Cumplir 56 es raro.

No suena redondo como los 50. No tiene la épica de los 40. No impresiona como los 60.

56 es como ese piso del edificio al que casi nadie va, pero donde, si te pierdes, encuentras una azotea con una vista brutal.

Ayer me cantaron “Happy Birthday”.

Sí, muy a mi pesar.

Las chicas de la oficina se encerraron en mi sitio, aprovecharon que salí un momento para algo y en menos de dos minutos estaban todas en mi oficina con torta, velas y esa sonrisa de “sabemos que odias esto, pero te aguantas”. Y me aguanté. No me quedó otra alternativa que aceptar la ceremonia: claustrofobia emocional en espacio reducido.

Yo miraba la torta, las velas y pensaba: 56… caracho.

Si esto fuera un partido de fútbol, ya estaríamos pasando el minuto 80, con el técnico mirando al banco de suplentes y diciendo:

—Ya no tengo cambios, hermano. Juega con lo que hay.

Encima cantaron.

No me gusta que me canten el “Happy Birthday”. No me gusta ser el centro. No me gustan los abrazos. Mucho menos todo junto. Y sin embargo ahí estaba: parado, sonriendo como figurita de torta, recibiendo palmadas en la espalda y uno que otro abrazo que me dejó más tieso que poste de luz.

Pero al mismo tiempo, no me siento viejo. O sí. O depende de la hora.

Por ejemplo:

— A las 5:45 a.m., cuando suena la alarma, tengo 89.

— Después del primer café, 56.

— Con la segunda taza y una buena canción de AC/DC, bajo a 35.

Es como si mi edad fuera un promedio: mitad rodillas que crujen, mitad corazón adolescente que sigue viendo el mundo como una promesa… pero con lumbalgia.

El 56 tiene algo de número clave.

No sé por qué, pero ayer me dio por pensar que esta es la edad en la que uno deja de fingir.

A los 30 finges que sabes lo que haces.

A los 40 finges que no te afecta cumplir años.

A los 50 finges que sigues siendo “joven todavía”.

A los 56 ya no hay mucho teatro: o te aceptas, o te vuelves pesado.

A esta edad uno ya sabe qué batallas no va a ganar:

No voy a tener cuadritos en el abdomen.

No voy a ser estrella de rock (aunque igual sigo afinando la guitarra como si mañana me llamara Sabina).

No voy a jugar un mundial, ni correr una maratón de 42 kilómetros.

Pero sí puedo seguir haciendo cosas pequeñas y gigantes a la vez: contar una historia que le haga un nudo en la garganta a alguien que nunca he visto, sacar una risa en medio de un día de porquería, sentirme útil cinco minutos para alguien que lo necesita.

Abrazar mucho no, porque no soy fan del contacto físico prolongado, pero al menos estar cerca, presente, sin salir corriendo como gato cuando oye cohetes.

Dicen que a esta edad empieza “el quiebre”.

Yo no lo siento como quiebre. Lo siento como click.

Click cuando subes rápido una escalera y tu rodilla te dice:

—Amigo, ya no tenemos 25, cálmate.

Click cuando te miras en una foto y ves a tu padre en tu propia cara.

Click cuando ya no te provoca demostrar nada a nadie, pero sí te provoca disfrutar más, con menos ruido, menos pose y más verdad.

A los 56 empiezas a hacer inventario.

No solo de kilos. De historias.

Pienso en el niño que corría por el barrio.

En el chiquillo que sudaba frío antes de invitar a bailar a una chica.

En el joven que creía que el éxito era una corbata bonita y una tarjeta con el cargo en inglés como subtítulo.

Y luego me veo hoy:

escribiendo relatos sin pretensiones, tocando guitarra en salas improvisadas, vendiendo sueños envueltos en cremas, cápsulas, diagnósticos y rituales de skincare.

El mismo Gato de siempre, solo que con más pelos blancos en la barba y menos paciencia para la tontería ajena… y para los homenajes.

(Aviso importante: si algún día me quieren hacer un homenaje, avisen con tiempo. Para no ir.)

Hay momentos en que la melancolía pega fuerte.

Pienso en los que ya no están:

mi Viejo, mi Viejita, mi amigo Chale, mi amigo Juanca, ciertas versiones mías que se quedaron en el camino.

A veces me dan ganas de llamarlos y decirles:

—Oye, llegamos a 56, ¿puedes creerlo?

Pero el teléfono no tiene esa extensión.

Entonces hago lo único que puedo hacer: recordar.

Recordar cuando el Gato Mayor me llevaba de la mano.

