A Carlomagno le hablaron de ello por activa y pasiva. Le hablaron voces amigas y voces anónimas sobre lo que allí podría encontrar. Incluso cuando menos se esperase la razón podría fragmentarse lo mismo que la tierra después de un terremoto.
Buscó entre sus cosas algo de valor sentimental ¿por qué? Según información obtenida de afables lugareños (calentados por el vino) el objeto en cuestión debía ser arrojado en la encrucijada de caminos antes incluso de poner pie en la misma. La razón para ello no le había quedado clara porque básicamente no prestara la debida atención…
Trataron de advertirle de lo temerario de su empresa, buscaron sin éxito disuadirlo con historias sufridas en carnes propias por lugareños y forasteros. Vecinos tales como el panadero, en cuestión de semanas había perdido la vista, el oído y el habla; el carpintero, victima de un siniestro en el monte que se cobró sus piernas; el cabrero cuyo cuerpo sin vida amaneció en la cuadra, pisoteado por sus cabras o el herrero, muerto en la vetusta fragua al vaciársele encima el acero fundido de uno de los pesados calderos desplazados sobre rieles.
Cuán cierto que no hay peor ciego que el que no quiere ver. La naturaleza intrínseca del misterio prendiera en Carlomagno. No solía hablar de su pasado ni se desvivía especialmente por sociabilizar con sus semejantes, excepto cuando el premio valía el esfuerzo. Para él aquellos analfabetos de pueblo vivían inmersos en el pasado. Éstos mostraban aprensión en sus abigarrados rostros al verlo ciego de convencimiento. En cambio él sentía compasión por aquellos hombres y mujeres de mentes obtusas, acompañados de un par de manos no hechas para otra cosa que no fuese trabajar la tierra. Le daban lástima y él probablemente a ellos…
El riesgo cohabita en la gracia de cada día que despunta al alba. Salir de la cama es sin duda claro ejercicio de temeridad. Por esta regla de tres ¿sería tan horrendo acudir allá? Sea como fuere no era fácil amedrentarlo con patrañas rocambolescas. Ciertamente cuanto más atrasada es una sociedad más leyendas se acumulan en su imaginario popular. Las que hagan falta, muchas o pocas (sin duda lo primero) y por lo tanto incontables antorchas deberán ser arrojadas al interior de cada cubil místico para iluminarlo, disipando cualquier conato de superstición…
Se adentró al área cuando apenas salía el sol, equipado con ropa de abrigo y calzado de montaña. Por la zona conocían la parte boscosa norteña bajo la curiosa denominación “aullido de Belcebú” y la parte sureña como “ventosidad de Belcebú”. En cambio él lo único que escuchaba eran dos cosas: sus tripas pésimamente desayunadas y el continuo crujir de las ramas que torpemente pisaba. Alisos y sauces blancos transcurrían pegados a la ribera del río Costalar. Río que según pudo informarse contaba con su propia leyenda.
Divisó una pequeña rapaz. Salió volando presurosa al advertir su presencia. En el pico un topillo, éste con un hilo de vida agitaba sus patitas en el aire. Y mientras el aleteo la llevaba a perderse en la foresta, del norte apremiaba gélido el aliento del viento, clavándole en la jeta minúsculos alfileres cristalinos. A lo largo y ancho del piso vegetal se acumulaban troncos podridos, arrancados probablemente en inviernos pasados. Otros congéneres arborícolas dominaban el paisaje, adoptando formas retorcidas para evitar a los grandes y altivos que tenían por encima. El sol no calentaba lo suficiente ni terminaría de hacerlo pero al menos se esforzaba, tomando de la mano a un cielo grisáceo apretujado contra el horizonte. Algunas nubes dispersas morían contra la línea del mar otras en cambio seguían camino hasta desaparecer en la inmensidad de la bóveda celeste.
¡Cómo atizaba el frío! De forma autómata acudían a su mente chimeneas laboriosamente labradas dispuestas para afrontar los inviernos más inmisericordes. A pesar de no ser frecuente en él Carlomagno albergaba una punzante desazón de origen desconocido. Se mostraba inquieto, nervioso e intranquilo. ¿Premoniciones? ¿Sexto sentido? Tal vez la conciencia…
¡Váyase! ¡Lárguese! Bien hecho está aquello que tiene principio y fin. Si merced a ello conserva los pantalones doble dicha ¿acaso esperaba otra cosa? ¡Insensato! Regrese a su confortable hogar, aunque carezca de chimenea y polvorientas fotografías en la repisa. Vuélvase sin ojear atrás porque frente a usted nada decente hallará y a su espalda todo serán nubarrones. Guarde sus credos en el doble fondo del arcón; regálese momentos de paz, un café bien negro y una vida insulsa donde la mejor dispendia sea beberla a sorbos cortos…
¡No! ¡Él no era como los demás! Al menos así se veía cada mañana al afeitarse. Cualquier evento es o puede ser suficientemente físico, palpable o vulgar como para interpretarlo de manera correcta e imparcial. No todas necesariamente positivas pero tampoco negativas por defecto. Al menos era su forma de interpretarlo, algo así como un ojo de cristal que casi todo lo ve. ¿Terco? Lo mismo que una ensillada de cincuenta mulas. ¿Genio? Mucho, sus arrebatos violentos podían llegar a ser incontrolables. Cualquier asunto que se le metiese entre ceja y ceja terminaría más pronto que tarde convirtiéndose en obsesión. Además en el hipotético caso de darse las disposiciones del destino a la contra siempre guardaba (imaginariamente hablando) dos monedas para el barquero…
Despejó mente y cuerpo, enviando al barquero a secano. Lo crucial permanecer atento a cualquier eventualidad fuera de lo común por ende todo pensamiento que no viniese al caso sería inmediatamente desterrado, antes incluso de que empezase a apestar.
