Intro. – «Cruces en la carretera»:

Desde más o menos la época de la colonia, en México y otros lugares de Latinoamérica se ha mantenido la arraigada y antigua creencia de colocar una cruz justo en el lugar donde murió una persona trágicamente.
Cientos y cientos de cruces descansan pacientes en vialidades y carreteras a lo largo y ancho de todo el continente, lo que significa que en dicho acotamiento, vialidad o cruce algo súbito y desgarrador sucedió.

Para algunas creencias teosóficas y teológicas, el colocar una cruz en el sitio exacto donde murió un ser querido ayuda a que éste advierta de su repentina desencarnación y se resigne a buscar la luz.
Mito o leyenda, se dice que hay personas con el don de ver cosas que otras no pueden; se asegura que el don de ver la muerte de alguien a través de su propia cruz es el más espantoso y perturbador de todos.

Cap 1. – «Viaje a la cabaña»:

El sol apenas despuntaba cuando Clara ajustó su mochila en el asiento trasero de su viejo Thunderbird rojo. El viaje no sería largo y el destino lo valdría: una cabaña aislada en el desierto de Samalayuca, perfecta para alejarse del bullicio de la ciudad y encontrarse consigo misma. Llevaba semanas planificándolo, investigando la ruta y asegurándose de que todo estuviera en orden; y aunque algunas amistades le habían advertido de la peligrosidad de recorrer sola las carreteras de sur de Juárez, ella continuó con su caprichosa idea viajar sola y por la tarde-noche.

La primera etapa del viaje transcurrió sin incidentes, con la carretera despejada y el ocaso deslizándose pacíficamente a su alrededor. A medida que Clara se adentraba en caminos menos transitados, misteriosamente la señal de su teléfono se volvía intermitente y la vialidad se estrechaba. Al caer la noche, una densa «nada» comenzó a rodear el camino. La raquítica luz de la luna, filtrada por entre las amplias ventanillas del Thunderbird, creaba un juego de sombras que confería al ambiente un aire casi mágico; no obstante, pronto aquella magia fingida se convertiría en una inquietante y perturbadora sensación de peligroso.

Estaba perdida y la señal del móvil parecía estar momentáneamente «caída». Decidió hacer una pausa en un ancho acotamiento que encontró al borde de la carretera. Era un lugar solitario, con solo el muro de contención adornando el desgastado y desquebrajado asfalto. Clara salió del auto, estirando las piernas mientras la seca brisa del desierto acariciaba su rostro. Al caminar un poco para despejarse, notó algo extraño tras el muro de contención: la imagen de una cruz negra y de metal enterrada sobre un pequeño montículo de tierra; en la esquela, con letras blancas se podía leer:

«Aquí murió el Sr. Félix Rendón, amado padre y hermano»
(1943 – 1999)
«Recuerdo de familiares y amigos»

Repentinamente, y tal cual se tratase de una increíble locura, Clara fue testigo de cómo una sombra blanca, misma que emitía un sonoro y desgarrador gemido de dolor, emergió de la cruz y se precipitó hacia a la carretera. Cuando reaccionó para tratar de enfocar su vista en la tenue silueta, observó como esta salió volando violentamente tras ser golpeada por un vehículo con los frenos rechinando. Asustada, Clara emitió un súbito lamento, cubrió sus oídos y cerró los ojos; luego de unos segundos los abrió, advirtiendo que la carretera seguía tan sombría y solitaria como hacía minutos. Sacudió la cabeza y regresó de inmediato al carro; atribuyendo aquella visión al cansancio y la creciente oscuridad, dio marcha y aceleró de inmediato con intenciones de alejarse lo más rápido posible del acotamiento donde se hallaba la cruz.

Ya en camino, verificó la «red» del móvil constatando su efectivo y oportuno funcionamiento. La carretera se volvía cada vez más sinuosa y el crepúsculo daba paso a una noche cerrada. La única iluminación provenía de los faros del «confiable» y cómodo Thunderbird. Clara intentó tranquilizarse, pero no pudo evitar sentir que algo o alguien, desde que se había topado con aquella cruz, la acompañaba.

