitario, y que ninguno había oído su voz siquiera, no veían que resaltara en nada, no iba a alguna clase de deportes, o de arte. No tenía amigos, y se la pasaba todo el tiempo en un lugar apartado leyendo. Nadie sabía de sus hobbies, o sus gustos. Tampoco les respondía si le preguntaban qué es lo que solía hacer, y como respuesta solo recibieron una mirada fría y vacía.
Sin embargo, había momentos en los cuales Sergio se marchaba a un edificio cercano al colegio, y nadie sabía qué era lo que hacía ahí. En alguna ocasión, varios alumnos de la escuela lo intentaron seguir, pero Sergio ya tenía bastante práctica en este tipo de situaciones, y siempre se daba cuenta de cuando alguien lo seguía, y se marchaba a su casa sin ser visto. Sus compañeros también veían que entraba al mismo tiempo un hombre alto, que supusieron era algún tipo de conocido, pero él tampoco respondía preguntas. Realmente nadie sabía lo que hacía ahí dentro…
Así se pasó gran parte del primer semestre en la preparatoria. Pero, como en prácticamente todas las escuelas, a los demás les parecía imperdonable que pasara su tiempo con la cara detrás de un libro, en lugar de buscar amigos, salir con los demás, o al menos almorzar junto con alguien.
Lo cierto era que Sergio llevaba su propia comida, que a veces se la hacía él mismo, o alguien más de la casa, y nunca salía del salón en el cual terminaba la clase. Y cuando terminaban todas las clases, se iba a su casa, o algunos días se iba al edificio contiguo para pasar el rato.
A decir verdad, en su familia tampoco les gustaba la idea de que se quedara ensimismado él solo, así que le insistieron que se quedara por lo menos por las tardes en la escuela. El chamaco no quería importunarlos, de modo que les hizo caso. No veía razón alguna por la cual debía hablar con sus compañeros, quienes lo molestaban cuando quería estar solo, resultando en ser la única cosa que no hizo.
No importaba a donde fuera, había por lo menos una persona que llegaba y empezaba a hacer ruido. Los salones no eran la mejor opción, pues siempre había alguna clase que tuviera lugar ahí, y tenía que irse a otro lugar. Ya llevaba un largo tiempo deambulando solo, tratando de encontrar algo de paz. No fue sino hasta que pasaron dos semanas en su nueva escuela cuando, perdido en sus pensamientos, vio repentinamente algo que le llamó la atención. La luz del sol se filtraba entre unos árboles que cubrían al edificio que estaba detrás al principal.
Debajo de esos árboles, se fijó en otras plantas que crecían debajo. Parecía que sus frutos eran bayas, y al arrancar una, notó que no estaba madura, por lo que la tiró. Cuando estaba a punto de marcharse vio entre los tupidos arbustos una diminuta porción de madera en el piso, muy escondida en las raíces del arbusto. Cuando se acercó a investigar, pudo ver que había una grieta en la pared, y que más atrás incluso se podía ver la luz del sol.
El joven se aseguró de que nadie lo estuviera viendo. Como no había nadie alrededor, se agachó y cruzó la grieta. Se quedó sorprendido. A pesar de que en apariencia nadie había pisado ese lugar en años, no lucía del todo abandonado. Poco más de tres metros cuadrados conformaban ese espacio. Al fijarse bien, lo primero que se le vino a la mente fue que era como un jardín: estaba cubierto de pasto, y en un rincón había unas flores que irradiaban un colorido brillo. No había ventanas que revelaran ese lugar, el sol no alcanzaba el fondo a esas horas de la tarde, de modo que no hacía ni calor ni frío. Casi no se escuchaban las voces de sus compañeros, quienes reían a lo lejos; en cambio, lo que escuchaba era el suave trino de los pájaros, el viento que rozaba las puntas de los altos árboles que incluso desde ahí podía observar y su calmada y silenciosa respiración. El cielo se veía incluso más azul en esa zona, y podía apreciar las nubes y sus formas sin la menor dificultad. El lugar era tranquilo; callado. Sentía que por fin podría estar a salvo de las demás personas. De ahora en adelante, se quedaría ahí todos los días, en su propio paraíso.
Los días en la escuela eran bastante normales, los alumnos buscaban divertirse, y los profesores intentaban controlarlos y enseñarles el hábito de estudiar. En esa escuela, por alguna razón, era más sencillo tener a los chicos calmados, cosas que otras escuelas intentan sin ningún éxito. Cada vez que cualquier alumno intenta pasarse de listo y los maestros los reprendían, los alumnos terminaban por hacerles caso con una creciente frecuencia, en parte también por la influencia de las críticas de los demás compañeros que sí mantenían el control, y en parte por los mismos maestros que incitaban al orden. Los profesores a veces desconfiaban de ellos, y pensaban que los alumnos, como muchas generaciones antes que ellos, no pensaban más que en ellos mismos, y en lo que les podía afectar a sus diversiones e intereses.
En un día cualquiera, donde estaban casi todos los grupos en el patio principal mientras se oían risas en todos lados, ocurrió algo inesperado, como para decir que no todo era color de rosas. Cada individuo estaba atendiendo sus propios asuntos, cuando de repente, del alto de las escaleras se vio como una chica caía de una gran altura, cayendo estrepitosamente en el piso. Al principio nadie se movió, todo fue tan repentino. Pero casi al instante, unos de los chicos que más desorden causaban, con Sergio pisándoles los talones, salieron corriendo hacia uno de los edificios cercanos, mientras los demás, confundidos por lo que esos chicos habían ido a hacer, se acercaron a la chica para ver en qué podían ayudar. La chica gemía de dolor, y se agarraba la pierna, que estaba doblada de un modo espeluznante. Nadie sabía que era lo que podían hacer con una lesión de esa magnitud. Sin embargo, en seguida volvieron los que habían salido corriendo, y resultó que habían ido a informar del incidente rápidamente a la enfermera de la escuela. Ambos chicos traían consigo una camilla, y a la misma enfermera, quien inmediatamente se puso a trabajar, poniéndolo hielo en la herida, al tiempo que los chicos se llevaban a la chica a la enfermería.
En pocos minutos, la enfermera se dio cuenta de que no podía hacer mucho, ya que un hueso y varios ligamentos estaban rotos, y muchos de los músculos fueron desgarrados. La chica seguía muy asustada, pero la enfermera le dijo que solo tendría que llamar a una ambulancia, y la enviaría directamente al hospital más cercano, porque en su consultorio no había lo necesario para la operación.
Sergio fue el que se adelantó a la enfermera. Llamó al hospital e informó rápidamente lo que había sucedido y gracias a él acudieron rápidamente los doctores en ayuda de la chica. En cuanto llegaron, pocos minutos después, los doctores hicieron su trabajo. Por suerte, no había sido nada de gravedad.
La chica que había salido herida se mostró muy agradecida con sus salvadores, y les agradeció su ayuda. En pocos minutos llegaron los padres de la chica que se llamaba Andrea, y se mostraron muy serios cuando dijeron que la habían mandado al hospital.
– Estamos aliviados por todo lo que ha hecho esta escuela por nosotros -dijo su mamá, mientras veía como la ambulancia se llevaba a su hija- Pero me temo que… bueno…
– No tenemos los recursos necesarios para pagar la operación -completó su marido- ¿Será posible que lo paguemos por partes?
Al escuchar eso, la maestra que era responsable del salón en el que estaba Andrea, intervino, con la intención de apoyarlos.
– De eso no se preocupe -dijo- Estoy segura de que, entre todos mis alumnos, y con la ayuda de mis colegas, podremos reunir el dinero necesario.
Y con la idea en mente, informó de ello a la dirección del colegio, y concordó con la idea de recaudar fondos para la operación. Los alumnos no se quejaron ni mucho menos. Al contrario, todos se mostraron entusiasmados con la idea de ayudar a su compañera, e incluso, varios contribuyeron con más dinero del que los profesores habían solicitado. De esa forma quedó claro que los alumnos de sus clases eran buenas personas, cosa que los padres de Andrea no cesaban de repetir.
Los profesores aún tenían que lidiar con ciertos problemas que causaban sus alumnos, pero también se dieron cuenta de que no por ello eran unos delincuentes. Los que más lata daban, eran también los que más rápidamente habían ido a buscar ayuda, y parecían totalmente dispuestos a hacer lo que sea con tal de salvar a una compañera. Sin embargo, se les hacía un poco extraño que Sergio fuera el que pensara en llamar al hospital antes que a nadie más, ya que era bastante callado, y mucho menos pensaron que fuera el que más dinero había aportado para que Andrea se recuperara. Claro, ninguno de ellos sabía por lo que Sergio había pasado. Y para fortuna de Sergio, nadie se atrevió a preguntarle.
Ya habían pasado casi tres meses desde el accidente de su compañera, cuando Andrea volvió a las clases nuevamente. Para todos los demás era muy entretenido ponerle dibujos en su yeso, o escribirle deseos para que mejorara. Sin embargo, Andrea se desconcertó un poco cuando su principal salvador se negó a ponerle nada. El caso fue que Sergio, después de contribuir a la causa, no veía ninguna razón por la cual debería hablar con los demás. Nadie se explicaba su timidez. Sergio volvió a la simple rutina que tenía: ir a la escuela, dirigirse hacia su escondite secreto, leer, volver a casa. Sergio no quiso decirle a nadie que la razón por la cual ayudó a Andrea fue porque no quería ver a ninguna persona lastimada otra vez. Era difícil para él no sentir pena o dolor cuando alguien sufría. Le recordaban bastante a lo que le había pasado a él mismo.
Y él seguía con su vida secreta. Nadie podía descubrir adónde iba, ya que él nunca entraba a su escondite si había alguien que pudiera verlo. Nadie era tampoco consciente de qué era lo que él hacía en ese edificio contiguo, donde seguía asistiendo el hombre alto con una mochila. Ese hombre parecía mucho más alegre y abierto de lo que Sergio había sido con sus compañeros, aunque el hombre alto tampoco les respondía nada, insistiendo que era menester que no intervinieran.
De modo que Sergio siguió siendo un misterio para el resto de sus compañeros y profesores. No había nadie que pudiera afirmar que Sergio era su amigo, o siquiera alguien cercano. Era inevitable que les llamara la atención. Aun así, ya no había muchos momentos para preocuparse por Sergio, porque el segundo semestre se les echó encima. Ya nadie se divertía, todo el tiempo era empleado para estudiar, hacer tareas, proyectos, presentaciones, y lo peor de todo, estudiar para los exámenes. Muchos de ellos eran bastante difíciles, sobre todo porque se trataban de temas que apenas y habían visto, o les causaban dificultades. Por fortuna, incluso los que menos interés tenían en estudiar se pusieron a trabajar en lo que tenían que hacer. Entre todos se ayudaban: estudiaban juntos, se respondían preguntas que tenían, y si quedaba tiempo, se podían relajar un poco, y disfrutar un poco con los demás antes de que la noche llegara, y estuvieran tan cansados que tenían que irse a dormir a sus respectivas casas.
Pero no era así para Sergio. Era inexplicable, pero parecía que lo único que hacía era guardar silencio en las clases, entregar lo que tuvieran que entregar, y no había ido a pedir ninguna ayuda por parte de los demás, ni nada.
Sin embargo, era de a los que mejor les iba en los exámenes, y no era el mejor por muy poco. Muy extraño. Todos suponían que cuando nadie lo veía, estudiaba como loco.
En realidad, Sergio no estudiaba absolutamente nada. Solo ponía extrema atención en clase, y cualquier actividad que les pusieran, la acababa al instante. También, si tenía tarea, o algún proyecto, o lo que sea, la hacía inmediatamente después de que terminaran las clases. Así, podía sentirse tranquilo, y se aseguraba de que sabía todo lo que podía venir en un examen.
Después, volvía a su escondite secreto, que ahora lo llamaba La Jardinera, ya que, a fin de cuentas, esa parecía ser su función. Ahí disfrutaba enormemente de los momentos en que la pasaba solo. Solía ponerse algo tenso cuando escuchaba que alguien se acercaba, pero se acostumbró al comprobar que realmente parecía ser el único que conocía ese lugar, y terminó por dejar de ponerles atención. No estudiaba tan intensamente como la mayoría, solo repasaba lo que pensaba que se le dificultaba más, y con eso siempre era suficiente.
A veces los demás alumnos le preguntaban a él si le gustaría estudiar con ellos, o incluso que les explicara ciertos temas, pero jamás lograban convencerlo. Claro, había quienes pensaban que hacía trampa, copiaba, sobornaba, o que usaría cualquier truco con tal de aprobar. Pero cuando quisieron probar aquella hipótesis, quedaron totalmente sorprendidos: Sergio resolvió los problemas o cuestiones que le plantearon de forma correcta, y ni parecía esforzarse. Sin embargo, no respondía de manera profunda, detallada o con entusiasmo; sino de manera fría, cortante, directo al grano y de manera vacía, que no siempre lograba expresar la totalidad de la respuesta, y a menudo tenía que responder más de una vez para que los demás entendieran, aunque cada vez le preguntaban menos, por como respondía y por lo serio que siempre parecía estar.
A muchos les incomodaba, o hasta preocupaba la forma de ser de Sergio, pero pronto aprendieron que era mejor dejarlo solo, a dejar de apabullarlo con preguntas que nunca obtendrían una respuesta. Muchos creían que, en algún momento, le iría mal en alguna evaluación, o proyecto o tarea, lo que sea, pero no. Simplemente a Sergio se le daba bien la escuela.
Y, para sorpresa de muchos, nadie reprobó ninguna de las evaluaciones que tuvieron, lo cual era un pequeño milagro considerando que estaban en preparatoria. Todos estaban contentos con sus resultados, pero nadie seguía sin saber qué era lo que hacía Sergio. ¿Lo sabría alguien en alguna ocasión? Quién sabe.
Lo que nadie sabía era que Sergio se sentía cada vez peor. Pensar en sus padres le resultaba cada vez más doloroso, lamentaba aún más su pérdida, y se sentía culpable por ello. Así que continuó alejándolos de su mente, y siguió leyendo, y leyendo, hasta que empezó el último parcial, y tuvo que exigirse a sí mismo un poco más de esfuerzo. Los profesores se sorprendieron cuando incluso Sergio hablaba un poco para preguntar alguna duda que tenía, ya que él casi no hablaba en clase. Así, con todo el estrés sobre ellos, los alumnos se concentraron al máximo para poder pasar el año. Incluso Sergio se tuvo que esforzar más de lo normal, mientras por su cabeza pasaban todo tipo de problemas que hacían que le dieran muchas vueltas a la cabeza. Y por fortuna, todos lo consiguieron. Fue un gran logro para la escuela que en toda una generación nadie reprobara ni una sola materia. Parecía que todo iba a salir perfecto.
Hasta que, en medio de una clase, Sergio se cayó de su asiento y su cuerpo comenzó a convulsionar.
Como ocurrió en el caso de Andrea, algunos salieron corriendo para avisar a la enfermera sobre el asunto. En cuestión de minutos, ella se encontraba ahí, mientras los demás le procuraban a Sergio respirar, y calmar su cuerpo.
– ¡Apártense! ¡¿Qué fue lo que pasó?!
– No lo sé, estaba explicando este problema, cuando de repente colapsó.
– Su frente está caliente, ¿le habrá dado calentura?
– Pero toda la semana estuvo igual, y jamás le había ocurrido algo así…
– ¿Llamamos al hospital? ¿Le traemos una pastilla?
– Puedo conseguir a un doctor que vive cerca de aquí…
– ¿Está bien?
– ¿Ayudamos en algo?
– De acuerdo -exclamó de repente la doctora, sobresaltando a todos- Según veo, solamente se desmayó por la presión excesiva, además de que el calor en este salón pudo contribuir a ello. Ustedes -dijo, señalando a los que la habían llamado- Cárguenlo hasta mi clínica, esto sí que puedo remediarlo.
En seguida le hicieron caso, y pronto Sergio se encontraba inconsciente en una cama de la enfermería. La enfermera se puso a trabajar, y con una máscara adherida a una máquina, le permitió a Sergio respirar mucho mejor, mientras le inyectaba un tranquilizador en el brazo. Pronto, Sergio se encontraba más tranquilo, y rescatándolo de sus pesadillas, la enfermera lo reanimó un poco, mientras le quitaba la máscara.
– Vaya susto les diste a todos, muchacho, desmayándote de esa manera en medio de una clase…
– ¿Qué…? ¿Qué pasó? ¿Dónde…? -y sin previo aviso, vomitó con fuerza a un lado de la cama, mientras los compañeros que aún lo acompañaban, retrocedieron para evitar el impacto.
– ¡Santa madre de Calcuta! -exclamó la enfermera.
De inmediato acudieron algunos intendentes que se hallaban cerca y limpiaron el desastre. Sergio se sentía increíblemente débil y mareado, así que se recostó, con el asqueroso sabor del vómito impregnado en su garganta. La enfermera le alcanzó un vaso con agua, y él se la bebió a grandes tragos, tratando de respirar acompasadamente y recuperar el aliento.
– Eso está mucho mejor, chico -dijo la enfermera, cuando Sergio se acostó nuevamente- Ahora descansa, que has tenido un día bastante largo. Pero no te preocupes, dentro de poco estarás en condiciones de volver a clases. O, mejor dicho, de irte a tu casa, te espera un largo fin de semana, ya que no hay clases hasta el miércoles. Ahora, ¿te importaría decirme alguna razón por la cual te hayas sentido tan presionado? -le preguntó la doctora.
Sergio gimió débilmente y se volteó para recostarse, pero no respondió.
– Ha de ser por los exámenes -dijo la enfermera, como hablando para sí- A veces creo que los hacen trabajar demasiado, y eso les causa mucho estrés, lo he vivido tan bien como tú. Y no pienso quedarme cruzada de brazos sin hacer nada, no señor. Le mostraré mi queja ante el director del colegio, a ver si él puede hacer algo al respecto. Pero bueno, aquí tienes -se acercó a Sergio con una píldora y otro vaso con agua- Tendrás que tomártelo todo, y ya verás cómo mañana te sentirás mucho mejor, tú tranquilo.
El chico se tomó la píldora sin protestar, a pesar de que tenía un gusto horrible, y que casi hizo que le volvieran a dar arcadas. Luego tomó un poco de agua, y se sintió un poco mejor. Le dio las gracias a la enfermera e intentó dormir. Pero no podía. Otra vez le había entrado la ansiedad que había sentido después de la muerte de sus padres, y la presión de los exámenes había hecho que todo resultara insoportable. Nada más salió la enfermera, ocultó la cara en la almohada, y se dispuso a dormir. El peso de su cuerpo se hacía cada vez mayor, y no sabía si sería capaz de soportarlo, era demasiado. No podía hablar de ello con nadie sin que las sombras de su pasado volvieran a atormentarlo, y ni su propia familia podía consolarlo. Estaba solo.
No hubo más remedio que permanecer en esa cama, desesperado por dormir y desear que nunca despertara otra vez. Parecía imposible que, en algún momento de su vida, él pudo haber sido feliz. ¿Quién sabía si algún día volvería a ser el mismo? Nadie sería capaz de ayudarlo, y él tendría que arreglárselas por su cuenta. Y cuando sentía que todo caería nuevamente sobre él, su cuerpo se rindió ante todo lo que lo oprimía, y milagrosamente, se quedó dormido.