Súbitamente a lo lejos observó una mezcolanza de puntos de luz que se movían tal cual fuesen péndulos. ¡Diantres! No se había enterado que estaba a tiro de piedra de la encrucijada de caminos. Habíase quedado empanado observando aquel vistoso fenómeno. Echó mano del objeto sentimental, una fotografía de sus hijos. La apretó fuertemente con la mano, estrujándola involuntariamente…
El incidente parecía indicar que lo que andaba buscando habíalo encontrado a él y no al revés. Siendo así no podía permitir que la incertidumbre tomase control de sus actos, mucho menos precipitarse.
Incontables hojas mustias descolgadas desde la vasta arboleda se convirtieron en improvisadas teloneras de voces guturales. Sin meditarlo ni por un segundo corrió hacia aquellos puntos de luz. Al carajo con eso de ¡no precipitarse! Ni siquiera supo en qué momento se le escapó la fotografía de la mano, perdiéndose cuan juego de llaves en la alcantarilla del bosque.
Esquivó con más o menos fortuna cuanto obstáculo le salía al paso; desde endemoniadas zarzas gruesas hasta ramas quebradizas, pasando por piedras resbaladizas y traicioneros desniveles cubiertos de maleza. Apretó el paso sin pensar ni por un segundo en su integridad, acelerando la zancada en aquella dirección aunque llevase a las puertas del averno. Pero no, nada que ver con los malestares del azufre, moría en el desconcertante cruce de caminos. El emplazamiento que tanto pánico causaba entre lugareños y forasteros. Fin de trayecto, sin pompas, tamboriles ni fuegos de artificio. Cuatro senderos tomaban cuatro direcciones diferentes.
Arreciaba el fresco armado con cuchillas gélidas de acero templado; aullaban los lobos en el monte alto, tarareando el viento tormentos de desesperación y fatalidad que parecían combinarse con decenas de aullidos. Entretanto el sol, recién pegado al firmamento, se preparaba para hornear (o intentarlo) la contorna.
A la sazón echó a rodar el particular infierno de Carlomagno. Ahí y en ese instante comenzaría todo. No fue buscado pero tampoco dejó de serlo. En el mismo centro del cruce un ser que desde luego no pasaba inadvertido. Se trataba del Lambirón; una entidad maligna que envenena fuentes, seca campos y hace que las cosechas no crezcan lo suficiente. Sentado en un añejo tocón lleno de inscripciones indescifrables parlamentaba solo, aseverando con la cabeza mientras agitaba las manos como si de un director de orquesta se tratase.
Carlomagno quedó boquiabierto e incluso antes de digerir tan esperpéntica visión otro suceso llamó su atención. Un grupo de siete personajes ataviados con sayales de monje peregrinaban cerca de ellos pero aparentemente sin prestarles atención. Marchaban en fila india, ordenados por altura. Desde el más chico que rondaría el metro diez hasta un gigantón de tres metros, éste cerraba la comitiva. Portaban en una mano quinqués oscilantes al lento ritmo del grupo. Este hecho explicaría la mezcla de puntos de luz observados anteriormente por Carlomagno y en la otra mano llevaban agarradas de los pelos sus propias cabezas sanguinolentas. Aterrador, no podría definirse con mejor tino. Las susodichas tenían los ojos cosidos y las bocas entreabiertas, susurrando entre ellas. A su vez esto justificaría aquellas voces guturales también escuchadas por él.