Después de unos kilómetros hora de conducción tensa, decidió que era mejor encontrar un lugar para pasar la noche. Localizó un motel en el maps del celular y se dirigió hacia allí. El motel, «El Refugio del Desierto», parecía salido de una película de terror: una estructura antigua, con luces parpadeantes y un cartel de neón medio roto. La recepción estaba vacía, salvo por un anciano de mirada turbia y lujuriosa que la recibió con una sonrisa evidentemente fingida.

—Buenas noches, señorita. ¿Busca habitación? —dijo el anciano, sin apartar la rijosa vista de ella.

Clara asintió, sintiéndose incómoda bajo la penetrante mirada del hombre. Rápidamente, le entregó una llave oxidada con el número 6 grabado en ella. La habitación estaba en el segundo piso, al final de un pasillo mal iluminado. Al abrir la puerta, el rechinido de las bisagras resonó en el silencio, haciendo que un escalofrío recorriera su espalda.

El interior de la habitación era aún más inquietante: muebles viejos y desgastados, un espejo agrietado y una cama que crujía a la menor presión. Sin embargo, Clara estaba agotada y decidió que era mejor dormir y continuar su viaje a la mañana siguiente. Se duchó rápidamente, intentando no pensar en la humedad y el moho que impregnaban las paredes del baño. Al salir, notó que la ventana no cerraba bien y las cortinas estaban rasgadas, no obstante, el cansancio era mas que las ganas por estar cómoda, así que se envolvió en las sábanas y cerró los ojos, esperando que el sueño la alcanzara pronto.

Casi apunto de amanecer, un ruido la despertó abruptamente. Parecía provenir del pasillo: pasos suaves, casi imperceptibles, que se acercaban lentamente a su puerta. Clara contuvo la respiración, aguzando el oído. Los pasos se detuvieron justo frente a su habitación. Un silencio sepulcral se apoderó del lugar, seguido de un leve rasguño en la puerta. El corazón de Clara latía con fuerza, y sin atreverse a moverse, intentó visualizar lo que podría estar ocurriendo al otro lado.

Pasaron unos minutos eternos antes de que los pasos se alejaran lentamente. Respirando aliviada, Clara decidió que no podía quedarse allí ni un minuto más y maldijo el hecho de tener que padecer un viaje largo que tendría que haber sido corto. Se vistió rápidamente, tomó sus pertenencias y salió sigilosamente de la habitación. El pasillo estaba vacío, pero la sensación de ser observada no la abandonaba. Bajó las escaleras apresuradamente, pasó frente a la recepción donde el anciano dormía en una silla y salió al aire libre.

El crepúsculo era frío y silencioso. Subió al Thunderbird y desesperadamente arrancó de reversa, con intenciones de dejar atrás el siniestro motel; sin embargo, un fuerte ruido la hizo frenar, justo antes de incorporarse a los carriles laterales de la vialidad. Aprisa descendió del vehículo y caminó hacia la parte trasera, parecía que había golpeado otra de esas cruces de la carretera; en esta ocasión era de madera, color caoba y con letras negras apenas perceptibles que describían:

«En memoria de Brenda Castañeda»
(1
994– 2010)
«Recuerdo de familiares y amigos»

Clara no tuvo tiempo de enderezar la cruz. Solo abordó aprisa el vehículo, viró hacia delante y aceleró. Mientras alumbraba el motel en su paso hacia la vialidad, las luces del vehículo iluminaron brevemente la figura pálida y semidesnuda de una joven en la ventana de una habitación, Clara dedujo que seguramente se trataba de la mujer de una pareja que se había metido a «coger», y no se detuvo a mirar más. Continuó conduciendo por el oscuro camino, decidida a no parar hasta llegar a un lugar seguro.

La carretera parecía interminable, y la oscuridad, impenetrable. Después de varios minuto, el primer rayo de sol comenzó a asomar en el horizonte, trayendo consigo una sensación de alivio. Por fin, luego de un trayecto accidentado y perturbador, Clara arribó al pueblo de Samalayuca donde evidentemente decidió parar para desayunar, reponer energías y preguntar por la zona de cabañas. Encontró una cafetería acogedora y se sentó junto a la ventana, observando a los tranquilos habitantes del lugar.

Mientras desayunaba, una mujer mayor se le acercó y se sentó frente a ella sin preguntar.

—No eres de por aquí, ¿verdad? —dijo la mujer con voz suave pero firme.

Clara negó con la cabeza, y como buscaba ayuda para encontrar su destino concreto, para generar una atmósfera de confianza terminó explicando a la mujer sobre el viaje y su espantosa experiencia de la noche anterior. La mujer la escuchó atentamente, y al terminar, asintió con una expresión seria.

