Allá donde me invento

Allá donde me invento

carolduarter

15/09/2025

Capítulo 1: El mapa en la maleta

Nunca supe qué tan pesado era un sueño hasta que tuve que meterlo en una maleta. No hablo solo de los veintitrés kilos que me permitía la aerolínea, sino de la carga invisible de la esperanza, del miedo y de la promesa de no volver igual.

Mi madre lloraba en silencio mientras me ayudaba a doblar los jeans que ya no usaría con el mismo calor de mi pueblo encerrado por montañas andinas. Sus manos temblaban ligeramente, y cada doblez parecía un intento de retenerme un poco más, como si doblando la ropa pudiera doblar el tiempo y hacerme quedar. Yo fingía estar ocupada organizando, pero cada vez que nuestros ojos se cruzaban, sentía que una grieta se abría en mi pecho.

—¿Estás segura, Ada? —me preguntó sin mirarme.
—Sí, mamá. Si me quedo aquí, nunca voy a saber quién puedo ser —respondí, tratando de que mi voz no temblara.

Ella suspiró, largo y profundo, como si llevara toda la vida escuchando esa frase en distintos momentos, como si todas las hijas que aún no nacían estuvieran contenidas en ese suspiro.

El aeropuerto de Bogotá fue mi primer escenario de libertad. Entre luces frías, pantallas que parpadeaban con destinos que aún no visitaba, maletas rodando, gente que caminaba sin mirarse, con acentos e idiomas que no reconocía, sentí que algo dentro de mí se abría paso, como si el futuro me empujara desde la espalda. Y, al mismo tiempo, algo se cerraba: mi infancia, mis calles conocidas, la rutina de un país que me había hecho sentir demasiado niña.

El avión me recibió como un útero metálico que me envolvía, me balanceaba, me sostenía mientras el cielo cambiaba de azul a naranja, mientras veía desaparecer las montañas y los ríos que habían sido mi hogar.

Me senté junto a la ventana y pensé en mi madre, en sus lágrimas silenciosas, en las manos que me habían enseñado a cuidar cada pliegue de mi ropa. Cada memoria, cada instante, me había hecho quien era. En mis hermanos que contenían toda mi esencia, mi amor, los recuerdos de mi niñez. Por supuesto, no recordé ninguna escena con mi papá.

Cuando el avión aterrizó en mi nuevo hogar, Barcelona, todavía no había amanecido. La ciudad me recibió con un aire frío que me cortó la respiración. Caminé siguiendo los letreros como si fueran un mapa secreto que solo yo podía descifrar, como si la ciudad me estuviera enseñando sus rutas poco a poco. El viento me golpeaba la cara, y con cada ráfaga sentí que mis miedos se mezclaban con la emoción, que la nostalgia y la esperanza bailaban juntas. Afuera, un cielo gris me recordó que estaba sola, que nadie iba a esperarme con un cartel de bienvenida, y que no habría un gran abrazo de alguien que me extrañó por mucho tiempo.

En mi cartera solo tenía fotos y 400 euros, más de un año necesité para ahorrarlos. Había alquilado una habitación diminuta en un piso compartido. La puerta estaba hinchada por la humedad y crujía cada vez que la abría. Dentro, una cama inflable, un escritorio y una ventana que daba a un patio estrecho donde nunca entraba el sol. Esa noche, después de colocar mis pocas cosas, abrí mi cuaderno. En la primera página estaba mi lista, escrita con marcador negro:

✔ Viajar por el mundo
✔ Vivir en una gran ciudad
✔ Trabajar en una disquera importante
✔ Conocer el amor de mi vida – Casarme
✔ Ser mamá
✔ Ser feliz

Era un mapa sin instrucciones, solo puntos marcados en un horizonte que todavía no alcanzaba. Me prometí tachar cada línea. No sabía cuánto me costaría, pero estaba convencida de que todo sacrificio valía la pena.

Los primeros días fueron un vértigo. La ciudad se desplegaba como un escenario inmenso: el bullicio de Las Ramblas, el olor a pan recién horneado en las calles estrechas del Born, el mar que parecía tragarse todas mis dudas cuando me sentaba frente a él. Cada rincón me decía: aquí empieza tu vida nueva, Ada, tú puedes, tú naciste para grandes cosas. Y yo quería creerlo, con miedo y con ganas, con hambre de vida y la certeza de que todo esfuerzo tendría recompensa.

Cada vez tenía menos dinero, necesitaba trabajar cuanto antes. Empecé a dosificar comida: tres plátanos al día y dos latas de atún a la semana. El trabajo llegó a las tres semanas: una agencia pequeña que colaboraba con artistas emergentes me ofreció un puesto “operativo”: repartir volantes de conciertos y musicales. No era un lugar de renombre, pero sonaba lo suficientemente cerca de mi sueño. Entraba en oficinas llenas de carteles, guitarras apoyadas en las paredes y voces jóvenes que hablaban de giras, fans y firmas.

Cuando no estaba en los semáforos, archivaba contratos, respondía correos y servía cafés, pero en mi cabeza sonaba como si ya estuviera en el corazón de la industria musical.

Un jueves, entré por casualidad en una librería del Raval y vi un cartel: Círculo de mujeres lectoras, todos los jueves a las siete. Dudé antes de entrar, pero terminé en una mesa redonda rodeada de desconocidas. Además de la música, amaba con locura los libros.

Allí estaban: Lucía, española, con un carácter fuerte y un sentido del humor que desarmaba cualquier solemnidad; Ainhoa, de origen vasco, callada, observadora, siempre con un libro subrayado en las manos; Marwa, marroquí, que hablaba con una cadencia dulce pero firme sobre feminismo y religión; y Sofía, argentina, risueña y caótica, que parecía vivir a contrarreloj.

La primera conversación no fue sobre literatura, sino sobre nosotras. De pronto, estábamos discutiendo sobre el amor, la independencia económica, la libertad, el miedo a no cumplir las expectativas sociales que se esperan de las mujeres en sus 20 y a sus 30. Dentro de mí, una chispa se encendía: esas chicas parecían hablar en voz alta los pensamientos que yo había callado toda mi vida.

En mi pueblo de Colombia, todas las mujeres eran creyentes, esposas, madres, buenas hijas y bien comportadas; razones por las que me fui tan pronto cumplí los 18 años. Yo vine a ser feliz, libre, independiente, valiente y loca. No quería ser la mujer perfecta, de la que se hablara bien. Amo mi pueblo, mis montañas, mis ríos, mis calles empedradas, pero yo no quiero vivir con miedo, quiero ser yo, con lo bueno y con lo malo de esa decisión.

Esa noche, al volver a mi cuarto semi vacío y oscuro, comprendí que no estaba tan sola en el mundo y que no era difícil de entender, como me habían hecho creer estos años. La ciudad me ofrecía algo que deseaba con toda mi alma, y ahora tenía con quién compartirlo. Abrí el cuaderno y dibujé una pequeña estrella al lado de mi lista. No taché nada todavía, pero sentí que, de alguna manera, ya había dado el primer paso.

Ese fin de semana lo pasé perdida en la ciudad. Caminé sin rumbo con un mapa arrugado en la mano —me negaba a usar la aplicación del celular, como si leer las calles impresas me hiciera pertenecer más rápido—. Recorrí la Plaça Catalunya, me dejé arrastrar por el olor de las flores en Las Ramblas, y terminé frente al mar. El Mediterráneo me parecía distinto al mar Caribe que había visto en algún viaje escolar; era un azul más sobrio, casi melancólico, como si guardara secretos antiguos.

Me senté en la arena fría, me quité los zapatos y sentí la humedad en los pies. Y me pregunté: ¿Cuánto tiempo me va a tomar sentirme parte de aquí? Esa pregunta fue la primera grieta en mi entusiasmo.

El piso donde vivía estaba habitado por tres personas más: Núria, catalana, estudiante de arquitectura que apenas dormía; Elías, mexicano, camarero nocturno que llegaba de madrugada con olor a tabaco; Chiara, italiana, estudiante de Erasmus, que llenaba la cocina de aromas a pasta y hablaba por teléfono a gritos con su madre todos los días.

No éramos amigos, pero tampoco extraños. Éramos algo intermedio: compañeros de sobrevivencia. Compartíamos un refrigerador con nombres escritos en los tuppers, quejas por la lavadora dañada y discusiones por el gas que siempre se cortaba en la ducha.

Una noche, mientras cenaba sola, Elías entró con los ojos llorosos y me preguntó:
—¿Extrañas tu casa?
—A veces. Bueno, casi siempre —admití.
—Eso nunca se va —dijo, mientras abría una cerveza—. Pero con el tiempo aprendes a vivir con la nostalgia, como quien convive con un vecino molesto.

No le respondí nada, pero entendí que la migración también tenía su propio idioma: silencios compartidos.

¿Cómo explicar que aunque estás bien en otro país, quieres dormir en tu cama cada noche y comer en familia todos los domingos?

Los primeros días en la agencia musical fueron una mezcla de nerviosismo y fascinación. El eco de pasos sobre el piso de madera, el murmullo constante de voces jóvenes, se mezclaba con la sensación de estar dentro de un sueño que apenas comenzaba. Cada contrato que archivaba, cada correo que respondía, cada café que servía llevaba un pedazo de mi ilusión: estar cerca de la música, tocar el corazón de artistas que luchaban por sonar en la radio.

Martín, mi jefe, tenía una prisa que parecía crónica, gafas oscuras que escondían su mirada y palabras que a veces se perdían entre los papeles. Hablaba de los artistas emergentes como si fueran diamantes en bruto, y yo me sentía atrapada en ese brillo, deseando absorber un poco de su luz para mi propio camino. Entre guitarras apoyadas en las paredes, carteles de conciertos y voces que reían de cosas que aún no entendía, sentí que mi sueño se hacía tangible, aunque frágil como vidrio.

Un día me pidió que lo acompañara a un pequeño showcase. Era en un bar escondido, con luces rojas y mesas pequeñas y suelo pegajoso. Subió al escenario una cantante joven y, para ser sincera, bastante guapo, con la voz quebrada pero llena de fuerza. Mientras lo escuchaba, se me erizó la piel. Pensé: esto es lo que quiero hacer, estar cerca de estas historias. De inmediato creí en él y en su talento.

Pronto descubrí que se llama Santiago, argentino, ocho meses en Barcelona y no tiene novia.

Esa noche volví caminando, con hambre, con frío, pero con una certeza luminosa: había elegido la ciudad correcta y ya me estaban pasando cosas buenas. Me animé; me fue fácil creer en este lugar y en mí misma. Mi cabeza repetía como un mantra: Vamos, Ada. Sí se puede, tú eres capaz.

El club de lectura se convirtió en mi ritual de los jueves. No era tanto por los libros —aunque me encantaba leer—, sino por las conversaciones profundas con las chicas:

Una tarde, Sofía lanzó una pregunta que quedó flotando en el aire:
—¿Ustedes creen que de verdad necesitamos casarnos para sentirnos completas?

