Capítulo 1
El mapa en la maleta
Nunca supe qué tan pesado era un sueño hasta que tuve que meterlo en una maleta. No hablo solo de los veintitrés kilos que me permitía la aerolínea, sino de la carga invisible de la esperanza, del miedo y de la promesa de no volver igual.
Mi madre lloraba en silencio mientras me ayudaba a doblar los jeans que ya no usaría con el mismo calor de mi pueblo encerrado por montañas andinas. Sus manos temblaban ligeramente, y cada doblez parecía un intento de retenerme un poco más, como si doblando la ropa pudiera doblar el tiempo y hacerme quedar. Yo fingía estar ocupada organizando, pero cada vez que nuestros ojos se cruzaban, sentía que una grieta se abría en mi pecho.
—¿Estás segura, Ada? —me preguntó sin mirarme.
—Sí, mamá. Si me quedo aquí, nunca voy a saber quién puedo ser —respondí, tratando de que mi voz no temblara.
Ella suspiró, largo y profundo, como si llevara toda la vida escuchando esa frase en distintos momentos, como si todas las hijas que aún no nacían estuvieran contenidas en ese suspiro.
El aeropuerto de Bogotá fue mi primer escenario de libertad. Entre luces frías, pantallas que parpadeaban con destinos que aún no visitaba, maletas rodando, gente que caminaba sin mirarse, con acentos e idiomas que no reconocía, sentí que algo dentro de mí se abría paso, como si el futuro me empujara desde la espalda. Y, al mismo tiempo, algo se cerraba: mi infancia, mis calles conocidas, la rutina de un país que me había hecho sentir demasiado niña.
El avión me recibió como un útero metálico que me envolvía, me balanceaba, me sostenía mientras el cielo cambiaba de azul a naranja, mientras veía desaparecer las montañas y los ríos que habían sido mi hogar.
Me senté junto a la ventana y pensé en mi madre, en sus lágrimas silenciosas, en las manos que me habían enseñado a cuidar cada pliegue de mi ropa. Cada memoria, cada instante, me había hecho quien era. En mis hermanos que contenían toda mi esencia, mi amor, los recuerdos de mi niñez. Por supuesto, no recordé ninguna escena con mi papá.
Cuando el avión aterrizó en mi nuevo hogar, Barcelona, todavía no había amanecido. La ciudad me recibió con un aire frío que me cortó la respiración. Caminé siguiendo los letreros como si fueran un mapa secreto que solo yo podía descifrar, como si la ciudad me estuviera enseñando sus rutas poco a poco. El viento me golpeaba la cara, y con cada ráfaga sentí que mis miedos se mezclaban con la emoción, que la nostalgia y la esperanza bailaban juntas. Afuera, un cielo gris me recordó que estaba sola, que nadie iba a esperarme con un cartel de bienvenida, y que no habría un gran abrazo de alguien que me extrañó por mucho tiempo.
En mi cartera solo tenía fotos y 400 euros, más de un año necesité para ahorrarlos. Había alquilado una habitación diminuta en un piso compartido. La puerta estaba hinchada por la humedad y crujía cada vez que la abría. Dentro, una cama inflable, un escritorio y una ventana que daba a un patio estrecho donde nunca entraba el sol. Esa noche, después de colocar mis pocas cosas, abrí mi cuaderno. En la primera página estaba mi lista, escrita con marcador negro:
✔ Viajar por el mundo
✔ Vivir en una gran ciudad
✔ Trabajar en una disquera importante
✔ Conocer el amor de mi vida – Casarme
✔ Ser mamá
✔ Ser feliz
Era un mapa sin instrucciones, solo puntos marcados en un horizonte que todavía no alcanzaba. Me prometí tachar cada línea. No sabía cuánto me costaría, pero estaba convencida de que todo sacrificio valía la pena.
Los primeros días fueron un vértigo. La ciudad se desplegaba como un escenario inmenso: el bullicio de Las Ramblas, el olor a pan recién horneado en las calles estrechas del Born, el mar que parecía tragarse todas mis dudas cuando me sentaba frente a él. Cada rincón me decía: aquí empieza tu vida nueva, Ada, tú puedes, tú naciste para grandes cosas. Y yo quería creerlo, con miedo y con ganas, con hambre de vida y la certeza de que todo esfuerzo tendría recompensa.
Cada vez tenía menos dinero, necesitaba trabajar cuanto antes. Empecé a dosificar comida: tres plátanos al día y dos latas de atún a la semana. El trabajo llegó a las tres semanas: una agencia pequeña que colaboraba con artistas emergentes me ofreció un puesto “operativo”: repartir volantes de conciertos y musicales. No era un lugar de renombre, pero sonaba lo suficientemente cerca de mi sueño. Entraba en oficinas llenas de carteles, guitarras apoyadas en las paredes y voces jóvenes que hablaban de giras, fans y firmas.
Cuando no estaba en los semáforos, archivaba contratos, respondía correos y servía cafés, pero en mi cabeza sonaba como si ya estuviera en el corazón de la industria musical.
Un jueves, entré por casualidad en una librería del Raval y vi un cartel: Círculo de mujeres lectoras, todos los jueves a las siete. Dudé antes de entrar, pero terminé en una mesa redonda rodeada de desconocidas. Además de la música, amaba con locura los libros.
Allí estaban: Lucía, española, con un carácter fuerte y un sentido del humor que desarmaba cualquier solemnidad; Ainhoa, de origen vasco, callada, observadora, siempre con un libro subrayado en las manos; Marwa, marroquí, que hablaba con una cadencia dulce pero firme sobre feminismo y religión; y Sofía, argentina, risueña y caótica, que parecía vivir a contrarreloj.