A la mañana siguiente se sentía más estable, y ya no creía necesitar nada más del hospital. La enfermera, por supuesto, no pensaba igual, y le ordenó que se quedara en la cama hasta que ella lo considerara adecuado. Después de unas cuántas revisiones, y de volver a tomar sus medicamentos, la doctora lo dejó ir, y Sergio pudo regresar a su casa, ya que le habían dado el día libre para que descansara.
Como era de esperarse, en cuánto entró a su casa, sus primos y su tío se abalanzaron sobre él, acribillándolo con preguntas.
– ¿Estás bien? ¿Qué te hicieron? -exclamó Carmen.
– ¿Te duele algo, necesitas agua o alguna medicina? -le dijo Armando.
– Te prepararé algo en menos de lo que canta un gallo, unos buenos tacos, con un poco de agua de Jamaica… -planificó Carlos
– Te cuidaremos hijo, no te preocupes -arregló tío Franco.
En medio de todo ese alboroto, por primera vez en mucho tiempo, Sergio se sintió un poco en paz. Le conmovió que su familia se preocupara tanto por él, y que estuvieran tan dispuestos a hacer lo necesario para que él se recuperara. Y por primera vez, recordar a sus padres no le llenó su corazón totalmente de tristeza.
– Estoy bien, solo me mareé un poco, eso es todo. Además, me atendieron de inmediato, así que no hay problema.
Y en ese mismo día, pasó un tiempo con su familia. Ayudó a hacer la cena, y después de eso se fueron a la sala de estar y jugaron dominó por un buen rato. Luego Carlos sacó una baraja, y jugaron póquer, apostando dinero, que resultaba mucho más divertido e interesante que sin apuestas. Entre partida y partida, el salón se llenaba con las arbitrarias voces de distintos comerciales que promovían sus productos o servicios. En algún momento de la noche, el tío Franco se quedó dormido, tanto había trabajado ese día. Lo llevaron a su cama, y lo dejaron dormir. Aprovechando que su padre ya no estaba, los tres hermanos comenzaron a excederse con sus apuestas, e hicieron cosas tales como bromas a los vecinos, revelar algún secreto, molestar un poco a Sergio, y muchos retos en los cuales se incluían los contenidos de dos botellas de vino. Carlos, al tener veinticinco años, ya estaba bastante acostumbrado a sus efectos, y no se inmutó en lo absoluto, Carmen, quien tenía 22, no fue tan afectada por el vino ingerido, aunque sí que estuvo más desorientada que de costumbre, pero Armando solo tenía diecinueve años, no lo manejaba para nada bien, pronto tosió con fuerza, y se puso a hacer cualquier tontería bajo los efectos del alcohol. Hasta bien entrada la noche detuvieron la partida de póquer, y vieron una serie que era tan cómica, que ni siquiera Sergio pudo reprimir una que otra carcajada. Y lo disfrutó todo. Por fin se sintió más feliz desde que había pasado esa fatal tarde con sus padres. Cuando se acostó, recordó que, a pesar de todo, aún tenía familia que lo quería, y él los quería a ellos. Faltaba tiempo para que él se sintiera con la libertad para hablar como solía hacerlo. Pero parecía que las cosas por fin comenzaban a mejorar, y él estaba dispuesto a recuperar su vida perdida.
A la mañana siguiente, se despertó mucho más animado de lo que había estado desde hacía ya mucho tiempo. Vio el reloj. Apenas eran las siete de la mañana, pero él no tenía nada de sueño. Se vistió y bajó a la cocina, donde Carmen, con un delantal puesto, estaba haciendo el desayuno.
– Buenos días, Carmen -le dijo.
– Buenos días, Sergio -respondió ella, algo sorprendida, ya que Sergio no solía saludarla así, pero también estaba complacida.
– Hmmm, eso huele bien. ¿Son tortas?
– Sí, hoy es sábado, y como tus primos y tu tío se despiertan un poco tarde estos días, tengo que darles un buen desayuno.
– ¿Y tú por qué te despiertas tan temprano? -preguntó Sergio.
– Es natural -respondió Carmen- Siempre me he despertado a esta hora, no importa que día sea. Además, me gusta cocinar, de modo que aprovecho para hacer el almuerzo.
– Genial, te ayudo -dijo Sergio, con cierto entusiasmo que incluso a él le sorprendió, pero ninguno de los dos lo mencionó.
Unos veinte minutos después, yacían en la mesa unas exquisitas tortas de jamón con queso, carne de cerdo, crema y verduras, con unas pequeñas aceitunas encima, acompañados de un refrescante jugo de naranja natural hecho en casa. Como para alegrar la visión, Carmen puso un pequeño florero con unas rosas totalmente rojas en la mesa.
Mientras esperaban, Carmen, aprovechando que Sergio se veía de buen humor, le contó sobre lo que le ocurrió en la semana.
– …amiga Susy ha estado muy rara esta semana, no se juntó mucho con nosotras en los tiempos libres, ni en la salida, y cuando le preguntamos si quería ir a un concierto, nos dijo que ya tenía planes. ¡Imagina mi sorpresa cuando la encontré besándose con el novio de Laura en los casilleros de atrás! Me quedé muda. Cuando me vieron, él huyó rápidamente, y ella me suplicó que no le dijera a nadie, pero una noticia cómo ésta no se puede pasar por alto. ¡Ups, ya te lo dije a ti! Bueno, no digas nada, es un secreto. Como sea, después en la semana hicimos un viaje al laboratorio de la ciudad, no podrías creer todo lo que nos enseñaron, no entendí ni la mitad de lo que nos explicaron, y de regreso, uff, hacía un calor tremendo, fue un verdadero alivio cuando salimos del autobús. A propósito, ¿te enteraste? Es posible que en tu escuela haya nuevos profesores, hubo una huelga hace poco, pues están exigiendo un mayor salario. La verdad no sé si realmente les vaya a servir de algo, muchas veces los terminan por ignorar…
En eso momento entró Armando, bostezando y todavía en pijama.
– Ay wey… Mi cabeza… -se tumbó en una de las sillas- No debí apostar con Carlos… Sabía que tomarme… todo ese vino sería… una mala idea… -instantes después le sobrevino una fuerte arcada, ladeó la cabeza y vomitó sobre la alfombra.
Sergio solo atinó a alejarse de su primo. Carmen, con cara de asco, salió de la cocina y volvió con un trapeador en la mano, y empezó a limpiar el piso. Asegurándose de que ya no vomitaría más, Sergio ayudó a su primo a sentarse en la silla. Recordó como él mismo había vomitado el día anterior y se compadeció de Armando. Éste, al ver la comida, se acercó y se llenó la boca con las tortas. En minutos se acabó dos de ellas y empezó una tercera antes siquiera de que Carmen hubiera acabado de limpiar el suelo. Apenas y pudo tragar cuando se llevó la jarra de jugo a la boca y se bebió la mitad, dejándola caer con un resoplido.
-Ahhhh, mucho mejor. Gracias, hermana -eso no le hizo ninguna gracia a Carmen, quien tanto esmero le había puesto al desayuno. Sergio la conocía, y antes de que explotara, le dijo a Armando:
– Bien, pero ¿qué crees que diga el tío Franco cuando sepa que te bebiste todo ese vino? Como están las cosas, no creo que Carmen valla a quedarse callada -le dijo Sergio con expresión seria.
La cara de Armando palideció al instante.
– No, no, no, no, ni se te ocurra decirle nada, por favor. Me matará, no te imaginas como se puso cuando supo cómo me fue en el examen… -balbuceó Armando.
– Entonces, ven y ayúdame a hacer otros, a menos que quieras que le diga a papá que… -le replicó Carmen.
Armando sacudió su cabeza con miedo, e inmediatamente se puso a sacar los ingredientes, intentando que se vieran tan bien como los de Carmen. Carmen lo vio con un poco de enojo en los ojos.
– Perdón, Carmen -le dijo Armando, mientras sacaba las primeras tortas- No debí comer así, te prometo que no lo volveré a hacer, perdóname.
Había tanta pena en la cara de su hermano, que Carmen decidió perdonarlo, y volvió a ser la de siempre. Entre los tres pusieron las tortas en la mesa y se sentaron.
Solo habían pasado unos minutos cuando el tío Franco bajó de las escaleras y se acercó a la mesa.
– Buenos días, papá -saludó Carmen.
– Hola corazón -le dio un beso en la frente a Carmen- Hola hijo -se dirigió hacia Armando. Éste se puso un poco tenso, pero por la forma en que el tío Franco pasó de largo, no se dio cuenta de nada.
– Hola, tío.
– Hola, Sergio. Oh, te ves más animado hoy. Bueno no te puedo culpar, ayer fue una gran noche, muy divertida. ¡Tortas! Mis favoritas. Gracias, hija, en serio tenía hambre hoy.
– En realidad, lo hicimos entre los tres -le explicó Carmen.
– ¿En serio? -se asombró. Los tres asintieron- Muy bien muchachos, así es como un verdadero caballero debe ser, sigan así. Y no solo en la cocina, en todas las labores del hogar. No me sorprendería que, alguna niña les echara el ojo. -miró con suspicacia a Armando, ya que él es el que más se ha interesado en ese asunto. Claro que Armando no pensaba discutirlo con su padre, de modo que no dijo nada, y siguió comiendo lo que no se había terminado.
– Bueno -dijo el tío Franco, apartando la mirada de su hijo menor- Hoy es un día libre, así que les propongo esto: iremos al zoológico, hay nuevas exhibiciones, y se habla mucho sobre la de los reptiles, hay nuevos especímenes de lagartos y serpientes. ¿Qué opinan?
Todos asintieron.
– De acuerdo, solo esperamos a que sea un poco más tarde, a que se despierte Carlos, y nos iremos. No ha de tardar mu… ¿Esperen, huelen eso? Es como… vino… del 67…
Todos se asustaron al darse cuenta de que no habían lavado nada la noche anterior. La botella que habían usado estaba tirada en un rincón de la cocina. Y el olor también emanaba un poco de Armando, quien no se había limpiado, y ahora se arrepentía. Vieron como el tío Franco ladeaba su cabeza, tratando de deducir de donde podía surgir ese aroma. Se levantó y trató de seguir la fuente del olor, tan adiestrada estaba su nariz con los vinos. Se dirigió a la repisa donde guardaba sus botellas, buscando.
– Mierda -murmuró Armando.
Asustado, Sergio dirigió su mirada hacia Carmen, quien tenía la misma expresión de miedo que él. Nada de lo que dijeran podía explicar porqué había una botella desaparecida de su repisa, y era cada vez más seguro que los descubriera.
Pero, de repente, a Sergio se le ocurrió una idea. Una idea muy débil, pero era lo único que podía pensar en el momento. Tomó la botella que aún estaba en la sala, donde la dejaron el día anterior. Sacó rápidamente una copa sin que su tío lo viera, y la llenó con lo poco que quedaba de la botella, y la llevó a donde estaba su tío. Carmen, quien también estaba desesperada, sacó el ambientador que siempre llevaba consigo, corrió hacia la sala, y echó todo lo que pudo a su alrededor. Luego volvió a la cocina, donde Armando estaba paralizado de miedo, y le susurró:
– ¡Lávate un poco, quien sabe lo que te puede llegar a hacer si te descubre…! -el aludido no esperó a que se lo repitieran, y salió despedido hacia el baño. Cerró con seguro, e intentó quitar el hedor de su cuerpo, pero no era fácil, ya que solo contaba con el agua del lavabo, y un pequeño jabón que había en el lavabo.
El tío Franco, distraído con sus botellas, se extrañó al ver que faltaban unos cuantos de sus preciados vinos, pero Sergio llegó ante él, y le ofreció la copa.
– Lo siento tío, se me olvidó dártela en el desayuno. Debió ser lo que estabas oliendo, porque no la cerré. Tengo que decir que saqué la botella de aquí, espero que no te moleste.
El tío puso cara de duda, pero tomó la copa, y bebió un sorbo.
– Bueno, es de mañana, pero da igual, al fin y al cabo, esa botella ya estaba abierta. No le haces ningún daño a nadie, sobrino -y le dio unas palmaditas en la espalda.
Por fortuna, en ese momento llegó Carlos, quien fue lo suficientemente listo para bañarse antes de irse a dormir.
– Buenos días -dijo
– Hola -saludaron todos.
El tío Franco, aún desconcertado por lo de sus botellas, se distrajo cuando vio a Carlos.
– Buenos días, hijo. Mira estábamos viendo que, como es sábado, podríamos todos salir un rato y divertirnos, y creemos que ir al zoológico es una buena idea. ¿Qué te parece?
– Suena bien. Al fin y al cabo, dicen que las nuevas exhibiciones son muy buenas.
– Ok, no se diga más, nos vamos en una hora, estén listos.
Y se fue escaleras arriba a cambiarse, aun dudando de sus botellas.
Carlos se puso a desayunar, y solo había dado unos mordiscos cuando Armando salió del baño, y susurró:
– ¿Ya puedo salir? -Sergio asintió, y Armando corrió a su cuarto, donde se apresuró a subir las escaleras, seguramente para asegurarse de que ahí tampoco oliera nada.
– ¿Qué pasó? -preguntó Carlos.
Carmen y Sergio se miraron. Ella recogió los platos, y se dirigió a la cocina.
– Explícale tú -dijo Carmen con una sonrisa.
Fue un día bastante divertido. De camino al zoológico, mientras esperaban a que el tío Franco comprara las entradas, Sergio le susurró a Carlos lo que ocurrió, y en lugar de preocuparse, sorprenderse o inquietarse, lo que hizo fue reírse de su hermano menor.
– Eso te pasa por pendejo -y se rio aún más al ver la cara que ponía Armando.
Al llegar al zoológico, vieron con entusiasmo los animales que había ahí, desde un pequeño mono de la selva, hasta un enorme elefante africano. Se subieron a un pequeño vehículo que los guió alrededor del zoológico, mostrándoles toda clase de animales: flamencos, hienas, coyotes, leones, canguros, jaguares y koalas. También fueron a un acuario, lleno de criaturas extrañas, peces que tenían espinas por su cuerpo, tiburones más pequeños que una persona, sombrías rayas venenosas que estaban fuera de su alcance, y muchas otras especies más. Por supuesto, fueron a la nueva exhibición de reptiles, que, por mucho, fue la mejor visita de todas. Admiraron las enormes serpientes, capaces de matar a varias personas con una pequeña porción de veneno, y a una de las más grandes que tenía más de 6 metros de largo, y era tan ancha como el muslo de un hombre.
Los lagartos de distintos colores que comían los insectos que ellos mismos lanzaban fueron un gran susto para Carmen, quien se asustó mucho cuando uno de ellos casi se le sube por el brazo. Los guías le dijeron que no se preocupara, que no hacían daño, y que era libre de tocarlos si quería. Pero ella se negó rotundamente, asqueada por los cuerpos escamosos de las criaturas.
Fue un gran día, y Sergio se sintió muy feliz de estar con su familia. No creía que ese día hubiera sido mejor, lleno de risas, descubrimientos, y animales interesantes. Aún seguían hablando de los reptiles cuando emprendieron el camino de vuelta a su casa. Era tan tarde que, cuando pidieron pizza para cenar, casi no les aceptaron la orden, pues estaban a punto de cerrar.
Todos disfrutaron de la pizza, y al terminar se fueron a dormir, excepto el tío Franco, ya que a esa hora pasaban un partido de fútbol, y según las propias palabras del tío, eso garantizaba una buena botana, y una ida al baño.
Sergio no cabía en sí de felicidad, se había divertido, había convivido con su familia, comió muchas cosas deliciosas a lo largo del día, (mantenía que las tortas habían sido lo mejor), y las clases no empezaban hasta el miércoles.
Sergio se preguntó qué haría todo ese tiempo, y resolvió pasar todo el tiempo con sus primos y su tío, y una vez más, se dio cuenta de cuánto los quería, y de que no los cambiaría por nada en el mundo.
Sí que había sido un gran día.
– ¿QUÉ DEMONIOS HACE ESTA BOTELLA EN EL BAÑO? ¡¡¡NIÑOS!!!
Sergio abrió los ojos. Habían olvidado por completo que no había sido una, sino DOS las botellas con las que habían jugado la noche anterior. Se levantó con las piernas temblándole de miedo. Todos bajaron, sintiendo prematuramente la furia de Franco Estrada, quien los esperaba con los brazos cruzados fuera del baño de la sala.
Al día siguiente, Sergio aún recordaba los gritos que le había dado su tío. Nunca lo había regañado, lo que le hizo sentirse bastante mal consigo mismo y, sin embargo, no fue tan horrible como había esperado. Al principio, les hizo hablar sobre porqué estaba esa botella ahí, y se deshicieron en explicaciones sobre los inocentes e inofensivos retos que sus tres hijos se habían hecho el uno al otro, asegurándole que Sergio, el menor de todos, no había consumido ni un miligramo de alcohol, aunque ellos sí que habían tomado. Al terminar de hablar, el tío no hizo más que quedarse parado ahí, observando a sus hijos, en rastro de cualquier cosa que indicara que estaban mintiendo. Por fin, después de lo que parecieron horas, decidió creerles, y que esperaba que nunca más lo volvieran a hacer sin su consentimiento. Claro, hubo repercusiones por sus acciones. El castigo fue mucho más severo para Armando, puesto que apenas era un mayor de edad y actuaba de manera muy irresponsable; le cayeron dos meses sin salir con los amigos, sin televisión, ni videojuegos. Carmen y Carlos no tenían permitido ir a ningún centro comercial, cosa que hacían con frecuencia en compañía de sus amigos. En cuanto a Sergio, que no había tomado nada, se pasó el resto del fin de semana sin ningún libro, ni cómic, ni nada que pudiera leer, por tratar de encubrir lo ocurrido.
Pero, como era el tío Franco, se aseguró de que no pasaran mal el tiempo que tuvieran que aguantar el castigo, así que sacó varios juegos de mesa para que se entretuvieran, los cuales los mantuvieron bastante entretenidos ese domingo. Sin embargo, solo fueron Sergio y Armando los que tenían los siguientes días libres, ya que el tío Franco y Carlos tenían que trabajar, y Carmen dijo que en las tardes siguientes tenía que ir a quien sabe dónde para una práctica de modas.
– No me lo puedo perder por nada del mundo, realmente creo que con esto ya voy a poder empezar a trabajar -les explicó- Además, mis amigos dicen que asistirá un diseñador experto, quien tal vez, después de ver mis diseños, me quiera aceptar en su equipo para diseñar en toda una empresa de ropa.
Ni Sergio ni Armando se atrevieron a negarla, ya que seguramente habría otros diseñadores talentosos, pero confiaban en que Carmen fuera lo suficientemente buena para ser aceptada. Después de todo, Carmen ya llevaba un tiempo haciendo diseños. Carmen estaba muy emocionada, y ella, con gran confianza y entusiasmo, salió de la casa, agradeciendo la suerte que le deseaba su familia.
Como solo estaban ellos dos en la casa, salieron a jugar fútbol en la cochera, Sergio de portero, y Armando de jugador.
Sergio tenía que reconocer que Armando jugaba bastante bien. Los tiros iban con mucha potencia, si quería le salían los tiros con chanfle, engañaba al portero, burlaba muy bien, y era bastante seguro de sí mismo; se arriesgaba a jugar el balón de una manera que no todos los jugadores se atreverían a hacer. Claro, no siempre funcionaba, pero cuando lo hacía, era fantástico.
Se pasaron varias horas jugando, hasta que se cansaron y regresaron a la casa, donde Carmen los esperaba con una refrescante agua de Jamaica en la mesa. Cuando entraron, ella estaba barriendo la sala, y a pesar de que se veía cansada, no les permitió que la ayudaran, y los mandó a sentarse en la mesa. Sergio se sentía un poco mal de que Carmen se hiciera cargo de la mayoría de las labores del hogar, y sabía que, por más gracia que le encontrara el tío Franco al asunto, Carlos y Armando en verdad querían ayudarla.
Cuando se lo hizo saber a su primo, éste negó con la cabeza.
– Ya hemos hablado de esto con ella, y nos dice que, si en verdad queremos ayudarla, solo no tenemos que estorbarla cuando trabaja en la casa. Según esto, le gusta. Lo único que realmente nos deja hacer es limpiar los trastes, lavar la ropa, y una que otra vez hacer la comida. Lo que no le gusta es que desperdiciemos lo que ella hace, ya viste como se puso cuando me comí todas esas tortas, pero bueno, no estaba pensando con claridad esa vez. Una vez intenté trapear un poco la cocina, y cuando me vio… Bueno, te puedes dar una idea por cómo reaccionó mi papá con lo del vino. Lo heredó de él. Se puso histérica. Me arrebató el trapeador, y terminó todo antes de que se me ocurriera hacer algo más. Ni siquiera mi papá puede hacer algo al respecto. Lo más que podemos hacer es agradecerle por todo lo que hace, por lo menos eso la hace sentir mejor.
Aun así, Sergio quería hacer algo, ahora que se sentía mucho más cercano a su familia. Creía que Carmen se estaba esforzando demasiado con lo relacionado a la casa. ¿Qué pasaría si le daba un colapso, y no había nadie para ayudarla? A pesar de lo que había dicho Armando, decidió por lo menos tratar de razonar con su prima, ya que, si eso continuaba, algo verdaderamente grave podría ocurrir. No dejaría que su relativa recuperación fuera en vano.
Cuando volvió a la casa vio a su prima limpiando la cocina. Se acercó tímidamente hacia Carmen.
– Hum, Carmen, ¿podría hablar un momento contigo?
– Si, un momento Sergio, ya casi acabo.
– Es precisamente de eso de lo que quiero hablar.
Eso llamó la atención de su prima, y detuvo lo que hacía. Carmen vio que hablaba en serio, así que se dirigieron a la sala, se sentaron a hablar, con sendas jarras del agua de Jamaica de la que antes había hecho Carmen.
– Bueno, es que me preocupas mucho Carmen. Te la pasas casi todo el día limpiando y arreglando la casa, apenas sin un descanso. No sé porqué lo haces, pero si nos permitieras ayudarte, aunque solo sea un poco…
– No, Sergio -lo cortó Carmen- Me gusta mucho limpiar la casa, regar las plantas, cuidar de ustedes. No quiero que ninguno se canse más de lo necesario.
– Pero si tú misma te cansas más que nosotros, si nos dividimos las tareas, acabaríamos más rápido, todos descansaríamos más…
– Ya hablé con los demás sobre esto, y yo quiero ser la que se encargue de la casa. Te agradezco que te preocupes por mí, Sergio, pero ya me acostumbré a hacerlo.
Una sensación fría le bajó hasta el estómago la menor de la familia.
– No -dijo Sergio- No voy a permitir que te excedas con esto. Te quiero mucho Carmen, y te voy a ayudar con la casa, quieras o no.
Y sin más preámbulos agarró la escoba y salió al patio. O ese era su plan, hasta que Carmen lo agarró, y sujetó la escoba.
– Ya te lo dije, yo me encargo -dijo Carmen, con una voz amenazadora que Sergio nunca le había escuchado. Pero no se acobardó.
– No, yo te ayudaré. Perdóname, pero no te entiendo. ¿Por qué no dejas que nadie te ayude, aunque estés al borde del colapso?
– No puedes decirme cuanto pueda o no resistir, Sergio.
– ¡Nada más mírate, Carmen! Estás pálida y débil. Necesitas descansar.
– Sergio, no me hagas repetírtelo otra vez. Suelta la escoba.
– ¡No! -Sergio puso todas sus fuerzas en quedarse con la escoba.
– ¡Suéltala! -le gritó Carmen
– ¡No! -repitió.
Logró asirse con la escoba, y salió corriendo. Oyó los gritos e Carmen que le decían que volviera, pero no hizo caso y subió las escaleras. Ahí se encontró con su tío Franco, quien lo miraba sorprendido, con los ojos desorbitados.
– Sergio, ¿qué pasa? -le preguntó.
– ¡Es Carmen, no quiere que nadie le ayude con los deberes de la casa! -explicó Sergio.
– Oh no, otra vez no -dijo el tío, volteándose hacia la escalera, a tiempo para ver a su hija subiendo y resoplando.
– Dame… la escoba… ahora… -jadeó.
– Hija, tranquila, tranquilízate un momento… -trató de decir el tío Franco.
– ¡No! ¡No voy a dejar que nadie se lastime! ¡Si los dejo hacerlo, podrían desmayarse, excederse con los deberes, y terminar por darles un ataque al corazón! Eso le pasó a mamá… y… y… -Carmen cayó sobre sus rodillas y comenzó a llorar.
Su padre se arrodilló junto a ella, y la abrazó, también con lágrimas en los ojos.
– Hija, sé que lo que le pasó a tu madre fue horrible, pero mira cómo te está afectando a ti ahora. Está bien que no quieras que nadie se canse más de lo que ya nos cansamos, pero tú eres la que más sufre por ello. No puedo evitar que quieras atender la casa, pero por favor, hija, te ruego que nos dejes ayudarte. No tienes que cargar con todo tu sola. Tus hermanos te quieren, Sergio te quiere, y yo te quiero. Ya no puedes seguir con esta vida.
Carmen, se separó un poco de su padre, y se enjugó las lágrimas, mientras asentía débilmente.
– De ahora en adelante, todos contribuiremos al bienestar de esta casa, ¿está bien? -dijo tío Franco.
– Por favor, Carmen -suplicó Sergio.
Carmen tardó un poco en responder.
– Es que… todos hacen tanto…
– ¡Por supuesto que nos sentimos cansados! -se apresuró a decir Sergio- Pero eso no nos impide al menos hacer algo.
– Es cierto -dijo el tío Franco- Y en verdad, ¿en serio crees que a tu madre le habría gustado que tú te hundieras mientras nosotros nos relajamos, sin hacer nada? Claro que no.
Carmen se levantó poco a poco, y cuando estuve de pie, los abrazó a los dos.
– Gracias, muchas gracias, los quiero mucho -dijo Carmen, sollozando sobre sus hombros.
– Y nosotros a ti, hija -el tío Franco la abrazó con más fuerza.
Sergio asintió. Había sido muy repentina la razón por la cual había fallecido su tía, pero hasta ese día no había preguntado por los detalles. De modo que fue un exceso de trabajo. Y se alegró de que Carmen por fin se decidiera a descansar un poco más. Armando y Carlos llegaron más tarde, y rápidamente Carmen se disculpó por evitar que ellos la ayudaran.
– No importa, Carmen -dijo Carlos- Ahora todo será mucho más rápido, y podemos hacer otras cosas cuando hayamos acabado.
Armando asintió, y le dio a su hermana un enorme abrazo, el cual ella aceptó, agradecida.
Desde ese día, todos hacían parte de los quehaceres, y ningún miembro de esa familia dejó que nadie se cansara demasiado, contentos de por fin estar de acuerdo en ese asunto.
Sergio se sintió un poco abatido, pues la reacción de Carmen le recordó mucho a como él se había sentido cuando su propia tragedia ocurrió. Sacudió su cabeza y apartó esos pensamientos de su mente. Al fin y al cabo, el miércoles tenía una presentación, y quería que le fuera bien.
Los últimos días que la pasó libre se pasaron mucho más rápido que sus primeros días en esa casa, señal de que se sentía aunque sea un poco mejor. Sin embargo, a pesar de sentirse más cómodo con su familia, Sergio no se sentía de la misma forma con sus compañeros.
Sus compañeros le seguían pareciendo demasiado ruidosos y molestos, muy habladores o bromistas, algo que él ya había dejado de hacer desde hacía tiempo. Sin embargo, todos se sorprendieron cuando lo oyeron hablar en la presentación que les habían dejado para que hicieran en el puente. La voz de Sergio era más grave de lo que pensaban, su tono era mucho más cálido y calmado de lo normal, a diferencia del tono agresivo, frío y cortante que conocieron el año anterior. Pero lo más intrigante fue el entusiasmo con el que habló. Nunca lo habían escuchado hablar así. Lo que pasó fue que, en clase de español, tenían que hacer una presentación de tema libre. El punto era que hablaran de algo con lo cual puedan mostrar su forma de hablar, de expresarse, de convencer a los demás sobre sus intereses, y demás.
Y Sergio decidió hacerlo sobre los tiburones. No un tiburón en específico, más bien en general, pero le bastó con eso. Les explicó sobre cómo la gente les tiene un temor injustificado hacia tales criaturas, posiblemente sobre sus dientes, su apariencia agresiva, las historias y películas que tratan de tiburones que siempre muerden, y atacan a las personas, entre toras cosas. Nada de eso era cierto. Los tiburones son guiados más por su instinto que por querer atacar a los humanos a propósito. Lo que mucha gente considera un ataque es más bien una acción de protección o de curiosidad por parte de estos peces. Los tiburones casi no comen humanos, ya que su dieta se basa en animales mucho más grasosos, como las focas y los leones marinos, en tanto que las personas, en comparación, proporcionan un muy bajo valor nutricional al cuerpo de un tiburón. Un tiburón ataca a un máximo de doce personas al año, menos de la mitad de esas personas mueren, mientras que los humanos matan varios millares de ellos al día.
Sergio también habló sobre la importancia del tiburón en el mar, ya que para un tiburón se le es más sencillo comer animales enfermos heridos o viejos, ya que son más fáciles de atrapar que los más jóvenes. De ese modo mantiene limpio el océano, garantizando que los que sobrevivan sean los más fuertes, lo cual puede conllevar a una evolución en ambos casos.
Habló sobre la forma de vida de los tiburones, que ellos, a diferencia de la mayoría de los peces, no pueden mantenerse a flote, y tienen que mantenerse en constante movimiento para no ahogarse. Habló sobre las tácticas que utilizan para atrapar a su presa, llegando a altísimas velocidades para poder atrapar a su alimento.
Habló, y habló, y habló. Nadie lo interrumpió, ni siquiera la maestra. Cuando acabó, todos se quedaron callados. Luego uno, dos, cinco, nueve aplausos se oyeron en el fondo de la clase, a los que se les fueron añadiendo más hasta que todos empezaron a aplaudir, incluso se oyeron algunos vítores. Les agradeció con un movimiento de su cabeza su atención, y se dirigió hacia su asiento sin decir ni una palabra más. Pero se sintió bien. Aunque no le hablara a alguien en específico, le sentaba bien volver a hablar. Los demás hablaron sobre guerras, enfermedades, modas, el espacio, teorías, todas muy interesantes, pero al final de la clase, la maestra tuvo que admitir que la exposición de Sergio había sido la mejor. Eso hizo que Sergio se sintiera un poco incómodo al superar a sus compañeros, pero eso le dio que pensar. No sabía que hablar se le diera bien. Ni tampoco que fuera tan capaz de ganarse la atención de las personas, a pesar de evitarlas la mayoría del tiempo. Tampoco sabía que podía informar sobre un tema de su interés a todo un grupo de personas. Debió de ser algo que aprendió después de haber leído tanto. Era una posibilidad. Pero no quería hablar tanto con los demás. Solo dialogó en ese momento por ser parte de la clase. En cuanto acabó la clase agarró sus cosas y se fue a La Jardinera.
Ahí se puso a leer, como de costumbre, y como ya había acabado la presentación de la clase de español y no le habían encargado ninguna otra tarea, se sintió libre de quedarse en La Jardinera el resto del día. Fue un día tranquilo. Se había llevado unos sándwiches que habían hecho entre Armando y él, y tenía que decir que les quedaron buenísimos: tenía mayonesa, mostaza, queso, jamón, lechuga, tomate, crema, cebolla, y todo bien tostado, lo cual le daba una textura crujiente al sándwich.
No hizo nada más que comer y leer. Oía como sus compañeros jugaban, hablaban, corrían, se divertían, pero nada de ello le importó. No le cabía en la cabeza que alguna de esas personas podría volverse su amigo, ya que nadie podría entender lo que él había sufrido.
Pero como había cada vez más personas, el ruido que hacían era bastante audible, incluso dentro de La Jardinera. No quiso seguir escuchándolos, así que se puso de pie, guardó sus cosas, y asegurándose de que nadie podía verlo, salió de su escondite secreto. El ruido provenía de una de las canchas que había cerca de la entrada, y a pesar de que se hallaba considerablemente lejos, hacían un alboroto exorbitante. La causa de ello era un evento que tenía lugar en la escuela, una competencia entre colegios que jugaban baloncesto, fútbol, atletismo, balonmano, o voleibol.
Todo eso no le interesaba en absoluto a Sergio, por lo que dio media vuelta y se dirigió a su casa.
Cuando entró, vio a Carlos en la cocina, donde se podían oler unas enchiladas, que él mismo había preparado para los demás.
– Ya por fin puedo cocinar más a gusto -le comentó- Carmen nunca me dejaba hacerlo, y ésta receta es de la abuela, quien tenía buenas manos y hacía unos platillos buenísimos.
Sergio salió de la cocina, venciendo la tentación de probarlos de antemano. La verdad era que olían bastante bien, pero se preguntó porqué no estaba ahí Carmen. Luego escuchó el frufrú de ropa que se arrastra en el piso de arriba, y fue a ver qué sucedía. Ahí vio a Carmen, quien revisaba con detenimiento un vestido que probablemente ella misma había hecho.
– ¡Hola, Sergio! ¿Cómo te fue en la escuela? -lo saludó alegremente.
– Bien -respondió- ¿Tú que haces?
– Nada más checo un vestido que hice, ya que mis amigas me dicen que me quedó bien. Pero pienso que me pudo haber salido mejor; tal vez debí poner unos remiendos más, o más adornos por el área de la cintura. Pero bueno, lo que ahora me están pidiendo es que diseñemos un nuevo tipo de ropa, algo que no hayamos hecho antes para ver que tanto hemos aprendido de los diferentes estilos que hay -se le iluminó la cara, como si se le hubiera ocurrido una idea repentina- Quizás me puedas ayudar… Sí, buen porte… estás dentro de la talla… -miró con atención la figura de su primo- Sergio, ¿crees que pueda tomar tus medidas para mi diseño de ropa? Me parece que puedo hacer un nuevo estilo en las ropas que utilizan los hombres; son de las pocas prendas que no he confeccionado. Irá más dirigido a chicos de tu edad. Además, es difícil que alguien acepte que lo mida, porque ningún hombre que yo conozca le gustaría contribuir a la confección de más ropa, pero te aseguro que con una vez que me dejes medirte será suficiente, las demás veces ya las puedo hacer yo. ¿Qué dices? -lo miró casi rogándole.
Sinceramente a Sergio tampoco le gustaba mucho la idea de hacerse pruebas ni medidas de ropa, pues él no le ponía mucha atención ni a la ropa que él mismo usaba. Pero parecía que la idea la entusiasmaba mucho a Carmen, y solo le estaba pidiendo que le ayudara a hacer otra tanda de ropa, tampoco era que le dijera que sería un modelo de tiempo completo.
– Bueno, está bien, pero no tendré que ponerme toda la demás ropa, ¿verdad? -le preguntó Sergio, inseguro.
– ¡Ah, no! En donde estoy estudiando hay maniquíes que nos dan lo necesario para hacer más ropa a partir de un boceto hecho previamente, pero el boceto en sí es lo que me falta, porque tengo que ver qué tan largo sería la manga de un brazo, que tan ancho de la zona del pecho y todo lo demás. Y creo que tu podrías ser una base muy buena para el boceto que necesito. ¿Entonces, sí lo harás?
– Sí, sí, lo haré, pero no me lastimes ni nada, ¿ok? Ya vi los alfileres con los que trabajas. Todos filosos y largos, en serio que me dan escalofríos esos alfileres -le advirtió, aunque con una sonrisita en su rostro
Ella se limitó a reírse.
Después, se dirigieron a la sala, donde Carmen le indicó que se quedara parado, lo más quieto posible. Luego, con una cinta métrica, le midió sus extremidades, el torso, el cuello, la cintura, del codo al hombro, del hombro a la muñeca, de su cuello a su cintura, el ancho de sus hombros, alrededor de su cabeza, el ancho de sus brazos y piernas, y así siguieron como por veinte o treinta minutos.
Cada vez que Carmen se concentraba, y dejaba la cinta métrica a centímetros de él, Sergio experimentaba una curiosa sensación, cómoda, cálida. Le gustaba. Carmen ya tenía las medidas que necesitaba, y lo comenzó a cubrir con una especie de tela, que aseguró alrededor de Sergio hasta tomar las medidas que ella había hecho. Después, con un plumón negro, marcó la tela para que las medidas no se le olvidaran, y le quitó todo de encima a su primo.
– Muchas gracias, Sergio. Ahora puedo hacer yo misma el boceto que me servirá para todos los estilos que quiera hacer, y el profesional me insinuó que le gustaban más mis diseños, además de que lo hago más rápido que las demás. ¡Creo que ya voy a poder trabajar en diseño de modas de verdad! -comentó muy contenta.
– No hay de qué Carmen, me agrada que por fin puedas seguir tus ambiciones -le respondió Sergio.
– ¡Claro que sí! Ahora, si me disculpas, me gustaría trabajar en unos diseños más, antes de que se me olviden…
– Ok, bye.
Carmen se fue a su cuarto, murmurando algo sobre bordes y detalles. Sergio se fue al suyo. Se quedó un buen rato acostado sin hacer nada. Luego se le vino un pensamiento repentino a la mente. Parecía que su felicidad sólo podía obtenerla con sus primos y su tío. ¿Cómo es que no se sentía cercano ni cómo con nadie más? No era solo que no hablara con nadie, ni siquiera pensaba que la demás gente lo fuera a entender. ¿Se habría equivocado?
No lo sabía. Pero su prioridad era el examen de matemáticas que tenía al día siguiente, por lo que desconectó la mente y se puso a dormir.
