La noche mostraba sus colmillos en forma de anochecer especialmente caluroso y así llevaba siendo el último mes. Conciliar el sueño se convertía en misión poco más o menos imposible. Calisto perdiera la cuenta de las veces que se había levantado en procura de agua, al baño o simplemente clavar la mirada a través del cristal de la ventana.
Aguzaba los sentidos cautivos de aquella relativa tranquilidad nocturna, interrumpida por batallones de grillos interpretando en directo sus mejores melodías de cortejo. Otro mundo dentro del propio mundo, así lo veía; uno al abrir el día y otro al cerrarse. Sin embargo esa noche iba a ser diferente, grandemente diferente y en consecuencia nada volvería a ser igual…
Como tantas veces habíase incorporado del camastro, sudando como sudaría un velocista recién cruzada la meta. Bajó a la cocina, bostezando, rascándose la barriga y quitándose las legañas. Se deslizó descalzo escaleras abajo para entrar a lo autómata en la cocina. Abrió la nevera y echó mano a la botella del agua. Bebió sin excesivo decoro y al terminar se limpió la boca con el dorso de la mano…
No había hecho más que alejar la botella de los morros, con sus mofletes aún hinchados por el líquido contenido cuando un pavoroso estruendo en la calle le provocó un inoportuno atragantamiento. Los grillos, a modo de mal presagio, habían cesado de grillar. Quedó a la expectativa, con las orejas bien abiertas y la tos bien agarrada al pecho. Otro estrepitoso golpe, más intenso que el anterior, hizo que se le escurriese la botella, golpeándole el pie derecho antes de romperse…
Calisto vivía en una pequeña casa de dos alturas, una de las pocas de la zona que aún conservaba el gusto por la arquitectura clásica. Sus vistas otorgaban la nada gratificante esencia del tráfico; los edificios de hormigón cada pocos metros y el gentío de arriba para abajo. Al menos se compensaba con la alameda, el único punto verde de la pequeña ciudad.
Volvió a escuchar aquel estruendo y con éste regresó de forma instantánea el dolor de pie. Desconcertado se acercó a la ventana que tenía encima del fregadero. Quizás algún borracho noctámbulo haciendo de las suyas; tal vez perros abandonados hurgando en los cubos de basura o el dominguero de turno dando gas a fondo hasta comerse una farola…
Con rápidos movimientos de cabeza oteó el exterior. Alguna que otra gota de sudor le bajaba hasta la punta de la nariz para desde allí precipitarse al suelo. Afuera el alumbrado público prendía la noche sin excesivos alardeos. No vio nada extraño, de hecho, simplemente no había nada que ver. Ni movimiento de personas, ni autos, ni aeronaves surcando los cielos… nada de nada. Sin novedad en el frente, aparentemente tranquilidad en estado puro. Con cuidado esquivó los cristales rotos esparcidos por el suelo, ya los recogería de mañana.
Buen momento para regresar a la cama. Justo cuando estaba a la altura de las escaleras volvió a escuchar esa barahúnda virulenta. Algo infrecuente estaba pasando en la calle y fuera lo que fuese él no quería saber nada del asunto. Apretó los andares, subiendo aviado los pasos de dos en dos. Se metió en la habitación y cerró de un portazo.
Intentó serenarse, respirar hondo solía funcionarle. Hasta diez veces lo hizo antes de acercarse a la ventana, ahora estaba en una posición más elevada y por tanto más ventajosa. Hizo a un lado la cortina y desveladamente oteó la calle con pupilas de búho.
A ambos márgenes de la carretera estacionados utilitarios de diferentes marcas y colores, algunos mejor aparcados que otros. Repentinamente detrás de uno de ellos salió un ser horrendo. Una inverosímil mezcla entre humano e insecto, alcanzando el tamaño de una camioneta. Habría que hacer números para describirlo sin echar la pota. Grueso y alargado; una mano, cuatro pies y el torso de persona colgaban del vientre. A su vez el susodicho se dividía en cuatro cámaras mediante gruesos pliegues.