La primera conversación no fue sobre literatura, sino sobre nosotras. De pronto, estábamos discutiendo sobre el amor, la independencia económica, la libertad, el miedo a no cumplir las expectativas sociales que se esperan de las mujeres en sus 20 y a sus 30. Dentro de mí, una chispa se encendía: esas chicas parecían hablar en voz alta los pensamientos que yo había callado toda mi vida.
En mi pueblo de Colombia, todas las mujeres eran creyentes, esposas, madres, buenas hijas y bien comportadas; razones por las que me fui tan pronto cumplí los 18 años. Yo vine a ser feliz, libre, independiente, valiente y loca. No quería ser la mujer perfecta, de la que se hablara bien. Amo mi pueblo, mis montañas, mis ríos, mis calles empedradas, pero yo no quiero vivir con miedo, quiero ser yo, con lo bueno y con lo malo de esa decisión.
Esa noche, al volver a mi cuarto semi vacío y oscuro, comprendí que no estaba tan sola en el mundo y que no era difícil de entender, como me habían hecho creer estos años. La ciudad me ofrecía algo que deseaba con toda mi alma, y ahora tenía con quién compartirlo. Abrí el cuaderno y dibujé una pequeña estrella al lado de mi lista. No taché nada todavía, pero sentí que, de alguna manera, ya había dado el primer paso.
Ese fin de semana lo pasé perdida en la ciudad. Caminé sin rumbo con un mapa arrugado en la mano —me negaba a usar la aplicación del celular, como si leer las calles impresas me hiciera pertenecer más rápido—. Recorrí la Plaça Catalunya, me dejé arrastrar por el olor de las flores en Las Ramblas, y terminé frente al mar. El Mediterráneo me parecía distinto al mar Caribe que había visto en algún viaje escolar; era un azul más sobrio, casi melancólico, como si guardara secretos antiguos.
Me senté en la arena fría, me quité los zapatos y sentí la humedad en los pies. Y me pregunté: ¿Cuánto tiempo me va a tomar sentirme parte de aquí? Esa pregunta fue la primera grieta en mi entusiasmo.
El piso donde vivía estaba habitado por tres personas más: Núria, catalana, estudiante de arquitectura que apenas dormía; Elías, mexicano, camarero nocturno que llegaba de madrugada con olor a tabaco; Chiara, italiana, estudiante de Erasmus, que llenaba la cocina de aromas a pasta y hablaba por teléfono a gritos con su madre todos los días.
No éramos amigos, pero tampoco extraños. Éramos algo intermedio: compañeros de sobrevivencia. Compartíamos un refrigerador con nombres escritos en los tuppers, quejas por la lavadora dañada y discusiones por el gas que siempre se cortaba en la ducha.
Una noche, mientras cenaba sola, Elías entró con los ojos llorosos y me preguntó:
—¿Extrañas tu casa?
—A veces. Bueno, casi siempre —admití.
—Eso nunca se va —dijo, mientras abría una cerveza—. Pero con el tiempo aprendes a vivir con la nostalgia, como quien convive con un vecino molesto.
No le respondí nada, pero entendí que la migración también tenía su propio idioma: silencios compartidos.
¿Cómo explicar que aunque estás bien en otro país, quieres dormir en tu cama cada noche y comer en familia todos los domingos?
Los primeros días en la agencia musical fueron una mezcla de nerviosismo y fascinación. El eco de pasos sobre el piso de madera, el murmullo constante de voces jóvenes, se mezclaba con la sensación de estar dentro de un sueño que apenas comenzaba. Cada contrato que archivaba, cada correo que respondía, cada café que servía llevaba un pedazo de mi ilusión: estar cerca de la música, tocar el corazón de artistas que luchaban por sonar en la radio.
Martín, mi jefe, tenía una prisa que parecía crónica, gafas oscuras que escondían su mirada y palabras que a veces se perdían entre los papeles. Hablaba de los artistas emergentes como si fueran diamantes en bruto, y yo me sentía atrapada en ese brillo, deseando absorber un poco de su luz para mi propio camino. Entre guitarras apoyadas en las paredes, carteles de conciertos y voces que reían de cosas que aún no entendía, sentí que mi sueño se hacía tangible, aunque frágil como vidrio.
Un día me pidió que lo acompañara a un pequeño showcase. Era en un bar escondido, con luces rojas y mesas pequeñas y suelo pegajoso. Subió al escenario una cantante joven y, para ser sincera, bastante guapo, con la voz quebrada pero llena de fuerza. Mientras lo escuchaba, se me erizó la piel. Pensé: esto es lo que quiero hacer, estar cerca de estas historias. De inmediato creí en él y en su talento.
Pronto descubrí que se llama Santiago, argentino, ocho meses en Barcelona y no tiene novia.
Esa noche volví caminando, con hambre, con frío, pero con una certeza luminosa: había elegido la ciudad correcta y ya me estaban pasando cosas buenas. Me animé; me fue fácil creer en este lugar y en mí misma. Mi cabeza repetía como un mantra: Vamos, Ada. Sí se puede, tú eres capaz.
El club de lectura se convirtió en mi ritual de los jueves. No era tanto por los libros —aunque me encantaba leer—, sino por las conversaciones profundas con las chicas:
Una tarde, Sofía lanzó una pregunta que quedó flotando en el aire:
—¿Ustedes creen que de verdad necesitamos casarnos para sentirnos completas?
Lucía se rió con ironía:
—Necesitar, no. Pero la sociedad te empuja a que sí. Amar sin miedo… sería un milagro. Pero también creo que algunas veces, solo algunas, nos atrevemos.
Marwa levantó la mano con calma:
—En Marruecos, si no te casas antes de los 30, es casi un escándalo. Aquí me siento más libre… aunque a veces pienso que esa libertad también asusta: demasiadas opciones, demasiada presión por elegir.
