Leo miraba a Julia a través de una pequeña ventana del trabajo.
Eran compañeros, se veían relativamente cada día como una rutina no muy bien definida y escrita, aún así, jamás habían mediado palabra.
Leo se preguntaba en los minutos muertos si realmente, la vida era simplemente este tedio, lo que le rodeaba, las pérdidas, las amistades y levantarse cada día a las 7 de la mañana para cumplir con sus horarios venideros. Esas eternas reuniones que conforme avanzaba en su puesto, se iban convirtiendo más en un ritual donde apagar el anhelo que centrarse en el trabajo per sé. Leo mentía, se enfrentaba ante la mayor incongruencia de su mente, él sabe perfectamente que mentía con ese delirio de pensamiento al tan sólo cruzársele por la cabeza: «Esta vida merece ser disfrutada, pues obtengo la gran delicia de divisar a Julia todos los días que me sea menester, ya haga nieve, lluvia o sol, es indiferente las vehemencias del clima, ella es mi constante en esta función, esa nube que opaca por un instante unas vistas de lo más primarias pero zánganas e insulsas con el tiempo, Julia es mi Ítaca y deseo volver a esta, mi Odisea.»
Miradas perdidas que no llegaban a ninguna parte.
Roces intencionados para captar al menos un toque divino.
Algún correo poniendo la excusa de la equivocación.
Un saludo breve que guardaba ante el guardián de su vergüenza.
Pero sin duda, Leo depositaba toda su fe en el aroma que ella emanaba, le devolvía la vitalidad como el mismísimo néctar de los dioses (la fruta prohibida)
Estos, unos dioses inclementes e injustos con él.
Necesitaba sentir que ella era real, más bien, él lo sabía con certeza, había creado una especie de mantra hacia su amor.
Se le cortaba la respiración y ahogaba su aliento cada vez que entraba en la oficina, pues, (por su suerte o hacia su desgracia, ella era la recepcionista y aunque luchara contra la idea de no coincidir con Julia, era casi una intervención del infierno, imponiéndole un castigo.)
Llegaba a casa tras una larga jornada y prescindía de su traje, el cual depositaba delicadamente sobre su cama.
Se arrastraba prácticamente hacia ella buscando algún resquicio que le hiciera recordar la ausencia de todos aquellas visiones remitentes que todavía no se han cumplido, aquel contacto prohibido y tajante que constantemente le exclamaba un: «No, no seas presa de tu anhelo, este pequeño espacio donde no existe la nada y a la par os mostráis ambos, ahí es donde debéis permanecer. Ceder es de los merecedores, no de los cobardes. Deberías recordarlo Leo.»
Enredándose entre las sábanas, sollozaba como si hubiera acabado de nacer y este fuera su primer día en el planeta, sin cesar, se preguntaba y susurraba a la intimidad del anochecer «¿Acaso existe otra forma de darle vitalidad a esta mortalidad? ¿Acaso no merezco ser reconocido en la oscuridad? ¿Alguna vez soltaré este peso denominado: El deseo de amar?»
OPINIONES Y COMENTARIOS