Lucía se rió con ironía:
—Necesitar, no. Pero la sociedad te empuja a que sí. Amar sin miedo… sería un milagro. Pero también creo que algunas veces, solo algunas, nos atrevemos.

Marwa levantó la mano con calma:
—En Marruecos, si no te casas antes de los 30, es casi un escándalo. Aquí me siento más libre… aunque a veces pienso que esa libertad también asusta: demasiadas opciones, demasiada presión por elegir.

Yo las miraba fascinada. Nunca había tenido un espacio así en mi pueblo: un lugar donde las mujeres hablaran sin miedo, donde las dudas no eran vistas como debilidades. Me sentí comprendida, como si alguien pusiera palabras exactas a lo que había sentido desde niña.

Me atreví a decir:
—Yo quiero casarme… algún día. Tener hijos, también. No lo veo como obligación; realmente me encantaría, pero si no pasa, no creo sentirme incompleta o infeliz. Acepto que es algo que no está en mi control y en lo que no pienso ahora. De hecho, me da miedo que si llega el momento ya no me quede tiempo, o que no encuentre a alguien que valga la pena.

Se hizo un silencio. Ainhoa me miró con ternura y dijo:
—Ese miedo lo tenemos todas, Ada. Y a veces no se va nunca. Díganme, ¿quién hace las cosas sin sentir una pizca de nervios? Pero acaso, ¿dejarían escapar buenas oportunidades por miedo a vivirlas? El atreverse ya es ganar, independiente del final.

Me quedé pensando en lo que dijo Ainhoa: ¡Es verdad! No conocía Barcelona, nadie me esperaba, no tenía dinero en los bolsillos, aún no tenía papeles, pero aquí estaba intentándolo sin saber qué pasaría en unos días o en unos años. Al menos, salir de mi casa me abrió los ojos a infinitas formas de hacer las cosas; ¡yo ya gané!

De camino al piso, me robaron la cartera en el metro. Perdí mi pasaporte, el poco dinero que tenía y la sensación de seguridad que había ganado con las semanas. Me quitaron todo. Estaba en la calle sin saber si tendría un lugar donde dormir esa noche. Lloré en silencio, con rabia, con frustración. Por primera vez pensé en rendirme, en regresar a Colombia, en que la ciudad me quedaba demasiado grande. ¿Cómo había pasado de sentirme tan empoderada a sentirme así?

Moría de hambre, no recordaba cuántas horas llevaba sin comer, tenía sueños y frío; entendí que mis camisas de manga larga no abrigaban lo suficiente en un invierno europeo. A esta hora, mi mamá estaba dormida, con la ventana abierta y el ventilador encendido; mi hermana estaría atendiendo a algún paciente mientras se quejaba del calor y de la gente.

Afortunadamente, mientras estaba inmersa en mi desesperación, Núria encontró mis pasos y entramos juntas al piso. Fui directo a buscar mi cuaderno. Saqué un lapicero y escribí al margen de la lista: resistir también cuenta como un sueño cumplido.

Dormí como bebé en los brazos de mamá, a lo mejor mi cuerpo me pidió tregua, pues no puedo explicar cómo pude descansar después de ese gran susto. Una prueba de que no todo es malo, no todo es bueno.

Al otro día, como pocas veces, desayuné con mis roomies. El olor a café recién hecho inundaba la cocina y, por primera vez desde que me mudé, me sentí parte de una especie de familia improvisada. Descubrí que, al igual que yo, todos habían salido de sus casas buscando una vida mejor.

Chiara, la italiana, me contó que había crecido en un pequeño pueblo de la Toscana, rodeada de viñedos, pero sin su papá. Su madre, costurera, había hecho lo imposible por sacar adelante a tres hijos. “Yo vine a Barcelona porque no quiero ser invisible, Ada”, me dijo mientras untaba mermelada en una tostada. Sus palabras me golpearon; no quería ser invisible, quería ser alguien, como yo.

Elías, el mexicano, apareció sin camiseta, con el cabello despeinado y un tarareo pegado en los labios. Se sabía todas las canciones de la radio, y mientras revolvía los huevos en la sartén, bailaba con un ritmo envidiable. “La noche me da vida, güera”, me confesó riendo. “De día sobrevivo, de noche soy yo”. Lo miré y pensé en lo contradictorio y hermoso que era: un chico que se partía la espalda trabajando en bares, pero que no dejaba de creer que bailar lo salvaría.

Núria, en cambio, era toda seriedad. Había heredado de su madre y de sus hermanas la idea de que casarse joven era lo único posible, pero ella había decidido tomar otro rumbo. “Estudio y trabajo porque no quiero repetir la misma historia”, dijo, con una firmeza que la hacía parecer mayor de lo que era. Su disciplina imponía respeto; llevaba una vida que parecía estar siempre bajo control, aunque, en sus ojos, se escondía un cansancio profundo.

Esa mañana nos descubrimos iguales en lo esencial: todos habíamos llegado a esa ciudad buscando un lugar donde ser libres de nuestro pasado y a la vez inventarnos un futuro distinto. Cada uno había puesto un pedazo de su historia sobre la mesa junto con las tazas de café y las tostadas con mantequilla.

Me quedé en silencio unos segundos, mirándolos. Sentí que, de alguna manera, éramos náufragos compartiendo un bote en medio del mar.

Núria me miró y dijo con esa seriedad que siempre la acompañaba:

—Ada, deberías venir conmigo al museo. Hay una exposición de arte que no te puedes perder.

No lo dudé. Algo en su tono me hizo sentir que era una invitación especial, un gesto de confianza.

Así que después del trabajo nos citamos. El museo era un edificio imponente, de esos que parecen contener más que obras: guardaban secretos, voces, vidas enteras. Apenas crucé la puerta, sentí que algo dentro de mí se aquietaba, como si hubiera entrado en un templo. Las paredes blancas, los techos altos, el silencio interrumpido solo por pasos suaves… todo me invitaba a observar con atención, a dejarme envolver.

La exposición era un recorrido por mujeres artistas de distintas épocas. Me impresionó ver cómo cada cuadro, cada escultura, parecía gritar algo que durante siglos había sido silenciado. Había fuerza, dolor, ternura y resistencia en cada trazo. Me detuve frente a un autorretrato de una pintora del siglo XIX: sus ojos me atravesaban con una mezcla de orgullo y fragilidad. Pensé en mi madre, en mi abuela, en todas las mujeres que se quedaron en mi pueblo sin tener la oportunidad de contar su historia.

—Es increíble, ¿verdad? —susurró Núria a mi lado.
—Es más que increíble… —respondí—. Es como verme reflejada en algo que no sabía que estaba buscando.

No había estudiado arte, pero sentía que cada pieza me hablaba en un idioma que entendía. La historia, la lucha, la belleza, todo estaba ahí. Me sorprendió descubrir cuánto me conmovía. No era solo estética: era identidad, era pertenencia, era resistencia.

Pasamos horas recorriendo las salas. Yo preguntaba, Núria respondía con paciencia, explicándome contextos históricos, nombres de artistas, movimientos que antes me sonaban lejanos. Y cuanto más escuchaba, más hambre tenía de aprender.

Al salir, el sol ya estaba cayendo sobre Barcelona, tiñendo de dorado las calles. Caminamos en silencio unos minutos, como si las palabras fueran demasiado pequeñas para lo que acabábamos de ver.

Sentí que algo en mí se había abierto. Como si el arte me hubiera mostrado un espejo distinto: no solo era Ada, la inmigrante que soñaba con ser alguien en la música. También era una mujer sensible al poder de la historia, capaz de reconocer belleza y dolor en una misma pincelada.

Quizá esa exposición me había recordado que mi vida también podía ser una obra en construcción, un lienzo todavía inacabado, lleno de posibilidades.

El fin de semana me quedé en mi cuarto asimilando todo lo que estaba viviendo con el arte, la literatura y la música. Para el lunes quería estar lista. No solo presentable para el trabajo, sino encendida, fuerte, capaz de brillar con mi propio sol. Quería que mi potencial se notara en cada gesto, en cada palabra, en cada entrega. Que nadie pudiera pasar por alto lo que yo era capaz de dar. Imaginaba mi talento brillando como lo hace el Sol de la costa colombiana a sus casi cuarenta grados: abrasador, inconfundible, imposible de ignorar.

El club de lectura seguía siendo mi refugio. Lucía lanzó una reflexión que me caló hondo:
—A veces creo que la sociedad quiere que seamos completas a medias, siempre listas para dar, para sacrificarnos, para cumplir expectativas que ni siquiera nos pertenecen.

Marwa asintió y agregó:
—Y sin embargo, aquí estamos, intentando ser libres, aunque la libertad también sea una carga, un peso que no siempre sabemos llevar.

Sus palabras resonaron dentro de mí. Recordé los veranos en mi pueblo, los domingos con mi familia. Comprendí que cada miedo, cada duda, cada recuerdo doloroso, estaba entrelazado con mi deseo de ser alguien más, alguien libre, alguien dueña de sus sueños y decisiones.

Esa noche que marcó el final de mi primer mes en Barcelona, salimos las cinco a un bar en Gràcia. El lugar era pequeño, con luces cálidas que hacían brillar el humo de los cigarrillos y el aroma de la madera vieja mezclado con la fragancia de los cócteles.

Nos sentamos juntas, risueñas, como si nuestra complicidad fuera una burbuja que nada podía romper. Bailamos, cantamos y reímos, cada movimiento marcando la libertad que empezábamos a reclamar para nosotras mismas.

Mi mente repetía una y otra vez: Lo estás haciendo bien, Ada; eres valiente, Marwa; te admiro, Ainhoa; brilla, Sofía. Somos increíbles, chicas.

Santiago —el chico del showcase— estaba allí, lo reconocí al instante, sentado al otro lado de la pista, con esa mirada que parecía atravesar la música, la multitud y mi propia piel. Por un instante, sentí miedo: miedo a querer demasiado, a que mis emociones se desbordaran, a que mi corazón se adelantara a la razón.

Pero las chicas me animaron, sus risas me envolvieron y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía permitirme ser deseada y sentirme bonita.

—Ada, ¿vas a quedarte ahí mirando toda la noche? —dijo Sofía, empujándome suavemente hacia la pista.

Me reí, nerviosa, y decidí acercarme a él. Santiago me recibió con una sonrisa cálida, dos besos en la mejilla y una copa más que licor, contenía promesas, complicidad, un futuro posible que todavía estaba por escribirse. Sus ojos tenían esa mezcla de curiosidad y respeto, y también un fuego que me hacía sentir viva.

El roce de nuestras manos al cruzar la pista fue accidental al principio, pero mi piel lo recordó como un fuego que se encendía con cada contacto. Cada mirada suya tenía un peso que me hacía temblar, como si pudiera desnudar no solo mi cuerpo, sino también mis pensamientos más secretos. Su respiración se mezclaba con la mía, cálida y cercana, y el latido de mi corazón me decía que estaba a punto de cruzar un límite que no había anticipado, pero que quería explorar.

