Devil’s trill sonata

El atardecer marcaba el inicio de nuestro encuentro. Conforme avanzaba la hora y la noche se abría paso con sus oscuras formas a través del espectro solar, mi corazón palpitaba de forma más acelerada.

Ya estaba todo dispuesto de forma tal que, al llegar, no hubiese más que una grata sorpresa en sus ojos. Velas para alumbrar, una única mesa redonda con un pequeño mantel blanco para decorar. Pan al ajillo, vino tinto, consomé de pescado y pasta a la boloñesa para cenar. Su tarta favorita, de fresas y melocotón, se hallaba perfectamente refrigerada y lista para su consumo. Las servilletas de tela, dobladas en forma de cisne sobre los platos aún vacíos, proyectaban formas sobre las paredes descoloridas mientras esperaban ver su delicada silueta entrar por la puerta, para así desplegar las alas y danzar sólo para nosotros en una noche que pintaba para ser ideal.

Sólo faltaba la invitada de honor.

Dos sillas a la mesa y una sobrante al lado de la chimenea encendida. Todo en orden. Se acercaba la hora de verle y no podía hacer más que revisar una y otra vez lo que sabía de antemano que estaba en perfecto estado. El corazón desbocado no hacía más que palpitar en frenesí, la sangre en mis venas ardía cual ríos de magma ardiente y mi mente ya vislumbraba escenarios magníficos bajo una luz de plata.

¡PAM! Suena reverberante la primera campanada de siete. Ya es hora.

Al abrir la puerta, ya está allí. Un vestido blanco, que recordaba a épocas anteriores a la actual, amoldaba su figura como si de una muñeca se tratase. El maquillaje, aunque pareciera ser escaso, era tan perfecto que ni en mis sueños más salvajes o imaginaciones más atrevidas pude haberlo esperado. Sus labios delineados por un color rosa, los pómulos resaltados sólo por un poco de rubor, sombras doradas que resaltaban la miel en sus ojos y las pestañas pobladas le daban un aire magistral que opacaban cualquier cosa que pudiese entrar en la habitación.

Le hice pasar, acomodé su silla y me dirigí a abrir los grandes ventanales a un costado de la habitación. Al abrir las cortinas, la luz plateada inundó la habitación bañando el ambiente con una etérea cubierta. Los ventanales, quejándose al ser abiertos, dieron paso a un olor otoñal logrando en la nariz un entremezclo del toque dulzón de la hojarasca con el más acre de los setos de boj. La lluvia matinal había hecho su función correctamente y ahora el único recuerdo tangible de su paso era la tierra mojada y su inconfundible aroma.

Sin mediar palabra aún, caminé lentamente hacia la mesita finamente desplegada, tomé la botella de vino en mis manos y la descorché con un ágil movimiento. La volví a colocar sobre la mesa y procedí a tomar mi puesto. Justo en frente de ella.

-¿No servirás el vino?- preguntó inocentemente. Temblé ligeramente con sólo escuchar el sonido de su voz. Pero obligué a mi cuerpo a calmarse. Después de todo, las prisas lo único que logran es arruinar los más preciosos momentos.

-Todo tiene su proceso funcional, ¿sabes? Este mundo está atestado por gente apurada. Corren cual hormigas de un lado a otro sin rumbo fijo. Siempre apuradas por llegar a un sitio donde piensan que van a lograr un objetivo. Dime, entonces, ¿llegar a su destino es el único propósito del ser humano? Y, si es así, ¿por qué no nos apuramos a morir sabiendo que ése es el único destino posible para la humanidad?- Hice una pausa intentando leer su reacción, sin embargo sus ojos no se movieron de los míos ni por un momento.- No. Yo no soy como esas personas que sólo se apuran en morir. Prefiero ver por la ventana al viajar. Apreciar la lluvia en vez de correr de ella.

-Pero, ¿entonces cómo lograrás hacer todo lo que quieres hacer antes de morir?

-Ahí está la respuesta- respondí tomando la botella. Serví un poco de vino tanto en su copa como en la mía y, mientras hacía la dégustation des vins, proseguí con mi explicación.- Yo no quiero hacer todo lo que quiero hacer.

