He aquí otra de esas historias que parecen sacadas de la imaginación de una mente delirante. Sí, esas que se han ido por tanto tiempo que no se las espera de vuelta.
Roberto Sobral era un escultor con el talento justo para no morirse de hambre. Tras un tumultuoso divorcio había experimentado un profundo cambio tanto físico como mental.
Sus obras tomaban formas y conceptos cuanto menos peculiares. Difíciles de colocar incluso para los más avispados marchantes de arte. Los más conservadores afirmaban que sus trabajos rozaban lo pagano, la frustración, la provocación, la rabia y hasta la locura. Según palabras textuales del propio artista: «reflejo mi necesidad por explorar a través de conceptos sin definición».
Era habitual verlo bebiendo hasta altas horas de la madrugada. De hecho cerraba bar tras bar. El resto de la noche acababa con sus huesos en cualquier polígono, durmiendo la mona entre cartones y bidones que quemaban tablas de palets. Quizás aquel submundo habitado por desperdicios sociales fuese realmente arte o al menos una manera diferente de interpretarlo. Por consiguiente debía ser experimentado porque allí podría concebir nuevas ideas; nuevos rumbos y por supuesto inspiración en mayúsculas…
Entre unas cosas y otras se habían ido por el sumidero cinco años desde el comienzo de su declive y la cosa no tenía visos de mejorar. Voluntaria o involuntariamente habíase apartado de la familia y de los amigos. ¡Qué narices! No los precisaba para nada pues de nada le servían. ¿Qué podían entender de arte aquellos mentecatos? ¡Al cuerno con todos ellos!
Lo último que supieron de él fue que se vio obligado a entregar las llaves del estudio. A pesar de verlo venir tan aciago golpe fue especialmente duro. Pocos días después desaparecería misteriosamente en una pensión de nombre «Tres tormentos».
La investigación del caso sigue encallada. Más pronto que tarde terminará archivada en un cajón, cogiendo polvo ante la falta de hilos de los que tirar. En el interior no se encontraron huellas ni signos de violencia. Tampoco constancia física o por escrito de que hubiese estado en la citada pensión la noche de autos. La consecuencia más lógica por parte del respetable fue abrir vías alternativas, explicaciones menos racionales al hecho de marras. Lumbreras e iluminados perseveraban en la firme idea de que en aquel lugar se daban eventos extraños. Tal vez fuese así y de serlo hay cosas que encajan mejor en el mundo de las sombras.
Esta extraordinaria aventura arrancó un sábado del mes de diciembre, al amparo de la madrugada. Llovía con rabia. Las rachas de aire enseñaban sus fauces a cada gota que caía desde el cielo, doblando de paso los árboles como si fuesen de goma. Los susodichos discurrían en paralelo a la calle que subía a la pensión «Tres tormentos». En su mayoría chopos olvidados por la concejalía de parques y jardines.
Sobral llevaba un par de semanas más desganado de lo normal, sin apetito físico ni espiritual. Sentíase traicionado por colegas, crítica y público. Vacío por dentro y por fuera como una cáscara hueca que debe ser apretada en pro de comprobar que, efectivamente, dentro no hay más que aire. Las musas habíanle escupido a la cara, vetándole cualquier golpe de inspiración.
Las habitaciones eran prácticamente calcos unas de otras. En general de reducidas dimensiones. Allí estaba, en aquella pensión para gente apurada, apurada como él. Una vida profesional con logros (los menos) y miserias (las más). ¿Cómo el destino osaba tratarlo como a un cualquiera?… Al compás de su frustración brincaba la lluvia en el exterior, castigando azoteas y tejados bajo aquel intenso taconeado celestial. Podía oírlo como si estuviese desamparado bajo ella, bautizándose por segunda vez…
Se acercó a la ventana, apartó ligeramente la cortina. A través del cristal observó cómo el viento soplaba incansable, luchando contra las hordas forestales que doblaban sus copas en obligada reverencia. Algunos relámpagos encendían el cielo, quebrando la noche durante un instante.
Un automóvil pasó por la carretera de abajo. Semejaba un píxel homogéneo en medio del chaparrón. Tras pitar un par de veces desapareció al dejar atrás el ultramarinos.