Oteaba el singular desfile con todo lujo de detalles, hasta la lepra que torturaba sus cuerpos y eso a pesar de estar cubiertos por los sayales. Cada uno de los horripilantes sujetos soportaba el suplicio de cilicios dentados fuertemente cerrados contra sus muslos, provocándoles copiosos sangrados. Potenciándoles la agonía grilletes de hierro circuncidaban sus tobillos. No sólo les estrangulaban la circulación sino que roían tanto carne como hueso. Un par de puntos de soldadura unían a los mismos una cadena oxidada que terminaba al otro extremo soldada a dos aros. A éstos robustamente adheridos pesados mamotretos, cada cual con el título en letras gordas…
No obstante no quedaba ahí lo bizarro de la escena. Detrás de los penitentes docena y media de escarabajos gigantes arrastrándose en fila de a dos. Frotó los ojos no una sino tres veces y si cien fuesen cien veces persistiría aquel disparate. Respiró hondo antes de echar un vistazo a sus manos, temblaban como un flan. Y ¿ahora qué? ¿Cómo debía proceder? Delante de sus narices un hecho enigmático se desarrollaba como si fuese lo más normal del mundo y la evidencia de ello no dejaba espacio para dudar. ¿Un espejismo? No, aquello no era ningún páramo desértico ni mucho menos el termómetro alcanzaría cincuenta grados a la sombra…
Los espectros de paseo y los repulsivos escarabajos desaparecieron entre los árboles, atravesando la vasta frontera arborícola como si allí nada fuese sólido. Entonces el perverso Lambirón, sentado cómodamente en su trono de madera, comenzó a platicar en perfecto cristiano…
—Fresco está el día caballero. Usted no me conoce pero yo sí a usted. Me llena de orgullo y satisfacción comunicarle que ha sido agraciado con mis favores. Los dos comenzaremos un divertido juego en el que ambos aprendemos a valorar en justa medida beneficios y placeres de la cooperación.
Usted ha llegado por el derrotero que muere acá en la encrucijada. El mismo que queda a su espalda; sin embargo, ahora deberá elegir uno de los otros tres si anhela retornar a su hogar. Hágalo presto no vaya a ser que sea el camino quien lo elija a usted…
El rostro de Carlomagno parecía un poema creado por un poetastro de tres al cuarto. Sería difícil aseverar qué era más surrealista; si la procesión de errantes y bichos inflados en mutua compañía o aquel Lambirón parlanchín de dudosas intenciones. A tenor de como estaba el percal prefirió seguirle la corriente así verificaría por sí mismo hasta qué punto aquel encuentro revelaría sustancias materiales e inmateriales nunca vistas.
Arrancó los primeros pasos por el sendero de la izquierda. Grosso modo pista de gravilla prensada como cualquier otra. Inconfundibles marcas de carros, animales y personas bosquejaban la susodicha. Sin embargo no habría pateado ni quince minutos cuando la luz del día menguó hasta apagarse del tirón. Se impresionó al verse rodeado de oscuridad, una penumbra que desde luego no era natural así como tampoco aquel silencio sepulcral que le erizó los pelos de la nuca.
Cuando la mencionada opacidad dejó paso a claridad paulatina Carlomagno ya no se topaba allí sino en una sala pétrea tomada por desmedidas cantidades de hiedras, humedad y mugre. Percibía gemidos provenientes de detrás de las paredes empero también del interior de tuberías que discurrían paralelas a las mismas. Súbitamente se prendió el foco del techo barriendo su calidez cualquier residuo de lobreguez. Alumbró el centro de la estancia y en la misma, bien visible, una gruesa y pesada cruz de San Andrés. Descansaba en horizontal sobre un entarimado de piedra rustica. Atada a ella de pies y manos un niño que no contaría más de doce años. Sus muñecas y tobillos enrojecidos por la presión de la cuerda; sus ojos vendados y su boca tapada con una improvisada bola de trapos no presagiaban nada bueno…
El desconcierto fue superlativo ¿de qué demonios iba aquello? Nada como preguntar (aunque se haga de forma indirecta) para obtener (con suerte) respuestas directas. Esto viene a muy a cuento porque atravesando el tabique como quien atraviesa papel enmohecido apareció la inquietante figura del Lambirón prolongando sus ganas de oratoria…
—Esta es el la senda de la izquierda. Refleja sacrificio ajeno y propio. Provocará el dolor a un tercero y su sangre cálida zanjará conflictos. Mire ese niño y mírelo bien ¿le parece tierno? Toda una vida por delante… que desperdicio. Sin embargo las apariencias engañan pues ahí donde lo ve disfrutaba humillando a compañeros de clase, especialmente a los más desgraciados. Algo tendremos que hacer al respecto ¿no le parece? ¿Ve aquella mesa? —Al formular la cuestión otro reducido reflector prendió, irradiando la susodicha—. Acérquese sin miedo.
Así lo hizo, sobre ella una hachuela y por su aspecto parecía recién salida de una tienda de artículos para faenas forestales. La cosa empeoraba por momentos.