Podía empezar a ver cómo una pizca de confusión abordaba sus ojos, aunque su cara no reflejó ninguna emoción.

-Eso no tiene sentido. Si quieres hacer algo, por más ínfimo que sea, deberías luchar por hacerlo, ¿no?

-Yo no lo creo así. No para mí al menos. ¿Me permites poner algo de música?

-Claro. Pero aún no me explicas…

-Espera un segundo.- Me levanté lentamente de la mesa, y fue diligentemente hacia una de las esquinas de la habitación donde, sobre una mesa baja, descansaba un viejo tocadiscos. El vinil, que contenía los gloriosos compases de la novena sinfonía de Beethoven ya estaba dispuesto para ser escuchado una vez más. Probablemente, por última vez. Bajé la aguja y aumenté de forma gradual la velocidad con la que giraba el platillo. Llegado el momento, el platillo empezó a girar de forma tan rápida, que las notas se perdían en su velocidad y eran tragadas por el espiral de sonido que salía del altavoz. Dejé por un momento que parte de las notas se perdieran irreversiblemente para nuestros oídos y luego bajé la velocidad a un movimiento extremadamente letárgico, casi al punto de la inamovilidad. Demoré un momento tal como lo hiciese anteriormente y cuando estuve seguro que era suficiente, devolví los compases a su velocidad original.- Dime, ¿entendiste algo?

Se tomó un momento, pero al hablar, lo hizo con seguridad.

-La novena sinfonía de Beethoven representa la vida, ¿no?- asentí con la cabeza mientras dejaba que su mente procesara lo que ése simple acto dejaba ver entre líneas.- Entonces la velocidad del platillo representa la velocidad en la cual llevamos nuestras vidas. Puedo entender que al aumentar esta velocidad las notas iban tan rápido que no se entendían, no llegaba a admirarse cada nota en su individualidad sino que era un todo
anárquico. Al disminuir de forma súbita la velocidad las notas estaban tan separadas que no causaban la impresión de estar acompañadas, ni de pertenecer a algo más grande, por ende, se perdían en los vacíos cada vez más grandes que le imponías. Al final, cuando le devolviste su velocidad original, todos los compases, todas las notas cobraron sentido. Ya no eran notas solitarias, ni tampoco eran voces amontonadas. Formaban parte de un todo lineal, ordenado y con sentido.- Conforme ella hablaba, yo lograba ver en sus ojos ésa chispa de cuando se logra entender algo que antes se era desconocido. Era exquisito poder admirar algo tan perfecto en su esencia como los ojos de ésa mujer.- Si vemos eso desde un sentido figurado…

-Exacto. Prosigue.

-Pues podemos llegar a la conclusión de que todo lleva un ritmo. Llevas tu vida a tu propio ritmo entonces.

-No es sólo eso. Es el hecho de que si vamos muy rápido corremos el riesgo de no entender qué estamos haciendo. Si vamos muy lento, nada, ningún esfuerzo que hagamos, tendrá sentido. Así que en ambos casos, nos perderíamos de la bella pieza de arte que es la vida. Cada cosa que nos sucede, cada cosa que hacemos, por nosotros y por los demás, debe ser disfrutada en su justa medida. Ni muy rápido porque te agobias, ni muy lento porque ya nada tendría sentido alguno. Así que prefiero tomarme el tiempo justo de disfrutar cada cosa que hago.

-Pero eso no me explica el por qué dices que no quieres hacer todo lo que quieres hacer. Sigue siendo ilógico.

-Piensa detenidamente lo que te he dicho hasta ahora. Mientras otros se apuran en llegar a su destino, yo me tomo las pausas necesarias, y sigo mi camino antes de hastiarme. Si me esforzara en saber todo lo que no sé, en comer todo lo que no he comido, en hacer todo lo que no he hecho, no me daría el tiempo justo para disfrutar de lo que sé, de lo que estoy comiendo ni de lo que estoy haciendo en este instante.