La habitación no formaría parte de las ocho maravillas del mundo pero por una módica cantidad monetaria satisfacía sus necesidades, cuanto menos por esa noche. Le quedaba algo de pasta, quiso contarla pero pensándolo mejor no lo hizo. Los artistas no deben prestar atención a tales minucias. Eso sí, gracias a esa «minucia» pasaría la noche a cubierto, alejado del polígono y de la botella…
Miró con detenimiento en derredor y sintió claustrofobia. Nunca había experimentado una sensación de ese tipo tan intensa sin haber una clara causa para ello. Se fijó especialmente en las paredes y es que saltaba a la vista que éstas precisaban de una puesta a punto. Lijarlas y aplicar pintura no estaría mal como punto de partida. La ventana no cerraba en condiciones, dejando pasar dos líneas de agua que se escurrían hasta el suelo para finalmente meterse debajo de la cama. Aquellos pequeños ventanales eran antiguos, tan antiguos como el resto de la pensión…
Sobral cogió una toalla del baño. Tras doblarla a modo de periódico la colocó bajo la ventana, bien apretujada contra el rodapié. Eso evitaría, por un tiempo al menos, que el agua de lluvia siguiera corriendo libremente. Calidad directamente proporcional al dinero desembolsado en recepción. Al mal tiempo buena cara…
Al margen de la incómoda pero limpia cama visualizó una mesita de noche decapada; una lámpara de techo con los cables a la vista, un viejo sillón que olía a gato y el cuarto de baño.
Pero nada podía compararse a aquellos dos formidables gigantes trabajados a formón y gubia. Dos enormes armarios, uno frente al otro, a modo de vigías recelosos. Aplicando el sentido común no deberían estar allí, básicamente por la gran cantidad de espacio que ocupaban. No tenía sentido. Nada más recorrerlos con la vista de arriba abajo un mal presentimiento invadió su persona…
Superaban ampliamente los dos metros. Precisamente la parte alta, en formas curvas, era la más elaborada. Espectacular hasta en el más ínfimo detalle. Relieves y tallas parecían formar, de manera natural, una única estructura con el resto del mueble. Todo encajado con sublime maestría gracias al más sabio artesano ebanista.
Las puertas alargadas y anchas incluían un lujoso espejo largo con figuras espirales grabadas en sus esquinas. Listones de cedro barnizado creaban sensación de enmarque, realzando su señorío y evidentemente incontables horas de trabajo.
El resto de los cantos exteriores tanto superiores como inferiores (en ambos armarios) mostraban refinados adornos en cobre y bronce, perfectamente encajados en la madera y entre sí.
Verdaderamente se trataba de una obra de arte por partida doble. Dos ejemplos de esa artesanía antigua hecha para durar generaciones. Como artista sabía reconocer un trabajo digno de mención.
Con curiosidad abrió uno. Vacío. Repitió la maniobra con el otro e igual de desocupado. Cada una de aquellas moles contaba en su interior con dos espacios claramente separados. En la parte superior del lado izquierdo una larga barra con perchas de madera. Debajo cinco filas de baldas apolilladas, cuatro conservaban los efectos de algún producto corrosivo mientras que la quinta estaba prácticamente partida en dos.