Yo las miraba fascinada. Nunca había tenido un espacio así en mi pueblo: un lugar donde las mujeres hablaran sin miedo, donde las dudas no eran vistas como debilidades. Me sentí comprendida, como si alguien pusiera palabras exactas a lo que había sentido desde niña.
Me atreví a decir:
—Yo quiero casarme… algún día. Tener hijos, también. No lo veo como obligación; realmente me encantaría, pero si no pasa, no creo sentirme incompleta o infeliz. Acepto que es algo que no está en mi control y en lo que no pienso ahora. De hecho, me da miedo que si llega el momento ya no me quede tiempo, o que no encuentre a alguien que valga la pena.
Se hizo un silencio. Ainhoa me miró con ternura y dijo:
—Ese miedo lo tenemos todas, Ada. Y a veces no se va nunca. Díganme, ¿quién hace las cosas sin sentir una pizca de nervios? Pero acaso, ¿dejarían escapar buenas oportunidades por miedo a vivirlas? El atreverse ya es ganar, independiente del final.
Me quedé pensando en lo que dijo Ainhoa: ¡Es verdad! No conocía Barcelona, nadie me esperaba, no tenía dinero en los bolsillos, aún no tenía papeles, pero aquí estaba intentándolo sin saber qué pasaría en unos días o en unos años. Al menos, salir de mi casa me abrió los ojos a infinitas formas de hacer las cosas; ¡yo ya gané!
De camino al piso, me robaron la cartera en el metro. Perdí mi pasaporte, el poco dinero que tenía y la sensación de seguridad que había ganado con las semanas. Me quitaron todo. Estaba en la calle sin saber si tendría un lugar donde dormir esa noche. Lloré en silencio, con rabia, con frustración. Por primera vez pensé en rendirme, en regresar a Colombia, en que la ciudad me quedaba demasiado grande. ¿Cómo había pasado de sentirme tan empoderada a sentirme así?
Moría de hambre, no recordaba cuántas horas llevaba sin comer, tenía sueños y frío; entendí que mis camisas de manga larga no abrigaban lo suficiente en un invierno europeo. A esta hora, mi mamá estaba dormida, con la ventana abierta y el ventilador encendido; mi hermana estaría atendiendo a algún paciente mientras se quejaba del calor y de la gente.
Afortunadamente, mientras estaba inmersa en mi desesperación, Núria encontró mis pasos y entramos juntas al piso. Fui directo a buscar mi cuaderno. Saqué un lapicero y escribí al margen de la lista: resistir también cuenta como un sueño cumplido.
Dormí como bebé en los brazos de mamá, a lo mejor mi cuerpo me pidió tregua, pues no puedo explicar cómo pude descansar después de ese gran susto. Una prueba de que no todo es malo, no todo es bueno.
Al otro día, como pocas veces, desayuné con mis roomies. El olor a café recién hecho inundaba la cocina y, por primera vez desde que me mudé, me sentí parte de una especie de familia improvisada. Descubrí que, al igual que yo, todos habían salido de sus casas buscando una vida mejor.
Chiara, la italiana, me contó que había crecido en un pequeño pueblo de la Toscana, rodeada de viñedos, pero sin su papá. Su madre, costurera, había hecho lo imposible por sacar adelante a tres hijos. “Yo vine a Barcelona porque no quiero ser invisible, Ada”, me dijo mientras untaba mermelada en una tostada. Sus palabras me golpearon; no quería ser invisible, quería ser alguien, como yo.
Elías, el mexicano, apareció sin camiseta, con el cabello despeinado y un tarareo pegado en los labios. Se sabía todas las canciones de la radio, y mientras revolvía los huevos en la sartén, bailaba con un ritmo envidiable. “La noche me da vida, güera”, me confesó riendo. “De día sobrevivo, de noche soy yo”. Lo miré y pensé en lo contradictorio y hermoso que era: un chico que se partía la espalda trabajando en bares, pero que no dejaba de creer que bailar lo salvaría.
Núria, en cambio, era toda seriedad. Había heredado de su madre y de sus hermanas la idea de que casarse joven era lo único posible, pero ella había decidido tomar otro rumbo. “Estudio y trabajo porque no quiero repetir la misma historia”, dijo, con una firmeza que la hacía parecer mayor de lo que era. Su disciplina imponía respeto; llevaba una vida que parecía estar siempre bajo control, aunque, en sus ojos, se escondía un cansancio profundo.
Esa mañana nos descubrimos iguales en lo esencial: todos habíamos llegado a esa ciudad buscando un lugar donde ser libres de nuestro pasado y a la vez inventarnos un futuro distinto. Cada uno había puesto un pedazo de su historia sobre la mesa junto con las tazas de café y las tostadas con mantequilla.
Me quedé en silencio unos segundos, mirándolos. Sentí que, de alguna manera, éramos náufragos compartiendo un bote en medio del mar.
Núria me miró y dijo con esa seriedad que siempre la acompañaba:
—Ada, deberías venir conmigo al museo. Hay una exposición de arte que no te puedes perder.
No lo dudé. Algo en su tono me hizo sentir que era una invitación especial, un gesto de confianza.
Así que después del trabajo nos citamos. El museo era un edificio imponente, de esos que parecen contener más que obras: guardaban secretos, voces, vidas enteras. Apenas crucé la puerta, sentí que algo dentro de mí se aquietaba, como si hubiera entrado en un templo. Las paredes blancas, los techos altos, el silencio interrumpido solo por pasos suaves… todo me invitaba a observar con atención, a dejarme envolver.
La exposición era un recorrido por mujeres artistas de distintas épocas. Me impresionó ver cómo cada cuadro, cada escultura, parecía gritar algo que durante siglos había sido silenciado. Había fuerza, dolor, ternura y resistencia en cada trazo. Me detuve frente a un autorretrato de una pintora del siglo XIX: sus ojos me atravesaban con una mezcla de orgullo y fragilidad. Pensé en mi madre, en mi abuela, en todas las mujeres que se quedaron en mi pueblo sin tener la oportunidad de contar su historia.
—Es increíble, ¿verdad? —susurró Núria a mi lado.
—Es más que increíble… —respondí—. Es como verme reflejada en algo que no sabía que estaba buscando.
No había estudiado arte, pero sentía que cada pieza me hablaba en un idioma que entendía. La historia, la lucha, la belleza, todo estaba ahí. Me sorprendió descubrir cuánto me conmovía. No era solo estética: era identidad, era pertenencia, era resistencia.
Pasamos horas recorriendo las salas. Yo preguntaba, Núria respondía con paciencia, explicándome contextos históricos, nombres de artistas, movimientos que antes me sonaban lejanos. Y cuanto más escuchaba, más hambre tenía de aprender.
Al salir, el sol ya estaba cayendo sobre Barcelona, tiñendo de dorado las calles. Caminamos en silencio unos minutos, como si las palabras fueran demasiado pequeñas para lo que acabábamos de ver.
Sentí que algo en mí se había abierto. Como si el arte me hubiera mostrado un espejo distinto: no solo era Ada, la inmigrante que soñaba con ser alguien en la música. También era una mujer sensible al poder de la historia, capaz de reconocer belleza y dolor en una misma pincelada.
Quizá esa exposición me había recordado que mi vida también podía ser una obra en construcción, un lienzo todavía inacabado, lleno de posibilidades.
El fin de semana me quedé en mi cuarto asimilando todo lo que estaba viviendo con el arte, la literatura y la música. Para el lunes quería estar lista. No solo presentable para el trabajo, sino encendida, fuerte, capaz de brillar con mi propio sol. Quería que mi potencial se notara en cada gesto, en cada palabra, en cada entrega. Que nadie pudiera pasar por alto lo que yo era capaz de dar. Imaginaba mi talento brillando como lo hace el Sol de la costa colombiana a sus casi cuarenta grados: abrasador, inconfundible, imposible de ignorar.
El club de lectura seguía siendo mi refugio. Lucía lanzó una reflexión que me caló hondo:
—A veces creo que la sociedad quiere que seamos completas a medias, siempre listas para dar, para sacrificarnos, para cumplir expectativas que ni siquiera nos pertenecen.
Marwa asintió y agregó:
—Y sin embargo, aquí estamos, intentando ser libres, aunque la libertad también sea una carga, un peso que no siempre sabemos llevar.
Sus palabras resonaron dentro de mí. Recordé los veranos en mi pueblo, los domingos con mi familia. Comprendí que cada miedo, cada duda, cada recuerdo doloroso, estaba entrelazado con mi deseo de ser alguien más, alguien libre, alguien dueña de sus sueños y decisiones.
Esa noche que marcó el final de mi primer mes en Barcelona, salimos las cinco a un bar en Gràcia. El lugar era pequeño, con luces cálidas que hacían brillar el humo de los cigarrillos y el aroma de la madera vieja mezclado con la fragancia de los cócteles.
Nos sentamos juntas, risueñas, como si nuestra complicidad fuera una burbuja que nada podía romper. Bailamos, cantamos y reímos, cada movimiento marcando la libertad que empezábamos a reclamar para nosotras mismas.
Mi mente repetía una y otra vez: Lo estás haciendo bien, Ada; eres valiente, Marwa; te admiro, Ainhoa; brilla, Sofía. Somos increíbles, chicas.
Santiago —el chico del showcase— estaba allí, lo reconocí al instante, sentado al otro lado de la pista, con esa mirada que parecía atravesar la música, la multitud y mi propia piel. Por un instante, sentí miedo: miedo a querer demasiado, a que mis emociones se desbordaran, a que mi corazón se adelantara a la razón.
Pero las chicas me animaron, sus risas me envolvieron y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía permitirme ser deseada y sentirme bonita.
—Ada, ¿vas a quedarte ahí mirando toda la noche? —dijo Sofía, empujándome suavemente hacia la pista.
Me reí, nerviosa, y decidí acercarme a él. Santiago me recibió con una sonrisa cálida, dos besos en la mejilla y una copa más que licor, contenía promesas, complicidad, un futuro posible que todavía estaba por escribirse. Sus ojos tenían esa mezcla de curiosidad y respeto, y también un fuego que me hacía sentir viva.
El roce de nuestras manos al cruzar la pista fue accidental al principio, pero mi piel lo recordó como un fuego que se encendía con cada contacto. Cada mirada suya tenía un peso que me hacía temblar, como si pudiera desnudar no solo mi cuerpo, sino también mis pensamientos más secretos. Su respiración se mezclaba con la mía, cálida y cercana, y el latido de mi corazón me decía que estaba a punto de cruzar un límite que no había anticipado, pero que quería explorar.
Mientras hablábamos, nuestras piernas se rozaban sin que importara la multitud, y cada gesto suyo parecía medir hasta dónde podía llegar. Cuando nuestras manos se encontraron de verdad, no hubo palabra que lo explicara: un temblor recorrió mi espalda, un calor intenso se apoderó de mis entrañas. Su sonrisa se curvó en complicidad y deseo, y yo sentí que cada beso posible se acumulaba en la punta de mis labios, listo para estallar. No había prisa, solo esa electricidad que nos envolvía, la promesa de descubrirnos sin miedo, de explorar lo prohibido y lo dulce al mismo tiempo.
Pasaron los días y las noches envueltos en una rutina de descubrimientos: conciertos, libros, cafés, playlist compartidas. Cada caricia era una conversación muda, cada beso una confesión. Lo que empezó como atracción se convertía poco a poco en complicidad, en confianza y en la certeza de que podíamos ser nosotros mismos, sin máscaras. La emoción del deseo se mezclaba con la ternura de la conexión emocional, creando un hilo invisible que nos mantenía cerca aunque no siempre habláramos.
Los viernes, después del trabajo, eran de pijamas, choripanes y vino. Esa noche, Barcelona parecía haberse quedado dormida mientras nosotros nos perdíamos en nuestro propio mundo. Cada roce de sus manos, cada caricia que se demoraba un instante más de lo necesario, era un lenguaje secreto que solo nosotros entendíamos. La cercanía de su cuerpo me hacía sentir completa y vulnerable a la vez, como si todos los miedos que había contenido durante semanas se evaporaran con cada suspiro compartido.
Nos miramos a los ojos durante largos minutos, y en esa mirada había deseo, ternura y complicidad absoluta. Las palabras sobraban; todo se decía en los gestos, en los silencios cargados de significado. La música de fondo parecía cómplice, sus notas acompañando cada roce, cada susurro. Reímos, nos abrazamos, y el tiempo pareció estirarse, lento, intenso, hasta que solo existíamos nosotros.
Santiago se inclinó hacia mí, y su respiración cálida recorrió mi cuello. Sus manos exploraban con delicadeza cada curva, cada línea que mi cuerpo ofrecía sin reservas. Mi piel reaccionaba a su contacto como si cada caricia despertara fuegos secretos, pequeños incendios que solo él sabía encender. Me dejó sin aliento con un susurro cerca del oído:
—Ada… cada segundo contigo me consume y me completa a la vez.
Yo respondí inclinándome hacia él, con un temblor que mezclaba miedo y deseo:
—Santiago… haz que esto dure, que no haya nada más que nosotros.
Nuestros labios se encontraron con urgencia y ternura al mismo tiempo, un beso que parecía recorrer todas las historias que aún no habíamos vivido. Su cuerpo me sostuvo, firme y cálido, mientras mis manos se perdían en su espalda, dibujando memorias que aún no existían. Cada movimiento suyo, cada roce, era una conversación sin palabras, un pacto silencioso entre deseo y confianza. La ciudad dormía, pero nosotros vibrábamos al ritmo de algo más grande, algo que quemaba y acariciaba al mismo tiempo.
Cuando finalmente nos dejamos llevar por completo, fue como si el mundo se redujera a nuestra habitación: la risa contenida, los susurros entrecortados, la respiración acelerada, la piel recorriendo piel. No era solo sexo; era intimidad, era entrega, era la certeza de que en ese instante no necesitábamos promesas, ni planes, ni certezas. Solo nosotros, explorando los límites de lo que significaba ser vulnerables y fuertes al mismo tiempo.
Al amanecer, todavía abrazados, sentí que habíamos compartido algo que quedaría tatuado en mi memoria: un instante de fuego y ternura, de deseo y cariño, de conexión pura. Nadie más podría leerlo ni entenderlo; era nuestro, secreto y perfecto, un recuerdo que me recordaría siempre que el deseo también puede ser poesía, y la intimidad, un acto de amor.
Así, entre risas, música, libros, cafés, amor y sexo, creí que el verdadero lujo de la vida no era solo cumplir sueños profesionales, sino también dejar que alguien te acompañara en los momentos en que los sueños se sentían más frágiles y más bellos a la vez.
¿Podría ser él mi hombre indicado? ¿Este era el momento adecuado para enamorarme y comprometerme con otra persona además de mí? Hasta el momento mi prioridad giraba en cumplir mis sueños, lograr la vida que me prometí al salir de mi pueblo, pero tampoco quería sabotear algo que se sentía bonito.
El dilema duró pocos meses, hasta que Santiago aceptó ser telonero en una gira que duraría más de un año. Lo dijo con la voz emocionada de un niño que por fin recibe el juguete soñado. Yo sonreí, fingiendo entusiasmo, aunque por dentro sentía que una grieta se abría bajo mis pies. Lo abracé, como si en ese gesto pudiera detener el tiempo, como si mis brazos fueran suficientes para anclarlo a mi vida. Pero no lo fueron.
Un domingo cualquiera, me dejó con todo el amor entre las manos, con promesas rotas flotando en el aire como papel quemado. Se fue sin mirar atrás. Yo me quedé con un silencio ensordecedor, con un hueco en el pecho que ni la música lograba llenar, con la pregunta clavada en la garganta: ¿Hice algo mal?
El Universo parecía gritarme que me concentrara en mí, y debía escucharlo. Para tomar impulso, volví a mis lugares seguros: la agencia musical, mi cuarto y el club de lectura de los jueves.
Lucía me abrazó en silencio. No era la primera vez que debía despedirme de alguien, y su calidez se sintió como una medicina lenta pero eficaz. Abrimos un libro de Jane Austen, y no avanzamos más de tres páginas sin comentar el amor y el rol de la mujer en 1800 y en la actualidad.
Me impresionó reconocer que las luchas eran tan antiguas como nosotras mismas. Las mujeres siempre hemos querido ser tomadas en cuenta, valoradas en nuestras ideas, respetadas en nuestras decisiones. Ser vistas como seres independientes, libres, inteligentes, fuertes. Lo somos, lo demostramos cada día, pero, a veces, parece que el mundo insiste en recordarnos lo contrario.
El amor, pensé, es un arma de doble filo. Puede elevarnos o reducirnos a cenizas. ¿Qué habría hecho yo si Santiago me hubiese pedido dejarlo todo e irme con él? ¿Habría abandonado mis sueños para seguir los suyos? Esa pregunta me golpeó como un espejo, mostrándome los rostros de mi madre, de mi hermana, de mi abuela: mujeres que se quedaron hasta el último minuto, renunciando a seguir estudiando, a crecer profesionalmente, a elegir dónde vivir. Todo, por amor.
¿Era eso lo que quería para mí? ¿O Santiago, al marcharse, me había hecho un favor que aún no alcanzaba a comprender?
Seguimos leyendo a Austen, hasta que las lágrimas de Marwa nos interrumpieron. Lucía no dudó en preguntar si estaba bien. Marwa suspiró, como si con ese aire liberara siglos de opresión.
—¿Y si soy una vergüenza para mis papás?
Al unísono dijimos: —Claro que no lo eres.
Ella asintió, con los ojos brillando de miedo y valentía al mismo tiempo.
—Me quedan pocos años para cumplir los 30. Si no me caso antes, seré una deshonra en mi familia. Mi vida se arruinaría, mis posibilidades de ser madre, de tener mi empresa, de ser vista como mujer respetable se esfumarían. Debo regresar a Marruecos ya, o nunca podré volver sin que me vean como una apestada.
El silencio se volvió denso. Todas esperábamos que Lucía, con su voz potente, abriera un nuevo camino. Pero solo dijo:
—Hay que salir por copas para ahogar las penas.
La tensión se rompió en carcajadas nerviosas. Marwa sonrió, Jane Austen quedó sobre la mesa y, como un ritual secreto, todas nos arreglamos el cabello y enderezamos la postura. Afuera, la noche nos esperaba.
Las calles de Barcelona parecían cómplices de nuestra rebeldía. Caminábamos con paso firme, resonando en las baldosas antiguas, bajo un cielo bordado de estrellas y una luna inmensa que nos iluminaba como un reflector. El aire olía a vino, a promesa, a libertad.
Entramos en un bar pequeño, con música que vibraba en los huesos y luces bajas que nos hacían sentir protagonistas de una película. Brindamos una y otra vez: por las que se quedaron, por las que se fueron, por las que se atrevieron, por las que aún dudaban. Cada trago era una declaración, cada risa un conjuro contra el miedo.
Santiago todavía se cruzaba por mi mente, pero con cada copa su recuerdo se difuminaba un poco más. En su lugar aparecían escenas donde me veía siendo directora de una disquera reconocida, llegando a mi casa propia, con dinero en la cuenta, boletos de avión en la mano, ropa de diseñador. Una chica con toda la vida por delante y con hambre de mundo.
Los chicos nos miraban, las otras chicas del lugar nos sonreían, las copas iban y venía. Pensé, claro que lo puedo tener todo, un gran amor y éxito laboral.
Al día siguiente, la resaca no era solo de vino y ginebra; era una resaca emocional. Barcelona amanecía con su cielo despejado, como si quisiera recordarme que la vida sigue, aunque yo me sintiera suspendida entre lo que perdí y lo que aún no sabía cómo construir.
Me miré al espejo: los ojos hinchados, el cabello enredado, la piel cansada. Pero también había algo distinto. Una especie de brillo, una certeza que nacía del fondo: había sobrevivido a otra despedida. El mundo no se acababa porque un hombre decidiera no elegirme.
Me estaba haciendo una taza de café, cuando Elías me sorprendió con boletos VIP para el concierto de Shakira. Al principio pensé que era una broma, que me estaba tomando el pelo como siempre lo hacía. Pero no: allí estaban, en mis manos, dos boletos brillando como pasaportes hacia un sueño adolescente. Shakira había sido la banda sonora de mi adolescencia en Colombia, la voz que me enseñó que una mujer podía cantar sus tristezas, sus rabias y sus pasiones sin pedir permiso. Sentí un nudo en la garganta; no podía creer que la vida me regalara ese momento justo cuando más necesitaba un recordatorio de quién era.
El día del concierto me vestí con una emoción que no recordaba desde hacía mucho. Elías apareció en la sala con lentejuelas en la chaqueta y una sonrisa traviesa. “Hoy vamos a gritar hasta quedarnos sin voz”, me dijo, y yo asentí sabiendo que esa noche sería más que música: sería un ritual de amistad y de supervivencia. Entramos al recinto y todo era un estallido de luces, gritos y expectativas. La multitud parecía un mar que nos arrastraba hacia adelante, y yo me dejé llevar como si cada paso me acercara a una parte de mí que había quedado dormida.
Cuando Shakira apareció en el escenario, el aire cambió. Cantó como si su garganta pudiera romper cadenas, y yo me descubrí llorando mientras coreaba cada verso. Las canciones que alguna vez había cantado en mi cuarto, con el cepillo como micrófono, ahora resonaban en un estadio entero. Me vi reflejada en esa mujer que había salido de Barranquilla, como yo había salido de mi pueblo, con la esperanza de conquistar un mundo que a veces parecía demasiado grande. Era un espejo, un recordatorio de que mis sueños no eran descabellados, que la distancia y las cicatrices podían transformarse en fuerza.
Elías me tomó de la mano durante una canción y gritó: “¡Esto es por ti, Ada, por todo lo que vas a lograr!”. Su voz se perdió entre miles, pero llegó directo a mi pecho. Y ahí entendí que esa noche no solo estaba celebrando la música, sino también mi propio viaje.
Sabía que los problemas seguían ahí: la renta, la incertidumbre, la soledad. Pero también sabía que había instantes como ese, tan intensos y luminosos, capaces de recordarme que la vida, aun en su dureza, siempre deja espacio para la magia.
Después del concierto, Elías y yo salimos flotando entre la multitud como si la música aún nos llevara de la mano. La adrenalina seguía vibrando en nuestras venas, y Barcelona parecía tener un resplandor distinto esa noche. Nos reímos de todo: de nuestras voces roncas por gritar, de mis lágrimas descontroladas durante “Antología”, de su forma exagerada de bailar en las gradas. “Necesitamos más copas para celebrar”, dijo él, y yo no dudé ni un segundo.
Terminamos en un pequeño restaurante mexicano, escondido en una callejuela del Born, con paredes coloridas y velas en cada mesa. Pedimos tacos y micheladas. Elías me miraba distinto, como si la música nos hubiera desnudado de bromas y máscaras. Sus ojos brillaban con una ternura inesperada, y yo sentí que estaba cruzando un territorio nuevo con alguien que hasta ahora había sido solo mi cómplice de aventuras.
Cuando salimos, ya era madrugada. Caminamos por las calles vacías y, de pronto, se detuvo. Me tomó del rostro con ambas manos y me besó. No hubo duda ni titubeo: fue un beso ardiente, directo, con toda la fuerza contenida de las miradas y los silencios de semanas. Sentí que mi cuerpo se encendía, que la ciudad desaparecía y solo quedábamos nosotros dos, respirándonos, encontrándonos por primera vez de verdad.
La noche terminó en su habitación. No hubo palabras innecesarias: solo piel reconociendo piel, risas entre caricias torpes y gemidos que rompieron el silencio. Lo nuestro no fue planeado, pero tampoco fue un accidente. Fue deseo, necesidad y confianza. Y aunque al amanecer el sol entraba por la ventana recordándonos que la vida seguía, esa madrugada fue nuestra, un pacto silencioso de dos extranjeros buscando calor humano en una ciudad que podía ser tan hermosa como solitaria.
A la mañana siguiente, me desperté con la luz del sol filtrándose por la cortina y un aroma a café colombiano que Elías había preparado. Todavía sentía el calor de sus brazos alrededor mío, pero la claridad del día trajo consigo una nueva perspectiva. Nos miramos en silencio, compartiendo una sonrisa que sabía a complicidad y también a comprensión.
—Bueno… anoche fue… —comenzó él, rascándose la nuca con una mezcla de vergüenza y diversión— increíble, ¿no?
—Sí… fue hermoso —respondí, jugando con una esquina de la sábana—. Pero también fue parte de una noche de música, risas y copas. Nada más, al menos por ahora.
Elías suspiró y asintió, acercándose a mi oreja para susurrar:
—Me gustó estar contigo… y no quiero que esto cambie lo que tenemos en el piso. Somos roomies, amigos, y eso es lo que importa de verdad.
Sonreí, aliviada y agradecida por su honestidad. Le tomé la mano y dijimos al unísono:
—Amigos y roomies. Nada más, nada menos.
Nos reímos un poco, como si acabáramos de firmar un pacto invisible. El resto de la mañana la pasamos entre café, charlas sobre nuestros planes de la semana y risas tontas sobre el concierto. No hubo incomodidad, solo un respeto mutuo y la certeza de que, aunque aquella noche había sido especial, nuestra amistad y la vida compartida en el piso eran lo que realmente importaba.
En el trabajo me habían dado una especie de ascenso pero sin aumento de sueldo; al menos, ya no repartía volantes. Ahora, los días se llenaron de mails, reuniones, playlists, reportes. Pero incluso en medio de las buenas noticias laborales, una vocecita interna insistía en preguntar: ¿esto es lo que de verdad quiero? Soñaba con más, con proyectos propios, con ser yo la que tomara las decisiones. Sin embargo, con una renta que pagar, sin poder mandar dinero a mi familia en Colombia y una nevera a veces casi vacía, había que conformarse con lo posible.
Regresar caminando a casa se volvió terapia: cuarenta minutos de silencio en los que convivía conmigo misma. A veces me repetía frases motivacionales como mantras; otras, simplemente escuchaba el eco de mis pasos en las calles adoquinadas de Barcelona. Hacía listas mentales de pendientes, de sueños, de ideas de negocios que me harían millonaria algún día. Lo curioso era que, al llegar a la puerta de mi edificio, casi siempre olvidaba lo que había pensado, pero quedaba esa sensación de que dentro de mí había algo enorme, impaciente por despertar.
Empecé a llamar a los números que veía en los carteles de “pisos en renta” pegados en balcones o farolas. La mayoría me parecían imposibles: el precio de era cuatro o cinco veces más de mis ingresos actuales. Necesito conseguir un mejor trabajo lo más pronto posible, me repetía, como si repitiéndolo lo fuera a invocar. En el fondo, no se trataba solo de un lugar: quería demostrarme que podía sostener mi vida sin depender de nadie ni de un destino incierto.
En esas caminatas también aparecía el fantasma de Santiago. No como un recuerdo romántico, sino como una especie de advertencia: no vuelvas a considerar perderte en alguien más. Pero la contradicción era inevitable: aún quería enamorarme, aún soñaba con encontrar a alguien que me mirara como si fuera la única mujer en una ciudad de millones. ¿Acaso eso era pedir demasiado? ¿y si nunca encuentro a alguien que se quede?
Pero la otra voz dentro de mí respondía, desafiante: ¿y si lo encuentro y eso significa perderme a mí?
Las semanas se convirtieron en una rutina de contrastes: mañanas de trabajo, tardes de cafés con compañeros de la agencia, noches en vela escribiendo listas imposibles de sueños por cumplir. Yo lo quería todo: el éxito profesional, el amor grande y arrebatador, la independencia económica, la vida que prometen en las películas. Lo deseaba con una intensidad que me ardía en los huesos.