Se quedó callada por un momento intentando internalizar todas mis palabras. Ya no me veía a mí, sino al cisne que se mostraba ante ella. Al cabo de unos instantes, volvió a hablar-

-Yo creo que es importante tener un final, así como se tuvo un inicio. Un destino final. Algo por lo que nos sentiremos llenos y completos.

-¿Y después qué?

-No entiendo a qué te refieres.

-Me refiero a después. Llegas a tu destino. Has cumplido todas tus metas. Fuegos artificiales adornan una noche maravillosa donde todos tus sueños fueron al fin realizados. ¿Qué hay después de eso?

-Pues no lo sé. ¿Eso no es lo bonito? Siempre puedes conseguir algo por lo que vivir.

-¿Tú para qué vives?

-Para el arte.- dijo sin titubear.

-¿Y por qué para el arte?

-No tengo una respuesta para eso. Y no es necesaria tampoco. Simplemente vives para algo porque te gusta. Te apasiona y no puedes vivir sin eso. No es necesaria una razón para vivir por algo. Por eso no tengo dudas en vivir por y para el arte. Mi madre amaba pintar. Recuerdo haber estado siempre rodeada de pinturas, colores, lienzos… Era una maravilla. Recuerdo el cuadro en nuestra sala. Un Modigliani. Pasaba horas imaginando cómo serían los ojos de ése hombre y preguntándome constantemente el por qué alguien habría decidido arrancárselos.

Mientras más me explicaba, más veía crecer la llama en sus ojos. Llamas de una pasión y un amor al arte que no lograba comprender. Las palabras salían de su boca tan fluidamente que casi podía ver las letras flotando en el aire. Sus manos gesticulaban al ritmo de su voz y yo no podía despegar la vista. Ríos fluían a nuestro alrededor, arrastraban las viejas palabras corriente abajo y traían consigo nuevos discursos que detallaban aún más la historia que me contaba.

-Y… Este pintor, Modigliani, no lo conozco.

-Amadeo Modigliani era un pintor italiano, no de mucho dinero… Bueno, casi ninguno lo era ¿verdad? Era profesor de arte. Sufría de alcoholismo, era drogadicto y fumaba mucho. En una de sus clases, conoció a Jeanne, una de sus alumnas, se enamoraron y estuvieron juntos desde entonces. Su estilo se caracterizaba por figuras alargadas y que nunca les dibujaba los ojos, El iris, pupila, nada de eso, sólo marcaba la forma…- Su forma de hablar inspiraba a querer saber más. Aunque el arte no era mi pasión, amaba escuchar la cadencia de sus palabras al hablar de lo que le gustaba. Podía ver que hacía un esfuerzo para que fuese así, de otro modo no podría entenderle. Las palabras llegaban a su mente más rápido de lo que podía expresarlas. Y aun así su tono era perfecto, las pausas eran en el momento exacto, la dulzura con la que entonaba las palabras eran tan deliciosas como la miel. Era todo un placer escucharle.

Mientras comíamos, ella seguía hablando. Su voz se elevaba por encima de la música, o más que estar por encima, se acompasaba con ella y me embriagaban más que el néctar de vida que estábamos felizmente consumiendo. Tomaba pausas constantes para poder masticar y yo, eufórico, deseaba que la comida se acabase rápido para poder seguir escuchándole. Sin embargo, al llegar a cierto punto, calló.

-¿Por qué te detuviste?

-No lo sé. Simplemente ya no encuentro que decir. Aunque tengo la sensación de que hay muchas cosas que mencionar.

-Pues, podrías seguir en cualquier otra ocasión. No tiene por qué ser la única vez que hablemos al respecto.

-Gracias. Lo consideraré de buena forma.

-Mientras tanto, ¿me permites esta pieza?- le pregunté ofreciendo mi mano hacia la de ella y, mientras Tchaikovski lograba sus primeros compases, ella tomó mi mano y nos dispusimos a bailar al ritmo de le lac des cignes. Nos movíamos fluidamente al ritmo de la música, haciendo espirales alrededor de la habitación. Lo que antes fuesen servilletas, ahora volvían a ser cisnes los cuales acompañaban nuestra danza y se hacían partícipes de tan sagrado acto. La música se había detenido pero nosotros nos seguíamos moviendo distraídamente incapaces de separarnos uno del otro. Así nos mantuvimos largo rato y sin detenernos, me miró.