Recordar alguna zamba del Flaco Bezold.

Recordar los partidos en la calle, los buses latosos con olor a gasolina en Arequipa, las primeras guitarras desafinadas, los viajes en los que dormí fatal pero era feliz igual.

Y justo cuando el nudo en la garganta se pone intenso, aparece la otra parte: la risa.

Porque seamos honestos: cumplir 56 también es un espectáculo cómico.

Te agachas a recoger algo y haces ruido. No la silla, tú.

Te tomas una foto y el ángulo decide si pareces señor serio o tío bonachón que cuenta chistes en los almuerzos familiares.

Te duele algo nuevo cada semana y tú piensas:

—¿Esto lo pedí yo?

Empiezas dietas los lunes con la solemnidad de un pacto internacional… y a veces se te olvidan los jueves frente a una pizza.

Pero, a pesar de todo eso, hay algo bueno: ya no te engañas.

Sabes que eres frágil, que el tiempo no negocia, que la vida no da reembolso, solo experiencia.

Sabes que no eres eterno, y en vez de deprimirte, si lo manejas bien, eso te apura el corazón: te dan ganas de decir “te quiero” más rápido (por WhatsApp si el abrazo incomoda), perdonar más ligero, soltar rencores viejos y quedarte solo con lo que suma.

A los 56 todavía puedo empezar cosas nuevas.

Puedo abrir “Gato Gordo”, una taberna pequeña en alguna esquina de Madrid o donde se pueda.

Puedo seguir inventando nombres, relatos, historias.

Puedo seguir enamorándome de canciones, de libros, de rostros cansados pero honestos.

Puedo levantarme un día y decir:

—Hoy no quiero ser jefe ni nada. Hoy solo quiero ser Gonzalo, el Gato, que escribe pavadas con corazón.

Eso sí, la lista de prioridades cambia.

Antes quería “lograr cosas grandes”.

Ahora quiero cosas sencillas, pero que pesen de verdad:

— Despertar sin odio.

— Reírme, aunque el día esté pesado.

— Poder dar un consejo que sirva de algo.

— Sentirme útil para alguien, aunque sea por un rato.

56 también es una especie de checkpoint.

Como en los videojuegos: si llegaste hasta aquí, puedes guardar partida.

Guardo:

las carcajadas que me han salvado,

los pocos abrazos que he aceptado sin ponerme tan rígido,

los “no te rindas” que me dijeron cuando yo ya me había rendido en silencio,

los amores que no salieron como en las películas, pero dejaron banda sonora.

Y también guardo los fracasos.

Porque a estas alturas entendí que el fracaso no es el malo de la película.

Es más bien ese tío raro que te cae a la casa sin avisar, se queda más tiempo del debido, te desordena todo… pero cuando se va, te deja la sala distinta.

Y tú también.

¿Qué hago entonces con estos 56?

Creo que los voy a usar como excusa.

Excusa para tomarme más fotos con los que quiero, aunque me dé flojera posar.

Excusa para decir “no voy” cuando algo no me suma, aunque parezca antipático.

Excusa para decir “sí voy” cuando algo me dé miedo, pero huela a vida.

Excusa para escribir más, aunque nadie me lea. O aunque me lean pocos, pero buenos.

Tal vez de eso se trata este famoso “quiebre”:

no de cambiar de personaje, sino de dejar de maquillarlo tanto.

Ser el mismo Gato de siempre, solo que un poco más sincero, más lento en algunas cosas, pero más rápido para detectar lo importante.

Anoche, cuando terminó el día y quedó la casa en silencio, me quedé un rato frente a la tele prendida, pero mirando al techo, pensando en el pastel de cumpleaños que me llevaron a la oficina.

Pensé: si la vida fuera una torta, 56 no es el último pedazo; es ese momento en el que ya probaste bastante, sabes qué te gusta y qué no, y decides comerte despacio lo que queda, disfrutando cada bocado, sin apurarte, pero sin distraerte.

Apagué las luces, miré el celular con algunos saludos atrasados, sonreí un poco.

Y me hice una promesa sencilla, casi ridícula, pero mía:

Mientras me queden café por la mañana, música en los oídos, ganas de escribir tonterías con alma y gente con quien reírme (sin abrazos obligatorios)…

los 56 no serán el comienzo del final. Serán, más bien, el inicio de la parte más honesta del camino.

Y si en el trayecto me tropiezo, me duele la rodilla o se me olvida dónde dejé las llaves… bueno, siempre puedo echarle la culpa a la edad.

Y después reírme.

Porque, al final, eso es lo único que vale:

seguir estando aquí para poder contarlo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS