Ayer estaba de nuevo frente al tablero que siempre me había intimidado. Aun así aprendí a disimularlo, esquivando la mirada, peinando los pocos cabellos que acompañan mi cabeza o repitiendo el taconeo hasta el hartazgo. Siento la frialdad de los dados al caer en el espacio, a veces no quisiera verlos como tenía por costumbre en mis primeros años. Dar rienda suelta a mis pasos, pero después de unas pocas zancadas mis pernas se paralizaron, obligándome a caminar lento empujado por el día. Atrás dejé mis impulsos de correr, cansado de haber caído varias veces en este juego inevitable donde soy el único jugador y se agotan mis movimientos.

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