En la parte inferior cuatro grandes cajones desplazados sobre raíles bloqueados por la oxidación. La amplia zona derecha se componía mayormente de baldas empero a diferencia de las otras contaban con más separación entre ellas además de mayor tamaño. Sobral contó diez, algunas se caían a trozos. Abajo zapateros vacíos, un calzador y lo que quedaba de un viejo periódico…
Sobral elucubraba y no sin razón. Por más vueltas que le diese o por más intentos buscando justificar su cometido allí dentro la cosa distaba de tener sentido práctico. Entre ellos, la cama y resto del mobiliario dar dos pasos podría ser una actividad de riesgo. Especialmente al levantarse soñoliento por la noche…
Se desvistió, quedando en ropa interior. No traía maletas, ni en plural ni en singular. En realidad nada que no le cupiese encima. Dejó la vestimenta en uno de los roperos, sin preocuparse en colocarla con esmero. No era menester porque desorden y despreocupación llevaban tiempo germinando en la maceta de su vida. El mundo cambió o quizás era su mundo el que lo había hecho. Vivir con lo puesto y vivir al día. Acudió al baño a refrescarse. No siempre podía hacer algo tan simple como lavarse porque bajo las estrellas la gente funciona con la gasolina de otras prioridades. La sociedad rueda con leyes diferentes y todas, sin excepción, son despiadadas con los que menos tienen…
Enjuagó la boca, lavó la cara y a continuación se miró al espejo. Sí, era él y no cualquier otro desgraciado; Roberto Sobral, ése era y su reflejo no dejaba dudas…
Y caviló, echando la memoria atrás. ¿Cuántas horas habría pasado estrujándose la sesera? ¿Mil? ¿Cinco mil? ¿Diez mil? ¿Un millón? Y ¿buscando qué? ¿Inspiración de última hora para parir lo que nadie más pudiese crear? Ojala… A fin de cuentas nunca saldría de la mediocridad. Hay cosas que un hombre no puede tolerar mas él… ¿lo era? ¿Era un hombre de verdad?…
Críticos de arte bastardos; necios, estúpidos giróvagos igual de lerdos que los cuatro gatos trajeados que se dejaban caer por sus contadas exposiciones. Analfabetos incapaces de comprender esa concepción del arte más profundo y personal. Tan imbéciles unos como otros porque no sólo no lo respetaban como escultor sino que se regodeaban de hacerlo. A él que de expresividad artística iba sobrado… Cuando las últimas gotas resbalaron por sus mejillas comprobó que sus ojos languidecían húmedos. Todo aquel líquido no procedía del grifo de bronce entonces… ¿estaba llorando?
Sobral habíase quedado, por fin, dormido. Cuando se hallaba en los dominios de Morfeo podía ser cualquier cosa menos lo que realmente era. Soñó ser maestro de maestros; enseñando la verdadera forma de asimilar el arte en general y la escultura en particular. Hasta permitiría que niños, hombres y mujeres venidos del mundo entero lo tocasen como a un dios; rindiéndose ante sus increíbles habilidades con las manos.
Los más entusiastas, influenciados por su escuela, formarían en el futuro a otros aprendices. ¿Qué mejor manera de hacerse eterno? Aquello era una ensoñación mística. Y así podría seguir si no fuera por una fortísima racha de viento que rompió la ventana. El suelo se llenó de cristales rotos. Inmediatamente después quebró una enorme rama de chopo, arrasando con parte del tejado. Arrastró la cortina antes de hacer lo propio con el marco de la ventana y la pared que daba al exterior. Sobral dio un respingo, saltando de la cama.
Aún no asentados ambos pies en el suelo uno de aquellos enormes armarios comenzó a crujir. Roberto estaba ligeramente adormilado. Tal vez proseguía dando clases imaginarias a adeptos igual de imaginarios.
No sabía ni dónde estaba. Le pesaban los brazos y las piernas como si llevase treinta horas seguidas trabajando en una cantera. Un rayo atronador sacudió violentamente el firmamento antes de dejar parte de la ciudad a oscuras…
El ropero de marras se arrastró unos centímetros. Sobral, ya más despierto, pensó en alguien metido detrás, empujando con todas sus fuerzas. ¿De qué otra manera podría explicarse aquello?
Cerró los ojos y los volvió abrir; volvió a cerrarlos y volvió abrirlos. El ventarrón que mordía el exterior lo hacía también en su cuarto. Movía la cortina atrapada entre las ramas del chopo como intentando arrancarla. Roberto imaginó el velamen de una embarcación a punto de rasgarse ante el empuje de la ventolera y la inoperancia del capitán…
Poco a poco la lluvia mojó cualquier objeto físico o etéreo, espoleada por el enojado viento del norte que la metía en la habitación sin necesidad de embudo ni calzador. Apenas medio minuto más tarde el propio Sobral estaba empapado como si se hubiese tirado de cabeza al río. Permanecía de pie, boquiabierto y contrito.