Mientras hablábamos, nuestras piernas se rozaban sin que importara la multitud, y cada gesto suyo parecía medir hasta dónde podía llegar. Cuando nuestras manos se encontraron de verdad, no hubo palabra que lo explicara: un temblor recorrió mi espalda, un calor intenso se apoderó de mis entrañas. Su sonrisa se curvó en complicidad y deseo, y yo sentí que cada beso posible se acumulaba en la punta de mis labios, listo para estallar. No había prisa, solo esa electricidad que nos envolvía, la promesa de descubrirnos sin miedo, de explorar lo prohibido y lo dulce al mismo tiempo.

Pasaron los días y las noches envueltos en una rutina de descubrimientos: conciertos, libros, cafés, playlist compartidas. Cada caricia era una conversación muda, cada beso una confesión. Lo que empezó como atracción se convertía poco a poco en complicidad, en confianza y en la certeza de que podíamos ser nosotros mismos, sin máscaras. La emoción del deseo se mezclaba con la ternura de la conexión emocional, creando un hilo invisible que nos mantenía cerca aunque no siempre habláramos.

Los viernes, después del trabajo, eran de pijamas, choripanes y vino. Esa noche, Barcelona parecía haberse quedado dormida mientras nosotros nos perdíamos en nuestro propio mundo. Cada roce de sus manos, cada caricia que se demoraba un instante más de lo necesario, era un lenguaje secreto que solo nosotros entendíamos. La cercanía de su cuerpo me hacía sentir completa y vulnerable a la vez, como si todos los miedos que había contenido durante semanas se evaporaran con cada suspiro compartido.

Nos miramos a los ojos durante largos minutos, y en esa mirada había deseo, ternura y complicidad absoluta. Las palabras sobraban; todo se decía en los gestos, en los silencios cargados de significado. La música de fondo parecía cómplice, sus notas acompañando cada roce, cada susurro. Reímos, nos abrazamos, y el tiempo pareció estirarse, lento, intenso, hasta que solo existíamos nosotros.

Santiago se inclinó hacia mí, y su respiración cálida recorrió mi cuello. Sus manos exploraban con delicadeza cada curva, cada línea que mi cuerpo ofrecía sin reservas. Mi piel reaccionaba a su contacto como si cada caricia despertara fuegos secretos, pequeños incendios que solo él sabía encender. Me dejó sin aliento con un susurro cerca del oído:
—Ada… cada segundo contigo me consume y me completa a la vez.

Yo respondí inclinándome hacia él, con un temblor que mezclaba miedo y deseo:
—Santiago… haz que esto dure, que no haya nada más que nosotros.

Nuestros labios se encontraron con urgencia y ternura al mismo tiempo, un beso que parecía recorrer todas las historias que aún no habíamos vivido. Su cuerpo me sostuvo, firme y cálido, mientras mis manos se perdían en su espalda, dibujando memorias que aún no existían. Cada movimiento suyo, cada roce, era una conversación sin palabras, un pacto silencioso entre deseo y confianza. La ciudad dormía, pero nosotros vibrábamos al ritmo de algo más grande, algo que quemaba y acariciaba al mismo tiempo.

Cuando finalmente nos dejamos llevar por completo, fue como si el mundo se redujera a nuestra habitación: la risa contenida, los susurros entrecortados, la respiración acelerada, la piel recorriendo piel. No era solo sexo; era intimidad, era entrega, era la certeza de que en ese instante no necesitábamos promesas, ni planes, ni certezas. Solo nosotros, explorando los límites de lo que significaba ser vulnerables y fuertes al mismo tiempo.

Al amanecer, todavía abrazados, sentí que habíamos compartido algo que quedaría tatuado en mi memoria: un instante de fuego y ternura, de deseo y cariño, de conexión pura. Nadie más podría leerlo ni entenderlo; era nuestro, secreto y perfecto, un recuerdo que me recordaría siempre que el deseo también puede ser poesía, y la intimidad, un acto de amor.

Así, entre risas, música, libros, cafés, amor y sexo, creí que el verdadero lujo de la vida no era solo cumplir sueños profesionales, sino también dejar que alguien te acompañara en los momentos en que los sueños se sentían más frágiles y más bellos a la vez.

¿Podría ser él mi hombre indicado? ¿Este era el momento adecuado para enamorarme y comprometerme con otra persona además de mí? Hasta el momento mi prioridad giraba en cumplir mis sueños, lograr la vida que me prometí al salir de mi pueblo, pero tampoco quería sabotear algo que se sentía bonito.

El dilema duró pocos meses, hasta que Santiago aceptó ser telonero en una gira que duraría más de un año. Lo dijo con la voz emocionada de un niño que por fin recibe el juguete soñado. Yo sonreí, fingiendo entusiasmo, aunque por dentro sentía que una grieta se abría bajo mis pies. Lo abracé, como si en ese gesto pudiera detener el tiempo, como si mis brazos fueran suficientes para anclarlo a mi vida. Pero no lo fueron.

Un domingo cualquiera, me dejó con todo el amor entre las manos, con promesas rotas flotando en el aire como papel quemado. Se fue sin mirar atrás. Yo me quedé con un silencio ensordecedor, con un hueco en el pecho que ni la música lograba llenar, con la pregunta clavada en la garganta: ¿Hice algo mal?

El Universo parecía gritarme que me concentrara en mí, y debía escucharlo. Para tomar impulso, volví a mis lugares seguros: la agencia musical, mi cuarto y el club de lectura de los jueves.

Lucía me abrazó en silencio. No era la primera vez que debía despedirme de alguien, y su calidez se sintió como una medicina lenta pero eficaz. Abrimos un libro de Jane Austen, y no avanzamos más de tres páginas sin comentar el amor y el rol de la mujer en 1800 y en la actualidad.

Me impresionó reconocer que las luchas eran tan antiguas como nosotras mismas. Las mujeres siempre hemos querido ser tomadas en cuenta, valoradas en nuestras ideas, respetadas en nuestras decisiones. Ser vistas como seres independientes, libres, inteligentes, fuertes. Lo somos, lo demostramos cada día, pero, a veces, parece que el mundo insiste en recordarnos lo contrario.

El amor, pensé, es un arma de doble filo. Puede elevarnos o reducirnos a cenizas. ¿Qué habría hecho yo si Santiago me hubiese pedido dejarlo todo e irme con él? ¿Habría abandonado mis sueños para seguir los suyos? Esa pregunta me golpeó como un espejo, mostrándome los rostros de mi madre, de mi hermana, de mi abuela: mujeres que se quedaron hasta el último minuto, renunciando a seguir estudiando, a crecer profesionalmente, a elegir dónde vivir. Todo, por amor.

¿Era eso lo que quería para mí? ¿O Santiago, al marcharse, me había hecho un favor que aún no alcanzaba a comprender?

Seguimos leyendo a Austen, hasta que las lágrimas de Marwa nos interrumpieron. Lucía no dudó en preguntar si estaba bien. Marwa suspiró, como si con ese aire liberara siglos de opresión.
—¿Y si soy una vergüenza para mis papás?

Al unísono dijimos: —Claro que no lo eres.

Ella asintió, con los ojos brillando de miedo y valentía al mismo tiempo.
—Me quedan pocos años para cumplir los 30. Si no me caso antes, seré una deshonra en mi familia. Mi vida se arruinaría, mis posibilidades de ser madre, de tener mi empresa, de ser vista como mujer respetable se esfumarían. Debo regresar a Marruecos ya, o nunca podré volver sin que me vean como una apestada.

El silencio se volvió denso. Todas esperábamos que Lucía, con su voz potente, abriera un nuevo camino. Pero solo dijo:
—Hay que salir por copas para ahogar las penas.

La tensión se rompió en carcajadas nerviosas. Marwa sonrió, Jane Austen quedó sobre la mesa y, como un ritual secreto, todas nos arreglamos el cabello y enderezamos la postura. Afuera, la noche nos esperaba.

Las calles de Barcelona parecían cómplices de nuestra rebeldía. Caminábamos con paso firme, resonando en las baldosas antiguas, bajo un cielo bordado de estrellas y una luna inmensa que nos iluminaba como un reflector. El aire olía a vino, a promesa, a libertad.

Entramos en un bar pequeño, con música que vibraba en los huesos y luces bajas que nos hacían sentir protagonistas de una película. Brindamos una y otra vez: por las que se quedaron, por las que se fueron, por las que se atrevieron, por las que aún dudaban. Cada trago era una declaración, cada risa un conjuro contra el miedo.

Santiago todavía se cruzaba por mi mente, pero con cada copa su recuerdo se difuminaba un poco más. En su lugar aparecían escenas donde me veía siendo directora de una disquera reconocida, llegando a mi casa propia, con dinero en la cuenta, boletos de avión en la mano, ropa de diseñador. Una chica con toda la vida por delante y con hambre de mundo.

Los chicos nos miraban, las otras chicas del lugar nos sonreían, las copas iban y venía. Pensé, claro que lo puedo tener todo, un gran amor y éxito laboral.

Al día siguiente, la resaca no era solo de vino y ginebra; era una resaca emocional. Barcelona amanecía con su cielo despejado, como si quisiera recordarme que la vida sigue, aunque yo me sintiera suspendida entre lo que perdí y lo que aún no sabía cómo construir.

Me miré al espejo: los ojos hinchados, el cabello enredado, la piel cansada. Pero también había algo distinto. Una especie de brillo, una certeza que nacía del fondo: había sobrevivido a otra despedida. El mundo no se acababa porque un hombre decidiera no elegirme.

Me estaba haciendo una taza de café, cuando Elías me sorprendió con boletos VIP para el concierto de Shakira. Al principio pensé que era una broma, que me estaba tomando el pelo como siempre lo hacía. Pero no: allí estaban, en mis manos, dos boletos brillando como pasaportes hacia un sueño adolescente. Shakira había sido la banda sonora de mi adolescencia en Colombia, la voz que me enseñó que una mujer podía cantar sus tristezas, sus rabias y sus pasiones sin pedir permiso. Sentí un nudo en la garganta; no podía creer que la vida me regalara ese momento justo cuando más necesitaba un recordatorio de quién era.

El día del concierto me vestí con una emoción que no recordaba desde hacía mucho. Elías apareció en la sala con lentejuelas en la chaqueta y una sonrisa traviesa. “Hoy vamos a gritar hasta quedarnos sin voz”, me dijo, y yo asentí sabiendo que esa noche sería más que música: sería un ritual de amistad y de supervivencia. Entramos al recinto y todo era un estallido de luces, gritos y expectativas. La multitud parecía un mar que nos arrastraba hacia adelante, y yo me dejé llevar como si cada paso me acercara a una parte de mí que había quedado dormida.