Piel quemada y superpuesta en capas variaban de color según cómo les diese la luz. Traía de serie seis patas velludas, anchas cerca del cuerpo y puntiagudas a medida que tocaban el suelo, rematadas en una especie de garfio. Sin embargo lo más aterrador eran las portentosas pinzas que salían de la parte inferior de su cabeza, gigantesca en proporción al cuerpo.
Además de las quemaduras, que realmente no lo eran, gran parte del exoesqueleto se cubría de eczemas, sebo viscoso y costras llenas de pus. Aquella espeluznante visión hizo que los ojos de Calisto pegasen media vuelta en banal intento por dejar de ver…
Pávido se metió para adentro, cortocircuitándose cualquier consideración que diese lógica a lo que estaba viendo. Se hinchó de valor previo a regresar a la ventana… ¡allí seguía! Aquella aberración se afanaba en golpear los coches, no dejando títere con cabeza. Los zarandeaba como papel de cocina. No daba crédito, ¿estaría soñando? ¡Sí! Eso tenía que ser, ¡estaba soñando! En cualquier momento sonaría el despertador…
El engendro se desplazaba sin aparente planificación. Arrasaba con los vehículos estacionados a ambos lados de la calle. Posteriormente saltaba, sin elegancia alguna, hacia adelante o hacia atrás para tronzar las farolas. Entremedias lanzó tal berrinche que tanto los cristales de los autos como los de los pisos cercanos estallaron. De seguir así, antes o después, tendrían que despertarse los vecinos ¿o solamente él estaba despierto a esas horas? ¿Por qué las ventanas de su casa de dos alturas seguían intactas?…
No tardó en contemplar atónito e impotente como su vehículo era zarandeado, al igual que otros antes y probablemente otros después. La alarma se disparó y eso pareció enfurecer al bicho mucho más. Se giró rápido, primero a un costado y luego al otro, evidenciando que no era tan lento ni tan torpe. Volteó el coche y comenzó a quebrarlo, dejando bien claro que para sus cizallas no era más que un trozo grande y compacto de plastilina. El utilitario quedó con las ruedas para arriba, a merced de aquella bestia que seguía desmenuzándolo con sus gigantescas pinzas. Cuando se aburrió de atizarle cruzó hasta la línea continua central de la carretera…
Llevaba trozos de chapa y pintura adheridos al cuerpo. Lanzó otro berrinche, no tan fuerte como el anterior, alzando la cabeza al cielo. Miró a un lado de la carretera, al otro y después… después ¡para la ventana de Calisto! Éste dejó caer el teléfono de la impresión. Al otro lado se escuchaba la centralita de policía solicitando más detalles.
Retrocedió acongojado pero tuvo tiempo a ver, antes de cerrarse completamente la cortina, como aquel espantajo lo señalaba con una de sus patas ganchudas. Rechinó la cizalla como quien desliza las uñas sobre una pizarra. Dos pestañeos más tarde apuraba en dirección a la vivienda de Calisto…
El pobre desdichado tenía el corazón al máximo de revoluciones, presentía que en nada le saltarían las costillas por el aire las para dejarlo salir, huyendo lejos. Durante un instante la calle quedó en silencio, como si lo sucedido hasta ese instante no fuese real sino parte de una pesadilla. Y de ello quiso convencerse o más bien engañarse porque no tardó el portal en venirse abajo y con él sus esperanzas de despertarse…
El fenómeno había accedido a la morada y no tardaría en dar con el escondrijo de Calisto. Presuroso y desalentado éste se metió debajo de la cama. Lo había visto en las películas de miedo y por lo regular la cosa nunca terminaba bien. Y ¿el armario? Pues más de lo mismo. Algunas tablas crujieron en la distancia para luego un berrinche, alargado en el tiempo, sacudir los cimientos de la vivienda.