—Pero ¿qué se supone que debo hacer? —preguntó Carlomagno con voz trémula, suplicando (para sus adentros) que la respuesta no fuese demasiado obvia…
— ¡Oh! —Exclamó el anfitrión—. En realidad poca cosa; le explico y hasta usted podrá comprenderlo— ¿le estaría llamando lerdo?—. No frunza el ceño, no le estoy acusando de ignorante —duda aparentemente dilucidada— pero estará de acuerdo conmigo en que nada tiene de ético abusar de perdedores. No es que me importen esos arrapiezuelos sin pelos en sus partes pero sí me incomodan y mucho las dobles apariencias; eso por no mentar otras consideraciones que no vienen al caso…
Inflexiblemente este mocoso aprenderá la lección hoy y ahora. No se me ponga tibio hombre porque no será tan terrible; a ver si cree que soy un monstruo insensible. No se lo he dicho pero me hechizan los niños, son tan tiernos… —se relamió antes de proseguir su soliloquio—. El mamotreto resultante será más personal, no tan genérico como anteriores. Lo titularé: “mi abuso” y llegado el momento lo llevará encadenado al pie, peregrinando en busca de absolución. Seguro que ya los ha visto ¿verdad?…
Tome la hachuela, herramienta que tanto sirve para un roto como para un descosido ¿no le parece? A pesar de ese aspecto tosco al menos a mí me resulta magnífica. Pero dejémonos de cháchara que el tiempo apremia. Tómela y ¡¡córtele una mano!! Así se cultivará. —Carlomagno fue oír semejante orden y perder el poco calor que acumulaba su cuerpo. El niño también lo escuchó intensificando de inmediato sus esfuerzos para librarse de las ataduras. Imposible para cualquier hombre hecho y derecho cuanto más para un crío.
— ¿Cómo voy hacer algo así? ¡Está loco o qué demonios pasa con usted!
— ¡Hágalo y no recurra al demonio! Ustedes suelen mentarlo con excesiva asiduidad y ni siquiera saben de qué hablan. Se lo repito ¡¡hágalo!! O me encargaré personalmente de que no vuelva a ver jamás a sus vastagos. ¡Ah! Por cierto usted ocupará su lugar y hablo muy en serio —Le guiñó un ojo—. Se lo estoy pidiendo por las buenas, le aseguro que no le gustará, ni un pelo, si me veo obligado a pedírselo por las malas. ¡¡Córtele la jodida mano de una vez!!
Aquel endiablado bastardo no bromeaba e innegablemente la paciencia no parecía ser una de sus virtudes. Como se suele decir “el horno no está para bollos” y puesto que las opciones brillaban por su ausencia se vio forzado a ir hasta la mesa y tomar la hachuela.
Carlomagno se arrimó al chaval con la herramienta en ristre. Lo que era pulso firme capacitado para robar panderetas había trasmutado en tembleques y livianas contracciones de dedos. Ya no sólo llevaba el corazón en la boca sino que éste latía tan rápido como el de la musaraña. Intentaba tragar saliva empero le costaba un mundo porque su boca tiraba más a alpargata que a boca. Echó ojo al endemoniado; éste aguardaba impaciente, cruzando brazos y piernas alternativamente.
Levantó la hachuela por encima de la cabeza. Un hálito a caballo entre este mundo y el de los muertos cubrió ambos cuerpos de heladas caricias. Tanteó con su mano la mano del chaval que debía cortar. Calculó distancias y se secó el sudor de la frente mientras el niño seguía retorciéndose en su particular vía crucis. Carlomagno mordió el labio inferior inconscientemente; del pequeño corte emanaron hilillos de sangre, preludio de lo que quedaba por sobrevenir…
Cerró los ojos antes de bajar el instrumento con decisión. Primero se escuchó el golpe, seco y concluyente, después gritos ahogados por una bola de trapos en la boca; un muñón sangrando copiosamente y una mano aún caliente tirada en el suelo.
— ¡Excelente trabajo!— Vociferó el ente, aplaudiendo entusiasmado—. Apurado tomó el miembro cercenado y se lo comió con gula, masticando y tragando con ansia viva.
No obstante hasta para Carlomagno aquello superaba cualquier límite de tolerancia. La sangre del crío tintaba de rojo su ropa a lo barrica de vino tinto trasegada. Caliente y ligeramente espesa caía desde la propia cruz hasta el suelo. Vomitó la cena de los últimos seis meses antes de desmayarse…
Para cuando volvió a ser persona allí nuevamente, en la encrucijada de caminos y acompañado del Lambirón de las narices. El mentado otra vez sentado en el tocón de inauditas inscripciones, meneando feliz la cabeza como esos muñecos que se colocan sobre los salpicaderos de los automóviles…
— ¿A que no ha sido para tanto? Solamente una mano, no se lamente pues le queda la otra. Por cierto estaba tierna y deliciosa. Ahora elija otro camino ¿o ya no desea volver a casa? —Preguntó con cierta sorna.
— ¿Cómo? Ya he hecho lo que me ha pedido ¡¡quiero salir de aquí!! —Respondió a gritos Carlomagno.
—No me eleve el tono. Se irá, por supuesto, ya lo creo que se irá mas no antes de haber seleccionado el camino correcto—. Replicó aquella cosa parida en algún antro del infierno.
