Hay viajes que no se olvidan, pero hay unos que se graban como tatuaje en la memoria: con risas, con bronca, con cerveza caliente y hasta con himnos nacionales. Esta historia arranca en 1985, cuando aún nos creíamos inmortales, el tiempo pasaba lento y el mundo era tan pequeño como la plaza de Tacna.
Fuimos con la delegación del Club Internacional de Arequipa a un campeonato de atletismo entre los equipos de Arica, Iquique, Tacna y nosotros. Se conmemoraban 56 años de la reincorporación de Tacna al Perú. Llegamos un viernes por la noche, todos con buzo rojo impecable cara de cansancio, pero a la vez optimistas y dispuestos a mostrar nuestra superioridad en la pista atlética sintética inaugurada pocos meses antes. Nos alojaron en un hotel decente. Hicimos grupo inmediatamente con Macato, el Bala, Toño y yo para compartir la única habitación cuádruple que había. Dormimos temprano, como buenos deportistas. Bueno… lo de “dormimos” es un decir. Estábamos inquietos y con los nervios propios de la competencia del día siguiente.
El sábado amaneció con sol y olor a patria en el aire. En la ciudad en estas fechas se respira un inmenso amor al Perú, característico de los tacneños. Salimos hacia el Estadio Modelo de Tacna, como se llamaba por esos años, con la moral altísima y los zapatos de clavo listos para estampar nuestras mejores marcas. Y vaya que lo hicimos: ganamos casi todas las pruebas. Levantamos el trofeo y la frente, como corresponde. Ya por la tarde, después del almuerzo, hicimos lo que cualquier adolescente sano y hormonal haría en su tiempo libre: coquetear.
Había un grupo de chicas del equipo tacneño con las que durante la mañana habíamos intercambiado miradas. Nos acercamos como quien no quiere la cosa, con esa mezcla de valentía y torpeza que solo un chico de 16 puede tener. Yo, particularmente, me quedé pegado a una chica llamada Sol. Linda, grandes ojos negros, cabello oscuro y una mirada difícil de borrar de la memoria a pesar de los años. De ascendencia italiana, apellido tano, común en la ciudad. Más alta que yo, cosa que no era difícil, porque yo apenas medía metro sesenta y eso, si me paraba de puntas.
La noche llegó con la promesa del aniversario de Tacna. La plaza estaba llena, luces por todos lados, puestos de comida, música, fuegos artificiales, gente por montones. Salimos a dar vueltas con mis amigos. En el camino nos encontramos con algunos más, también del equipo. Uno de ellos, bastante alto y fornido; y algún par más que se sumaron al combo. En una de esas vueltas, nos volvimos a topar con las chicas. Conversamos, nos reímos, paseamos. Yo no podía dejar de mirar a Sol.
Pero los cuentos felices duran poco. De la nada, se nos acercó un grupo de muchachos tacneños. Engestados, mala cara, pechando, buscando bronca. Resulta que varias de las chicas que estaban con nosotros tenían enamorados. Y uno de ellos, justamente, era el de Sol. Cuando nos vio juntos, no se imaginó que era yo quien estaba tratando de conquistar a su novia. Por razones obvias: la altura. ¿cómo iba a ser posible que un enano de metro y medio pretenda conquistarla? Vio a mi amigo el fortachón y se fue directo a pegarle.
Y ahí estalló la batalla campal. Golpes, empujones, insultos. Yo quise participar, pero Sol me agarró de los brazos y me pidió que no. A pesar de que hacía el ademán de querer zafarme, por dentro agradecía el gesto de Sol sin que lo notara. Yo estaba para el flirteo, el coqueteo, para las riñas estaban mis amigos los fortachones y bronqueros. Los del otro bando eran más, así que tuvimos que retroceder. Dejamos a las chicas y salimos corriendo hacia la plaza como quien huye de una emboscada. Ahí, como enviado por los dioses del martillo, apareció nuestro salvador: Güido Rossi. Tacneño, pero amigo nuestro. Un mastodonte. Campeón nacional de lanzamiento de martillo, bala y disco. Su sola presencia imponía respeto.