Resultó que sus preocupaciones eran infundadas, pues el examen se le hizo muy fácil. Pasaron unos 30 minutos cuando por fin terminó, sin muchas dificultades. Como era la última clase que tenía, y ya no había nada más que hacer, se sintió libre de ir a La Jardinera. Hizo lo habitual. Se aseguró de que nadie lo siguiera, y se metió por debajo de los arbustos, y entró en La Jardinera. Pero había algo que no cuadraba. No se trataba del cielo inusualmente nublado, cuando los meses anteriores había estado soleado. Tampoco el hecho de que había salido antes de clases, algo que en todas las demás clases era imposible. Ni tampoco que los demás le hablaran de repente como si se conocieran de toda la vida, a pesar de que nunca les había dado una oportunidad. Ni siquiera que, justamente ese día, ningún profesor les dejara tarea ni proyectos, ni nada que hacer.
Nada de eso era lo inusual. Lo que ese día era distinto era que, dentro de La Jardinera había alguien.
Una chica.
Sergio estaba sorprendido, lo cual era mucho decir, dada como era su personalidad. Pero ahí estaba, una chica de cabello algo corto para ser una mujer, suelto, de un negro profundo. Sus ojos eran grandes, su nariz era pequeña, sus labios se notaban finos, pintados de manera perfecta de un tono rojo muy llamativo. Vestía una camisa oscura sin mangas, pantalones azules, y tenía una pequeña bolsa violeta a su lado. Estaba leyendo.
Sergio registró todos esos datos, y no supo que hacer. En su mente le preguntaba a ella qué hacía ahí, cómo se llamaba, le decía su propio nombre, pero nada de eso ocurrió. En la realidad, se quedó callado.
Y eso no era todo. Aunque estaba seguro de que ella lo había visto cuando entró, no se movió ni un centímetro de dónde estaba, ni dio el menor signo de saber que él había ingresado en La Jardinera. Cambió de página. Pasaron en silencio unos minutos. Ella se quedó callada. Y tras unos segundos de vacilación, Sergio se empezó a sentar lentamente, como dudando. Luego sacó un libro y comenzó a leer.
En seguida se vio inmerso en su lectura, ajeno a los acontecimientos a su alrededor, sin enterarse de si tenía hambre o frío, ni fue consciente de sí mismo. No supo cuánto tiempo pasó hasta que, en medio de un capítulo, fue vagamente consciente de que ella se levantó y se fue. Sergio no levantó la vista de su libro, tan interesado estaba en la historia. Sin embargo, después de unos segundos de soledad, de algún modo la chica logró entrar en su mente, y detuvo su lectura. Oyó los pasos de ella alejarse de ese sitio y Sergio se extrañó. Luego comprendió porqué se le hizo tan raro. Nunca se le había ocurrido la posibilidad de que alguien más conociera ese lugar, aunque supuso que, si uno era realmente explorador o curioso, podría encontrarlo sin muchos problemas. Pero la gente que patrullaba por el colegio seguramente tenía la mente ocupada en otros asuntos. ¿Quién sería esa chica, a la que no le dijo ni una palabra, y que ni siquiera había visto? Era muy misterioso, y se le hizo muy curioso que ella tampoco le hubiera dicho nada. ¿No le habría resultado raro que un extraño entrara en un lugar tan apartado como aquél, y sin mediar palabra? ¿Lo conocería a él, o jamás lo había visto antes?
Era realmente muy anormal lo que le había ocurrido ese día. Sergio intentó obligarse a pensar que nada cambiaría en su rutina diaria. Fue inútil. No podía sacarse a esa chica de su mente.
Los siguientes días transcurrieron de la misma manera: cada vez que Sergio entraba a La Jardinera, ella estaba ahí. Ninguno de los dos decía nada, lo único que se alcanzaba a escuchar de parte de los dos eran sus respiraciones, y el hojear de sus libros.
Lo único que le preocupaba a Sergio era que, después de verificar que ese era un lugar agradable, ella trajera a más personas. Pero los días pasaron y Sergio comenzó a pensar que ella también prefería estar sola. Aparentemente tenían algo en común.
Sin embargo, en lugar de quedarse ahí el resto del día, la chica se marchaba varias horas antes de que anocheciera. Quién sabe lo que haría en todo ese tiempo.
Eso sí, después de mucho tiempo, Sergio reanudó sus actividades en el edificio contiguo, donde, por fortuna, ni siquiera la chica se había acercado. Todavía había quienes se empeñaban en averiguar qué era lo que Sergio practicaba ahí, pero después de que entrara, nunca lo veían otra vez hasta al día siguiente. Ese edificio debía tener más de una salida.
Así pasaron varias semanas, y en ese tiempo Sergio se dio cuenta de que comenzaba a aburrirse. Hacer lo mismo todos los días era algo tedioso, incluso con el constante cambio de libros. Tenía que distraerse con algo. Buscó en la casa cualquier cosa con la cual se pudiera entretener, y mientras buscaba, encontró una caja de madera, dibujada con cuadrados a lo largo de toda la caja, intercalando los colores blanco y negro.
La abrió, y dentro había unas piezas también divididas en blanco y negro. Las reconoció de inmediato. Era un tablero de ajedrez. En ese momento entró su tío Franco, quien regresaba de trabajar.
– Tío, ¿de quién es este tablero?
– ¡Ah, sí! Es mío. Lo dejé ahí, porque ya no hay nadie que quiera echar una partida -le explicó su tío.
– Bueno, yo no tengo nada que hacer, ¿quieres jugar conmigo? -se ofreció Sergio.
El tío Franco meditó unos instantes.
– De acuerdo, pero hace mucho tiempo que no juego, habrá que ver si aún tengo el toque…
Y vaya que aún tenía el toque. Sergio había desarrollado una extraordinaria paciencia que lo ayudó a mover con sabiduría sus piezas, pero no era rival para todos los años de experiencia que tenía el tío Franco. Su tío lograba engañarlo para comerse unas de sus piezas más valiosas, le hacía jaque de las maneras más inverosímiles, y le ganaba tan de repente, que Sergio tuvo que retroceder un poco en las jugadas para saber con exactitud lo que el tío Franco había hecho. Después de perder seis veces consecutivas, Sergio se rindió.
– Wow, tío, ¿dónde aprendiste a jugar así?
– Tu abuelo me enseñó a jugar cuando yo era joven, pues pasábamos muchas horas jugando. De ahí fue que saqué todas mis jugadas, y la verdad tu estilo de juego me recuerda mucha al que usaba él. Te equivocaste al creer que podías usar mucho la reina, pero no te culpo; es la pieza preferida de muchos. Te recomiendo que uses más el caballo, ya que salta las demás piezas además de que puede hacer jaque con cierta facilidad.
Exhausto, Sergio asintió, complacido. Ambos se dirigieron hacia la cocina, a tiempo de ver a Carlos y a Armando poniendo la cena en la mesa. Esa noche habían hecho unas hamburguesas al carbón. Los primos de Sergio llevaban más de una hora preparándolas, y la verdad fue que les quedaron riquísimas: mayonesa en el pan, combinado con queso, jamón, aguacate, lechuga, tomate, y una jugosa carne cocinada a la perfección. Fue una cena maravillosa.
Y después, Sergio retó a sus primos a seguir jugando ajedrez, ya que su tío se había ido a dormir. Carmen prefirió observar, ya que no le gustaba mucho jugarlo, pero Armando y Carlos eran casi tan buenos como su padre. Y Sergio siguió el consejo de su tío: usó más el caballo. Para su sorpresa, resultó ser que, al usar el caballo en lugar de la reina, se le abrieron muchas más posibilidades de atacar, y le ganó tres veces a Armando, e incluso una a Carlos, aunque ellos le ganaron a él también. Carmen los animó a todos. Cómo ya era muy tarde, fueron a acostarse. Sergio estaba tan cansado que se durmió en cuanto su cabeza tocó la almohada.
Y soñó. No soñó con alguna técnica de ajedrez, como cabría esperar, sino con la chica con la que se “juntaba” en La Jardinera. ¿Habría estado pensando en ella todo ese tiempo? No sabía qué esperar de todo aquello, al fin y al cabo, no era del todo consciente de que era un sueño, pero aun así no entendió lo que ocurría. Ella solamente se le quedaba mirando, como esperando una respuesta, y como él no recordaba que le hubiera dicho nada, se quedó igualmente callado. Pasó mucho tiempo hasta que ella se levantó y se fue. Justo cuando él se incorporó también, abriendo la boca para preguntarle su nombre, se despertó. En ese momento, se dio cuenta de que ella le interesaba. Quería saber más sobre ella, como nunca lo había hecho con nadie más, y se sorprendió a sí mismo preguntándose cómo le haría para hablar con ella. Pero sacudió la cabeza. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, e iniciar una conversación era particularmente difícil para él. De modo que abandonó la idea, pero no la esperanza, de algún día poder hablar con ella.
Llegó el segundo semestre que Sergio pasaba en la preparatoria, y habían pasado más de cinco años de la muerte de sus padres. Sus calificaciones se encontraban entre las mejores, y, aunque él no había contribuido a ello, los demás lo saludaban con franqueza. Tal parece que su presentación de los tiburones le ganó el aprecio de los demás, incluso en otros salones. Le hablaban un poco más, lo trataban de incluir en los proyectos, y él no se podía rehusar cuando necesariamente los proyectos eran en equipos, pero procuraba no hablar con nadie y trabajar en silencio. Nunca hablaba más de dos veces por sesión, pero para al menos ser educado, se despedía de los demás al irse.
Tanto los alumnos como el profesorado ya no lo consideraban como el misterioso e introvertido chico que conocieron el semestre pasado. Ahora era más como el tímido e inseguro, aunque Sergio sentía que en la escuela él no había cambiado nada. Ya conocía a varios de sus compañeros de vista, incluso a varios de nombre o apodo: Matías, Zeus, el Bryan, Sebas, Dani, el Tanque, el Panda… Sin embargo, nunca había visto a la chica que iba a La Jardinera, ni siquiera en los tiempos libres. Solo aparecía en su escondite secreto.
– Pero en alguna clase debe de aparecer -se decía Sergio a sí mismo dentro de su mente- Luce como de mi edad.
Pero por el momento, eso no le preocupaba mucho. En su casa, las cosas se habían vuelto muy interesantes. Su tío Franco se había jubilado de la fábrica en la que trabajaba, y ahora se estaba volviendo un gran aficionado del golf. Carmen trabajaba con el profesional que había conocido, ya que ella había sido la mejor de la exhibición, y ella usaba constantemente la base que había hecho con las medidas de Sergio. Y Armando seguía entrenando muy duro para entrar a un equipo profesional de futbol, cosa muy probable según su entrenador.
Y Sergio no sabía qué estudiar. Demostraba las aptitudes básicas para la mayoría de las clases que tenía, aun cuando no demostraba interés en hablar mucho, por lo que no se sentía muy atraído por trabajos y carreras en las que estuviera involucrada la convivencia con mucha gente. Era lo suficientemente trabajador para que lo aceptaran, pero si no le gustaba hablar, no podría realizar varias de las necesidades de los empleos, de modo que dejó ese tema para cuando descubriera en lo que fuera realmente bueno. Tenía una esperanza… lo que hacía en el edificio de al lado de la escuela podía ayudarlo… Pero tendría que revelar lo que hacía ahí dentro, y no creía que fuera el momento, de modo que lo dejó pendiente.
Por el momento se contentó con atender a las clases y tener buenas notas, así no tendría problemas en caso de que la cuestión se tratara de las materias aprobadas. Y le iba bien. En cada proyecto, tarea, examen, o lo que sea, él siempre obtenía la mejor de las opiniones, por lo que la escuela no le preocupaba mucho. No había forma de que hablara con las demás personas además de su familia, aunque era cada vez más normal que lo saludaran. Y lo que hacía, lo que le gustaba, adónde iba seguía siendo un misterio, porque nadie nunca lo encontraba al terminar las clases. Él continuaba su vida en La Jardinera, donde se sentía a gusto y tranquilo. O por lo menos así era hasta la llegada de “ella”.
Y “ella” era la misma chica que había visto hace unos meses.
Siempre estaba ahí cuando él entraba. Nunca se habían dicho nada, ni siquiera un susurro, ni saludo ni despedida, nada. Nunca supo cómo pasó tanto tiempo sin que ocurriera ninguna novedad.
Un día se estaba sucediendo como siempre: Sergio estaba leyendo en silencio dentro de la Jardinera, con su misteriosa acompañante frente a él. De repente, Sergio se dio cuenta de que lo observaban. Levantó la vista y se sorprendió al ver que ella lo miraba, con sus ojos fijos en los de él. No dijo nada. Pero la forma en la que lo miraba, como esperando algo de él, lo inquietaba. Sin embargo, la imitó y se quedaron mirando el uno al otro en silencio. Los libros quedaron olvidados. Buen rato había pasado, cuando ella por fin desvió la mirada, y, sin previo aviso, se levantó y salió de La Jardinera. Ese episodio no se repitió, y los siguientes días ambos leyeron hasta que la noche se cernió sobre ellos y abandonaban el lugar.
Sergio no podía dejar de pensar en ella, la forma en la que sus ojos se mantenían fijos en los suyos, de un agradable color marrón. Y ahora que lo notaba, era muy, muy linda. Su cabello, tan negro como el carbón, le caía apenas sobre los hombros, era más baja que él, su piel era de un tono claro, su nariz era recta, algo pequeña, y (no pudo evitar avergonzarse recordarlo) tenía curvas que la hacían ver aún más atractiva. No sabía cómo la había pasado por alto, aunque casi nunca había visto a alguna chica de esa forma, y todas ellas antes del incidente de sus padres. Después no había pensado más en las personas que lo rodeaban, pero ella le despertó un interés que no sentía desde hacía tiempo. Pero era solo eso: un simple interés. Sólo la vio como una chica bastante linda, pero no pudo registrar ningún sentimiento dentro de él, más que una ligera emoción de verla otra vez. Pero cuándo al día siguiente volvió a verla en La Jardinera, lo único que hizo fue admirarla un rato antes de volver la atención a su libro.
Volvió a sentir las ganas de hablar con ella, interrumpiéndose a sí mismo cada vez que intentaba abrir la boca. Abría la boca y nuevamente la cerraba, preguntándose qué demonios podría decir. No obstante, en seguida desistió, consciente de que estaba adentrándose en un área de la cual él no era un experto. Ella parecía ser similar a él en cuanto a su actitud, y no lucía deseosa de iniciar una conversación. Además, Sergio no llamaba tanto la atención, sobre todo con respecto a su aspecto, pues, a diferencia de ella, Sergio no tenía nada por lo cual nadie se fijaría. Tanto su cabello como sus ojos eran negros, pero no eran llamativos, su nariz era un poco larga y su piel era morena, con brazos y piernas musculosos, que siempre ocultaba con la ropa que usaba, un pantalón y una chamarra sin adornos. Lo más llamativo de él era su actitud que mostraba frente a todo: sin involucrarse, silencioso y vacío.
No pensaba que ella tuviera muchos amigos, aunque sospechaba que, de poder elegir, él no estaría en esa lista. De modo que se calló, y no volvió a pensar en intentar ser amigo de ella. Sin embargo, no podía evitar pensar que ansiaba, por primera vez en mucho tiempo, estar junto a alguien. Anheló los momentos en los que se veía con sus amigos, que se habían separado con el pasar de los años, y no había hecho ningún esfuerzo en tratar de encontrar nuevas amistades. Como solía pensar, solo lo distraerían o fastidiarían, sin dejarlo en paz, haciendo ruido y molestando.
Por eso no entendía ese repentino interés por ella. Ella, esa linda chica con la cual no había mediado palabra, ambos mantenían distancias, y que ni siquiera sabía su nombre, y seguramente ella tampoco el suyo. Sergio entablaba más conversación con los que trabajaba en proyectos que con ella. No la conocía, no sabía nada de ella, donde vivía, si tenía familia, en qué grado estaba, que clases le gustaban, si vivía sola, no tenía ni la más remota idea sobre ella. Por lo tanto, era tan raro que quisiera ser amigo precisamente de alguien del que no sabía nada. No sabía la razón, pero algo lo unía a ella, sentía que tenían algo en común, algo que, si lograba saber qué era, se romperían todas las demás barreras y todo saldría a la luz.
Pero no tenía idea. Esa tarde, Sergio se levantó antes de lo esperado, y ella le dio una rápida ojeada antes de volver a su lectura. Sergio se retardó un poco por si se le ocurría algo que decir, pero no se le vino nada a la mente, así que se fue. Sin embargo, en lugar de irse a casa, fue al edificio contiguo, con la intención de distraerse de sus pensamientos, y hacer algo más. Su profesor no lo esperaba ese día, pues siempre acordaban un día distinto para que nadie le siguiera la pista, y se habían puesto de acuerdo para verse dos días después. Pero algo de entrenamiento no le vendría mal. Tenía que cuidar los músculos que había logrado desarrollar en todo ese tiempo. Porque lo que hacía ahí era boxear. O por lo menos golpeaba con fuerza y velocidad un saco que su profesor, quien en realidad solo era su vecino, le prestaba a él. Lo único que hacía su vecino era acostarse en un rincón y se tomaba una siesta. Sergio lo conoció cuando intentaba pensar en otra cosa que no fueran sus padres, y buscaba algo en lo cual ocupar la mente. Claro, descubrió los libros, pero a veces su desesperación era tal, que no sentía que fuera suficiente. Fue ahí donde su tío Franco le presentó a su vecino, el señor Alfredo Jiménez. Tío Franco pensó que le podría enseñar algunas cosas que podrán entretenerlo, por lo que el señor Jiménez le habló de su juventud, de los tiempos en que era un gran boxeador profesional. Ahora estaba alrededor de sus cincuenta, capaz y sesenta, pero aún conservaba ese porte elegante y alto por el cual sus oponentes lo respetaban. Por eso le prestaba a Sergio los sacos con los cuales solía practicar. Tanto por la seguridad de Sergio y de sus queridos sacos, su vecino se quedaba ahí para asegurarse de que, por lo menos, todo se mantuviera en orden. Su mera presencia, aunque durmiera, era suficiente para que Sergio no se volviera loco, y armara un escándalo. Éste se sentía en paz en esos momentos, desahogándose con los sacos su penas y penurias. No era lo mismo que dejarlo salir en la confianza de otra persona, pero le bastaba, por el momento.
Pero no ese día. No estaba su vecino, ni el saco de boxeo. El edificio abandonado estaba tan cubierto por grafitis y pintarrajeadas, que nadie sentía ningún interés por ver lo que ocurría adentro. En cuanto se aseguró de que nadie lo seguía, Sergio se dispuso a encontrar su ropa deportiva, en especial unos zapatos que su tío le había regalado para que entrenara. De hecho, su vecino y su tío eran “compañeros de botella” como se decían a sí mismos. No hace falta describir porqué se llamaban así. El chico les tenía cariño a esos zapatos, pues resistían bien la fricción del piso y se veían bien. Le habían entrado unas ganas repentinas de correr un rato, de sentir la falta de aire en los pulmones y el fuego en las extremidades. No podía salir, claro está, pero el edificio era de cinco pisos, así que se le ocurrió subir y bajar todas esas escaleras lo más rápidamente que pudo, sin detenerse. Una y otra vez las subió y bajó. Sus piernas le ardían, su corazón latía a gran velocidad, pero aun así siguió y siguió, hasta que se dio cuenta de que habían pasado casi dos horas desde que había empezado, y no se había tomado ni un descanso. Se sintió orgulloso. Y adolorido, claro. Pero se sintió bien. Era ya bastante tarde, y sus parientes ya se deberían de estar preguntando donde estaría, así que se encaminó a su casa, corriendo como lo había estado haciendo. Justo cuando él llegó, Armando también lo hacía, e igualmente venía sucio y jadeante.