Cuando Shakira apareció en el escenario, el aire cambió. Cantó como si su garganta pudiera romper cadenas, y yo me descubrí llorando mientras coreaba cada verso. Las canciones que alguna vez había cantado en mi cuarto, con el cepillo como micrófono, ahora resonaban en un estadio entero. Me vi reflejada en esa mujer que había salido de Barranquilla, como yo había salido de mi pueblo, con la esperanza de conquistar un mundo que a veces parecía demasiado grande. Era un espejo, un recordatorio de que mis sueños no eran descabellados, que la distancia y las cicatrices podían transformarse en fuerza.

Elías me tomó de la mano durante una canción y gritó: “¡Esto es por ti, Ada, por todo lo que vas a lograr!”. Su voz se perdió entre miles, pero llegó directo a mi pecho. Y ahí entendí que esa noche no solo estaba celebrando la música, sino también mi propio viaje.

Sabía que los problemas seguían ahí: la renta, la incertidumbre, la soledad. Pero también sabía que había instantes como ese, tan intensos y luminosos, capaces de recordarme que la vida, aun en su dureza, siempre deja espacio para la magia.

Después del concierto, Elías y yo salimos flotando entre la multitud como si la música aún nos llevara de la mano. La adrenalina seguía vibrando en nuestras venas, y Barcelona parecía tener un resplandor distinto esa noche. Nos reímos de todo: de nuestras voces roncas por gritar, de mis lágrimas descontroladas durante “Antología”, de su forma exagerada de bailar en las gradas. “Necesitamos más copas para celebrar”, dijo él, y yo no dudé ni un segundo.

Terminamos en un pequeño restaurante mexicano, escondido en una callejuela del Born, con paredes coloridas y velas en cada mesa. Pedimos tacos y micheladas. Elías me miraba distinto, como si la música nos hubiera desnudado de bromas y máscaras. Sus ojos brillaban con una ternura inesperada, y yo sentí que estaba cruzando un territorio nuevo con alguien que hasta ahora había sido solo mi cómplice de aventuras.

Cuando salimos, ya era madrugada. Caminamos por las calles vacías y, de pronto, se detuvo. Me tomó del rostro con ambas manos y me besó. No hubo duda ni titubeo: fue un beso ardiente, directo, con toda la fuerza contenida de las miradas y los silencios de semanas. Sentí que mi cuerpo se encendía, que la ciudad desaparecía y solo quedábamos nosotros dos, respirándonos, encontrándonos por primera vez de verdad.

La noche terminó en su habitación. No hubo palabras innecesarias: solo piel reconociendo piel, risas entre caricias torpes y gemidos que rompieron el silencio. Lo nuestro no fue planeado, pero tampoco fue un accidente. Fue deseo, necesidad y confianza. Y aunque al amanecer el sol entraba por la ventana recordándonos que la vida seguía, esa madrugada fue nuestra, un pacto silencioso de dos extranjeros buscando calor humano en una ciudad que podía ser tan hermosa como solitaria.

A la mañana siguiente, me desperté con la luz del sol filtrándose por la cortina y un aroma a café colombiano que Elías había preparado. Todavía sentía el calor de sus brazos alrededor mío, pero la claridad del día trajo consigo una nueva perspectiva. Nos miramos en silencio, compartiendo una sonrisa que sabía a complicidad y también a comprensión.

—Bueno… anoche fue… —comenzó él, rascándose la nuca con una mezcla de vergüenza y diversión— increíble, ¿no?

—Sí… fue hermoso —respondí, jugando con una esquina de la sábana—. Pero también fue parte de una noche de música, risas y copas. Nada más, al menos por ahora.

Elías suspiró y asintió, acercándose a mi oreja para susurrar:
—Me gustó estar contigo… y no quiero que esto cambie lo que tenemos en el piso. Somos roomies, amigos, y eso es lo que importa de verdad.

Sonreí, aliviada y agradecida por su honestidad. Le tomé la mano y dijimos al unísono:
—Amigos y roomies. Nada más, nada menos.

Nos reímos un poco, como si acabáramos de firmar un pacto invisible. El resto de la mañana la pasamos entre café, charlas sobre nuestros planes de la semana y risas tontas sobre el concierto. No hubo incomodidad, solo un respeto mutuo y la certeza de que, aunque aquella noche había sido especial, nuestra amistad y la vida compartida en el piso eran lo que realmente importaba.

En el trabajo me habían dado una especie de ascenso pero sin aumento de sueldo; al menos, ya no repartía volantes. Ahora, los días se llenaron de mails, reuniones, playlists, reportes. Pero incluso en medio de las buenas noticias laborales, una vocecita interna insistía en preguntar: ¿esto es lo que de verdad quiero? Soñaba con más, con proyectos propios, con ser yo la que tomara las decisiones. Sin embargo, con una renta que pagar, sin poder mandar dinero a mi familia en Colombia y una nevera a veces casi vacía, había que conformarse con lo posible.

Regresar caminando a casa se volvió terapia: cuarenta minutos de silencio en los que convivía conmigo misma. A veces me repetía frases motivacionales como mantras; otras, simplemente escuchaba el eco de mis pasos en las calles adoquinadas de Barcelona. Hacía listas mentales de pendientes, de sueños, de ideas de negocios que me harían millonaria algún día. Lo curioso era que, al llegar a la puerta de mi edificio, casi siempre olvidaba lo que había pensado, pero quedaba esa sensación de que dentro de mí había algo enorme, impaciente por despertar.

Empecé a llamar a los números que veía en los carteles de “pisos en renta” pegados en balcones o farolas. La mayoría me parecían imposibles: el precio de era cuatro o cinco veces más de mis ingresos actuales. Necesito conseguir un mejor trabajo lo más pronto posible, me repetía, como si repitiéndolo lo fuera a invocar. En el fondo, no se trataba solo de un lugar: quería demostrarme que podía sostener mi vida sin depender de nadie ni de un destino incierto.

En esas caminatas también aparecía el fantasma de Santiago. No como un recuerdo romántico, sino como una especie de advertencia: no vuelvas a considerar perderte en alguien más. Pero la contradicción era inevitable: aún quería enamorarme, aún soñaba con encontrar a alguien que me mirara como si fuera la única mujer en una ciudad de millones. ¿Acaso eso era pedir demasiado? ¿y si nunca encuentro a alguien que se quede?

Pero la otra voz dentro de mí respondía, desafiante: ¿y si lo encuentro y eso significa perderme a mí?

Las semanas se convirtieron en una rutina de contrastes: mañanas de trabajo, tardes de cafés con compañeros de la agencia, noches en vela escribiendo listas imposibles de sueños por cumplir. Yo lo quería todo: el éxito profesional, el amor grande y arrebatador, la independencia económica, la vida que prometen en las películas. Lo deseaba con una intensidad que me ardía en los huesos.

Barcelona se había convertido en mi escenario. Y yo estaba dispuesta a ser la protagonista, aunque aún no supiera exactamente qué historia estaba escribiendo.

Cada jueves era un respiro, un recordatorio de que no estaba sola en mis preguntas ni en mis miedos.

Lucía decía que había que ser «egoístas con amor». Marwa luchaba contra la presión cultural y familiar. Sofía estaba cansada de fingir que su trabajo la llenaba. Ainhoa esperaba más de ella misma.

Yo… yo empezaba a preguntarme si perseguir sueños era suficiente para sentirme plena, o si también necesitaba reconciliarme con lo que me dolía: la ausencia de mi padre, las heridas de infancia, la desconfianza hacia los hombres que habían cruzado mis límites cuando yo era demasiado joven para defenderme.

Las noches de bar se repetían de vez en cuando. Nos arreglábamos como si fuéramos a conquistar el mundo, aunque en realidad lo único que buscábamos era sentirnos vivas, sabernos hermosas, gritarle al universo que estábamos aquí, completas. Una mezcla de glitter, labios rojos y conversaciones profundas en baños diminutos que olían a perfume y a secretos.

Y, sin embargo, en medio de la música, las luces y las risas, siempre había un instante en el que me quedaba quieta, observando a todas y pensando: ¿qué pasará con nosotras cuando lleguemos a los treinta? ¿Seguiríamos bailando juntas? ¿O cada una terminaría en un país distinto, en un matrimonio, en un trabajo que nos alejara?

Esa noche regresé sola. El aire frío de Barcelona me mordía la piel. Las risas de mis amigas todavía resonaban en mis oídos. Subí las escaleras con la sensación de que la ciudad me abrazaba y me escupía al mismo tiempo. En mi cuarto, sobre la cama inflable, abrí el cuaderno de los sueños y escribí una línea nueva, en letras torcidas:

No quiero sobrevivir, quiero vivir.

Me quedé mirando esas palabras como si fueran un espejo que no había tenido el valor de sostener hasta ahora. Me preocupaba mis papeles en España, el dinero que necesitaba para mantenerme en el país y a mi familia en Colombia.

El jueves siguiente, en el club de lectura, notaron que estaba más callada de lo normal. Sofía, directa como siempre, me lanzó la pregunta:
—¿Qué pasa, Ada? Tienes cara de que la vida te pesa.

Respiré hondo antes de responder:
—Siento que corro todo el tiempo detrás de mis sueños y… nunca los alcanzo.

Lucía soltó un suspiro y rodó los ojos, mitad ironía, mitad ternura:
—Bienvenida al club de las que queremos TODO al mismo tiempo. Spoiler: nadie sobrevive sin al menos un par de crisis existenciales.

Ainhoa levantó la vista de su libro subrayado:
—No es cuestión de sobrevivir, Ada. Es decidir qué no estás dispuesta a soltar.

Marwa frunció el ceño con su acento suave:
—En mi comunidad, fácilmente una mujer puede ser “problemática” al decir “No”, no quiero casarme, no quiero ser ama de casa, no quiero ser mamá. Pero Austen nos recuerda que uno puede esperar… y amar, sí, pero sin volverse prisionera de las expectativas de otros.

Sofía se inclinó hacia adelante, brazos cruzados:
—Yo digo que la vida es demasiado corta para vivir siguiendo los horarios que nos imponen. El amor, los hijos, el trabajo… nadie nos da manual, así que improvisemos.

Lucía suspiró dramática, como si estuviera recitando un mantra:
—Anne Elliot nos enseña que la segunda oportunidad siempre llega, aunque uno haya estado esperando demasiado tiempo. La edad es solo un número, chicas. Un número que la sociedad nos obliga a mirar como si fuera sentencia.

Ainhoa, sonriendo entre dientes, intervino:
—Exacto. No hay edad “perfecta” para enamorarse, ni para cambiar de trabajo, ni para ser madre. Lo importante es que cada decisión que tomemos sea nuestra, no de otra persona.

Marwa se recostó, jugueteando con la página del libro:
—Y aunque nuestras familias piensen que estamos locas, Austen nos recuerda algo clave: el corazón puede esperar, pero no debemos ignorarlo.

Sofía lanzó una carcajada:
—¡Sí! Y ojo: querer amor y éxito no es pecado, chicas. Solo hay que aceptar que tal vez no llegue todo a la vez… y no pasa nada.