A golpe de vista aquella rama desgajada del tronco pesaría un quintal. Para muestra un botón: los graves desperfectos que tenía ante sus ojos. No quedaba nada de la ventana, casi nada de la pared y para colmo de males parte del techo, venido abajo, permitía otear el cielo, negro y cerrado como las puertas del cielo para pecadores de obra y pensamiento…
Roberto se acercó al armario lentamente. El espacio útil de por sí escaso lo era todavía más por los escombros del accidente. Notaba el cuerpo gélido, mojado y con el bóxer pegado a sus carnes como una sanguijuela.
Otro relámpago marcó el cielo. Partió en dos, de este a oeste, la bóveda celeste. Sobral si algo tenía meridiano era que aquello distaba mucho de ser una pesadilla. No, no podía serlo, ¿o sí? De ser afirmativo daría su talento de artista adelantado a su tiempo por regresar al mundo de los que no duermen. Sin embargo hay trenes que no es que pasen solamente una vez sino que ya han descarrilado antes de partir de la estación…
Apoyó la mano sobre su superficie de madera. Era suave pero no duró así mucho. Hubo de apartarla rápidamente al haberse vuelto áspera y caliente cuan brasero.
Inaudito, aterrador, inquietante. No habría suficientes adjetivos para definir qué demonios estaba pasando esa noche.
Entonces del interior comenzó a emanar una luz blanca intensa, como esa que ven los muertos al final del túnel. Salía a través de la propia madera, atravesando cada átomo. Posteriormente pasó a convertirse en esferas que, de más a menos, ardieron hasta consumirse…
Otro relámpago, éste mostró a los noctámbulos la decrepitud del horizonte. Un horizonte tildado de aires mortecinos; cubierto por la misma turbiedad que manejaba los hilos del artista…
Caviló: ¿estaría quemada su ropa? Fue la primera tontería que le vino. Una sandez como cualquier otra así que tras tomar aire abrió las puertas. Allí estaba, tal cual la había dejado, desordenada como sus deseos. Bosquejó una leve sonrisa aparentando triunfo; sin embargo, en realidad mostraba acrecentada incertidumbre.
Poco después un inmisericorde estruendo, a su espalda, volvió a amedrentarlo. La rama del chopo había terminado de ceder bajo su propio peso. Ante el impacto las hojas salpicaron agua a chorros. Aquella improvisada ducha sobre mojado coincidió con un nuevo relámpago. El mismo bajó del cielo a trompicones, agarrándose con colmillos intangibles a las infinitas nubes color gagate…
La climatología desfallecía por engullir cuanto tenía al alcance, tragando sin masticar. Roberto Sobral no sabía qué hacer. Deseaba fervientemente salir de allí. A lo mejor era lo único que tenía claro. ¿Llamar a alguien? ¿Pedir auxilio? O mejor tirarse directamente por el hueco de la ventana. No obstante algo intrínseco, una especie de energía interna le vetaba cualquier amago de huida.
En eso consistieron sus últimos años. Huir hacia delante, vagar por lugares inconcretos, esperando por algún milagro de última hora o por algún mecenas que cubriese con billetes sus errores. Vida hecha escultura y esculturas modelando cuerpos femeninos adolescentes. Pero siempre y sólo arte. A fin de cuentas ¿Qué puede haber más hermoso? Volvieron a martillearle ciertas opiniones del sector más conservador de la profesión. Afirmaban, los muy bastardos, que sus trabajos rozaban lo pagano, la frustración, la provocación, la rabia y hasta la locura… ¡Imbéciles!
¿Volver acostarse? ¡Menuda estupidez! No estaba la cosa para meterse entre sábanas de agua, buscando encontrarse con Morfeo. Desde luego viendo el cariz que tomaban los acontecimientos habría preferido mil veces dormir entre cartones y cuerpos alcoholizados, calentándose pegado a los bidones.
