Él tomó el tenedor con su mano diestra y le atravesó el ojo. La criatura se revolcó de dolor en la madera rancia del piso rayado, y sus ocho o nueve tentáculos temblaron por los aires. Su piel verde y escamosa vibró erizando sus finos y pronunciados bellos metálicos, y la tormenta empeoró. El agua se colaba por las grietas de la vieja casa, y las paredes se caían a pedazos rasgados por el exceso de sol de lo que fue esa moribunda estación. La luna se había ocultado detrás del oscuro firmamento y un rayo suyo partió el incómodo momento. El hombre se apoyó groseramente en uno de los muebles de esa desliñada cocina, que probablemente fuera del dominio de una madre, y la colección entera de porcelana se cayó al suelo. Su cuerpo, grande como el de un elefante, y fornido como el de un gorila, respiraba con dificultad, y su piel blanca se empapaba de la sangre que brotaba de su brazo izquierdo. La criatura larga y alta como los postes de la iluminación pública, se puso en pie y sacó el tenedor de su desfigurado ojo; el ataque había fallado y su cerebro seguía intacto. Sonrió macabramente e hizo que sus amarillentos colmillos resaltaran de su pronunciada y amplia mandíbula. El deseo del hombre por descansar de aquella batalla se alejó con la falsa victoria, y la criatura se abalanzó sobre él. Se agachó y por encima de su cabellera anaranjada pasó la bestia.
La sangre azul y viscosa de su contrincante se esparció por todo el lugar y se precipitó contra una ventana rectangular y pequeña que los separaba de un abandonado jardín, donde el césped y la hierba habían crecido hasta los dos metros. El muro se partió para afuera y en el patio se encontraban varias hamacas y varios toboganes que probablemente fueran construidos por un padre en complacencia de sus ahora crecidos infantes. La cerca que delimitaba esa zona trasera se agitaba para donde el viento feroz la azotara, y con el viento, la criatura verde oleó el abatimiento de su presa: ¿cuánto había durado esa batalla?, ¿una hora?, ¿toda la noche?, tal vez ambos estaban ya agotados, y eso la enfureció más. Sus tentáculos se retorcieron con enojo y le dispararon los trozos de piedra del recién quebrantado muro. El hombre los esquivó con algo de suerte, suerte que no tuvo su camisa morada con rayas y cuadros negros, o su pantalón de mezclilla gris. Las dos prendas se rasgaron y su blanca piel se calentó con la fricción del tiroteo. Gimió y a la bestia esto le excitó; su propósito era devorarlo sin piedad antes de que amaneciera, y como el amanecer era próximo, se acercó; paso que el mismo hombre retiró hacia atrás con sus zapatos de cuero. Su muerte era venidera, y lo sabía, pero el reflejo de la luna que salía nuevamente de su escondite le golpeó desde una tostadora oxidada. No esperó a que una señal le viniera del cielo. Corrió hacia ella, la agarró, y la estrelló contra la cabeza de la criatura que lo persiguió rápidamente. La bestia se desplomó en las arrugadas tablillas de madera, y el hombre, con la tostadora de pan oxidada en mano, se aproximó muy atento, y al ver que no despertaba, masacró su cráneo hasta destrozarlo.
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