Lucía asintió, con esa mezcla de ironía y complicidad que tiene:
—Soltar un poco del guion que nos dieron de niñas nos hace libres. Equivocarnos, cambiar de opinión, probar de nuevo… todo cuenta.

Yo las miré y me sentí muy orgullosa, ellas sabían lo que era tener ambición, miedo y deseo todo mezclado. Esa noche, Persuasión dejó de ser solo un libro: se convirtió en un espejo donde podía ver mis dudas, mis elecciones y, sobre todo, mi fuerza.

Al salir de la reunión semanal, caminé hasta la playa. El mar estaba oscuro, inmenso, amenazante y a la vez maternal. Me quité los zapatos y metí los pies en el agua helada. Sentí un escalofrío que me recorrió entera. Cerré los ojos y me dije en silencio: tienes derecho a quererlo todo, pero no tienes que tenerlo todo al mismo tiempo.

El viento levantó mi cabello y, por un segundo, me vi en el futuro: no como la chica perdida en una ciudad extraña, sino como la mujer que construía su vida a su manera, con cicatrices, con dudas, con ganas.

Y allí, frente al mar, tuve un presentimiento extraño, como si algo me estuviera esperando en algún rincón de mi futuro.

Me estremecí.

Cerré los ojos con la certeza de que algo estaba a punto de cambiar.

Estoy lista. Pero sé que mañana nada será igual.

Capítulo 2:La ciudad que quema

—Me cansé de vivir en Barcelona, ya no quiero esforzarme por mantener un trabajo que no me llena. ¡Me regreso a Colombia!

Afortunadamente sólo se trató de un sueño, pero uno que me dejó con un nudo en la garganta y las piernas temblando.

Abrí la ventana, respiré hondo y me perdí entre las calles de Barcelona: los músicos que tocaban alrededor del metro, los turistas en bicicleta, los perritos paseando muy felices, los arboles bailando con el viento. Era como si la ciudad me guiñara un ojo.

Hoy era un día importante, Mi jefe, Martín, y yo tenemos una cita con uno de los promotores culturales más importantes de España. Traté de vestirme elegante, peiné mi cabello diferente y le pedí a Chiara un poco de su perfume italiano. ¡Estaba lista para cerrar un gran trato!

A tres cuadras de la oficina, mi celular vibró, era un mensaje de Santiago. Lo abrí con la prisa temblorosa de quien espera y teme al mismo tiempo.
«Ada, ¿podemos hablar? Necesito verte”.

El corazón me dio un salto incómodo. ¿Qué quería ahora? Guardé el teléfono en el bolsillo y caminé las últimas cuadras pensando en sus manos, en su mirada tan intensa, en esas noches en las que fuimos eternos. ¿Qué podía querer de mí ahora? ¿Un cierre? ¿Un regreso? ¿Una disculpa?

—¡Ada! —gritó Martín desde la entrada de la oficina, interrumpiendo mis pensamientos— Vamos tarde, ¿vienes?

Lo miré, traje impecable, sonrisa de manual, esa seguridad que siempre me faltaba.
—Ya voy —respondí, disimulando.

Entramos a una oficina impecable, de gran espacio y muy bien iluminada. Imaginé, por un momento, ser yo la que abría la puerta y recibía a dos personas que venían a proponerme un contrato imperdible.

Martín hablaba con frases ensayadas, yo asentía, anotaba, sonreía. Pero mi mente seguía viajando

Cuando el promotor levantó la ceja esperando mi opinión sobre la propuesta, reaccioné tarde. Tragué saliva, improvisé una respuesta que sonó convincente.

Salí de la reunión con una sensación extraña: habíamos dado un paso importante en la agencia, un posible contrato grande, algo que debería llenarme de entusiasmo. Sin embargo, lo único que quería era abrir ese mensaje una y otra vez, hasta descifrar lo que en realidad escondía.

Me detuve en la esquina, respiré profundo y me dije a mí misma:

—Ada, él te dejó. Tú te querías quedar, él lo sabía y aún así se marchó—me repetía en mi cabeza. Pero mis dedos ya estaban respondiendo:
«Dime cuándo.»

Santiago contestó casi de inmediato, como si estuviera esperando mi respuesta con el teléfono en la mano.
«Esta noche, en el bar donde nos conocimos. A las nueve.»

Me quedé mirando la pantalla, el corazón en la garganta. ¿Esta noche? ¿Está en España? ¿Desde cuándo y por qué no me buscó antes? No me dio espacio para pensar demasiado. Quizás esa era su estrategia: acorralarme en la inmediatez para que el recuerdo de su partida no pesara tanto como la posibilidad de su regreso.

Salí de la oficina temprano, volví al piso, me tumbé en la cama y miré el techo. La tarde se me hizo eterna. Cambié de ropa tres veces: primero un vestido negro, luego jeans y una blusa sencilla, después algo más atrevido. Ninguna prenda parecía la adecuada para alguien que me había dejado y que ahora regresaba como si nada.

Chiara, al verme tan inquieta, dejó de pintarse las uñas y me observó con esa calma italiana que nunca se le escapa.
—¿Qué pasa, Ada? —preguntó.
—Voy a ver a Santiago esta noche.
Ella levantó una ceja, como si ya lo supiera.
—¿Y qué quieres tú? ¿Que vuelva para luego dejarte, otra vez, o que se vaya para siempre y tú puedas vivir tranquila?
Me quedé en silencio. Esa era la pregunta que no había tenido el valor de hacerme. La respuesta, podría parecer obvia pero al mismo tiempo, muy difícil.

A las ocho y media estaba en camino. Cada paso me acercaba más a la respuesta que no sabía si estaba lista para escuchar.

El bar olía a madera y a ginebra, el mismo donde todo había comenzado. Santiago estaba en una mesa al fondo, de espaldas a la ventana. Al verme, se levantó. Esa sonrisa suya, tan peligrosa como familiar, me desarmó un poco más de lo que quería admitir.

—Ada… —dijo, y fue como si mi nombre tuviera otro significado en su boca.

Nos sentamos. Entre nosotros había una copa de vino, pero también había meses de silencio, de preguntas sin respuestas.

—Tenía ganas de verte —dijo él, sin rodeos—. ¡Qué bonita estás!

Parte de mí quería abrazarlo, la otra parte quería gritarle.
—No es justo, Santiago —respondí, con la voz firme—. Yo me quedé sola recogiendo los pedazos que tú rompiste.

Él bajó la mirada. Su mano buscó la mía en la mesa, pero la retiré. Había amor, claro que sí, pero también había cicatrices que todavía no sabía si quería reabrir.

El silencio que siguió fue espeso, lleno de todo lo que ninguno se atrevía a decir. Para decir verdad, no me sentía cómoda.

—¿Para qué me escribiste?—le pregunté sin titubear. No vi en él una pizca de claridad. Sentí que no tenía la respuesta.

—Santiago, lo nuestro fue hermoso, pero también fue doloroso. Te fuiste sin siquiera mirar atrás. Eso no lo hace alguien que, supuestamente, te quiere tanto.

Él tragó saliva, como si quisiera interrumpirme, pero levanté la mano para que me escuchara.
—Yo también pensé en ti, en lo que pudo haber sido. Claro que me dolió. Pero descubrí que el mundo no se detuvo contigo.

Su sonrisa se desdibujó, la copa quedó intacta entre sus dedos.
—¿Y entonces qué quieres que haga? —preguntó, casi en un susurro.

Respiré profundo. El corazón me latía fuerte, pero no era miedo, era determinación.
—Lo que siempre haces: nada. En realidad, lo único que puedes hacer es respetar mi decisión. Gracias por escribirme, pero no voy a retroceder. Ya no estoy esperando a que vuelvas, Santiago. No más.

Me levanté, tomé mi bolso y lo dejé ahí, sentado, con todas sus promesas tarde, mal y nunca. Afuera, sentí una paz extraña. No era felicidad todavía, pero sí un alivio: me había elegido a mí por encima de la nostalgia.

Mientras caminaba hacia la casa, recordé las palabras de Ainhoa: “Se trata de decidir qué no estás dispuesta a soltar.” Y lo entendí: no estaba dispuesta a elegirlo a él antes que a mí. Seguramente él no tuvo noches de insonmio o se quedó dormido mientras lloraba.

La vida sigue—me dije para darme ánimo.

Al llegar al edificio, me encontré con Elías. Llevaba una bolsa con dos botellas de vino, quesos y pan recién horneado. Me sonrió con esa naturalidad suya que siempre me alegraba.
—Justo a tiempo, Ada —dijo, levantando la bolsa como si fuera un tesoro—. ¿Subimos juntos?

Acepté y entramos al ascensor. El silencio estaba lleno de complicidad. Cuando llegamos al piso, Elías abrió la puerta y, sin pensarlo, me dijo:
—Tengo un vino que no te imaginas. Vamos, solo un par de copas para cerrar el día —insistió, ya buscando las copas en la alacena.

La música empezó a sonar desde su bocina, un ritmo suave, envolvente. Me senté en el sofá, observándolo moverse con esa ligereza de bailarín que nunca lo abandonaba.

De pronto, con una franqueza desarmante, me miró a los ojos y preguntó:
—Ada… ¿no extrañas esa noche?

El aire se volvió denso, cargado de memorias que mi cuerpo parecía recordar mejor que mi mente. Su mirada me retenía, como si quisiera que dijera que sí, que me moría por volver a sentirlo adentro de mí.
—Elías, no hagas esto. Ya lo habíamos hablado.
—No estoy haciendo nada —dijo mientras sonreía.

Me quedé en silencio, girando la copa de vino entre mis dedos. La pregunta flotaba en el aire, peligrosa y tentadora al mismo tiempo.
—¿Extrañarlo? —repetí, casi en un susurro. Lo miré a los ojos y vi en ellos esa chispa traviesa que siempre había tenido, pero también algo más profundo, algo que me hizo estremecer.

Él dejó su copa sobre la mesa y se acercó lentamente. Sentí su mano rozar mi rodilla, apenas un contacto, como una prueba de que todavía existía ese lenguaje secreto entre nosotros. El corazón me latía desbocado, como si se negara a escuchar a la razón.

—Te voy a contar algo que me pasó hace unos años. Cuando aún vivía en México tuve una novia, la relación más tóxica de mi vida. Ella no me quería: quería que yo la eligiera por encima de todo. Me hacía sentir responsable de nuestras peleas, de sus reacciones violentas; incluso llegó a culparme de su infidelidad. Yo era un zombi a su lado. Ya no sentía, ya no reclamaba, ya no pedía nada. La quise por mucho tiempo, pero con los años aquello se convirtió en una montaña rusa donde yo siempre terminaba de cabeza. Me alejé de mi familia, de mis amigos, me olvidé de cuidarme. Me fui del país para escapar de esa triste versión de mí.

Lo que más me gusta de ti es tu intensidad. No lo sabes, pero verte vivir me motiva. Me haces ver el mundo como un lugar lleno de posibilidades. Te veo tan alegre, tan trabajadora, tan sentimental… que siento ganas de abrirme, de probar cosas nuevas. Admiro la pasión con la que vives y sueñas.