Asimilar cuanto antes la nueva situación parecía ser lo más juicioso aunque evidentemente no resultase viable. Porfiar tampoco reportaría ningún beneficio, ni siquiera implorando arrodillado. Por tanto miró a un lado, luego al otro y sin marear demasiado la perdiz tomó la pista frontal; con suerte sería la buena. No obstante no tardaría en comprobar que no. Había vuelto a meter la pata o tal vez ya todo estaba escrito…
Al igual que la senda anterior ésta se componía de gravilla prensada. La diferencia más notoria radicaba en la presencia de helechos y maleza comiéndose las cunetas además de estrecharse la pista según se adentraba en ella. Veinte minutos después comenzaron a caer los primeros copos de nieve como si el invierno hubiese sido invocado fuera de tiempo. La luz del día se descosía entre bambalinas, volviéndose mortecina prontamente. Los oídos le pitaron, los dos; tan intenso y fuerte que comenzó a sangrar por ellos. Sin pausa las trompetas de Jericó o algo que podría parecérsele le hicieron perder la cabeza, el equilibrio y para rematar besar el suelo…
Retornado al mundo de los conscientes constató que se encontraba en el mismo y nauseabundo recinto de antes. Sin embargo en lugar del infante malcriado, atada a la crux decussata una atractiva joven de aproximadamente treinta años. E igual que la primera vez el pernicioso engendro hizo su entrada a lo grande, atravesando la pared a voluntad.
—El sendero del medio. Entre usted y yo, hombres de bien ambos le diré que las cosas que no basculan a los extremos tienen tendencia natural a equilibrarse sistemáticamente. ¿No le parece? Déjelo y mejor mírela, obsérvela, fíjese en esa dama de apariencia falsaria. ¿Una flor delicada? ¿La abeja reina comandando su colmena? ¿Joya sacada de la roca y pendiente de pulir? Nada de eso, no permita que un solo árbol le bloquee la visión del bosque en su conjunto. Sé que usted sabe de bosques, sobre todo al caer la noche…
La inocencia es a la vida lo que la careta teatral a las emociones. Ahí donde la ve era una mujer de vida alegre, una puta desprovista de escrúpulos. Robaba a los clientes drogándolos en moteles de carretera. Me importan cero esos mercaderes de la carne pero me irritaba bastante su actitud soberbia y manipuladora como si estuviese por encima del bien y del mal y para opinar sobre esto último uno debe apretarse bien apretados los machos.
Sólo la sangre podrá brindar con copas de equilibrio moral. Padecimiento, decoro y pulcritud; déjeme recapacitar un segundo. Sí, en atenciones a esta pendenciera vendida al peso titularé su mamotreto: “mi carne” ¿No lo considera de lo más acertado? Llegado el instante menesteroso (encadenado a su tobillo) formará equipo al lado de terceros, vagando todos en busca de redención.
En esta hora que nos ocupa tendrá que cortarle un pie o mejor dicho ¡serrárselo! —Lo bramó con la frialdad suficiente como para que Carlomagno sintiera achicársele las tripas—. Retorne a la mesa y tome la herramienta del tablero. Está impaciente aguardando por usted. A serle sincero no va a ser limpio, esta vez no, tendrá dificultades al llegar al hueso pero seguro que se las apañará igual de bien que aquella noche en la foresta…
—Por favor, no puedo más, se lo imploro, esto es demasiado. Aquello fue un accidente, no fue para nada premeditado; un maldito accidente—. Gimoteó Carlomagno con ojos visiblemente acuosos al tiempo que trataba de mantener cierta dignidad…
— ¡Qué decepción! ¡Cuánta teatralidad! Tan resuelto para ciertos arranques y con tan pocos arrojos para cuestiones más trascendentales. Si no se ve con fuerzas no se desasosiegue eso sí olvídese de volver a ver a sus hijos. Elementalmente usted ocupará el sitio de esa fulana, corriendo su misma suerte ¿eso es lo que quiere?…
Recapacitó antes de responder pero su cocorota no estaba para sobreesfuerzos mentales de ningún tipo así que dio la callada por respuesta. Se limitó a acercarse hasta la mesa para recoger la sierra de arco equipada con hoja para cortar metal. Y menos mal porque de ser para trozar madera la escabechina sería terrible. Para Carlomagno el trayecto de vuelta fue peor que el de ida por un importuno efecto producido por el estrés. No era él quien caminaba hacia ella sino ella, tirando de la pesada cruz, la que corría a su encuentro.
La desdichada joven se revolvía como leona enjaulada y al igual que el mozalbete intentaba decir algo. Palabras enfatizadas pero incoherentes que aún encontrando hueco por dónde salir no servirían de nada.
Agarró el serrucho con pulso tembloroso. Apretó la empuñadura con todas sus fuerzas y el tembleque perduraba. Un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas. No quería verle la cara, no estando tan cerca. Con voz trémula le pidió perdón por lo que debía hacerle. La víctima gesticulaba con la cabeza, moviéndola de un lado al otro suplicándole piedad. Comenzó serrando piel y carne. La prostituta se retorcía de dolor, sus gritos ahogados por la mordaza le carcomían el alma empero muy a su pesar sólo podía ir en una dirección. En menos de un minuto aquella dama nocturna perdiera el sentido. Tal vez fuese mejor así. La sangre volvió a salpicarlo, mezclándose con la del chico.
