Silencio nocturno.

Anoche llegué a casa un poquito antes de lo habitual. Cerré el restaurante sobre las doce y media porque no había ni un alma por la calle. Esperé a que se fuera el último cliente y eché el cierre hasta el lunes por la mañana. C’est fini! Después de toda la semana trabajando de noche, solo quería llegar a casa y acostarme con Raquel.

Ella acaba de trabajar en el hotel sobre la una. De vez en cuando, espero despierto a que llegue y conversamos antes de irnos a dormir. Así, por lo menos, coincidimos un rato y nos contamos las penurias del día a día.

Cuando llegué a casa fui directo a ver si Raquel había llegado. La casa estaba sumida en un completo silencio. En nuestra habitación, a oscuras, se podía ver la cama revuelta y la figura de Raquel dentro de ella. De entre las sábanas sobresalía un pie desnudo. Ella tiene la costumbre de dormir sin calcetines, incluso en invierno. Yo soy más del tipo que no se los quita nunca. Ya sabéis, esas manías que se crean con los años.

Me preparé un sándwich y un vaso de leche para llenar el estómago antes de dormir.

— Probablemente, haya llegado muy cansada y por eso se ha acostado sin esperarme — pensé mientras pegaba sorbitos al vaso de leche caliente y disfrutaba de mi sándwich.

Cuando acabé, dejé las cosas en la pila y me fui directamente a la cama. Estaba tan cansado que los ojos se me cerraban solos y me sentía presa de una tremenda somnolencia.

Fui a la habitación a tientas y en la oscuridad, me desvestí rápidamente para no despertar a Raquel.

— Bastante tiene ya con su trabajo — me dije dejando toda la ropa en el suelo. Me metí en la cama y ella me abrazó por detrás, rodeándome con sus brazos y rozando mi espalda con su cara. Podía notar sus pies fríos y su cuerpo desnudo apretándose contra mí.

Al rato, cuando estaba a punto de dormirme, oí unas llaves en el recibidor. Una luz se encendió y acto seguido, tras cerrarse la puerta de la callé, escuché la cálida voz de Raquel:

— Dani, ¡ya estoy en casa!