—Ada… —susurró inclinándose hacia mí, con la voz cargada de deseo—. No sabes cuánto he pensado en ti desde esa noche. No creo que puedas imaginar cuánto te deseo.

No respondí con palabras. Fue mi cuerpo el que habló por mí. Lo besé con una urgencia que me sorprendió, y de pronto la sala entera se volvió un cómplice. La música, el vino, las luces tenues… todo desapareció excepto él y yo.

Elías me tomó en brazos con la misma pasión con la que bailaba, como si cada movimiento estuviera coreografiado para perderse en mí. Sus besos eran corrientes eléctricas paseándose campantes por todo mi cuerpo. Terminamos en su cama, entre jadeos y caricias que parecían no tener fin. Esa noche el deseo ganó la batalla y yo no puse resistencia.

No voy a negar que tenemos química sexual.

El amanecer me encontró mirando el techo de la habitación de Elías. Él dormía a mi lado, tranquilo, con la respiración acompasada. Por un instante me permití observarlo, memorizar el arco de sus pestañas, la suavidad de su cabello desordenado. Había en él una calidez inmediata, una energía ligera que hacía que todo pareciera más fácil. Con Elías, la vida era como una canción que se baila sin miedo al ridículo.

Pero apenas cerré los ojos, la silueta de Santiago apareció en mi mente. Santiago era otra cosa: intensidad, fuego, vértigo. Con él todo tenía un peso, un significado. Era como si cada palabra, cada caricia llevara consigo la promesa de algo más grande, más profundo. Con Elías había risas y espontaneidad; con Santiago, un silencio cargado de electricidad, de esas miradas que te dejan temblando incluso horas después.

Me pregunté qué buscaba realmente. ¿Quería la ligereza de Elías, ese refugio que me recordaba que el mundo podía ser amable? ¿O ansiaba el abismo de Santiago, ese amor que parecía capaz de quemar todo lo que tocara? Tal vez ninguna de las dos respuestas era suficiente.

Suspiré. La piel aún me ardía por la intensidad de la noche anterior.

Cuando vi el reloj, supe que iba dos horas tarde al trabajo.

Llegué corriendo a la agencia, con el cabello aún húmedo por la ducha apresurada y el corazón latiendo como si quisiera delatar mi trasnocho. Apenas crucé la puerta, Martín me miró desde su escritorio con una ceja arqueada, el café en la mano y ese aire de jefe implacable que tanto me incomodaba.

—¿Tres horas tarde, Ada? —soltó con una frialdad que me atravesó.
—Lo siento, tuve un contratiempo —contesté, evitando mirarlo directo a los ojos mientras me sentaba frente a la computadora.
—¿Un contratiempo? —repitió, levantándose de golpe—. Aquí nadie te espera, Ada. El mundo de la música no espera a nadie. Si quieres un lugar en esta industria, tendrás que demostrar que puedes con la presión. ¡No llegué hasta aquí para cubrirle la espalda a una niña que no se toma en serio su trabajo!

Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Apreté los labios, tratando de no llorar ni de responder con rabia. Sentí un nudo en la garganta.

El silencio se hizo pesado. Martín suspiró, se pasó la mano por el cabello y se dejó caer de nuevo en su silla. Por primera vez, lo vi distinto: más cansado que molesto. Su voz bajó, como si hubiera recordado que él también había sido joven y vulnerable alguna vez.

—Ada… —dijo en un tono mucho más suave—. Perdóname, no quiero que me veas solo como un jefe gruñón. Lo que pasa es que me recuerdas demasiado a mí cuando yo tenía tu edad.

Levanté la vista, sorprendida.

—Yo también crecí con lo justo. Conocí la pobreza, la inseguridad, el miedo de salir de casa muy chico. También me tocó dejar a mi familia atrás para venir a buscar un futuro aquí, sin nada más que mis ganas. Me aferré a la música porque era lo único que me daba sentido.

Martín se acomodó en la silla y tomó un sorbo de café. Su mirada ya no era de superioridad, sino de complicidad.

—Por eso quiero que sepas que no estoy en tu contra. Todo lo contrario. Quiero ser tu mentor, Ada. Te he tomado cariño, y no lo digo a la ligera. Veo en ti una fuerza que yo también tuve y que me salvó de rendirme. No quiero que tropieces con las mismas piedras que yo. Quiero que aprendas, que crezcas y que algún día no necesites a nadie que te diga cómo hacerlo, porque habrás construido tu propio camino. Te quiero ayudar y cuidar.

Me quedé sin palabras. Era extraño, casi irónico, sentir que en medio de la pelea había nacido un puente invisible entre nosotros.

En ese instante, entendí que la vida nos había golpeado en rincones distintos, pero con la misma dureza. Y quizás, después de todo, Martín no era solo mi jefe: podía convertirse en un aliado.

Me fui a mi escritorio, rebobinando cada frase de Martín en mi cabeza: ¿A qué se refería con ayudarme y cuidarme? ¿Me veía como un perrito mojado, pequeño y vulnerable, frente a un mercado? No podía negar que esa conversación me había dejado una sensación extraña.

El día se hizo eterno; la ansiedad y mis propias preguntas retumbaban como un eco: ¿De verdad veía algo bueno en mí o, en el fondo, me estaba señalando un defecto? ¿Estaba insinuando que yo no tenía la madurez suficiente, que me interesaban más los romances fugaces, las fiestas, que en mi futuro? ¡Dudé de mí misma con tanta fuerza que me asusté!

No quería sentirme culpable por salir de fiesta, por conocer chicos y por hacer amigas nuevas. Había creído que era natural disfrutar de mi juventud mientras buscaba estabilidad laboral y financiera. ¡Yo lo quería todo, y me negaba a pedir perdón por ello!

Como si ese día la suerte estuviera peleada conmigo, Martín llegó de sorpresa al cumpleaños de Julia, su asistente y, últimamente, una buena amiga. Cuando lo vi entrar, con esa mezcla de seguridad y calma que lo envolvía siempre, sentí cómo mi copa pesaba el doble en la mano.

Sentí sus ojos clavados en mí. Me ardían las mejillas, como si me estuviera examinando en silencio, juzgando cada gesto, cada palabra, cada paso. Su cercanía era un halago y una condena al mismo tiempo.

Su confianza y su cariño por mí, en realidad, me hacían sentir comprometida; una mezcla de gratitud y presión. Por dentro, agradecía sus consejos, la manera en que validaba mi talento, su oferta de guiarme. Pero junto a esa gratitud latía una presión insoportable: la de no decepcionarlo nunca, la de tener que ser perfecta a sus ojos.

Quizás mi nerviosismo fue demasiado evidente, o tal vez él tenía ese don inquietante de leer más allá de las palabras. Bastó una sola frase suya para desarmarme:

—No te hace falta nada, Ada. Lo tienes todo.

Sus palabras me atravesaron como un dardo, y no supe si sentir alivio o miedo. Había en su voz algo casi paternal… pero también un matiz que no supe descifrar.

Parecía un experto en apagar incendios. Me ofreció una copa, me animó a que dejara el trabajo de lado por unas horas, soltó un chiste que me hizo reír, y en cuestión de minutos el ambiente se relajó.

Si no fuera porque me llevaba veinte años, juraría que éramos amigos de toda la vida: tan cercano, tan natural, tan amable. Y sin embargo, esa cercanía me incomodaba, porque tenía la inquietante sensación de que Martín siempre iba un paso adelante, moviendo las piezas de un tablero que yo aún no lograba comprender.

El resto de la fiesta pasó en una especie de niebla para mí. A ratos, sentía que Martín estaba sinceramente interesado en mi bienestar, como un hermano mayor, un padre o un maestro que había llegado en el momento justo para abrirme puertas. Cuando hablaba de su infancia, de la calle, de su esfuerzo por sobresalir y de la necesidad de no repetir la historia de sus padres, sus palabras tenían un peso real, humano. Lograba conectar con mi historia. Sentía que me entendía.

—Yo no quiero que tropieces donde yo me caí —me dijo en un momento en que nos encontramos solos, cerca de la barra—. Tú tienes un brillo, Ada, y el brillo hay que cuidarlo.

Su mirada se volvía más intensa, demasiado fija, como si quisiera apropiarse de mí con los ojos. Su tono de voz, por momentos cálido, adquiría de pronto un matiz seco, autoritario, como si estuviera acostumbrado a que lo obedecieran.

—Pero también tienes que aprender disciplina —añadió sin previo aviso—. La pasión sin orden es un desperdicio. Y créeme, yo no pienso dejar que tú desperdicies nada.

Ese “no pienso dejar” me heló. ¿Quién era él para decidir lo que yo debía o no hacer? Quise contestarle, poner un límite, pero su mano rozó mi hombro con una familiaridad que me confundió: cercana, protectora… y al mismo tiempo invasiva.

Lo miré, buscando respuestas. Él sonrió de nuevo, como si nada hubiera pasado, y se inclinó para pedirme que lo acompañara a brindar por Julia. Frente a todos, era el hombre encantador, carismático, el líder que iluminaba cualquier sala con su presencia.

Mientras reíamos con el grupo, lo vi rodeado de admiración, como si cada palabra suya fuera una lección de vida. Y me descubrí preguntándome: ¿estaba yo exagerando? ¿O era que Martín sabía manejar las luces y las sombras a su antojo, mostrando solo lo que le convenía en cada momento?

Había una alerta silenciosa, una voz en mi interior que no podía acallar: “Ten cuidado, Ada. No lo pongas todo en sus manos.”

Hasta ese momento, lo único real era que él había confiado en mi trabajo al involucrarme en proyectos más grandes e importantes, donde podía aprender, opinar y recibir felicitaciones por mi desempeño.

Martín parecía estar en todas partes: revisando mis presentaciones, corrigiendo mis propuestas, aconsejándome, celebrando mis ideas. Era como si me hubiera tomado bajo su ala sin pedírselo, pero de algún modo yo lo necesitaba.

Había momentos en los que lo agradecía de corazón. Cuando me decía: “Tú y yo venimos de la misma escuela: la del hambre, la del miedo a no encajar”, sentía que hablábamos en un código secreto que nadie más comprendía.

Pero no me gustaba cuando me hablaba como si le perteneciera, como si mi tiempo y mis decisiones fueran también parte de su jurisdicción.

—No me gusta cuando faltas a las reuniones sociales del equipo —me dijo un jueves por la tarde, después de que me excusara para no ir a una cena.
—Martín, también necesito mis espacios —respondí, intentando sonar firme.
Él sonrió, pero su sonrisa no alcanzó a los ojos.
—Claro, Ada, claro… pero recuerda que las oportunidades no esperan. La gente que no está… se queda fuera.

Enseguida me regaló un gesto que interpreté como paternal: me acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y añadió, con dulzura:
—Y no quiero que nada te deje fuera. Tú mereces estar arriba. Yo te puedo ayudar.