—Menos mal que te fuste de ese lugar. Ese motel tiene una historia oscura; hace muchos años hubo un asesinato allí: concretamente en la habitación 5. A una «chamaca», mucho más jovencita que tú, la traían secuestrada desde Ciudad Juárez: 3 desgraciados la metieron a ese motel, la violaron toda la noche y en reiteradas ocasiones y luego la estrangularon. Desde entonces, dicen que su espíritu vaga por los alrededores, buscando justicia. Nadie en el pueblo se atreve a acercarse a ese lugar.

El estómago de Clara se revolvió y se le erizó el cuero cabelludo. Aunque no era supersticiosa, la explicación de la mujer coincidía inquietantemente con su experiencia. El espanto aumento aún más cuando recordó que la habitación en la que se había hospedado era la 6, justo a un costado de la 5. Incluso aseguró, para si misma, que en aquel momento había visto el número en la puerta mientras caminaba por el pasillo de camino a su habitación, lo que la hizo sentir fatigada y ansiosa.

Clara no pudo hacer otra cosa que preguntar a la mujer el paradero de las cabañas a las que se dirigía, agradecerle y salir de la cafetería: sintiéndose totalmente angustiada y consternada. Pero cuando estuvo a punto de salir del lugar, se detuvo un momento, se giró y preguntó a la mujer:

—Disculpe…, por pura curiosidad… ¿sabe cómo se llamaba la chica que violaron y estrangularon en el motel?

La mujer la miró con detenimiento, frunció la cara y torció la boca. Negó con la cabeza y respondió:

—La verdad, no lo recuerdo, la «chamaca» no era de por aquí; como te dije: la traían secuestrada desde ciudad Juárez. Los malnacidos esos solo la trajeron acá para hacer sus «marranadas» con ella.

La pena y la rabia por la chica, mezcladas con un cúmulo de dudas y sorpresas por lo que estaba experimentando en ese «corto» viaje, fueron es ese momento el martillo de sentimientos y emociones que acometió contra Clara, su fe y su fortaleza. Nuevamente no hizo más que asentir fingidamente con la cabeza, dar la vuelta y procurar el retirarse. No obstante, la mujer la detuvo con un carraspeo de duda disfrazada de respuesta.

—Aunque…, ahora que recuerdo…, se rumoró en el pueblo…, que los dueños del motel se negaron a la petición de los familiares de la «chamaca» de permitirles poner en la habitación una cruz para honrar su memoria; así que la pusieron a un costado del hotel, en la orilla de la carretera, ya en zona «federal» donde no afectara la propiedad de los hoteleros. Si tanto te interesa saber el nombre de la pobre muchacha, quizás puedas darte una vuelta cerca del motel y revisar su cruz.

Si de algo fehaciente se podría jactar Clara, era de su excelente memoria. Sintió un bajón de energía y murmuró: «Brenda». Tampoco se le podía exigir que recordara a detalle el apellido, pero sí consiguió retener las fechas de nacimiento y muerte: 1994 – 2010; con lo que pudo deducir que, tal cual lo había asegurado la mujer, con tan solo 16 años era bastante joven cuando falleció.

Clara agradeció a la mujer con un gesto y salió de la cafetería. Una brisa de calor la golpeó en el rostro, entonces solo inhalo y exhalo tratando de olvidarse del tema, de las coincidencias y de la inexplicable experiencia. El resto del camino transcurrió sin incidentes. Al llegar a la cabaña, la tranquilidad del lugar la envolvió como un manto, y por primera vez horas, Clara se sintió verdaderamente segura.

Mientras desempacaba y se instalaba, no pudo evitar pensar una última vez en la silueta del acotamiento sobre la carretera, en los sucesos relacionados al motel y en la joven referida por la mujer en la cafetería; de hecho le dedicó también un pensamiento maledicente al viejo lujurioso de la recepción. Finalmente, con una sonrisa de incertidumbre y nerviosismo, suspiró, respiró profundo y decidió dejar atrás el inexplicable tema de las cruces y los extraños sucesos que las rodeaban; prometiendo, luego de comunicarse con su familia para avisar de su llegada, enfocarse en disfrutar de su retiro consigo misma y con la naturaleza.

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