Vio sus manos temblorosas y húmedas, necesitó hacerlo. Admiraba aquel par de extremidades como quien degusta una epifanía. Las miraba insistentemente, ellas constituían su primorosa y mejor herramienta de trabajo. Lindas, sublimes y agraciadas con el Don de crear arte capaz de llenar el alma de dicha…
Dejó de idolatrarlas cuando retornaron los chirridos, alcanzando más intensidad que la anterior vez. La sesera del desdichado Sobral absorbía con avidez hasta el último decibelio. No podía ser real; nada de aquello podía serlo. Sin embargo allí estaba, en primera persona, pellizcándose una y otra vez mientras se repetía:
—«Despierta Roberto» «despierta Roberto»…
Las mismas esferas de antes ahora se rozaban entre sí. Mojadas como estaban cada una dejaba ver insólitos reflejos que iban desde muñecas clásicas hasta animales disecados…
Entonces el mismo armario golpeó con fuerza sus cuatro patas contra el suelo. A esas alturas el piso ya estaba completamente encharcado. Roberto persistía bloqueado como una puerta de alta seguridad. Apenas se sentía con fuerzas para dar dos pasos y no todo era culpa del entumecimiento o del poco espacio.
Recordó cuando de niño miraba películas de miedo. Siempre juraba no volver a ver otra mas para la siguiente ya estaba pegado al televisor. Y siempre remataba en cama de sus padres, lloriqueando asustado…
¿Qué estaba pasando en aquella habitación? ¿Era por él? O estaba de suceder, sin importar persona ni personaje; continente o contenido.
Más crujidos y más relámpagos, ensordecedores los primeros y cegadores los segundos. Se cubrió las orejas, apretando fuerte, y tras doblar el espinazo gritó hasta prácticamente confundir realidad con irrealidad.
Las paredes echaron a resquebrajarse como tiras de papel pintado. Afuera un nuevo relámpago desbravó el cielo con la serena tranquilidad del que tiene la sartén por el mango…
Cinco esferas de mayor calibre salieron del hueco entre el suelo y el nacimiento de las patas del ropero. Recorrieron la estancia en formación, veloces como suspiros, dejando en el ambiente un intenso olor a incienso. Detenían tan pintoresco acto circense al alcanzar el cuerpo de Sobral para, tras un receso, repetir la puesta en escena desde el principio.
En paños menores el desdichado temblaba. Tanto el frío como la humedad emperraban en clavarle puñales incesantemente, sin descanso, marcando territorio. Y mientras el mentón le martilleaba sin poder controlarlo el viento, déspota como pocas veces se viera por aquellos lugares, tomó impulso desde afuera para acceder al interior violentamente. Agarró la cortina de entre las ramas del chopo y se la tiró encima, cubriéndolo hasta los tobillos.
En tales circunstancias semejaba un aparecido. Alma en pena dispuesta a aceptar incontables pecados propios y ajenos. Pero cabía otra posibilidad más prometedora, por decirlo así. Podría tomarse en consideración como su obra de arte definitiva. Poco original sí, pero capaz de expresar desde la sencillez un millón de emociones.
Se la quitó de encima presto. La tela estaba tan empapada como él, si no más. Tras escupir la agua de la boca y apartarse el pelo de la cara vio, estupefacto, la otra cara de la misma moneda y sin lógica aparente todo volvió a cambiar…
No diluviaba, ni siquiera cuatro gotas esparcidas por la madrugada. No se escuchaban truenos ni centellas en la calle. Habíase esfumado el viento, incluidas sus zarpas pendencieras. La ventana y la cortina continuaban donde se suponía debían estar. Ni rastro de la fornida rama de chopo quebrada; ni la pared derruida ni el tejado aplastado. Nada del caos desatado minutos antes; es más, incluso el cuarto ganó en calidez y confortabilidad. ¡Era algo de locos!…
La ensoñación no siempre sirve para explicar convincentemente cuanto pasa al filo de la noche. Sin más la palanca del destino volvió a bajar, girando las frutas a gran velocidad. Al detenerse tres cerezas eran tres cerezas, en línea. De forma inmediata retornaron los crujidos, la luz inquieta y las sonrisas no sonrisas de pequeños y grandes malhechores disfrazados de póstuma indiferencia.
Pero había algo más, un detalle que Roberto no observó anteriormente y que parecía nublar, de alguna manera, cualquier pensamiento cuerdo. El nuevo «personaje» entrado a escena era una sustancia oscura similar al petróleo. La misma salía detrás del armario o quizás por debajo, cubriendo el suelo como vertidos de crudo en el océano.