Había algo magnético en él, algo que me hacía dudar de mis propios límites. Ese vaivén era agotador. Un momento me sentía su aprendiz favorita, privilegiada por su atención, y al siguiente una marioneta movida por hilos invisibles.

Últimamente, las noches de trabajo se repetían, siempre con café y largas conversaciones donde compartíamos nuestras historias. Y ahí estaba yo, atrapada en la contradicción: agradecida por su guía, confundida por su intensidad.

Todo con Martín se volvió un terreno movedizo. Había días en los que me hacía sentir que mi talento brillaba gracias a sus palabras. “Lo tuyo no es suerte, Ada, es instinto”, me dijo una noche en la oficina, mientras revisábamos una campaña. Su mirada entonces era cálida, casi tierna, como la de alguien que realmente cree en ti.

Pero un comentario sutil sobre mi ropa lo podía cambiar todo —“ese vestido te da un aire demasiado juvenil para reuniones serias”—, una observación velada sobre con quién pasaba mi tiempo libre, o una pregunta demasiado personal en medio de un café. No era lo que decía, sino cómo lo decía: como si tuviera derecho a opinar sobre cada rincón de mi vida y no quería permitirle eso. No se trataba de un favor, yo, de verdad, me estaba esforzando en mi trabajo.

Martín me estaba acaparando. Apenas podía ver a Elías para cenar o platicar, llevaba cinco jueves que no iba al club de lectura. Pero también estaba despegando en la agencia, y eso me llenaba de entusiasmo: esos pasos me acercaban a mis sueños.

La invitación llegó como quien extiende una orden disfrazada de cortesía.
—Ada, te paso a recoger a las nueve —dijo Martín desde el marco de la puerta de su oficina—. Cenamos y hablamos de lo que sigue. Tengo planes grandes para ti.

Lo dijo con esa sonrisa de seguridad absoluta que no dejaba espacio para un “no”. Pero yo no estaba dispuesta. Había tenido días enteros de desvelos, campañas que me habían drenado, y lo único que quería era volver a casa, preparar un té y leer un poco antes de dormir.

—Martín… gracias, de verdad. Pero hoy no puedo. Estoy muy cansada y mañana quiero llegar temprano para terminar la presentación —contesté, intentando sonar firme pero amable.

Un silencio incómodo se extendió entre nosotros. Su expresión cambió de golpe, como si hubiera destapado una caja que él no quería abrir. La sonrisa se borró y sus ojos adquirieron un brillo duro, metálico.

—¿Sabes qué pasa, Ada? —dijo en voz baja, pero con un filo que me atravesó—. No todo el mundo tiene las oportunidades que yo te estoy dando. Y no todo el mundo se esfuerza en corresponderlas.

Sentí que me estaba regañando, como a una niña caprichosa.

—No es que no me esfuerce —respondí, la voz apenas un susurro—. Solo necesito un respiro.

Él se inclinó hacia mí, con esa mezcla de cercanía y amenaza que me confundía tanto.
—Yo pensaba proponerte un ascenso. Has hecho un trabajo impecable estos meses. Pero si no estás dispuesta a poner de tu parte, Ada… —hizo una pausa calculada, dejando que sus palabras se clavaran— tal vez tenga que reconsiderarlo.

Me quedé helada. El aire en la oficina parecía haberse espesado. ¿Era una amenaza? ¿un consejo paternal? No supe cómo interpretarlo.

—¿Me estás diciendo que mi futuro aquí depende de salir a cenar contigo a las nueve de la noche? —logré preguntar, con un hilo de valentía que me sorprendió a mí misma.

Martín ladeó la cabeza, como si mi pregunta le divirtiera, pero sus ojos seguían siendo fríos.
—Lo que digo es que tu futuro aquí depende de mostrar compromiso. No solo en horario de oficina, Ada. Esta industria no tiene horarios. Si quieres estar arriba, tienes que estar disponible. Siempre.

Ese “siempre” me perforó. En cuestión de segundos, sentí que mi estabilidad laboral, todo lo que había logrado en la agencia, pendía de un hilo invisible que Martín sostenía entre sus dedos.

Me mordí el labio, intentando no mostrar miedo. Por dentro, la rabia y la inseguridad se mezclaban como un veneno. Quise gritarle que no me manipulara, que mi talento no tenía nada que ver con aceptar o no una cena. Pero también estaba el otro lado: el pánico a perder lo que había construido, el ascenso que parecía tan cercano, el brillo de sus promesas.

Martín me dio una última mirada, seca, y añadió:
—Piénsalo bien, Ada. La gente que no está… se queda fuera.

Y sin esperar respuesta, se marchó, dejándome clavada en mi silla, con la garganta cerrada y la certeza de que el juego se había vuelto más peligroso de lo que imaginaba.

A las nueve en punto estaba lista, no quería decepcionarlo y que pensara que no estaba lista para crecer en la industria.

En la entrada del edificio me encontré con Elías. Quedé paralizada y como pude le conté que saldría a cenar con mi jefe.

—Ada, eso no es normal —dijo al fin, con un tono más grave de lo usual—. Que un jefe te haga sentir que tu estabilidad depende de salir con él a cenar a las nueve de la noche… ¿no lo ves? Es manipulación.

No quería que sonara tan simple, tan obvio.
—No es así, Elías. Martín confía en mí. Me está dando proyectos grandes, me abre puertas que ni imaginaba. Sí, a veces es intenso… pero también me apoya, me aconseja.

Él soltó una risa amarga, incrédula.
—¿Apoyo? ¿Consejos? ¿O control? Porque desde aquí suena a que ese tipo está jugando con tu mente.

—¡No es un juego! —lo interrumpí, más fuerte de lo que quería—. Martín ha pasado por cosas parecidas a mí, entiende de dónde vengo. Me ve, Elías. No todos lo hacen.

Sus ojos se endurecieron.
—¿Y yo qué? ¿Yo no te veo?

Tragué saliva. Había algo de verdad punzante en su reclamo, pero no quería lastimarlo.
—Claro que sí… pero es distinto. Tú y yo… somos otra cosa. Con Martín es… es profesional, es un mentor.

Elías me sostuvo la mirada, como si quisiera leerme hasta lo más hondo.
—Mentor —repitió, con un dejo de ironía—. Perdóname, Ada, pero a mí no me suena a mentor. Me suena a alguien que quiere controlarte, en lo laboral y en lo personal. Y me preocupa que no lo veas.

Yo bajé la vista, sintiéndome leal a Martín de un modo que no sabía explicar.
—Elías, yo sé lo que hago. Si quiero crecer, tengo que aprender de gente como él. Tal vez no te guste, pero no voy a darle la espalda a alguien que me está apostando todo.

Elías se quedó en silencio unos segundos. Cuando habló, su voz estaba más suave, pero cargada de tristeza.
—Solo espero que esa apuesta no te cueste más de lo que imaginas.

Sus palabras me siguieron resonando mucho después de que nos despedimos. Me dolía verlo celoso, casi herido. Pero también me dolía pensar que tal vez tenía razón. Y aún así, en el fondo, no podía dejar de sentirme atada a Martín, a su mirada que me empujaba a más, incluso si también me asfixiaba.

Extrañaba a las chicas del club, anhelaba salir de fiesta con ellas, tener un fin de semana cocinando con Elías mientras escuchábamos música y tomábamos vino. Claro que estaba agradecida con Martín, este trabajo era lo que yo quería pero no quería dejar de lado mi vida personal. Barcelona me estaba quemando.

Al principio de la cena hablamos de proyectos: clientes potenciales, ideas para la próxima campaña, la posibilidad de que yo pudiera liderar un área nueva. Me sentí emocionada, casi privilegiada. Martín me escuchaba con atención, asentía con esa sonrisa que hacía parecer que cada palabra mía valía oro.

Pero en algún punto, la conversación cambió de dirección.
—Ada, ¿alguna vez piensas en lo mucho que te queda por vivir? —me preguntó, mientras pedía otra botella de vino—. Estás en una etapa en la que todo el mundo quiere tener tu energía cerca. Yo lo sé, yo lo siento.

Me incomodó la forma en que lo dijo. No sonaba a un jefe motivando a su colaboradora, sino a alguien midiendo mis silencios, mis gestos, incluso mi respiración.

Él soltó una carcajada breve, casi indulgente.
—Estamos hablando de trabajo, Ada. El trabajo no es solo campañas y presupuestos, es entender cómo brillas, cómo te mueves en el mundo. Eso también se entrena.

Me quedé en silencio, jugueteando con la copa, sin saber si sentirme halagada o preocupada. Cada frase suya era como una cuerda que me apretaba un poco más: a veces suave, casi protectora; a veces dura, como una advertencia.

Cuando terminó la cena, regresé a casa con una sensación confusa. ¿Había sido una oportunidad o una prueba? ¿Había salido fortalecida o usada? No podía nombrarlo, pero me quedaba claro que Martín no separaba lo laboral de lo personal.

Días después, busqué refugio en el club de lectura. Ahí, con Sofía, Lucía, Ainhoa y Marwa, me sentí en un espacio distinto, libre de esas presiones invisibles. La novela que discutíamos hablaba de una protagonista atrapada entre lo que los demás esperaban de ella y lo que realmente quería para sí misma. No pude evitar que las palabras me atravesaran.

—Es que no sé si lo que me está pasando es normal —confesé, interrumpiendo el debate—. Mi jefe me da oportunidades, me impulsa… pero a veces siento que me exige demasiado, que quiere estar en todo lo que hago.

Las cuatro me miraron con atención. Fue Lucía la primera en hablar:
—Ada, cuidado. Hay jefes que confunden guiar con poseer.

Ainhoa levantó la mano, como si estuviera en clase.
—No olvides algo: puedes admirar a alguien sin entregarle el control de tu vida. Si no, esa admiración se convierte en deuda.

Marwa fue más directa:
—Si en una cena de trabajo terminas preguntándote si fue personal, eso ya lo dice todo.

Me quedé callada, mordiendo el borde de la taza de café. En ese pequeño círculo de amigas sentí un respiro, pero también un espejo incómodo. Ellas veían lo que yo todavía no me atrevía a aceptar del todo.

Después del club de lectura, ninguna quería irse directo a casa. Ainhoa propuso un bar pequeño donde había música en vivo y las copas nunca parecían vaciarse. Me dejé arrastrar sin pensarlo, como si mi cuerpo supiera que necesitaba soltar, sacudirme las tensiones acumuladas.

El bar estaba lleno, pero no abarrotado. La banda tocaba versiones de canciones conocidas, todas con un ritmo para adueñarse de la pista. Pedimos una ronda de gin tonics y en cuestión de minutos estábamos riendo a carcajadas, cantando estribillos desafinados y bailando entre nosotras. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no debía explicarle nada a nadie. Fui libre y feliz con mis chicas al lado. Es muy conmovedor la sensación de extrañar a alguien con todo tu ser, ahora imagínate extrañar a cuatro.

Fue entonces cuando lo vi. Pablo. Un desconocido que se acercó con la excusa más simple:
—¿Bailamos?