-Pronto tengo que irme.

-Ya lo sé.

-¿No haremos lo de siempre?

-Hoy no.

Calló por unos segundos y seguimos moviéndonos sin música.

-¿Para quién es la tercera silla?

-Es para un invitado especial.

-¿Es una chica?

-Eso espero. De otra manera, no soportaría el viaje.

-No sabía que viajarías.

-Eso es porque no te lo había dicho.

-¿Por alguna razón en especial?

-No realmente.

Y nos detuvimos. Ella se separó de mí. Buscó mis ojos y yo le devolví la mirada.

¿Qué es el amor, más que una masa amorfa de sustancias químicas producidas por el cerebro? ¿Es el amor la base de todas las preguntas? ¿O es acaso la respuesta a todas ellas?

Mientras pensaba en esto la luz del alba empezaba entrar por el ventanal. La sensación de su mano fría aún permanecía en la mía y el tacto de sus tersos labios habían dejado en mi corazón, más que en los labios propios, una profunda huella. Sin embargo, ya habiéndose desvanecido su presencia para siempre, no podía llenar ése hueco que había en mí. Aunque, por un instante me hiciera olvidar el pasado. Pero todo esto tenía un propósito. Repetir esa noche, ésta vez, tenía algo especial.

Era hora de que llegase la invitada especial. Apagué la chimenea. Recogí la mesa, lavé los platos y los coloqué tal y como estuviesen antes de iniciar la noche. Apuré el poco vino que restaba en la botella. Y le llevé el pan que restó a la vecina. Me acomodé la corbata de forma que no me molestase posteriormente y, desde la entrada, visualicé que todo estuviese en orden.

Perfecto.

Tomé el vinil de la Devil’s Trill Sonata, lo puse sobre el platillo, bajé la aguja lentamente y dejé sonar sus primeros compases para embriagarme del dulce sonido del violín. Acerqué la silla al frente de la chimenea, donde una cuerda esperaba colgada a una de las vigas del techo. Prácticamente podía escuchar los pasos de la invitada acercarse. Pero no era hora de claudicar. Recordé la tarta perfectamente refrigerada y sonreí al pensar que no tuvimos tiempo de comerla. Así como yo no hice todo lo que quería hacer en mi vida.

Escuché por última vez la melodía de las cuerdas del violín y dejé entrar a la querida invitada.

-Te veo allá, Abril.

El sol alcanzaba ya casi su punto más alto y, sin embargo, el frío era lo que reinaba en la escena. Se había congregado un pequeño tumulto de personas a enterarse el por qué, en una de las zonas más tranquilas de Verona, la Polizia di Stato estaba tan afanada en su trabajo. Patrullas, ambulancias, diversos agentes y un cordón policial adornaban la escena del frente de una vivienda de dos pisos. A pesar de los esfuerzos de la polizia, se podía ver claramente la escena un tanto mórbida. A raíz de lo que podía verse empezaron a circular rumores por entre la multitud, pero nada que se acercase a la realidad.

Donatella Rizzi se encontraba sentada distraídamente sobre la acera con la mirada perdida en algún punto sobre la grava. El pelo rojizo le caía levemente sobre la cara y tenía un aire de desesperanza. El agente
Pietri la miraba de reojo mientras hacía una mueca de asco con la cara. Le habían asignado tomarle declaración a una prostituta. Para él, el hecho de no estar dentro de la vivienda simplemente remarcaba la poca confianza que sus superiores le tenían. Y, mientras otros se lucían junto al assistente, él se había quedado al margen de la situación. ¿Y para qué? Tomarle la palabra a una sucia prostituta que seguramente, intentaría seducirle a cambio de una escasa propina.

Aún con recelo, fue acercándose paso a paso hacia ella hasta que estar casi a su lado. Para sorpresa del agente, la mujer desprendía un leve olor a lavanda.