Las bisagras piano de los dos armarios alcanzaron el rojo vivo. Duró un segundo pero fue suficiente para impregnar el aire con aroma a madera quemada. Al rato las puertas de uno de aquellos gigantes impertérritos se abrieron de par en par, mostrando las entrañas del infierno…
Dentro la oscuridad resultaba desconcertante y aterradora. Totalmente negruzca pero con la increíble salvedad de que permitía escudriñar su intimidad como si el observador poseyera visión nocturna.
Las ideas de Sobral daban un paso adelante y diez atrás, aturrullándose entre medias. Incapaz de interpretar la información que entraba por sus ojos quiso arrancárselos o mejor todavía, acabar con su vida de una vez. No sería descabellado ya que los artistas de talla mundial deben morir jóvenes. La ventana, de nuevo ella; cercana en espacio y forma podría convertirse en su mano amiga. Desde luego la caída tenía pinta de ser mortal de necesidad.
Sin embargo no hizo nada de eso pues hasta para los actos más contra natura se requiere de un mínimo de agallas. Cerrase o abriese los párpados sólo tenía pupilas para mirar dentro del infinito extendido allá dentro. ¿Un infierno de madera? Podría serlo.
La oquedad se alargaba hasta una montonera de guijarros y pequeñas rocas. ¿Un averno de piedra? También podría serlo. Éstas formaban un grueso bordillo antes de un terraplén compactado. Pasando ambos ¡el abismo! Perdidos en las profundidades subían y bajaban vapores que marcaban de nuevo olor a incienso.
Un ser inenarrable hizo acto de presencia entre aquel despropósito. Sobral parecía una estatua sin piernas ni brazos. Por otro lado cualquier intento por hablar parecía haber quedado ahogado en su garganta y cualquier movimiento le causaba un exagerado agotamiento. ¿Podría tener relación con el pánico? Probablemente.
Al menos podía pensar. Eso sí podía hacerlo aunque no le sirviese de gran cosa. Dedujo acertadamente que aquel engendro había escalado desde lo hondo del agujero. Ahora bien ¿con qué objetivo?…
Ocho patas peludas se aferraron hábilmente a los resquicios de las rocas. Primero asentaba las traseras buscando agarre y tracción. Después con las delanteras tanteaba el muro vertical buscando el mejor camino de ascenso. Afianzaba cada extremidad con maestría, tal cual fuesen piolets de alpinismo.
La monstruosidad alcanzó el límite del armario o dicho de otra manera: la frontera entre dos mundos coexistentes en uno. Roberto creyó ser examinado y sentenciado después. En ese planteamiento, que no venía demasiado a cuento, pudo contemplar a la criatura en todo su aterrador esplendor.
Pero nada pudo compararse en lo grotesco a lo que pudo observar. Se le había pasado desapercibido hasta ese momento por la diferencia de tamaño entre las dos aberraciones. Era un «jinete» montado en la grupa de aquella bestia y por más increíble que parezca se trataba de un bebé humano… O algo similar.
Era rollizo y su piel escamosa. La cabeza de color blanco e inexpresiva no se movía ni un ápice; tal cual fuese un pedazo de hierro soldado a los hombros. De hecho Sobral vio en la susodicha la cabeza de una de esas estatuas de la Grecia Clásica.
Guiaba los movimientos del «caballo» tirando de una correa de cuero y clavando dos espolones que le sobresalían de la cara interna de los pies.
En cuanto a la gran alimaña peluda, que nada tenía de caballo, sí contaba con todos los elementos para creer en el infierno.
Nueve ojos le contó, uno tras otro; redondos y oscuros. Unos más grandes y otros más chicos pero en conjunto reflejaban la pusilánime figura de Roberto Sobral; el artista entre artistas muerto de miedo. ¿Será pues la muerte otro tipo de arte incomprendido?…
Por quijada dos pares de quelíceros curvos, largos y afilados como escalpelos. Mientras giraba su cabeza de lado a lado cerraba los mismos en rápidas sucesiones. Producían un sonido similar al que generaría un concierto de castañuelas. El resto del espécimen lo componía, al margen de las extremidades peludas, un abdomen descomunal cubierto de pelillos.