Deslizaba la sierra cara abajo y en veloz vaivén horizontal para terminar cuanto antes. Costó más llevar el hueso, nunca habría apostado por lo duro que llega a ser el cuerpo humano en situaciones extremas donde la vida está en juego. Es más le pareció una eternidad dar cuenta del mismo mas ya estaba separado del resto de la pierna. Por la zona amputada sangraba copiosamente, tiñendo aún más de rojo los maderos de la cruz.
Al igual que antes el pie fue recogido por aquel bastardo y devorado en crudo, sin aceite, sin sal y sin golpe de calor vuelta y vuelta. Carlomagno se esforzaba por mantenerse vertical pero le costaba sumo empeño. Le temblaban hasta las pestañas cuanto más sus piernas; más que extremidades asemejaban alambres alcanzando punto de fractura. Asimismo su respiración venía acompañada de arcadas y esputos de bilis aglutinándosele en la comisura de los labios. Las manos ensangrentadas lo señalaban como culpable y por consiguiente no precisaría juez ni abogado defensor.
Derredor las paredes iniciaron giros vertiginosos, al inicio quedamente pero a medida que pasaba el tiempo más y más rápido. Se mareó, dejó caer la sierra, volvió a vomitar y posteriormente se desplomó…
— ¡Fenomenal! ¡Desmedido! No me había equivocado con usted es más me atrevería a decir que ha superado mis expectativas iniciales. Entusiásmese pues ya le queda menos para interpretar apropiadamente su indudable naturaleza primigenia y consecuentemente regresar con los suyos.
Como habrá notado acá estamos de nuevo, en este formidable a la par que energizante cruce de caminos. Por descartes sólo le queda el sendero diestro. Me da en la nariz que es la opción buena—. Habló el Lambirón, quitándose restos de carne de entre los dientes.
—Por favor se lo suplico, déjeme ir… —imploró.
— ¡No sea pusilánime! Casi ha finiquitado su adeudo, prosiga y deje de cagarse en los pantalones pues nada me costaría bajarle del pedestal en el cual lo he subido—. Espetó amenazador, exhibiendo cuatro líneas de afiladísimos dientes; dos en la parte superior de la boca y otras dos abajo.
Dicho y hecho, no le quedó de otra más que probar el último desvío de la encrucijada. Se dejaba ir como alma en pena; injuriando su suerte y asimilando cuanto hiciera con aquellas personas. Maldito el día en el que resolviera investigar la zona.
Tras recorrer aproximadamente trescientos metros los árboles a ambos lados del camino comenzaron a moverse furtivamente. Impulsados por energías inescrutables salían de la tierra, alcanzando varios metros en el aire. Al no poder ascender más caían en picado, enterrándose en el suelo copas incluidas. Salpicaban tal cantidad de tierra que Carlomagno tuvo que darles la espalda. Volvieron a saltar una última vez mucho más arriba. Desde las alturas abrieron sus gigantescas bocas con dientes aserrados de madera, plegaron ramas y a una se dejaron caer sobre él. Mostrando reflejos de felino éste se echó al piso, rodando a un lado mas terminó pasándose de frenada, colándose en el interior de uno de aquellos enormes agujeros abiertos en tierra virgen…
Emergió como Ave Fénix de sus cenizas. En su caso ni ave ni cenizas sino la mugrienta sala pétrea, con lo que ello significaba. Otra vez aquella cámara de tortura física y psicológica; húmeda, pestífera y con la cruz de San Andrés perfectamente iluminada. El foco fijaba luz en un anciano de por lo menos setenta años. No sólo estaba atado de pies y manos sino también amarrado a la estructura por dos flejes de hierro. Uno a la altura de la cintura y el otro sobre el pecho, lo cual imposibilitaba prácticamente cualquier movimiento. Por supuesto no tardó la abominación en dejarse ver y oír. Puesto de pie cruzó el pie derecho sobre el lateral interno de la rodilla izquierda y luego apoyó el codo diestro sobre la rodilla del mismo lado. Una pose tan absurda e incómoda que más parecía un bufón cortesano que el infame Lambirón.
—La vía diestra—. Arrancó con su pintoresca interpretación de las cosas mientras mudaba de aires aquella estúpida pose infantil rotando miembros inferiores y superiores —. A veces gélido como una montaña helada y a veces cálida como arena playera. Respeto, adiestramiento y contención. ¡Cuántas medias verdades pertenecen a la vía diestra! Si yo le contara… Sólo la sangre recién derramada podrá recolocar todo en su sitio, limpiando cuanto se ha mancillado. Mírelo y véalo, otro que tal baila. Debo hacer hincapié amigo mío, no se fíe de las primeras impresiones pues ahí donde lo ve ha violado en su madurez a no menos de catorce mujeres. Se ha librado de la cárcel por tecnicismos legales y status social.