-Eh… Disculpe, ¿signorina?

-¿Puedo ayudarle en algo?- respondió ésta sin moverse.

-Sí. Me gustaría poder tomar su declaración. Después de todo, usted nos ha llamado.

Al escuchar esto, trémulas lágrimas corrían por la mejilla de aquella desdichada mujer. En la mente del agente el que una prostituta llorase consistía en el más banal de los actos. Aun así, le ofreció el pañuelo que llevaba consigo.

Grazie.– respondió ésta tomando el pañuelo entre sus delgadas y maltratadas manos.

-No se preocupe. ¿Puede decirnos qué sucedió?

-Yo sabía que sucedería.

-¿Disculpe?

-Casi lo estaba gritando. Y yo no hice nada.

– No le entiendo.

-Cada año él me llamaba a hacer lo mismo. Hace ya cinco que nos conocemos. Hace siete que ella se fue. Al inicio no podía entender por qué razón un hombre haría algo así. Ofrecía buen dinero, así que tomé la oferta de buen gusto. Pero ahora lo entiendo. O eso creo.- tomo una pausa, secó sus ojos de mejor manera y devolvió el pañuelo a su dueño. Luego prosiguió- Es irónico cuando nuestras acciones se nos revierten. ¿No lo crees? A lo mejor es cosa del destino. O tal vez, sólo tal vez, sea nuestro subconsciente buscando algún tipo de redención divina, lo cual nos lleva, inevitablemente, a sufrir eso que los humanos llamamos karma… Pareces sorprendido de que pueda hablar así. No soy todo lo que ves por fuera, ni de lo que escuchas en los callejones. Antes era otra persona, de otro lugar, de otra vida. Ésa persona a veces toma posesión de ésta y le hace decir a un cuerpo llevado por la lujuria cosas que ninguna otra mujer en una situación parecida diría.- tomó otra pausa corta para suspirar y añadió- Su esposa fue asesinada.

-¿La esposa de quién?

-Del hombre que está colgado arriba. Píramo. ¿De quién más? De él es que estamos hablando.

-Aún no me dice por qué estaba usted acá. No entiendo su historia.

-Su esposa fue asesinada. Al conocerme me propuso vernos una vez al año. Tendríamos una cena. Hablaríamos con franqueza y luego, tendríamos sexo. Todo en un lapso de diez horas justas. Ni más, ni menos. Cuanto apuntara el alba, yo habría de haberme ido ya. Esta noche fue perfecta. A excepción de una cosa.- entonces levantó algo de lo que no se había percatado el agente, una tarta de fresas y melocotón en el regazo de la prostituta.- Esta noche no lo comimos. Era el favorito de ella. A mí ni me gustan las fresas. Pero siempre lo comíamos. Esta noche no.

La mirada de Donatella se perdió de nuevo en algún punto en el espacio frente a ella. De alguna forma, Pietri le veía de forma distinta. No entendía el porqué del cambio. Sólo le había escuchado hablar.

-¿Por qué nos llamó desde la casa?

-¿Acaso no es obvio? Volví. Desearía no haberlo hecho.

-¿Por qué volvió?

-Porque eso es lo que uno hace cuando ama a alguien. ¿Ya puedo retirarme?

-No veo por qué no. Seguramente le contactaremos para hablar nuevamente.

Donatella se levantó distraídamente y empezó a caminar lejos del agente sin detenerse siquiera ante las miradas inquisitoriales de la multitud aún apostada frente a la vivienda.

Pietri, mientras más pensaba en la conversación, más se hundía en la incomprensión de lo que había sucedido. Repasaba una y otra vez las palabras de aquella mujer, intentando desentrañar los secretos que podría haber guardado para sí. Aquella mujer, lejos de ser sólo una prostituta, era lo que representaba la vida humana en sí misma. Las ganas de volver a tener una conversación con Donatella Rizzi, invadían todos los rincones de la mente del agente
Pietri, sin saber que, el segundo caso del día, sería el cadáver desangrado de la misma, en una fría tarde de Verona.

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