De un ágil salto dejó atrás la línea divisoria entre este mundo y lo sobrenatural. Sus ocho patas posaron por primera vez en el suelo del cuarto, tanteándolo mediante pequeños movimientos circulares. La sustancia petroleada reaccionó de inmediato, comenzando a frotarse contra ellas primorosamente, casi de forma lasciva.
Paralizado, miedoso, descoyuntado e incapaz de mover un solo músculo Roberto Sobral veíase ante un imaginario espejo, sin reconocer al otro individuo que gritaba por la vida de ambos.
Puede que su razón se estuviese diluyendo a pasos agigantados o quizás ya no contaba con la capacidad de discernir real de irreal. La sustancia oscura subió hasta sus rodillas, balanceándose en lentos vaivenes; apenas lo había notado. En este caso sin frotamientos, ni lascivos ni de otra clase. Para Roberto Sobral aquella criatura no tenía comparación con nada conocido, fotografiado, excavado, descongelado o pintado. ¿Podría considerarse, a su manera, arte?…
El contrahecho y su «jinete» ¿por qué no? Sí, estarían en sus exposiciones. El arte siempre depende de los ojos del observador además el concepto de belleza es relativo. La contra natura más vomitiva y bizarra empero sobre todo ¡viva! ¿Quién superaría algo así?
Como singular escultor él mismo era ejemplo de imposibilidad. Lo que para él constituía método, sistema y disciplina; dotado de alma y significación (ya fuese en cualquier vertiente) para críticos y neófitos en general no iba más allá de genialidad a cuentagotas. Arte desaborido, ramplón, en toda la extensión de la palabra. Obras tan justas de calidad como sobradas de ego. Nuevamente se vio entre cartones, bidones quemando tablas y cuerpos alcoholizados capaces de matar por la siguiente botella…
Fuera del armario la aberración destellaba con luz queda. Abría y cerraba sus quelíceros en clara actitud amenazante. Éstos podrían partir a un mamut por la mitad y a cada mitad en más mitades. De por si ya era horrendo pero cuando comenzó a hablar Sobral sintió que su alma caía a un pozo infinito del cual no podría salir ni arrojándole una cuerda.
Arrancó murmurando palabras huecas de sentido, como si estuviese ensayando qué decir antes de decirlo. Las distancias parecían alargarse indefinidamente, aumentando la desesperación del artista. Traqueteaban las castañuelas al tiempo que se movía hacia él cuan grácil bailarina sostenida sobre la punta de sus zapatillas. El bebé, desde arriba, lo azuzaba clavándole los espolones…
¿Podrían contar con sentimientos ambos entes? Probablemente no. A lo mejor ni siquiera estaban calientes o fríos, vivos o muertos. Pero para seguro el hecho de que Sobral no iría a ninguna parte. Ni en este mundo ni en el otro con lo cual ¿qué sentido tendría mostrar premura?…
El horrendo gigantón peludo se detuvo. Observó al hombre sin medida del reparo y sin saber cuál de sus ojos escudriñaba entre sus miserias con más juicio. Pronto exclamó:
—¡No huyas, termina tu camino!
¿Huir? ¿Qué camino? Elucubró Roberto Sobral, descompuesto e incapaz de hallar respuestas. Se cerraron violentamente las puertas del guardarropa mientras se abrían las del otro, inactivo hasta ese momento.
Dentro había menos penumbra. Cuanto se podía ver era muy diferente. Allí entraron las luces que pululaban por la estancia. Con ellas se esfumó el fuerte olor a incienso. Hizo lo propio la desagradable materia petroleada, aspirada por unos imaginarios pulmones residentes en lo hondo de la cloaca. Por último Roberto Sobral, echo jirones irreconocibles de carne y huesos…
Aquella bestia sobrenatural lo cargaba entre sus quelíceros, tanteándolo con los pedipalpos para asegurarse de que estuviese allí, entre sus fauces. Sus ocho patas desaparecieron en las profundidades abisales de aquel estercolero.
Tras él las puertas del armario se cerraron ruidosamente. Una risa incontrolable de bebé se fue apagando de a pocos…
Retornó lo ordinario como retorna el hijo pródigo. Ambos roperos habían vuelto al modo vigía; uno frente al otro. Al menos hasta que un fortísimo fogonazo llenó el cuarto de luz. Después… ¡Los dos habían desaparecido!
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