Nos preguntó qué pasaba. Le contamos. Volteó, caminó hacia ellos, habló con el cabecilla del grupo rival. Nunca supimos exactamente qué le dijo, pero funcionó: los tipos se dieron media vuelta y se fueron. Nosotros respiramos tranquilos. Ahora teníamos dos opciones: quedarnos con Güido y sus amigos toda la noche o regresar al hotel como buenos niños.
Obviamente regresamos… pero no por buenos. En el sótano del hotel había una boîte. Sí, una boîte. La atracción del lugar: el show de striptease. El rumor corría como pólvora. Así que bajamos, engrosamos la voz como locutores de radio y entramos. Cuatro adolescentes con la libido por las nubes, una mesa en el centro del local y cuatro cervezas más caras que un pasaje a Lima vía aérea.
Pedimos las chelas y preguntamos al mozo a qué hora empezaba el show. “En breve”, dijo. Mentiroso. Empezamos a tomar las cervezas en cámara lenta para no pedir otra. Y justo cuando ya pensábamos que algo pasaría… se apaga la música, se prenden todas las luces y empieza a sonar el himno nacional.
Sí, el himno. Era medianoche. Había empezado el 28 de agosto. Día de Tacna.
Imaginen: el local lleno de borrachos, humo, luces, y nosotros en el centro con las casacas del Club Internacional puestas, como faroles. El animador nos vio. Agarró el micro y dijo con voz épica: “¡Quiero dar la bienvenida a la delegación del Club Internacional de Arequipa que nos visita hoy!” Aplausos, ovaciones, vasos al aire. Nosotros queríamos evaporarnos de la vergüenza.
Cuando terminó el acto cívico más surrealista de nuestras vidas, se nos acercó el mozo con cuatro cervezas más, gentileza de un señor borracho que dijo: “Estos muchachos me hicieron recordar a mis tiempos.” Le volvimos a preguntar al mozo por el show. Bajó la voz y dijo la verdad: “Empieza en dos horas.” Nos miramos. Decisión unánime: nos tomamos la cerveza regalada y nos fuimos.
Llegamos al cuarto riéndonos de la escena, contándonos cada detalle de la noche como si hubieran pasado semanas. En eso, suena el teléfono. Contesta mi amigo el Bala. “¿Está él?” Me pasa el teléfono. Era el cuartelero: “La señorita Sol lo espera en recepción.”
Bajé con el corazón a mil. Salimos a caminar. Terminamos en una banca de parque, abrazados, besándonos como si el mundo fuera a acabarse esa noche. Mientras tanto, mis amigos empezaron a preocuparse pues avanzaba el tiempo y no había noticias mías. Bajaron a recepción y no me encontraron. Salieron a buscarme por las calles, convencidos de que me habían encontrado los tacneños y estaba tirado en una zanja, morado y sangrando.
Pero no. Me encontraron en la banca, bien abrazado, llenando de besos a mi conquista ocasional. Me putearon por no avisar, obviamente. Caminamos juntos, todos, hasta dejarla en su casa. Y regresamos al hotel con la noche tatuada para siempre.
A veces, los recuerdos más vivos no son los de los trofeos ni los podios, sino los que se escriben entre coqueteos torpes, broncas callejeras y cervezas compartidas a escondidas. Ese viaje a Tacna no solo fue una competencia, fue un bautizo de adolescencia: aprendimos que el corazón puede más que la lógica, que la vergüenza se pasa, pero las anécdotas quedan, y que en la vida —a diferencia del atletismo— muchas veces lo que cuenta no es llegar primero, sino con quién y cómo cruzas la meta. Hoy, mirando atrás, entendemos que aquellas noches llenas de risas, nervios, y besos robados fueron el verdadero premio.
In memoriam Guido Rossi.
OPINIONES Y COMENTARIOS