– ¡Hola Sergio! ¿De dónde vienes? -lo saludó Armando.
– Hola Armando. Eh, de ningún lugar interesante. Vengo del edificio cerca de mi escuela, pues me puso a correr -jadeó Sergio.
– Pues mejor entramos, llevamos mucho tiempo afuera.
Cuando entraron, vieron al tío Franco con una aspiradora en la sala.
– ¡Vaya chicos, ya es tarde! Se tardaron bastante -los reprendió.
– Perdón papá, es que mi entrenamiento se extendió más de lo esperado, pero valió la pena, metí dos goles.
– Y yo me quedé corriendo mucho ahí en el edificio contiguo a mi escuela.
– ¿Qué no ibas con Alfredo ahí los jueves, Sergio? -se extrañó el tío Franco.
– Si, pero hoy quería correr un poco, solo, a ver cómo me iba. Y la verdad creo que me fue bien.
– Muy bien, pues Carmen y Carlos ya casi acaban de cenar, y eso que los esperaron. Pero como no llegaban, decidieron empezar sin ustedes. Anden, ya están sus tacos en la mesa.
Fueron hacia la cocina, donde unos deliciosos tacos al pastor, con cilantro, cebolla y salsa reposaban encima de la mesa. Los hermanos de Armando estaban acabándose los suyos cuando ellos entraron.
– ¡Ya era hora! Nos moríamos de hambre esperándolos. Aaagghh. No tiene caso preguntar qué estuvieron haciendo, se les nota y ¡Uf! Apestan -dijo Carlos, con una mirada de asco nada más se sentaron.
– Bueno, al menos vale la pena -dijo Armando- Cada vez convenzo más y más a mi entrenador de que estoy listo para entrar a un bueno equipo.
– Eso es bueno, demuestra que en realidad le estás echando ganas -opinó Carmen.
Sergio y Armando se sentaron y comieron con avidez, pues había sido un día bastante duro, pero gratificante. Ninguno de los dos habló, tan concentrados estaban en la comida, a la vez que escuchaban a Carlos y a Carmen, que parecían hablar del misterio de un asesinato en una serie que estaban viendo.
– …opinando que es un error. Mario es inocente. Estoy completamente segura de que fue Irene, ya sabes lo celosa que estaba de Karla -decía Carmen.
– Sí, lo sé, pero mira los hechos -la contradijo Carlos- Mario tenía marcas de sangre en su auto, y era el único que estaba cerca de la escena del crimen cuando todo ocurrió. Y no lucía del todo inocente, borracho como estaba y con una botella ensangrentada en la mano.
– Es muy probable que la sangre que había en su coche era de Mario mismo, y que se había lastimado él solo por accidente. Que sintiera algo por Karla podría sugerir porqué se dirigía hacia allá. Y también por qué no se acuerda de nada.
– Pero es de las pocas personas que podían entrar en la casa de Karla sin que ella abriera. A muy pocos les había confiado Karla sobre la llave que ocultaba en la grieta de la pared. Y sinceramente eso fue una tontería. Cualquiera pudo haber entrado si a Karla se le soltaba la lengua y decía que la llave estaba ahí, independientemente de que ella fuera tan olvidadiza y despistada.
– Tú mismo lo dices, eran pocas las personas que sabían que la llave estaba ahí, e Irene era una de ellas. Y recuerda que además de Mario y de Irene solo había otras dos personas que sabían de esa llave, y esas personas eran Alex y Fernanda. Pero Alex estaba de vacaciones y muchos atestiguan que Fernanda estaba en su casa. Irene era la única que estaba fuera de su casa, algo lejos, pero estaba afuera. Y es evidente que usaron la llave, porque ninguna de las posibles entradas estaba forzada, y hallaron la llave en la misma casa.
– Es cierto, pero Mario tenía problemas con Karla, no importa que él la amara, esas cosas ocurren. Incluso Karla había insinuado que Mario se estaba volviendo muy violento últimamente, debido al alcohol.
– Eso no significa que fuera culpable, y él estaba profundamente consternado por la muerte de Karla.
– ¿Y cómo no lo iba a estar? Cualquiera se alteraría si se despierta con cruda y descubre que es un asesino.
– Bueno -intervino Armando, cuando ya estaba terminando de cenar- Hoy mismo veremos quién es el culpable, personalmente pienso que fue Mario, la evidencia es casi irrefutable.
– Y por ese mismo casi, es por lo que yo pienso que Mario es inocente -añadió Sergio- Puede que Irene, después de acabar con Karla, quiso incriminar a alguien, y la persona que le quedó más a la mano fue Mario.
– Bueno ya veremos -suspiró Carmen.
Y resultó que sí, Irene no solo había incriminado a Mario, sino que lo había planeado con anterioridad: lo emborrachó unas horas antes y le dijo que debería de mostrarle a Karla los hermosos retratos que había pintado, y éste estuvo de acuerdo. Se encaminó hacia allá, e Irene se le adelantó sin que nadie lo notara. Acabó con Karla, a quien envidiaba. Lavó todo, con la intención de no dejar marcas, y puso el arma en el auto de Mario, y con la sangre que él mismo se hizo con la botella, cubrió el arma, las marcas y lo que sea que ella hubiera tocado para que las huellas y el ADN que la policía descubriera fueran de Mario, a quien detestaba profundamente. Hubieran incriminado a Mario si no fuera porque, en una parte de su propio antebrazo, Karla se había escrito el nombre del perpetrador antes de morir: Irene. Y gracias a las cámaras de seguridad y después de una ardua interrogación, lograron que Irene confesara.
– ¡Ja! ¿Ven? Yo tenía razón. ¡Mario es inocente! -exclamó Carmen.
– Si, por esta vez tenías razón -aceptó Carlos, derrotado- Pero dudo que en el próximo capítulo la tengas otra vez. Casi siempre soy yo el que le atina al culpable.
– Quien sabe, tal vez te sorprenda Carlos -dijo Carmen, sonriendo.
Después terminó el programa, y todos se fueron a dormir. Una vez más, Sergio se durmió pensando en la suerte que había tenido al tener una familia como aquella. Si pudiera tener amigos que fueran como su familia, tal vez se animaría a hablar más, pero no. Nadie podía disfrutar de las mismas cosas que él. Nadie tenía el mismo interés que él en todas las cosas que le gustaban, ni él en las de ellos. ¿Alguna vez las cosas cambiarían? Tal vez no. Pero a él, por el momento, no le preocupó mucho. Se durmió sin que nada lo perturbara de sus sueños, hasta que sonó el despertador.
No había clases. Se acordó en el momento en el que se despertó, y se odió por eso. Pudo haber dormido unas horas más, pero olvidó que ese día era asueto. Apagó el despertador, y a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo volver a dormirse. Suspiró, y sacó un videojuego de un cajón. Era de monstruos que el mismo comandaba, induciéndolos a luchar con los de otras personas, hasta volverse el mejor. No era aún lo bastante bueno como para ganarle a sus primos, pero mejoraba con cada hora que pasaba. Cuando pasó gran parte de la mañana, se dio cuenta de que tenía hambre. Apagó el aparato, bajó a la cocina, y se quedó un rato pensando en qué hacerse de comer. Ese día, sin embargo, no se sentía con muchas ganas de cocinar, de modo que simplemente se comió un cereal, y volvió a jugar. Se pasó un largo rato con el juego, insensible a lo que ocurría a su alrededor, hasta que sus primos, ya para el medio día, lo llamaron para que viera un partido con ellos. Jugaba la selección. Sergio vaciló un instante, pero afortunadamente se sintió con ganas y consintió en ir a verlo. Prepararon botana. Su tío y Carlos bebieron unas cervezas. Ambos se trajeron sus asientos y comenzó el partido. Se alegró de haber ido, pues fue un muy buen juego, con la victoria de México como premio, muchas emociones y gritos, e insultos al árbitro coronando la tarde. Después, se pusieron a jugar al turista mundial, donde Carmen demostró tener una habilidad innata para ello; los desbancó a todos en menos de dos horas. Para Sergio era bastante divertido estar con su familia, pues siempre tenían algo en mente que los podría entretener. Como apenas era la hora de la tarde, y fuera de la casa estaba lloviendo, decidieron merendar chocolate caliente y galletas. Era bastante agradable, estar ahí abrigados viendo caer la lluvia, con una humeante taza en las manos. Sergio se relajó, y se sintió en paz, con la comodidad de estar feliz, y arropado, caliente en un día de lluvia. Nadie dijo nada por un buen rato. Nadie se esperó el potente rayo que retumbó por toda la ciudad. Y Sergio se vio transportado más de cinco años atrás, cuando sus padres habían fallecido.
Sergio fue vagamente consciente de que caía al piso, de que la taza se había roto en mil pedazos cuando se le cayó, y de que los demás le preguntaban inútilmente qué le pasaba. Sergio recordó los gritos, la lluvia creciente, el dolor, la constante pérdida auditiva, la desesperación; todo le llegó en menos de un instante. Su corazón no lo pudo soportar. Sintió que su mundo se desvanecía y sus ojos ya no vieron más.
– ¿…seguro de que estará bien, doctor? Me preocupa mucho que…
– Señor Estrada, ya se lo dije, a pesar de que los latidos de su corazón hayan sido peligrosamente rápidos, logramos llegar a él a tiempo, y solo necesita descansar. Lamentablemente, es muy probable que cuando se haga mayor tenga problemas cardiovasculares, ya que gracias a las muestras de sangre que se nos ha proporcionado, se confirmó que su familia ha tenido desde hace varias generaciones dificultades de esta índole, y esta condición es hereditaria. No he notado ningún problema en cuanto a sus hijos, pero no puedo decir lo mismo de su sobrino. No puedo explicar cómo le ocurrió un ataque de tal magnitud a tan temprana edad…
– Eso es problema mío -exclamó Sergio, sorprendiendo a todos al estar nuevamente consciente – Pero, ante todo, me gustaría saber que pasó.
Se levantó, y lo primero que vio fue que se hallaba en una habitación pequeña, con una mesita al lado, y que su tío Franco hablaba con un doctor cerca de la puerta.
– Ehm… Sí, no hay mucho que decir. Sufriste un ligero ataque al corazón que te dejó inconsciente por dos días, aunque un ataque que ocurra en un joven de dieciséis años es algo casi inaudito, a juzgar por las pocas enfermedades y dolencias que has tenido a lo largo de tu vida, las cuales, por cierto, no eran graves.
Esas palabras no hacían más que enfadar a Sergio. Conque lo que había sufrido no era grave, ¿eh?
– Bueno, ya me encuentro bien, así que ya me puedo ir, ¿no?
– No exactamente.
El doctor acercó una silla a su cama, y se sentó.
– Sergio, es muy preocupante esto que te está ocurriendo. No podemos permitir que continúes con la vida que llevas ahora, y mucho menos si eso te pone en peligro. Me gustaría que, si hay algo en lo cual te pueda ayudar, o algo en lo cual nosotros los doctores te podamos asistir, te suplico, nos lo hagas saber. Es muy importante para nosotros saber qué es lo que ocurre en tu vida, y si podemos evitar que te sigan ocurriendo estas dolencias, sería algo muy beneficioso tanto para ti como para mí.
Sergio pensó en las pocas veces en las cuales se animaba a hablar con las personas, cuando se convirtió repentinamente en un huérfano, la inusual personalidad introvertida que había adoptado, los desahogos con su entrenamiento, el estudio que llevaba. Y luego estaban esos momentos depresivos…
– No hay nada en lo cual pueda ayudarme, pero le agradezco el ofrecimiento. Si algo vuelve a pasar, seguramente estaré aquí otra vez, aunque no planeo que sea demasiado pronto. Me aseguraré de que no me vea el pelo por una temporada.
El doctor no parecía muy convencido, pero el tío Franco colaboró diciendo que él se encargaría en caso de que algo ocurriera nuevamente, y el doctor consintió. Le recomendó que tuviera especial cuidado con la presión escolar, que era, según el mismo doctor, una muy probable razón por la cual los ataques podrían estar ocurriendo. También recomendó terapia para remediar un posible trauma hacia los rayos y las lluvias fuertes. A Sergio no le gustó para nada esa idea, así que resolvió en consideración tanto del doctor como de sí mismo. El tío se limitó a asentir y prometer que me cuidaría, aunque él y yo sabíamos que no era fácil lidiar conmigo. Sin embargo, por primera vez, Sergio se preguntó si no debía dejarse ayudar por le menos en esa ocasión. Realmente se preocupaban por él, y Sergio no hacía más que complicar la tarea. Pero descartó la idea. No tenía sentido acudir a la ayuda de una persona que no tenía ni la más remota idea de lo que le pasaba por la cabeza, ni cómo se sentía haber pasado por una etapa tan traumante como la suya. De modo que no dijo nada. En el camino de regreso se dejó apabullar por sus primos, quienes en seguida se abalanzaron sobre él, preguntándole si estaba bien, si podían ayudar en algo, y en prometerle que todo saldría bien de ahora en adelante. Sergio fingió estar mejor, y sonrió para calmar a los demás. Nadie pudo sino tragarse su excusa, y actuaron con normalidad en consecuencia.
En cuanto llegó a la casa, el chico alegó que necesitaba dormir. Nadie lo detuvo. Después de pasarse mucho tiempo pensando en lo que le ocurría, Sergio se quedó dormido, abatido por todos sus debates mentales.
Cuando se volvió a despertar, pensó que, si su vida continuaba de esa forma, no podría soportarlo por mucho más tiempo. No concebía la idea de seguir con su misma forma de vida ni un segundo más. Pero ¿qué podía cambiar? No quería pedir ayuda, su familia ya había hecho más que suficiente por él, y era cada vez más tediosa la rutina de entrenamiento que tenía. Su único consuelo fue La Jardinera, pero ya casi no tenía libros que leer, y no se le ocurría ninguno que le gustaría comprar.
Solo le quedaba una solución, y aunque no le agradaba mucho la idea, optó por tomarla, y ver adonde llevaba.
Había llegado la hora de hacer un amigo.
El día siguiente podría ser un día importante en la vida de Sergio, ya que intentaría encontrar a una persona que pudiera convertirse en su nuevo amigo. Ya había quienes se juntaban con él. Casi siempre era por proyectos y tareas, pero se dirigían hacia él de manera amable, y a veces incluso intercambiaban saludos. Sergio no estaba seguro de que contara.
No había ninguna persona en particular que le llamara la atención, pero decidió por una vez darles una oportunidad, esperando que alguno le cayera especialmente bien.
Cuando llegó, nadie le hizo mucho caso, pero luego llegó esta chica llamada Valeria, quien se acercó a él.
– Hola, Sergio, ¿verdad? -le preguntó Valeria.
– Sí, ¿cómo estás? -y luego en su mente, Sergio se dijo- No mames, no se me pudo ocurrir un saludo más estúpido.
– Bien, no me ha pasado nada fuera de lo normal, ¿y a ti?
– No, a mí tampoco, solo pasé el fin de semana con mi familia -pensó Sergio, y añadió mentalmente-Y estuve a punto de morirme en un hospital.
-Qué bueno. Oye, sobre la tarea de mate, ¿sabes cómo se saca este valor? A mí no me sale.
Sergio vio el problema, y se lo explicó. Ahora sí intentó ser más conciso y explicarlo con más paciencia.
– Y ahí lo tienes -concluyó, después de unos minutos de cálculos y operaciones.
– Wow, realmente eres bueno en esto, Sergio, te debo una. ¡Gracias!
Y se marchó. Bueno, no fue un mal comienzo. Sergio se pasó el resto de la clase de mate, ayudando a los demás. Se sintió bien, era satisfactorio ver las miradas de todos iluminarse al comprender el proceso y obtener correctamente la respuesta. Cuando acabó, Sergio se dio cuenta de que estaba esperando a que alguien le empezara a hablar a él. Si él mismo era quien quería tener un nuevo amigo, sería él quien tenía que empezar a hablarle a alguien. Ahora le tocaba la clase de español. La señorita Álvarez era muy despistada, y no era muy estricta a la hora de que sus alumnos hablaran en su clase, con tal de que no lo hicieran en voz demasiado alta: una gran oportunidad para entablar conversación con alguien. Había un chico que muchas veces se sentaba a su lado. Víctor. SÍ, Víctor era su nombre. Y cuando Sergio tomó su habitual asiento, Víctor justamente llegó y se sentó.
– Hey, Víctor, ¿cómo andas?
Su compañero se vio un poco sorprendido, pero complacido a la vez.
– Bien, todo bien, ¿y tú, ehm…?
– Sergio.
– Sergio, si, perdón se me fue la onda.
– No hay problema… presente -añadió al oír a su maestra pasar la lista.
– Oye, ¿sabes que el viernes la maestra de canto estuvo a punto de desmayarse? Creo que le dio un golpe de calor, y no había comido nada en todo el día -le comentó Víctor.
– Sí, ya había escuchado algo parecido -repuso Sergio.
– Y pues ya ves, casi se cae, pero alcanzaron a sostenerla. Los que estaban ahí le dieron agua y comida. La maestra se sintió mejor, pero se tuvo que dar de baja ese día, no quiso arriesgarse a que le pasara otra vez.
– Pero ya está bien, ¿no?
– Sí, hoy ya vino con más calma. Según ella, no había comido porque se le iba a hacer tarde, y apenas alcanzó a llegar a su primera clase, pero hoy se ve mucho mejor.
– Ah, pues así mejor, no me gustaría estar como los de primero, que están cambiando de profesores cada semana.
– Si, vaya que son de los desmadrosos.
Ok, Víctor era un chico algo platicador, y sin duda le gusta mantenerse al día. Pero resulta agradable hablar con él, pues siempre hay algo nuevo que escuchar. El problema era que a Sergio no le atraía andar por ahí, enterándose de las buenas nuevas. Se pasaron el resto de la clase anotando en sus cuadernos.
Ahora seguía química. Una clase llena de sorpresas, en parte por las continuas idas al laboratorio, las cuales incluían experimentos, diversas acciones por la sala, y la ocasional disección de algún pobre animal. A varios les gustaba mucho, y Sergio no podía evitar pensar que a él también le entretenía un poco. Pensaba que la química no se le daba tan mal, pero había problemas de cálculo de materia o de moléculas que realmente le costaban trabajo. Ese día era un proyecto en equipos. Tenían que investigar del producto que tenían en la mesa, el ingrediente más común, hacer su rombo de seguridad junto a el número de cada rombo, y explicar porque se había identificado a ese objeto con ese número. El producto que les tocó fue un insecticida. Después de mucho investigar, dieron por sentado que su ingrediente principal era la permetrina.
Explicaron que era ligeramente inflamable, radioactivo, y peligroso, además de ser un poco ácido. No era un producto muy difícil, así que acabaron mucho antes que los demás, de modo que Sergio pudo conversar con sus tres compañeros de equipo:
Rodrigo, un chico alto y rubio, que se esforzaba en mantener sus calificaciones altas; Alan, un chico que usaba lentes, pero que era cómico e inteligente a la vez; y Colin, un chico asiático que era rápido, divertido y amable.