A este degenerado de mirada sucia y tocamientos indecorosos hele preparar el correspondiente mamotreto. Lo titularé “mi lascivia”. Sí, me gusta; al igual que el resto de flagelantes al pie encadenado lo llevará y en romería de injustos partirá…
Y centrándonos en el asunto que nos atinge. Vuelva a la mesa y tome el objeto sobre la misma consignado. Esta vez prometo solemnemente que será… como diría ¿menos traumático?—. Fue decirlo y trazar una mueca perturbadora. Inclusive sus ojos aparentaron haberse metido en las cuencas, girando una vez sobre sí mismos antes de reaparecer en su ubicación natural…
Carlomagno obedeció de mala gana pero acató sin rechistar. Batallar o negociar no servirían de nada así las cosas, indispuesto y revuelto por dentro, se fue para allá. Tomó la herramienta, una motosierra de batería con espada corta.
— ¿La tiene? ¡Admirable! Ahora el acto culmen, la cima del éxtasis, ya verá que sí. ¿Verdad que ansiamos más sangre? Al menos yo sí y usted también, puedo verlo en lo más profundo de su alma. Coser y cantar; córtele las dos manos y los dos pies ¿o debería ser más preciso ¡siérrele!? —. Soltó tal sonora carcajada que los murciélagos salieron volando desde la esquina más lúgubre de la sala para perderse por la rejilla rota del techo.
A bote pronto al viejo pareció no hacerle ni pizca de gracia. Peleaba, se retorcía y sudaba del esfuerzo baldío porque tanto ataduras como flejes impedían cualquier meneo consistente. No era óbice para claudicar; el anciano persistía en sus trece, mascullando frases ininteligibles perdidas bajo la tela que le sellaba la boca.
—Vamos ¿a qué espera? Ya lo ha hecho en dos ocasiones y no me diga que no ha disfrutado como un niño ¿manco? —Y volvió a destornillarse—. Me ha sabido a poco, no sé usted pero yo sigo con apetencia de carne fresca. Fíjese, si lo hace bien le dejaré probar un cacho, incluso podrá quedarse la mejor parte. Y ahora no tenga piedad de él, no es más que un violador protegido por su sucio dinero —berreó el Lambirón, impacientándose por momentos.
Carlomagno presentía que sus piernas le harían besar la lona una vez más. Pero tocaba ser enérgico haciendo de tripas corazón. Sus manos ensangrentadas le dificultaban accionar el botón de encendido. Debió intentarlo hasta en cinco ocasiones para que la hoja comenzara a girar sobre la película de aceite que lubrica la cadena. Se aproximó al cuerpo del anciano como si en realidad fuese una pesadilla de la que despertaría para no volver a recordarla.
Le chocaba la obstinación del viejo, inundado de babas y mocos que emergían por arriba y debajo de la tela. Aceleró la máquina, el sonido de las motosierras de batería no tienen nada que ver con los escandalosos berrinches de las que van a gasolina. Giró levemente la cabeza para ver por el rabillo del ojo al contrahecho. Le animaba a continuar desde su rincón, aplaudiéndole como si fuese su fan número uno.
Acercó la pala a la carne, gotas de aceite pringaron la piel del anciano. Cercenó tan rápido como pudo mano derecha y pie derecho, dando gas a fondo. ¡Menudo festival gore! No encontró resistencia ni siquiera llegando al hueso. La víctima bufaba cuan gato defendiéndose panza arriba y relinchaba como un caballo salvaje al que intentan montar por primera vez. Sus ladridos sofocados parecían venir del fondo del mar, imposibilitados para alcanzar la superficie por el ancla que los sujetaba al abismo.
A seguir lo propio con la mano izquierda y el pie izquierdo. Ya sólo estaba sujeto a la cruz por los dos flejes de hierro pero ni ellos habrían hecho excesiva falta porque el viejo no movía ni un músculo. O se había desmayado o estaba muerto, lo cual y viendo la gravedad de las heridas no sería descabellado. En el suelo se acumulaban pequeños tropezones de carne, sangre coagulada y lo que parecían astillas de hueso. Quedamente los restos menos densos discurrían cara a un pequeño canal horadado en la piedra del suelo, alargándose éste fuera de la sala.
Hasta la propia motosierra terminó bloqueándose por partes arrancadas, rajadas y trituradas del viejo. Éstas habían obstruido la cadena; dantesco, espeluznante y aterrador. El Lambirón recogió precipitadamente los miembros amputados y se los volvió a zampar, relamiéndose de gusto. No dejó ni un gramo de carne porque compartir no era lo suyo ni por lo visto tampoco cumplir con la palabra dada…
Carlomagno se sentía una mierda, embadurnado hasta las cejas de pedazos de no sabía qué. El olor era el mismo que el de los mataderos y revolvería las entrañas hasta al más duro matarife. Dejó caer la motosierra; estremecido y convulso limpió ojos y boca casi de forma mecánica. Intentó escupió un par de veces antes de echar a patear con la mirada clavada en ninguna parte. Unos exiguos pasos más allá resbaló con tan mala fortuna que golpeó la sien, perdiendo el sentido.