Barcelona se había convertido en mi escenario. Y yo estaba dispuesta a ser la protagonista, aunque aún no supiera exactamente qué historia estaba escribiendo.
Cada jueves era un respiro, un recordatorio de que no estaba sola en mis preguntas ni en mis miedos.
Lucía decía que había que ser «egoístas con amor». Marwa luchaba contra la presión cultural y familiar. Sofía estaba cansada de fingir que su trabajo la llenaba. Ainhoa esperaba más de ella misma.
Yo… yo empezaba a preguntarme si perseguir sueños era suficiente para sentirme plena, o si también necesitaba reconciliarme con lo que me dolía: la ausencia de mi padre, las heridas de infancia, la desconfianza hacia los hombres que habían cruzado mis límites cuando yo era demasiado joven para defenderme.
Las noches de bar se repetían de vez en cuando. Nos arreglábamos como si fuéramos a conquistar el mundo, aunque en realidad lo único que buscábamos era sentirnos vivas, sabernos hermosas, gritarle al universo que estábamos aquí, completas. Una mezcla de glitter, labios rojos y conversaciones profundas en baños diminutos que olían a perfume y a secretos.
Y, sin embargo, en medio de la música, las luces y las risas, siempre había un instante en el que me quedaba quieta, observando a todas y pensando: ¿qué pasará con nosotras cuando lleguemos a los treinta? ¿Seguiríamos bailando juntas? ¿O cada una terminaría en un país distinto, en un matrimonio, en un trabajo que nos alejara?
Esa noche regresé sola. El aire frío de Barcelona me mordía la piel. Las risas de mis amigas todavía resonaban en mis oídos. Subí las escaleras con la sensación de que la ciudad me abrazaba y me escupía al mismo tiempo. En mi cuarto, sobre la cama inflable, abrí el cuaderno de los sueños y escribí una línea nueva, en letras torcidas:
No quiero sobrevivir, quiero vivir.
Me quedé mirando esas palabras como si fueran un espejo que no había tenido el valor de sostener hasta ahora. Me preocupaba mis papeles en España, el dinero que necesitaba para mantenerme en el país y a mi familia en Colombia.
El jueves siguiente, en el club de lectura, notaron que estaba más callada de lo normal. Sofía, directa como siempre, me lanzó la pregunta:
—¿Qué pasa, Ada? Tienes cara de que la vida te pesa.
Respiré hondo antes de responder:
—Siento que corro todo el tiempo detrás de mis sueños y… nunca los alcanzo.
Lucía soltó un suspiro y rodó los ojos, mitad ironía, mitad ternura:
—Bienvenida al club de las que queremos TODO al mismo tiempo. Spoiler: nadie sobrevive sin al menos un par de crisis existenciales.
Ainhoa levantó la vista de su libro subrayado:
—No es cuestión de sobrevivir, Ada. Es decidir qué no estás dispuesta a soltar.
Marwa frunció el ceño con su acento suave:
—En mi comunidad, fácilmente una mujer puede ser “problemática” al decir “No”, no quiero casarme, no quiero ser ama de casa, no quiero ser mamá. Pero Austen nos recuerda que uno puede esperar… y amar, sí, pero sin volverse prisionera de las expectativas de otros.
Sofía se inclinó hacia adelante, brazos cruzados:
—Yo digo que la vida es demasiado corta para vivir siguiendo los horarios que nos imponen. El amor, los hijos, el trabajo… nadie nos da manual, así que improvisemos.
Lucía suspiró dramática, como si estuviera recitando un mantra:
—Anne Elliot nos enseña que la segunda oportunidad siempre llega, aunque uno haya estado esperando demasiado tiempo. La edad es solo un número, chicas. Un número que la sociedad nos obliga a mirar como si fuera sentencia.
Ainhoa, sonriendo entre dientes, intervino:
—Exacto. No hay edad “perfecta” para enamorarse, ni para cambiar de trabajo, ni para ser madre. Lo importante es que cada decisión que tomemos sea nuestra, no de otra persona.
Marwa se recostó, jugueteando con la página del libro:
—Y aunque nuestras familias piensen que estamos locas, Austen nos recuerda algo clave: el corazón puede esperar, pero no debemos ignorarlo.
Sofía lanzó una carcajada:
—¡Sí! Y ojo: querer amor y éxito no es pecado, chicas. Solo hay que aceptar que tal vez no llegue todo a la vez… y no pasa nada.
Lucía asintió, con esa mezcla de ironía y complicidad que tiene:
—Soltar un poco del guion que nos dieron de niñas nos hace libres. Equivocarnos, cambiar de opinión, probar de nuevo… todo cuenta.
Yo las miré y me sentí muy orgullosa, ellas sabían lo que era tener ambición, miedo y deseo todo mezclado. Esa noche, Persuasión dejó de ser solo un libro: se convirtió en un espejo donde podía ver mis dudas, mis elecciones y, sobre todo, mi fuerza.
Al salir de la reunión semanal, caminé hasta la playa. El mar estaba oscuro, inmenso, amenazante y a la vez maternal. Me quité los zapatos y metí los pies en el agua helada. Sentí un escalofrío que me recorrió entera. Cerré los ojos y me dije en silencio: tienes derecho a quererlo todo, pero no tienes que tenerlo todo al mismo tiempo.
El viento levantó mi cabello y, por un segundo, me vi en el futuro: no como la chica perdida en una ciudad extraña, sino como la mujer que construía su vida a su manera, con cicatrices, con dudas, con ganas.
Y allí, frente al mar, tuve un presentimiento extraño, como si algo me estuviera esperando en algún rincón de mi futuro.
Me estremecí.
Cerré los ojos con la certeza de que algo estaba a punto de cambiar.
Estoy lista. Pero sé que mañana nada será igual.
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