Sin embargo, solo hablaron de cualquier cosa, y todos se fueron en cuanto sonó la campana,
Ahora le tocaba inglés, la materia que menos le gustaba. No porque fuera malo, sino porque realmente no había muchas cosas nuevas que aprender, ya que se limitaban a enseñar las distintas palabras en diferentes tiempos, gramática y ortografía, en lugar de profundizar en dialogar entre ellos o discutir usando el idioma.
No hubo nadie con quien quisiera hablar en esa clase, así que se dio un respiro, y descansó al terminar los habituales ejercicios que les solían poner.
Ahora tenía clase de historia, una de sus favoritas. A diferencia de las anteriores clases de esa materia, en ésta, el profesor Hernández los incitaba a realmente reflexionar y opinar los diferentes puntos de la historia que eran los más importantes, sobre todo la segunda guerra mundial. Veían documentales sobre lo que pudo haber sido definitivo en esa guerra, por ejemplo, que Alemania haya caído en la trampa de los rusos, siendo acorralados y dejarlos sin recursos hasta que se rindieran o murieran, las bombas atómicas lanzadas en Japón, o la iniciativa pérdida muy pronta y rápida de Francia.
Era mucho mejor que quedarse todo el tiempo leyendo un libro que no relataba todo lo que ocurría, y era mil veces más interesante.
Ese día, tuvieron que elaborar un video en el que cada uno de ellos tuviera que representar a los países más importantes en esos tiempos. Fue bastante entretenido En su equipo, a Joseph se le ocurrió la idea de que fuera un video en el que todos estuvieran peleando, y así simbolizar lo que ocurrió en realidad. Y aunque Sergio no habló específicamente con nadie, se entretuvo haciendo el video con los demás. Le tocó hacer el papel de Alemania, y tuvo que luchar prácticamente el solo en una guerra de tres flancos contra otras tres personas. Obviamente perdió.
Y al final se despidió, ya que le quedaba una última clase, pero ya casi habían acabado, así que no hubo problema. Se dirigió a el salón de la maestra Julieta, que era la tutora de generación, y que les caía bien a todos. Era divertida, pero algo estricta. Una combinación perfecta al ser un maestro, ya que ponía orden en el salón, pero hacía que la clase fuera más llevadera y divertida para los alumnos. Lo que más les gustaba a los alumnos de ella, era que procuraba que ningún alumno reprobara, proporcionando alumnos ejemplares para que ayudaran a los que se atrasaban, explicando todo con detalle, manteniéndose al día sobre cómo les iba a todos en sus clases, o incluso dando ella misma asesorías de materias que no eran la suya, si la situación lo requería. Todos se lo agradecían, y la trataban con un gran respeto, y amabilidad.
Era ella también una de las pocas personas, además de su familia, en la que Sergio se sentía realmente a gusto, ya que se sentía muy en confianza con ella. Tal vez contribuyera que era más joven que la mayoría de los maestros, o que hablara de manera alegre, suave y tranquilizadora. A veces llegaba a saludarla como cualquier otro alumno, y hoy fue uno de esos días.
-Buenas tardes, maestra -la saludó sonriendo
-Hola Sergio, ese milagro que me saludas, casi siempre te sientas al final del salón -le dijo divertida la maestra.
– Sí, es que ahí me siento más a mis anchas -explicó Sergio.
– Jajaja, está bien, oye me gustó mucho tu desempeño este parcial, si sigues así no habrá ningún problema.
– Es buen escucharlo. Y, ¿Qué vamos a hacer hoy?
– Oh, nada, hoy voy a hablar con los que les está yendo un poquito mal. Y a los que no, pueden hacer lo que quieran esta clase.
– Perfecto, gracias miss.
– No hay problema Sergio.
Y Sergio se fue y se sentó en su silla habitual. No tenía nada especial que hacer, así que sacó su juego y se puso a jugar. Sólo llevaba jugando unos minutos, cuando alguien se sentó a su lado. Pausó el juego, y se volvió. Al verlo, su nombre se le vino a la mente. Damián. Era un chico que generalmente veía en la cafetería, o en varias de las clases deportivas. Según había oído, jugaba bien a casi todo.
– Hola, ¿Sergio?
-Sí.
– Bueno, creo que nunca te había hablado como se debe, pero me llamo Damián. La miss me dijo que podía hablar contigo, ya que a mí también me va muy bien este semestre.
– ¿Y por qué tuvo que hablar contigo?
-Es que tenía que decirle porque tuve falta la clase anterior. Es que tuve que ir al dentista. Me quitaron las muelas del juicio hace unos tres meses, y tuve que ir a una revisión.
– Vaya, ¿duele mucho?
– Bastante, aún con anestesia, se siente como te las van quitando. ¡Eh! ¡Yo también tengo ese juego!
– ¿De veras?
– Sí, es muy divertido, tengo un equipazo.
-Hey, eso lo decidiré yo.
-Ya vas a ver, como te destrozo.
Y en ese momento, Sergio hizo su primer amigo. Gracias a un juego, pudo convivir con una persona, como nunca lo había hecho antes. De ahí en adelante, se comenzaron a juntar mucho más, comían juntos, y se presentaron a sus familias. Él vivía junto a su madre y a su hermana, su padre los abandonó desde que él era pequeño. Su mamá era muy atenta a sus hijos. Siempre checaba si tenían tarea, o tenían trabajo que hacer, pero en cuanto veía que realmente ya no tenían trabajo, jugaba con ellos, y se divertían juntos. Eso sí, siempre les pedía que ayudaran en la casa, para que no se agobiara tanto, y ellos la ayudaban a veces con gusto, a veces a regañadientes, pero la querían mucho, y siempre la ayudaban.
Su hermana era algo mandona, pero le caía bien a todo el mundo, y era divertida, y le encantaban los deportes, igual que él. Era rápida y bastante atlética. Y luego él le presentó a su propia familia.
Fue bastante cortés con el tío Franco, Carlos y Carmen, pero se llevó bastante bien con Armando. Juntos se fueron al parque a jugar futbol. Se las daba de maña cuando se ponía de portero, era bastante bueno. Nunca despegaba los ojos del balón, y era muy difícil meterle gol.
Sergio jamás pensó que conviviendo con las personas podría olvidarse de su dolor, y que podía encontrar un consuelo con un amigo.
Desde entonces Sergio podía contar con Damián, y Damián con Sergio. Y por fin, tenía un verdadero amigo.
Resulta que todas las clases las compartía con Damián. Nunca se había parado a considerar a ese sujeto fornido y de cara delgada como un potencial amigo, y ahora que convivía mucho con él, lamentaba no haberlo hecho. Era gracioso y amable, sabía cómo divertirse y pasar el rato. Le gustaba mucho el tenis, la natación, y ya había dicho, como portero. Usualmente iba a partidos y cosas así, pero nunca había sido lo suficientemente bueno para ir a verdaderas competencias, pero eso no le importaba, con tal de hacer el deporte estaba bien. Y aun con todo eso, siempre tenía tiempo para hacer la tarea, para juntarse con sus amigos, que no eran muchos, y para ayudar en su casa. Y aunque le gustaba mucho hablar en clase, ponía la debida atención, y ponía el máximo esfuerzo para hacer el trabajo bien, pero con rapidez.
Era un bien amigo, y le habría gustado haberlo conocido antes. Ahora se la pasaban mucho tiempo juntos, ya que los otros amigos de Damián preferían hacer otras cosas a estar con él, ya que, según ellos, era algo molesto. Sergio no veía que era lo que les molestaba de Damián, aunque luego se dio cuenta que no les gustaba que Damián quería trabajar primero y divertirse después.
Sergio no se lo reprochaba, ya que veían varias cosas nuevas, y era necesario aprenderse todo para los exámenes. Se la pasaban repasando lo que habían visto para que no se les olvidara nada importante. Cuando llegaron los exámenes parciales, se sintieron bastante seguros de sí mismos. Y pasaron todos esos exámenes. De hecho, todos sus compañeros volvieron a pasar, aunque algunos apenas. Llegó el segundo parcial, y no era tanta presión como el último parcial, pero se necesitaba cierto grado de atención para no perderse nada.
Sergio y Damián no se preocuparon mucho, procuraban acabar todo el mismo día en el que se lo pedían. No eran tan difíciles los temas, y sobresalían en las prácticas. De modo que se empeñaban más en divertirse, tanto se lo merecían.
Pronto llegaron a un nivel más de amistad, y Damián hasta le contó todo sobre la chica que le gustaba.
-Es Gabriela, es bastante linda, está buena, es divertida, y hasta hay veces en las que la hago reír… ¿y tú?
– ¿Yo? Este… no sé, no había pensado mucho en eso.
Damián entrecerró los ojos, nada convencido de lo que decía Sergio. Pero era verdad. No le gustaba ninguna chica, y rara vez se había sentido remotamente atraído por alguna. La excepción había sido la chica que iba a La Jardinera, que le había dado una buena impresión. Pero hacía tiempo que no la veía. Sergio no había ido últimamente a su lugar secreto, ya que se quedó mucho tiempo con Damián. Pero al día siguiente, ya que Damián tenía clase de natación, decidió visitar una vez más, La Jardinera.
Y sí, ahí estaba ella. Volvieron a asaltarlo esas ganas de estar con ella. Y no solo eso, sino de hablarle, tomarle la mano, besarla… pero, ¿qué rayos acababa de pensar? Era muy pronto para pensar en eso, aun ni la conocía. Pero no lo podía negar. Sentía cierta atracción por ella, por pequeña que sea. Pero seguía convencido de que hablar con ella era muy arriesgado. No podía pensar en ninguna forma de iniciar una conversación, y ella tampoco le decía nada.
Pero ya pensaría en otra forma de hablarle. Tenía cosas más importantes en las cuales pensar en esos momentos. Había conseguido por fin, la saga de El Señor de los Anillos, y quería comenzarla cuanto antes. Ya le habían advertido que era una historia bastante lenta, aunque sin duda interesante, cuando le agarrabas ritmo. Se necesitaba de mucha paciencia para leerla, y él las tenía consigo.
Y así fue, cuando le entendió a lo que pasaba, disfrutó mucho de lo que ocurría, a pesar de que apenas estaba empezando. Quiso para un poco.
Y sin siquiera pensar, levantó la vista y vio los ojos de ella, pegados en los suyos. Se sorprendió, pero no dejó que ninguna de las emociones se reflejara en su rostro, y le devolvió la mirada. Pero apenas había rozado sus ojos, ella volvió a su libro. Él se quedó viéndola un rato más, por si ella volvía a verlo, pero desistió y siguió leyendo. Unas horas después, comenzó a hacerse de noche, y ella se marchó.
De repente, Sergio se dio cuenta de que estaba a la expectativa, esperando a que algo ocurriera. Y que cuando ella se fue, fue como si un globo se desinflara dentro de él.
No supo describir lo que sentía más que como decepción. ¿Realmente esperaba que ella le hablara primero? No. Pero no sabía cómo hacerlo él.
Se preguntó si no debía comentarlo con Damián, pero decidió no hacerlo. No creía que le pudiera ayudar con eso, era algo que debía hacerlo él solo. Pero no un día de esos.
El siguiente día, decidió ir a entrenar un poco, así que le avisó a su vecino. El aceptó, y se vieron en ese edificio. Siguió su rutina, pero hubo un problema. Se torció un tobillo. El señor Jiménez lo llevó hasta su casa, procurando que Sergio no se lastimara más. En cuando puso un pie dentro de la casa, llegaron sus primos y lo atendieron.
Lo vendaron, pero como a Sergio le seguía doliendo, se vieron obligados a enyesarle la pierna. Vaya, pensó Sergio con algo de risa; ataques dolores, torceduras… definitivamente, este no era su año.
Tuvo que ir a la escuela en muletas, y aunque era más difícil llegar a los salones, los demás hicieron lo posible para hacer su estancia en muletas lo más llevadera posible. Le llevaban las cosas, le ayudaban con sus útiles, le abrían el paso. Todos fueron muy amables con Sergio. Él disfrutó esos momentos, y consintió en que lo ayudaran. Por una vez, fue un chico de lo más normal. Se sintió más amigable de lo normal, y ayudó a los demás a repasar las materias que se les dificultaban. Generalmente eran mate y química. Y era lo que mejor se le daba, además de ortografía.
No podía dejar a nadie atrás, así que después de que un profesor pidiera voluntarios para dar asesorías, él se apuntó de inmediato. Todos se sorprendieron, pensando que se había vuelto loco. Pero Sergio hablaba en serio. Realmente quería ayudar a los demás a pasar sus materias, ahora se le hacía mucho más fácil explicarles las cosas a los demás, no como antes, que solo daba la respuesta.
De modo que, de ahora en adelante, daría asesorías de mate los lunes, y asesorías de mate los jueves. Y Damián se comprometió a, los días en los que no pudiera, él se ocuparía de suplantarme. Pero como hoy es martes, y ni Damián ni él tenían nada que hacer, se dirigieron a la casa de Sergio.
Ahí se encontraron con Carlos y Armando, que se preparaban para una partida de póker.
– ¡Eh! ¿Le entran?
– Si, no hay nada que hacer.
-Pues aprovechen, pues cuando comience el último parcial, no tendrán tanto tiempo libre.
Y después de unas partidas, se les unió Carmen, que venía de su trabajo como diseñadora. El tío Franco no fue, porque se fue a pescar con sus amigos.
Comenzaron con unas ligeras apuestas, pero como les enseñó la experiencia, no se dejaron llevar más allá de las fichas.
Pero aun así era divertido, la presión de tener un buen juego, y ocultarlo. Obtener las fichas, y luego también perderlo. Además de que todos teníamos experiencia, y sabíamos cómo engañar y ganar.
Nos pasamos un buen rato jugando, hasta que se hizo un poco tarde, y Damián dijo que tenía que irse.
– ¿Por qué? Vamos ¡quédate! -dijo Armando.
-Si, no hay ningún problema- añadió Carmen.
– Pasaremos una buena noche, una película, o unas retas de juegos -dijo Carlos.
– Venga, así nos la pasaremos aún mejor -dijo Sergio.
Entonces Damián llamó a su mamá, y ella consintió en que Damián se quedara a dormir, con tal de que pudiéramos llevarlo a la escuela el día siguiente. Llamaron al tío Franco, y les dijo que no habría problema, así que Damián se quedó y vieron una película, llena de risas, palomitas y refresco.
Luego jugaron con un juego de Armando, uno de esos de pelea uno contra uno. Nadie quería perder, y era muy intenso tratar de ganarle a Armando, que era el más bueno. Después de varias partidas, se les ocurrió ir a cenar algo, y se comieron unos tacos de los de Don Toño, el de la esquina. Estaban buenísimos, con su salsita y todo. Mientras comían, se fueron contando lo que les pasó en la semana, y Sergio comió más de lo que habló, oyendo lo que decían los demás.
– … ese Jorge se pasó con la maestra Yolanda, nunca le hizo caso, y les prometo la maestra Yolanda estuvo a punto de irse de la clase, si no fuera porque las chicas se metieron con Jorge, e hicieron que se callara. Menos mal, porque no sabíamos cómo hacer que se callara, se veía demasiado emputado…
– ¿Y no te juntas con él, verdad Armando? -dijo Carmen
– ¿Yo? ¡Claro que no! A mí nunca me ha caído bien -respondió ofendido.
– Pero ¿por qué dices que fue una suerte que las chicas intervinieran? ¿No debieron de haber sido ustedes? -le preguntó Carlos, muy serio.
– Bueno sí, pero si lo hubiéramos hecho nosotros, de seguro habríamos empezado una pelea, y si otro profe nos cachaba, nos iban a echar la bronca. Y él no le hace nada a las chicas, por lo menos de las de su edad. Les juro, parece que en cuanto alguien cumple unos 25, les pierde todo el respeto, y los trata de la fregada. Este tipo las tiene en contra de los adultos.
– Tal vez sea algo que le ocurre en su casa -dijo Carmen- uno no nace siendo un cretino, algo debe de estarle pasando.
– Bueno, pero si es así, no se lo va a contar a nadie -replicó Armando.
– Hubieran visto lo que me pasó hoy en clase -dijo Carlos- había dos chavos de unos 14 años, pero sabían manejar las computadoras casi como alumnos de preparatoria. Dicen que tenían experiencia, porque sus padres trabajaban en alguna compañía como de electrónicos, aparatos de comunicación y cosas así; y que ellos les enseñaron algunas cosas sobre lo que hacían. Supongo que un poco, fue enseñarles lo básico en computación a nivel casi profesional. Realmente, eran sorprendentes.
– Y creo que, si a ti te sorprende, han de ser muy buenos. No es posible complacerte Carlos -dijo Armando.
– Bueno Damián, ¿a ti qué es lo que te gusta hacer? -le preguntó Carmen.
– ¿A mí? Me gustan mucho los deportes, principalmente tenis, natación y futbol, de portero. También soy inteligente, y prefiero trabajar primero, y tener todo ya resuelto, pero cuando todo está hecho, también me gusta platicar con mis amigos, ir al cine, y comer. Como estos tacos -añadió.
Terminaron de cenar, y se encaminaron hacia la casa. Llegaron a ella, y fueron a la sala, donde se pusieron a jugar a caras y gestos, donde Carmen era la espectadora, y Damián y yo, éramos equipo contra Carlos y Armando.
Después de perder y ganar muchas veces, se dieron cuenta de que era muy tarde, y decidieron dejarlo por ese día, e irse a dormir. Sergio y Damián se quedaron un rato charlando entre ellos, comentando todo lo que habían hecho, y disfrutando los recuerdos más divertidos y graciosos que habían tenido esa noche. Al final Damián se durmió primero, y Sergio solo se quedó despierto unos minutos más antes de caer rendido.
Y soñó. Esta vez, estaba otra vez en La Jardinera, pero cuando salía, no se encontraba en la escuela. Se hallaba en la casa de Damián, y creía recordar que esa era su sala. Qué raro. Cuando quiso salir, se encontró en su salón de mate, y una vez más, al salir se vio metido en su propio baño.
Tenía la sensación de buscar algo, pero no sabía que era. Pasó muchas otras habitaciones hasta que por fin se dio cuenta de que lo que buscaba. Era ella. Otra vez la quería ver.
No podía explicar cómo se sentía acerca de ella, solo sabía que cada vez que ella se iba, quería verla una vez más. Y que nunca se fuera de su lado.
Es cierto, ya tenía un amigo, pero sentía que compartía algo secreto con ella. La Jardinera los había unido de alguna forma. ¿Era mera coincidencia que ella le gustara ocultarse en el mismo lugar que él? ¿O iba ahí por otra razón?
No había respuestas. Lo único que sabía era que no podía evitar preguntarse quién era ella. Si tan solo tuviera el valor para hablarle, muchas cosas cambiarían. Pero ¿cómo?
Muy pocas veces Sergio se había sentido más descansado, al contrario de Damián, que sentía un fuerte dolor de cabeza. Por suerte, ese día la primera clase no tenía lugar, debido a una urgencia que tenía la maestra.
Así que pudieron llegar una hora más tarde, y a pesar de ello, fueron muchos los que llegaron tarde, al confiarse de la hora. Sergio se fue con Damián a su clase de deportes, y les pusieron la peor actividad que se les pudiera ocurrir: quemados.
Ambos odiaban los quemados. Damián estaba acostumbrado a parar los balones, no a esquivarlos.
Y Sergio nunca había sido bueno en eso de lanzar cosas a los demás, por lo que, tanto a uno como al otro, les fue muy mal ese día, y cuando la clase terminó, tenían varios moretones de los cuales quejarse.
– Pudo haber sido peor -comentó Damián mientras ambos veían a Jimmy, que tenía su brazo roto, porque al tratar de esquivar un balón, aterrizó sobre su brazo, dejándolo inservible.
Estaban bastante adoloridos, por lo que se fueron a una maquinita para tomar algo. Se compraron unos refrescos que bebieron aliviados; ninguno era muy aficionado al agua, aunque tomaban justo la necesaria. Estuvieron un rato hablando entre ellos, cuando de repente Damián refunfuñó.
– Olvidaba que tenía que ir a ver a mi maestra de mate. Perdón Sergio tengo que irme. Te veo mañana.
– No hay problema, nos vemos.
Sergio no sabía qué hacer, pero no quería quedarse ahí, de modo que volvió a La Jardinera. Casi acababa el último libro de El Señor de los Anillos, y a pesar de que había partes en las cuales la lectura se volvía un poco tediosa, perseveró, y estaba a punto de acabar.
Estaba a punto de comenzar uno de los últimos capítulos, cuando sintió una gota en su cabeza. Levantó la vista, y vio que el cielo ya estaba cubierto por varias nubes negras que se aproximaban. No le entró tanto pánico como otros días, al fin y al cabo, esa tormenta no era tan fuerte como la que recordaba, pero aun así se sintió un poco inquieto.
Luego recordó a la chica, que se encontraba a pocos metros de él. Ya había guardado unas de sus cosas, cuando la tormenta estalló. Él tenía un paraguas, que llevaba consigo solo por sugerencia de Carmen, que no quiso dejarlo salir sin un paraguas al ver el reporte del clima.
Esa chica no tenía nada, más que una ligera chamarra, y la tormenta arreciaba. Parecía que echaría a correr, probablemente hacia algún edificio cercano, pero tenía su libro en la mano, y de seguro no querría que se le mojara.
– ¿No quieres cubrirte conmigo?
La chica se volteó, y su mirada se topó con la de Sergio, que estaba tan sorprendido como ella.
Quiso retirar lo dicho, decirle que era una broma, salir de ahí, pudo reaccionar de muchas formas. Pero lo único que hizo fue quedarse con la mirada fija en la de ella. Ella miró al cielo, luego hacia él. Solo dudó unos instantes. Luego se acercó a Sergio y se sentó a su lado. Ninguno dijo nada. Se quedaron ahí contemplando la lluvia. Sergio no quiso ni siquiera moverse, temeroso de hacer algo estúpido.
Ella solo se quitó un mechón de cabello que le caía sobre el ojo.
– Gracias, eres muy amable -oyó que decía ella.
Sergio quedó extasiado, su voz sonaba muy dulce, no era ni grave ni aguda.
– No hay de qué. Es lo mínimo que puedo hacer.
Nuevamente se quedaron callados. La lluvia no hacía sino empeorar. Suerte que en La Jardinera el agua no caía directamente, sino que se desviaba hacia afuera, gracias a que el edificio lo tapaba, pero no podían evitar quejarse delo que lograba caer ahí dentro.
– ¿Qué lees? -Sergio se volteó, y la vio observando el libro que el traía en la mano. Se lo enseñó.
-El señor de los Anillos, El retorno del rey, J. R. R. Tolkien, tercer libro de la saga, y último.
Se lo tendió, y ella lo sujetó suavemente con sus manos. Le dio la vuelta y leyó la contraportada.
– ¿Es bueno? No he oído muy buenas críticas sobre él.
– Bajo mi humilde opinión, sí que es bueno. Pero muy sinceramente pienso que es porque la historia en sí avanza lentamente. Si no tienes paciencia, te puedes cansar de él. Pero tengo una gran cantidad de ella, así que no hubo problema.
Ella sonrió, y algo se agitó dentro de Sergio.
-Si tú lo dices, tal vez lo lea yo también.
– Sí, es entretenido, si le agarras maña. Por cierto me llamo Sergio.
– Un gusto. Natalia.
– Igualmente.
Los interrumpió un potente trueno que se oyó cerca, pero Sergio ya no se inmutó.
– Oye, ¿por qué nunca nos hablamos en todo este tiempo? ¿Y por qué vienes aquí en primer lugar?
La sonrisa desapareció del rostro de Natalia.
– Oh, lo siento. No pensé que fuera algo personal… -balbuceó Sergio
Ella bajó la mirada.
– No está bien. Pero bueno… éste es un lugar muy tranquilo, y me gusta estar aquí.
Sergio trató de suavizar el momento.
– Sí, pero vaya, el día que te encontré aquí me sorprendí mucho. No pensé que nadie más conociera este lugar.
Natalia se relajó un poco.
– Ni me lo imaginaba yo tampoco. Lo encontré hace unos meses, y pensé que, si me iba a mantener alejada de la gente un tiempo, podría quedarme aquí.
– A mí me pasó igual -dijo Sergio.
No le preguntó las razones, no iba a ser que la afectara otra vez.
– A propósito, ¿qué estás leyendo tú?
– ¿Yo? Nada. Es mi diario -se lo enseñó- sé que soy muy mayor para tener un diario, pero realmente me ayuda a pasar el rato, y a olvidarme de… ciertas cosas.
– Bueno -dijo él, tratando de evitar ese tema- te interesó que estuviera leyendo, así que, algo has de haber leído alguna vez.
– Pues sí, pero nada fuera de lo común, Harry Potter, Juegos del Hambre, esas cosas. Si tú has leído más cosas, ¿te gustaría contármelas?
– No habría problema.
Le contó sobre lo más básico de El Señor de los Anillos que podía contarle, como si él mismo hubiera hecho la sinopsis. Después la lluvia se convirtió en una simple llovizna.
– Bueno, creo que ya me puedo ir a mi casa. Fue agradable hablar contigo Sergio.
– Para mí también lo fue Natalia.
Ella comenzó a alejarse, cuando a Sergio se le ocurrió algo de último momento.
– ¡Natalia! -ella se volteó para verlo- ¿el jueves aquí otra vez?
Por un segundo, Sergio pudo ver una expresión de perplejidad en su rostro, para dar paso a una gran sonrisa.
– ¡Sí! ¡Nos vemos! -y se fue.
Sergio non podía creer lo que estaba ocurriendo. Por fin había hablado con ella. Hasta logró averiguar su nombre. Natalia. Le quedaba perfecto. Se fue a su casa con la sensación de encontrarse entre las nubes. El resto del día se la pasó más distraído de lo normal. Solo se mantuvo igual que siempre con Damián, no quiso ofenderlo. Pero el jueves, incluso su familia se percató de algo.
– ¿Te sientes bien, Sergio? Hoy te ves diferente -le preguntó su tío Franco.
Sergio se vio a sí mismo. No había nada de diferente con su ropa, así que debía ser algo de su actitud.
– ¿A qué te refieres? -le preguntó.
– Te ves algo… alegre, pero de una manera extraña. Como a la expectativa.
– Iiiiiii, estás enamoradooooooooooo -se burló Armando.
– No, claro que no -se sonrojó Sergio. Pero en seguida se preguntó si no sería verdad.
– Claaaaro que sí, te sonrojaste. ¿Y cuándo el gran Sergio Estrada se sonroja? Jajajaja -se burló Armando.
– Ya déjalo Armando, como si a ti no te hubiera ocurrido lo mismo- lo reprendió Carmen.
– Pero es que no lo estoy -balbuceó Sergio.
Su tío Franco le pasó un brazo sobre su hombro.
– Algún día te enterarás de lo que una mujer puede significar en tu vida. Un alma que está unida a la tuya, una persona en la cual. Alguien que te escuche, te apoye, y te ame; y que tú la escuches, apoyes y ames a ella…
– Papá, papá, ya no lo agobies tanto, solo tiene 15 años. Además, ya tenemos que irnos a la escuela.
Gracias Carlos, me salvaste, pensó Sergio. No tenía ninguna gana de explicarle a su familia lo que le pasaba por la cabeza. Ya estaban llegando cuando se le ocurrió decirle a Damián, pero descartó la idea. Tenía la sensación de que Damián reaccionaría de una manera muy similar a la de Armando, y no quería pasar por eso. Pero era su amigo. Y él ya le había contado de lo de la que le gustaba…
– Hey, Damián.
– Qué onda Sergio.
– Oye tengo que contarte algo. Ahhhh… conocí a una chica.
– ¡Wow! ¡¿Neta?! ¿Cómo fue? ¿Quién es?
– Calma jajaja, te cuento. Es que tengo este lugar en el que me quedo cuando no tengo nada que hacer. Descanso, leo y me relajo.
– Suena a tu cuarto.
– No, es una pequeña zona fuera de la escuela, por atrás, entre los últimos dos edificios.
– No creo que valla, aunque tengas sillones amigo, prefiero la suavidad de mi propia cama.
– Como sea, hacía tiempo que iba a ese lugar, pero de repente llega esta chica y se pone a leer, sin si quiera decirme palabra. Yo tampoco le decía nada. Pero hace poco comenzó a llover y como ella no tenía paraguas, le ofrecí que se quedara conmigo, y hablamos y nos veríamos los jueves.
– Genial, a ver si un día me la presentas.
– Apenas y la conozco, ni siquiera sé si soy su amigo, solo sé que se llama Natalia. Además, nunca la he visto fuera de clase, de modo que sería difícil.
-Bueno, pues sea lo que sea que ocurra, te deseo suerte.
Eso fue mucho más de lo que Sergio esperaba de su amigo, así que decidió que ya no lo juzgaría más, y confiar más en él. Fue otro día como cualquier otro. Fueron a las clases, y comieron en cuanto acabaron. Damián tuvo que ir a un entrenamiento de tenis, preliminar a un partido, por lo que puso todo su empeño en él. Así que Sergio se fue solo a asesoría.
Fue algo entretenido, porque unos tenían una duda, otros querían saber otra cosa. Era satisfactorio ver como entendían, o lograban explicar correctamente un ejercicio, o la teoría que tenían era correcta. Ya al final, las dudas que tenían eran mínimas, o irrelevantes. Ya se sentían preparados para el examen del día siguiente. Aún había tiempo, así que se reunió con Natalia en La Jardinera. Ella ya estaba ahí, y Sergio sonrió en cuanto la vio. Se sentó junto a ella, pero no tan cerca; no quería incomodarla. Hablaron de cualquier cosa, hasta que ella sacó su diario, y escribió algo rápido, luego lo guardó otra vez. No preguntó, pero sí que le dio curiosidad.
Luego ella sacó otro libro y se lo enseñó.
– Maze runner, de James Dashner. Me gustó mucho -Sergio lo tomó.
– Ya había oído de él, pero no sabía si leerlo o no.
– Está interesante. No te quiero decir nada, porque luego te arruinaría la historia. Te quise dar algo, por lo del otro día…
-No es para tanto, solo fue un paraguas.
– Aun así, quiero que lo tengas.
– Gracias -agarró otro libro de su mochila.
– Como sentí que realmente te interesó el libro, te quiero dar este, el primero de El Señor de los Anillos.
-Gracias, lo voy a leer.
Se miraron complacidos, y algo apenados, pero felices. Se contaron lo que les pasó en sus días, y así Sergio se enteró que a Natalia no le gustaba mucho las matemáticas.
– Todos esos ejercicios, se la pasan poniéndonos los fáciles en clase, luego los más difíciles en los exámenes, realmente no me va mal, pero puedo mejorar en esos problemas en los exámenes.
-Yo te puedo ayudar con eso. A mí no me da tantos conflictos.
– ¿No se te hace difícil?
– Sí claro, pero reflexiono un poco, y saco conclusiones de lo que se debe hacer, pero a veces me tardo.
– Yo también, pero nunca me alcanza el tiempo. Siempre me faltan algunos por resolver.
-Si te ayudo a estudiar, de seguro te iría mejor. ¿Quieres ver algo ahorita?
– No, mejor la próxima semana, ya se está haciendo tarde.
– Sí, es verdad -dijo Sergio, mirando el cielo, que oscurecía.
– Entonces, ¿aquí el martes? -le preguntó Sergio.
Ella sonrió- Por supuesto.
Se fue a su casa, y encontró a Carmen alcanzándole unas vendas a Armando. Se acercó.
– ¿Qué pasó? -preguntó.
– Planchota que le metieron en el entrenamiento -respondió Carlos.
– Fue excedido, totalmente innecesario, bola perdida -complementó el tío Franco.
Sergio vio la pierna del menor de sus primos, y vio un reguero de sangre, y Sergio casi pudo ver por donde había pasado el tachón.
– La verdad, se pasó, pero bueno el partido estaba intenso -dijo Armando- no le guardo rencor. Además, prometió que me lo pagaría algún día, y me aseguraré de que lo cumpla.
– No te vayas a aprovechar Armando, una de esas veces, te podrían devolver el favor -le advirtió su tío Franco.
– Tranquilo papá, no será nada malo.
Sergio dijo que él haría de cenar, así que se puso a romper unos huevos para hacer unos tacos de huevo con salchicha. Sus parientes se lo agradecieron. Tenían mucha hambre y estaban muy cansados. Carlos por hacer clases extra, Armando por su entrenamiento, Carmen por probar uno de sus nuevos diseños, y el tío Franco por la larga limpieza que le había dado a la casa. Sergio se sentía bien, y se solidarizó con su familia. Y cenaron tranquilamente, y bebieron agua por una vez, ya que generalmente tomaban o refresco o agua de sabor.
Se despidieron y durmieron como no habían hecho desde hace mucho tiempo.
Y Sergio soñó. Fue uno de los sueños más largos que podía recordar. Estaba en su salón de clases, y era duro ver que cada vez que el reloj del salón estaba a punto de llegar a la hora completa, se volvía y empezaba toda la clase desde el principio. Ni siquiera cambiaban de tema, era lo mismo una y otra vez. Al final no lo pudo soportar ni un minuto más, así que sin decir nada, se salió de la clase. La maestra dio gritos enfurecidos, pero no hizo caso y se fue al edificio contiguo. Ahí estaba su vecino, aunque no recordaba haber concordado una sesión de entrenamiento. Hizo los calentamientos necesarios, pero cuando quiso tomar los zapatos de su vecino, éste comenzó a correr, llevándose los zapatos consigo. Salió corriendo tras él. No importaba cuanto se acercara, nunca lo lograba alcanzar, y después de mucho tiempo, lo perdió de vista.
Luego volvió sobre sus pasos, y comparado con la corrida de ida, el viaje de vuelta fue sorprendentemente corto. Pero en lugar de volver a la escuela, estaba en la antigua casa en la que vivía con sus padres. Con miedo de encontrarse algo dentro, entró. No había nadie, pero casi todo estaba en la misma posición y lugar que recordaba. La sala estaba impecable, la cocina estaba llena a rebosar, y su cuarto no tenía ningún cambio.
Pero algo no cuadraba. Ella estaba ahí, en medio del pasillo cerca del baño.
– ¿Natalia?
Ella no respondió. Estaba igual de linda que siempre, pero sus ojos estaban en blanco. No se movía, y no había ni el menor indicio de que lo escuchara. Le sacudió una mano enfrente de su cara, ni pestañeó. No parecía respirar… Pero no parecía muerta. ¿Qué estaba pasando?
No podía dejarla ahí, así que se la llevó consigo. Cuando salió de su antigua casa, se vio dentro de La Jardinera. Tal vez ahí ella recobraría la conciencia. Cuanto fue su sorpresa cuando en lugar de Natalia, lo que vino arrastrando era un maniquí en blanco. Lo soltó y desapareció.
Se quedó solo. Pensó en regresar a el salón donde empezó todo, pero estaba seguro de que no había un camino que llevara a él. ¿Estaba soñando? Tal vez. Uno puede estar completamente seguro de que lo que está viendo es la realidad, después despierta y se da cuenta de las cosas falsas que vio. ¿Haría él lo mismo? Encontrar a una chica como en coma, llevarla contigo y que se volviera un maniquí, y luego desaparecer, correr kilómetros para volver caminando solo unos metros, que el tiempo regresara por toda la eternidad, era normal, ¿o no?
Quería saber. El cómo saberlo, era la cuestión. Estaba tan centrado en sus pensamientos que no se dio cuenta de que había alguien enfrente de él. Su mejor amigo estaba ahí.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó.
No le respondió, no se movió. Pero a diferencia de Natalia, Damián se veía completamente despierto, pero no le dirigía la palabra. Se preguntó qué es lo que podría hacer con Damián, ya que sentía que La Jardinera era un secreto únicamente entre Natalia y él, no de Damián. No de momento por lo menos.
– Vete -le dijo.
El aludido se levantó y se fue, pero se quedó en la entrada de su escondite. Sergio lo miró con curiosidad.
– Súbete a ese árbol -le ordenó.
Lo hizo.
– Bájate.
Lo obedeció.
– Vete de aquí.
No lo hizo.
No entendió. Antes lo obedecía, pero ahora no. Y se dio cuenta de algo más. Damián lloraba. Luego se desvaneció en una voluta de humo. Y antes de que pudiera atinar a hacer algo más, se despertó.
“Que sueño más extraño”- pensó. ¿Tendría algún significado? Era posible. Pensaría en eso más tarde. Tenía que estar listo para ir a la escuela. Ya se sentía cansado, pero lo bueno es que era viernes, por lo que muy pronto podría descansar bien. Lo malo es que tenía examen, por lo que necesitaba estar al máximo de sus capacidades para que le fuera bien. Recordó todas las sesiones de estudio, y esperó que todos los demás pasaran también; al fin y al cabo, había sido tutor de muchos de ellos. No había nada más que hacer que tener esperanza de que todos hayan estudiado bien, o que se hayan aprendido bien los conceptos y por lo menos pasar el examen.
Ya después de ese indispensable examen de matemáticas, pensó que no había mucho de qué preocuparse. Estaba más fácil de lo que pensó, y algunas de las cosas más difíciles que encontró, no venía ningún ejercicio de esos. Pero se tardó más de lo que se imaginaba al ver las preguntas. Ojalá que todos pasen. Se quedó un rato fuera del salón, hasta que salió Damián, y se encaminó directamente hacia él.
– ¿Cómo se te hizo? -preguntó Damián
– Más fácil de lo que pensé, pero no me gusta confiarme -le respondió Sergio.
– Sí, a mí tampoco. Solo queda esperar a que nos den los resultados, y de ahí juzgar que tantas asesorías se necesitarán. Tal vez se puedan reducir a una por semana, en lugar de dos.
– Eso quisiera, pero hay algunos que están conmigo en entrenamientos, así que no debieron tener tanto tiempo para estudiar. No son tontos, pero no tan prudentes. Quién sabe lo que pueda ocurrir.
Deliberaron así otro rato, algo preocupados por la suerte de sus demás compañeros. Dos días se pasaron con la amenaza flotando en el aire.
Y resulta que solo reprobaron unos pocos, y fue por casi nada. Damián se sorprendió mucho cuando él se sacó un ochenta y dos. Creían que sacaría una calificación mayor. A Sergio le entregaron un noventa y seis.
Pero así fueron las cosas, y se comprometieron a hacerlo mejor.
Se fue Damián a un partido sorpresivo. De último momento su portero estelar no pudo ir, y como portero suplente, era obligación de Damián asistir. No tenía nada más que hacer, así que se programó a sí mismo una visita a su escondite. Esperaba con ansias el momento en que ella apareciera.
Solo llevaba unos minutos esperando cuando llegó Natalia. Ella ya debía de saber la calificación de su examen. Sergio intentó descifrar su expresión, pero se mantenía imperturbable. Natalia se sentó a su lado, pero no habló. Sergio se vio obligado a preguntarle.
– ¿Entonces… cómo te fue?
Natalia inhaló con fuerza y suspiró profundamente hasta casi quedarse sin aire.
– Ochenta y nueve -susurró. Luego se tapó la boca y dio un pequeño grito de victoria.
– Ahhhhh, me asustaste. Parecía que te había ido fatal.
-Lo siento, quería sorprenderte.
– Pues, misión cumplida.
– Sergio, realmente me ayudaste. Si no me hubieras enseñado lo de los ángulos, habría reprobado de seguro. Gracias.
– No hay de que. Soy tutor después de todo.
– Sí, supongo. Por cierto, ya empecé a leer el libro que me diste. Si que se necesita tiempo para entenderle, y disfrutar de la historia, pero me está gustando.
– Y a mí el que me diste tú. Un poco más oscuro de lo normal, pero lo oscuro no me es ajeno.
– ¿Te está gustando?
– Sí, voy como a la mitad, y no me ha decepcionado. Pero no me sorprenden muchas de las cosas que ocurren, a veces siento que es un poco evidente, pero el meollo del asunto, el objetivo y todo, se me hace una idea muy original.
– Eso es lo que me llamó la atención de esa historia. No era algo tan convencional encontrarse una distopía de este tipo, pero creo que se están haciendo cada vez más comunes.
– Es posible. Pero eso no evitará que lo lea hasta el final. Me pasa en casi todas las ocasiones que cuando empiezo alguna novela o cómic, tengo que acabarlo.
– A mí también me pasa -concluyó Natalia.
Después tuvieron que ponerse a trabajar porque tenían tarea que hacer, pero no era algo fácil, porque era un poco difícil acabarla toda en un solo día. Cuando se hizo tarde, les faltaban las tareas de español y de inglés. Sin embargo, eran las más sencillas de realizar, por lo que acabarían después en sus respectivas casas. Se despidieron y acordaron verse ahí el próximo sábado, ya que ella tenía que ir con su mamá a visitar a su abuela. Ya estaba llegando a su casa, cuando por la ventana vio a Carlos esperando en la sala.
Se preguntó qué era lo que tenía al mayor de sus primos en espera. Generalmente se la pasaba en su habitación, revisando trabajos, calificando, o preparando más clases. Le cuestionó sobre el asunto, pero recibió respuestas inconclusas.
– Pronto te enterarás Sergio -le dijo- solo quiero que estén todos para decirles las noticias.
Armando y el tío Franco ya estaban en la casa, pero Carmen tenía unos problemas con el maquillaje de sus modelos, así que llegaba un poco tarde. Pidieron pizza para cenar, y esperaron. Por fin se oyó el ruido del motor del auto de Carmen, y sus pisadas en la entrada.
Vio a su alrededor, y se sorprendió al ver a su hermano en la sala.
– Carlos, ¿qué haces ahí? ¿No tienes trabajo que hacer?
– Mi vida no se enfoca solo en el trabajo Carmen. Tengo una familia que amo, y sentimientos como todos los demás. Pero no te preocupes, hay una razón detrás de ello.
– ¿Qué es?
– Ya te enterarás. ¡Papá! -gritó- ¡Armando! ¡Vengan, por favor!
Ellos bajaron y se sentaron. Carlos tenía una sonrisa de oreja a oreja.
– Tengo algo que decirles.
Los miraba a todos a los ojos, manteniendo todo en suspenso un poco más.
– ¿Qué?
– ¡Ya dilo de una vez!
– Hijo, ¿de qué se trata todo esto!
Carlos respiró hondo.
– Voy a ser papá.
Todos se quedaron callados. Había muchas razones por las cuales ameritara una junta así, pero nadie se esperó esa. Pasaron unos segundos, y nadie decía nada. Luego Carmen soltó un grito, y se levantaron de sus asientos.
– ¡Carlos, esa es una gran noticia! -dijo Sergio.
– ¡Voy a ser tío, voy a ser tío, voy a ser tío! -exclamó Armando.
– ¿Qué será, niño o niña? -inquirió Carmen.
Todos empezaron a bombardearlo con preguntas, pero tío Franco no participaba en ella. Se quedó donde estaba totalmente mudo ante lo que acababa de oír.
– Pero, Carlos, no te has casado ¿qué ocurre con eso? -le preguntó su padre, recuperándose de la impresión.
Carlos ya se esperaba esa cuestión.
– Lo sé papá, pero todo ocurrió por acuerdo mutuo; Sonia y yo estamos más que dispuestos para continuar todo, y ya hemos planeado gran parte de la boda. Hemos pensado mucho en esto, y temo decirte que no hay nada que puedas hacer para detenernos. Nos casaremos y viviremos en una pequeña casa que rentaremos por unos años antes de conseguir una más grande. Lamento que sea tan repentino, pero fue hasta ahora cuando me confirmaron un empleo en la Universidad de Stanford, que es donde podré seguir con mi futura esposa e hijo o hija. Lo único que queda por decir es, ¿qué es lo que piensas de todo esto?
Él tío Franco, se agarró la sien de su cabeza y se la masajeó.
– No la conocemos; ni a ella ni a su familia, no sabemos cómo es, sus gustos, y de repente llega y se casa con mi hijo, y no solo eso, sino que está embarazada.
Carlos se acercó a su padre.
– Papá, sé que es mucho. Pero no hay ninguna razón para sentirse preocupado por Sonia y su familia. La conozco muy bien desde secundaria, hará cosa de trece años. No es una mala chica, y tiene carácter, quiere trabajar, y si no lo hace ahora, es solo por su condición. En cuanto se recupere de su embarazo, quiere trabajar como maestra. Sus padres son buenas personas, amables, sinceros, y ellos ya aceptaron que Sonia y yo prosigamos con nuestra relación. Te prometo que, si algo sale mal, será por consecuencia de mis acciones, y por decisión mía. Tomaré total responsabilidad en el asunto.
Franco Estrada miró largamente a su hijo.
– Tu madre… -dijo al fin- estaría feliz de ver a su hijo en este momento -y resolvió abrazar con fuerza a su hijo, con lágrimas en los ojos.
Se hizo una celebración por todo lo alto esa noche. Carmen prácticamente preparó una cena completa de Navidad que rápidamente fue a comprar a la tienda. Tío Franco sacó una botella de los mejores vinos que tenía, e incluso permitió que Armando tomara un poco, quien, feliz de la vida, disfrutaba cada sorbo que le daba. Sergio no podía sentir nada más que felicidad por Carlos, que parecía contento por la forma en que su familia había recibido la noticia. Sergio sería casi un tío segundo para el nuevo bebé. No podía creer que algo así estuviera a punto de pasar dentro de su familia. Algo de esa magnitud no sucedían todos los días, por lo que tenía que aprovechar cada momento que pasara. No cabía lugar para ninguna emoción más que no fuera la felicidad y la emoción.
La cena fue maravillosa, hubo muchas risas, comentarios y planes para la boda. Decidieron que sería un mes después, ya que aún faltaba que practicaran para la ceremonia, y sería el aniversario de tres años de noviazgo que tendrían Carlos y Sonia.
Sergio no podía esperar a que llegara la fecha, que sería sin duda uno de los momentos más felices que tendría Sergio en su vida. El viernes de la siguiente semana fueron a cenar a un restaurante elegante para conocer a la familia de Sonia, y a la misma Sonia, a la cual no habían visto todavía. Era de esas personas que siempre trataban de llegar puntual a los compromisos que tenía, y era bastante educada, amable, y muy linda, con sus largas piernas sobresaliéndole de su vestido negro. Aún no tenía ningún signo que marcara su embarazo, pero ella había estado muy pendiente para comunicarle inmediatamente la noticia a Carlos. Ya tenían el anillo de compromiso los dos, y se los veía muy felices los dos juntos.
Tío Franco habló mucho con los padres de Sonia, y se enteró de que él tenía 54 años, le encantaba jugar a los bolos, ver partidos de golf, pescar, estar al pendiente de las actividades del gobierno, y de pasar el tiempo que pudiera con su esposa, y asegurarse de que ella fuera feliz. La madre de Sonia era una mujer delgada de 49 años, que le encantaba tejer, cocinar, desayunar con sus amigas, ir de compras, procurar a su hija de continuas clases de gimnasia, y por supuesto, pasar un buen rato con su esposo, teniendo continuas cenas ellos dos solos, visitando algún museo, o jugando con sus conocidos a la baraja española.
Tal vez esa era la razón por la cual sus vestimentas se veían un poco usadas, pensó Sergio. El traje del señor Aguirre se veía luido en la zona de las piernas, y el vestido de la señora Aguirre había perdido parte de su color por tantas veces que había sido lavado.
Tío Franco, con su camisa a cuadros, se veía bastante cómodo con el señor Aguirre, que relataba el tiempo en que había trabajado como pescador de atún, una profesión peligrosa en la que muchas veces había sido necesaria toda su habilidad para salir con vida.
– … olas nos sacudían el bote, como sardinas fuera del agua, muchas de nuestras provisiones se las tragó el mar, y ya teníamos a varios de nuestros camaradas heridos o enfermos. Las velas se nos escapaban de las manos, y sujetábamos las cuerdas como si se trataran de la vida misma, nos roían las manos con fiereza, la sangre pululaba de nuestras palmas, y sin embargo ni uno solo de nosotros soltó las cuerdas, y siempre se mantuvieron izadas-comentó con orgullo- por casi un día nos mantuvimos así, sin comida ni agua que probar, hasta que la tormenta se calmó, y pudimos por fin, tener un pequeño descanso. Apenas tocamos tierra, nuestros clientes más habituales nos tomaron entre sus brazos y nos acogieron como si fuéramos los héroes del mundo. Nos recibieron con un banquete monumental, y nunca había estado más feliz de estar vivo. Juré que nunca dejaría a una persona pasar hambre mientras yo podía evitarlo. Ahora que mi hija se casa con un hombre de tan respetable familia, me sentiré honrado de compartir esta copa con usted.
– Estoy de acuerdo -se alegró tío Franco- su hija es encantadora, y no me cabe ninguna duda, de que la unión de nuestros hijos será un acontecimiento que alegrará a ambas familias. Por cierto, que el mar es un lugar muy peligroso. Aquí en la tierra las cosas son más seguras, pero también hay cosas de las que cuidarse. Nos pasó a mi hermano y a mí, una alarmante pero cómica situación con unas avispas…
Sergio vio venir la vieja historia de su padre y su tío; por lo que decidió prestar atención a los demás en la mesa. Armando que hablaba con una de las primas más jóvenes de Sonia, y Carmen con la señora Aguirre. No tenía nada más que hacer así que comió su filete, oyendo retazos de las conversaciones de las personas a su alrededor. Que si el político aquello, que si esta actriz aquello, que si tal equipo esto otro, etc. Sin embargo, le pedían continuamente su opinión, y aunque no requería muchas palabras responder, Sergio disfrutaba de ello, lo trataban como a un igual, y eso le gustaba.
Terminaron de cenar, y se despidieron entre cortesías y formalidades. Sergio se la pasó muy bien, pero se notó que a los demás les había gustado incluso más. Tío Franco hacía buenos comentarios sobre los padres de Sonia, Armando comentaba como se había divertido con la prima de Sonia y Carmen estaba encantada con la señora Aguirre. Carlos, por supuesto, se fue totalmente satisfecho con la forma en la que su familia había desempeñado con la familia de Sonia.
Ya lo único que faltaba era la boda. Todos estaban impacientes porque empezara, y muchos pensarían que era por la celebración que tendría lugar después, pero realmente esperaban el momento en que Carlos Estrada desposara a Sonia Aguirre, y se volvieran marido y mujer. Fue un gran acontecimiento. Sonia se veía guapísima con su vestido de novia blanco, y Carlos se había puesto un traje y pantalones negros con una corbata roja para la ocasión, esmerándose en su peinado, loción, y que sus ropajes no se arrugaran. La misa tomó su curso habitual. El sacerdote se acercó a la pareja.
– Carlos Estrada, ¿aceptas a Sonia Aguirre como tu legítima esposa?
– Sí, acepto.
– Y tú, Sonia Aguirre, ¿aceptas a Carlos como tu legítimo esposo?
– Sí, acepto.
– Entonces, yo los declaro marido y mujer.
Carlos y Sonia se besaron. Hubo grito y sollozos de alegría. Las mujeres chillaban, y los hombres silbaban, en señal de aprobación y felicidad. La misa terminó, pero aún se tuvieron que quedar un buen rato por la sesión de fotos que los camarógrafos y las señoras hicieron a la feliz pareja.
Al final se tardaron casi cuarenta minutos en terminar las fotografías, pero como era un momento único en la vida, se esforzaron en disfrutarlo.
Después se dirigieron hacia el salón de eventos que habían rentado con motivo de la celebración. Había incontables botellas de refrescos y cervezas, varias ollas enormes con pozole negro dentro, acompañado de unos totopos a los que les podías poner lo que quisieras, y como postre, un pedazo del pastel gigante que se había preparado a los recién casados. Fue un largo día, donde solo se oían las chácharas voces de los adultos y las alegres risas de los niños que jugaban por todo el lugar. Sergio no tenía nadie con quien hablar, y ya era demasiado grande para jugar con los pequeños, por lo que esperó a que empezara la música para por lo menos hacer algo. No se consideraba un buen danzante, pero por lo menos sabía un poco lo que tenía que hacer. Se acercó Carmen, y aceptó su invitación sin dudarlo. Se veía realmente muy guapa, con un vestido de color rojo, que resaltaba lo oscuro de sus ojos, su cabello se deshacía en rizos, tenía puestos unos tacones relativamente bajos, y el maquillaje que usaba era mínimo; su rostro no necesitaba nada más.
Como ella sabía que no era ninguna enormidad bailando, lo guio en cada momento al compás de la música, hasta que la pieza llegó a su fin. Sergio se sintió orgulloso de sí mismo, y se pasó mucho tiempo bailando con quien consintiera bailar con él, aunque casi todas eran sus tías o primas, nada fuera de lo normal.
Terminó exhausto, y se sentó para descansar. Se sirvió una Coca, y observó al resto de los invitados. Su tío Franco bailaba con la madre de Sonia, mientras que el marido de ésta bailaba con su hija, al tanto que Carlos bailaba con una tía de Sonia.
Luego Carlos y Sonia volvieron el uno que con el otro. Se tomaron de las manos y la orquesta tocó una pieza tranquila, lenta, pero con mucha emoción en ella. No hacían falta las palabras, ambos juntaron sus frentes viéndose a los ojos, girando lentamente alrededor de la pista. Se transmitían la pasión, el amor y la confianza que sentían el uno por el otro, y Sergio no podía imaginarse una situación más feliz que esa en la que se encontraba. No se fueron hasta altas horas de la noche, con un inconsciente Armando, y una sollozante pero alegre Carmen. Sergio solo caminaba junto a ellos, preguntándose qué harían Carlos y Sonia en su primera noche como esposos. Tío Franco no mediaba palabra, pero se lo veía muy contento.
Suerte que era fin de semana, así podrían descansar más. Había pasado un largo día, y estaba agotado de tanto bailar, por lo que se durmió en cuanto su cabeza tocó la almohada.
Nadie se despertó temprano al día siguiente. No se oyó ni un ruido hasta que hacia las 12, el menor de todos se despertó. Sergio se sintió bastante contento con lo que había pasado la noche anterior, y se dio cuenta de un cambio que había surgido en él. Ya no le resultaba tan difícil abrirse con las personas. Claro, no era el que más hablaba, y le era imposible iniciar una conversación, eso era seguro. Pero ya no evitaba a nadie, y respondía cada vez que le hablaban, incluso podía mantener la plática por un rato. Era mucho mejor a lo que tenía al inicio, al menos ya no era tan taciturno.
Se pasó un tiempo reflexionando de esa forma, hasta que se le ocurrió con Natalia esa tarde, por lo que se vistió y se marchó, no sin antes decirle a su adormilado tío Franco adonde iba.
La escuela estaba abierta todos los días, pero las reglas se volvían más estrictas los fines de semana, ya que la mayor parte de los profesores estaban ausentes, y no eran muchas las personas que podían estar vigilándolos. La apariencia de Sergio les dejó sin ninguna duda a los guardias que él no tenía nada de sospechoso: llevaba una camisa de manga larga, pantalones de mezclilla y unos zapatos negros, además de su habitual suéter negro. Hacía frío, por lo que se fue directamente a La Jardinera en cuanto lo dejaron pasar. Natalia aún no había llegado, por lo que se sentó a esperar. Se sentía algo cansado, pero creía que valdría la pena si podía verla otra vez. Estaba a punto de acabar El Señor de los Anillos, así que se puso a leer, atento por si se oían pasos, o alguna persona cerca.
Pasó un tiempo antes de que su vista se empezara a volver borrosa, tan agotado estaba. Pero no le importó, se esforzó en continuar.
– …sobrepasará al viejo Tuk. ¡Cumplirá ciento treinta y un años!
– ¡Es verdad!…
– …hablaras con Rosa y vieras si… ausente mucho tiempo… regresarás sano y salvo… acompañarme un trecho… habrás de sentirte… habrás de sentirte… habrás… sentirte… sentirte… sent…
Cuando volvió en sí mismo, lo primero que vio fueron unos grandes ojos marrones que lo miraban desde encima. Parpadeó, y enfocó un hermoso rostro que le sonreía tímidamente. De repente se dio cuenta de que su libro se le había pegado a la mejilla, y se levantó bruscamente, lanzando un grito.
– ¡¡¡¡¡GAAAAAHHHH!!!!!!
Natalia se recostó sobre el piso, incapaz de contener la risa que le provocó Sergio. La cara de desconcierto y vergüenza del chico no hizo más que aumentar la risa de la joven. No cesaba de reír sujetándose la panza con fuerza, al tiempo que le salían lágrimas de la risa. Hipaba tratando de volver a respirar, pero eso solo hacía que se riera más.
– Que bien que te diviertes -gruñó Sergio.
– Perdón -trató de decir Natalia- pero no me… esperaba… esto… -no pudo continuar por un nuevo acceso de carcajadas.
Después de varios minutos Natalia se tranquilizó, aunque jamás lograría olvidar ese momento.
– Bueno ya -dijo Sergio de manera cortante- en lugar de reírte, mejor dime que me pasó.
– Yo solo llegué y te vi tan plácidamente dormido que no quise despertarte, así que solo te observé… aunque creo que eso te sorprendió, ¿no crees?
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