Vítores, aplausos e infrecuentes vahos tropicales reactivaron su sistema circulatorio, volviendo a ser individuo humano. Para conservar las buenas formas maneras y costumbres de nuevo remolcado hasta aquel pernicioso trozo de infierno conocido bajo el simplón nombre de encrucijada de caminos. Cumplía perfectamente con su papel de joderle la existencia y a buena fe que se ensañaba.
— ¡Me ha mentido, maldito embustero! ¡Estoy como al principio, en este protervo cruce de caminos!—. Enfatizó lo dicho de tal forma que su mollera retumbó tal cual cargase dentro una banda de gaitas y tambores.
— ¡Qué torpeza! Disculpe, culpa mía a ver permítame explicarle; efectivamente el único sendero que conduce a su añorada morada es el mismo por el que ha venido. Pero no se me revire hombre que soy de palabra —pero un mal gesto lo delató—. Es más puesto que ha cumplido no pondré impedimento alguno. Es libre de darse media vuelta e ir a dónde le plazca. Quién sabe tal vez nos volvamos a ver…
— ¡No deseo verlo ni en pintura, hijo de perra!
— ¡Qué vocabulario tan soez! Supongo que lo ha dicho con la boca pequeña porque a mí todos me adoran. Sea como fuere antes de largarse dígame ¿no se ha olvidado de algo?
— ¿Olvidarme? ¿De qué?
— ¡Pésima memoria la suya! ¿No debería haber arrojado algún objeto de valor sentimental antes de poner aquí sus pies? ¿Lo ha hecho?
Inmediatamente a la cabeza de Carlomagno acudió la fotografía. ¡Cagada mayúscula! La susodicha habíasele extraviado en plena carrera para alcanzar aquellos puntos de luz…
—No lo ha hecho ¡claro que no! Por eso está aquí y no en otro lugar. Toda acción lleva consecuencia—. Amenazó el Lambirón, relamiéndose de gusto…
Efectivamente las tornas pegaran giro total. Amordazado con cuerdas y sujeto por dos flejes Carlomagno descansaba decúbito supino en la cruz de San Andrés. En su piel habitaban todo tipo de hematomas y exantemas de dudoso origen.
Los pesados puntales conservaban como oro en paño restos de carnicerías anteriores en las que él había participado. Con ojos y boca vendados no podían ver ni hablar pero sí escuchar y oía claramente al repugnante contrahecho que dialogaba con una nueva persona…
—Repare en él, obsérvelo sin apuros, ni puede verlo ni hablarle. Como ve está bien amarrado y de ahí no escapará, se lo aseguro. Además ¿a dónde iría? Se merece lo que está a punto de pasarle por tomarse normas cardinales a la ligera pero también por cierto trabajito en el bosque, agravante de nocturnidad incluido, que ha ensuciado su conciencia. Ello va en contra de lo que supone es una persona normal y decente. Suena soso, mundanal y terriblemente aburrido pero me sirve a modo de ejemplo. Usted no lo entiende mas todo a su tiempo…
Los personajes como éste dan por sentado que tienen todo bajo control. Si yo le hablara de lo que él no habla…tal vez se lo relate cuando tengamos más confianza…
No obstante está de enhorabuena pues la sangre, presta a correr, limpiará sus pecados de obra y pensamiento. ¡Ya sé! Las mejores ideas suelen venirme sobre la marcha —y arqueando las cejas se metió coscorrones a tutiplé como expiándose por ello —. El mamotreto lo titularé “mi memoria”. Cuando sea menester y muy pronto será, terminará encadenado a su pie, arrastrándolo en procesión de débitos al lado de otros que como él buscan penitencia y perdón…
Lo importante es que el espectáculo más grandioso del mundo debe continuar ¿no le parece? Esto sí que es circo señor mío. ¿No cree que ya está bien de tanta cháchara? Me aburren tremendamente mis monólogos. Usted haga como que no he dicho lo que le acabo de decir. Acérquese hasta aquella mesa recién iluminada. Me fascinan estas luces, son tan cálidas, tan directas y tan diferentes a lo que me encuentro por lo regular. ¡Ya está! Que me vuelvo a dispersar, parezco bombas de racimo. ¡A otra cosa! Recoja lo dispuesto sobre ella.
Perfecto, chico aplicado. Tómela igual que a un bebé al que hay que darle el biberón ¡vaya qué hambre me ha entrado! Bueno enseguida solucionaremos ese tema o siendo más justo usted se encargará de ello.
Como podrá apreciar es una genuina hacha danesa. Perfecta y óptima en cada detalle. Fíjese en el mango tallado, pura artesanía vikinga. ¿La tiene bien sujeta? Estupendo ahora mi parte favorita ¡qué emocionado estoy! Hasta me entran ganas de llorar de la pura conmoción. Descorchemos botellas de champaña y colmémoslas de sangre —. De repente cambió el gesto; entornó los ojos y desplazando los labios enseñó sus afiladísimos dientes. Para rematar un aura tenue de color rojizo lo envolvió. Mirándole fijamente le espetó:
—Si quiere volver a ver a los suyos… ¡córtele la cabeza!
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