Repentinamente por debajo de la puerta de la habitación se proyectó un fino velo de luz trémula, desdibujando sombras móviles a lo largo del suelo. No tardó en desplomarse para dejar paso a aquella repulsiva criatura. Entró lánguidamente, como si las prisas de antes ya no tuviesen razón de ser. Mascullaba palabras inconexas; zumbaba como un abejorro, olisqueaba el aire, babeaba, rumiaba y movía sus pinzas-cizallas aún con restos de pintura y vehículos adheridos a las mismas. Calisto habíase cubierto la boca con las manos para evitar algún grito traicionero. Desde la parcial oscuridad de la noche, desvelada por las luces de la calle, veía a aquel ser demoníaco como un bulto difuso y garabateado.
El esperpento volvió sobre sus fueros, acelerando cada movimiento como si fuese el último. La tomó con la procesión de objetos interpuestos en su camino, lanzando por el aire todo tipo de cosas: lámparas, cajones, estanterías y hasta el pequeño sillón gastado. Calisto habíase orinado encima y sinceramente vergüenza era lo ultimo que sentía. Para colmo de males los alaridos del giboso, a tan esmirriada distancia, rebotaban en las paredes multiplicando por tres el nivel de decibelios. La agresividad del malhecho no tenía parangón. En su cubil, agazapado, aterrado y sin mover un pelo Calisto buscaba con la mirada una salida…
Contuvo la respiración y puesto que daño no le haría rezó para sus adentros a pesar de no considerarse especialmente religioso. Sus plegarias se cortaron en seco cuando de un certero zaparrazo voló la ropa de la cama, el colchón y en último lugar el bastidor metálico. Allí estaba cuan topo bajo tierra, consciente de que acababa de ser descubierto… como en las películas de miedo.
No pudo evitar mirarle a los ojos, fue superior a su voluntad. Eran muchos, redondos y de color negro mate. Aquellos luceros múltiples alcanzaban tal intensidad que deslumbraron los de Calisto. Todo comenzó a girar a su alrededor, vueltas, más vueltas y todavía más vueltas. En una de ellas perdió el sentido…
Se fue recuperando hasta darse cuenta del verdadero alcance de la pesadilla. Destrozaba los coches aparcados en la calle con rabia descomedida. ¡Era él y era su cuerpo! Pero al mismo tiempo no podía serlo; no podía ser real. Veíase lleno de sarpullidos, piel quemada, sebo y costras llenas de pus. Frotaba sus enormes tenazas, la una contra la otra como si fuesen un cuchillo pasado una y otra vez por la piedra de afilar. Pronto alcanzó su utilitario, bramando inhumanamente. Una fuerza superior parecía empujarle a hacer lo que estaba haciendo aún sin comprender la razón. Quizás algo de raciocino le quedaba dentro de aquel cabezón de alimaña inmunda.
El fanatismo puesto en causar el mayor daño posible resultaba apabullante, consumiéndolo por dentro y por fuera. Antes de voltear el auto saltó la alarma y con ella los conatos desarbolados de ira. Atrapado dentro de un cuerpo contrahecho cortaba y prensaba con cólera su propio vehículo. A continuación emitió un horripilante vozarrón, justo antes de cruzar hasta la línea continua central de la carretera para mirar hacia la ventana…
Tras el cristal Calisto. Sí, ¡él mismo! ¿Dos entidades compartiendo cuerpo? Sin cordura, sin salvación ¿qué clase de hechizo macabro podía hacer algo así? Observaba desde su falsa atalaya a la criatura con el teléfono en la oreja, pronto se le caería. El bicho lo señaló con una de las patas y con la velocidad del rayo salió hacia el portal. Incapaz de conciliar el sueño en una noche extremadamente calurosa. Las ventanas reflejan lo que está fuera pero también lo que queda dentro…
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