Me reí, con ese gesto incrédulo de quien no espera nada, y acepté. Tenía el pelo oscuro, rizado, una sonrisa franca y un ritmo natural que me contagió desde el primer paso. Bailar con él no era una conquista ni una obligación, era un juego. Y yo lo disfrutaba.

Entre canción y canción, las copas siguieron llegando. Nos movíamos como si nos conociéramos desde hacía años, pero también con esa chispa de lo nuevo, de lo que no exige promesas. Pablo no me preguntó a qué me dedicaba ni qué quería en la vida. Solo me preguntó qué canción quería escuchar después y si prefería tequila o ron.

Hubo un momento, en medio de una canción lenta, en el que nuestros rostros quedaron demasiado cerca. El beso llegó sin planes, sin advertencias: breve, intenso, chispeante como una bengala. Sentí que el tiempo se suspendía y que mi cuerpo respondía a su manera, sin cálculo, sin miedo.

Nos reímos después, como dos adolescentes sorprendidos por lo evidente. Seguimos bailando, seguimos cantando, seguimos dejándonos llevar hasta que el bar apagó las luces. Afuera, en la madrugada húmeda de la ciudad, nos despedimos con un beso más largo, con la certeza compartida de que sería el último.

No hubo intercambios de teléfonos ni promesas de volver a vernos. Fue un romance fugaz, ligero, pero en mi pecho dejó algo que había olvidado: la sensación de libertad absoluta.

Llegué a mi cuarto todavía con la adrenalina en la piel. Me quité los zapatos de un golpe y me dejé caer en la cama, riendo sola, con la cabeza llena de música y los labios aún tibios.

Sentí un impulso urgente, casi animal: escribir. Hacía semanas que no me acercaba a mi cuaderno, como si las palabras hubieran estado bloqueadas por la rutina, por el peso de los días, por mis propias dudas. Pero esa noche, después de tanto bailar, necesitaba escribir como quien respira.

Encendí la lámpara, busqué el cuaderno en el cajón y lo abrí. El bolígrafo corrió sobre la página en blanco sin pensarlo dos veces y escribí un poema, como quien tiene la necesidad de respirar:

Arder no es peligro,
es promesa.

Es el pulso en la garganta
cuando la vida se empeña en recordarte
que estás aquí,
que eres cuerpo y temblor,
danza y vértigo.

Quiero vivir sin medidas,
besar sin reloj,
reír sin permiso.

Si amar me rompe,
que sea con la violencia de un relámpago,
con la ternura de la lluvia después.

Porque más vale un corazón abierto,
herido,
que uno intacto y dormido.

Me quedé un buen rato mirando el techo, con el cuaderno todavía tibio entre mis manos. Y entonces lo pensé: ¿por qué había de sentirme culpable por lo que acababa de vivir?

Estoy en un gran momento, en un país que no es el mío, construyendo una vida que aún no tiene un mapa fijo. ¿No es lógico querer probar, experimentar, sentir, vivir? ¿No es también parte de mi aprendizaje el dejarme ser sin ataduras?

La libertad sexual no debería ser un pecado ni un secreto vergonzoso. Quiero que sea tan normal como elegir qué vestido ponerme o qué libro leer. Quiero que mi cuerpo me pertenezca en todas sus dimensiones, que mis deseos no tengan que justificarse.

Quizás mañana me vuelva a cruzar con Pablo, con Santiago o con Elías o quizás no, da igual. Lo importante no es que dure, sino que me recordó que puedo elegir con quién bailar, con quién beber, con quién desnudarme. Que mi juventud también es para eso: para explorar, para atreverme, para sentirme viva.

Respiré hondo. El juicio de Martín, las dudas de Elías, incluso la intensidad de Santiago… nada de eso podía marcar el compás de mis pasos. El ritmo era mío.

El teléfono sonó. Vi el nombre de Martín en la pantalla y sentí un escalofrío. Dudé en contestar, pero la insistencia de las llamadas consecutivas me obligó a deslizar el dedo.

—Ada —su voz sonaba seca, contenida, como si llevara horas rumiando algo—. Me llegaron comentarios… muy poco favorables sobre ti.

—¿Comentarios? ¿De qué hablas? —pregunté, con la garganta seca.

—No es tan difícil de entender. Te vieron en un bar, con tus amigas… y con un hombre. ¿Eso es lo que haces mientras yo me parto consiguiendo proyectos y campañas para ti? —hubo un silencio breve, casi teatral, antes de rematar—. Me parece una falta de compromiso y de lealtad.

Me quedé helada. ¿De dónde salía todo eso? ¿Qué derecho tenía a juzgar mi vida personal?

—Martín, yo tengo derecho a salir, a divertirme, a… —empecé a decir.

—¿Divertirte? —me interrumpió con un tono que oscilaba entre la decepción y la amenaza—. Ada, no quiero que tires por la borda lo que tanto esfuerzo nos ha costado construir. ¿Sabes cuántos darían lo que fuera por estar en tu lugar? No es casualidad que piense en ti para un ascenso, que te esté abriendo puertas que nadie más podría abrirte. Pero necesito a alguien cien por ciento entregado.

—¿A ti, Martín? —alcancé a decir, con la voz temblorosa. Él no respondió.

Tragué saliva, sintiendo cómo cada palabra me apretaba el pecho como una soga invisible.

—Yo sí estoy comprometida con mi trabajo, Martín. Mis campañas son exitosas, has estado ahí mientras me felicitan por mis resultados.

—Puedes dar más —contestó, más bajo, pero con una dureza que me perforó los oídos—. Porque los sueños no se cumplen con hombres en tu cama, copas y amigas en bares. Se cumplen con disciplina, con entrega, con lealtad. Y quiero creer que tú no vas a defraudarme, porque la única persona que cree y confía en ti soy yo.

La llamada terminó ahí, sin despedida. Me quedé mirando la pantalla apagada, con el corazón latiendo como un tambor. Sentí rabia, miedo y, en el fondo, una vergüenza que no me correspondía.

Me pregunté si de verdad mi estabilidad laboral estaba en sus manos o si era solo un truco sucio para mantenerme bajo su control.

Al otro día llegué a la oficina con el estómago revuelto. Me repetía que todo estaba en mi cabeza, que quizás Martín había exagerado en la llamada, que yo debía concentrarme en mi trabajo. Pero apenas crucé la puerta, lo sentí: un vacío helado me envolvió.

Él estaba allí, en su escritorio, hablando con Julia y otros compañeros, como si yo no existiera. Ni un saludo, ni un gesto, ni el mínimo reconocimiento de que había llegado. Era como si me hubieran borrado de su radar.

Abrí mi correo: nada. Ni una sola copia de las cadenas que normalmente incluían mis tareas. Revisé la agenda compartida: reuniones donde mi nombre había desaparecido, presentaciones en las que yo había trabajado y en las que ahora figuraba otro responsable.

Me ardieron los ojos, pero no iba a darle el gusto de verme débil. Me senté en mi lugar, forcé una sonrisa con mis compañeros y me puse a revisar pendientes que, en realidad, ya estaban resueltos. Era absurdo: todo mi trabajo de las últimas semanas se había evaporado de un plumazo, como si Martín pudiera decidir de un día para otro que yo no existía.

A media mañana, me crucé con él en la máquina de café. Nuestros ojos se encontraron apenas un segundo. Su mirada era fría, calculadora, como si quisiera recordarme lo frágil que era mi lugar allí. Ni un “buenos días”, ni un reproche directo. Solo la nada.

Ese silencio pesaba más que cualquier grito. Era la ley del hielo. Y yo sabía perfectamente lo que buscaba: que me quebrara, que me acercara arrepentida, que le rogara por volver a incluirme.

Pero no lo hice. Me quedé quieta, respirando hondo, recordando las palabras de Ainhoa en el club de lectura: “Se trata de decidir qué no estás dispuesta a soltar.” Yo no estaba dispuesta a soltarme a mí misma.

Por supuesto, me parecía injusto su trato. Cuando yo accedía a sus presiones, mi trabajo se sentía seguro. Pero si me atrevía a poner límites, él me trataba con dureza, me excluía del equipo y me hacía sentir que me lo merecía. Eso dolía y no era justo.

¿En qué me estaba equivocando? No me sentía culpable, me sentía confundida y asombrada.

Decidida a que ese mal día no me definiera, me encontré con Nuria para ir a una nueva exposición de arte renacentista en el centro. Caminamos juntas por las calles iluminadas con la luz dorada del atardecer. Sentí que mi respiración se calmaba y encontraba un ritmo propio.

La sala estaba casi vacía. Los cuadros, imponentes y solemnes, parecían mirarnos desde siglos atrás, con esa fuerza que solo tienen las obras capaces de sobrevivir al tiempo y al olvido. Me detuve frente a una Virgen con Niño: la ternura de la escena era atravesada por una sombra oscura en el rostro del niño, como si el pintor hubiera querido recordarnos que hasta en lo sagrado se cuela la fragilidad humana.

—Míralos —me dijo Nuria en voz baja—. Parece que nos preguntan quiénes somos de verdad.

Asentí sin poder apartar la vista. Yo también sentía esa pregunta como un eco interno, punzante: ¿quién soy cuando me dejo moldear por Martín? ¿quién soy cuando me atrevo a hacer lo que se me da la gana?

El contraste me desgarraba.

Mientras avanzábamos por las salas, Nuria me tomó del brazo.
—No dejes que él te robe lo que estás construyendo. Ni tu trabajo ni tu vida. Tú eres más grande que cualquier sombra.

Sus palabras me llegaron como un bálsamo. Y, al mismo tiempo, como un reto. Porque en el fondo sabía que esa batalla apenas empezaba, y que Martín había sembrado una semilla peligrosa: la duda sobre mi lugar en el mundo, sobre mi propia voz.

Pero esa noche, entre figuras de mármol y lienzos eternos, me prometí a mí misma seguir dando lo mejor de mí, aunque no cumpliera las expectativas de algunas personas.

Llegamos a la casa con café, pan, flores y la confianza de que todo podría mejorar con los días. El aroma dulce de las margaritas se mezclaba con el del pan tibio que aún guardaba el calor de la panadería. Ya podía saborearme el café colombiano que compré.

Al abrir la puerta, vi a Elías en el comedor con una mujer. Ambos parecían hablar en voz baja, y su expresión seria, casi sombría, me hizo dudar. No era un gesto cualquiera; había en él un peso que me preocupó. Me pregunté si ¿eran celos o interés en esa conversación?

La mujer se despidió rápido, con un apretón de manos cordial. Apenas cerró la puerta, Elías me pidió que me sentara. Su tono era grave, distinto al que usaba cuando intentaba cuidarme o bromear conmigo.

—Ada —empezó, sin rodeos—, necesito contarte algo importante. Me ofrecieron un trabajo en Madrid. Es una gran oportunidad… y lo estoy considerando en serio.

El aire se me atascó en los pulmones.
—¿Cuándo? —pregunté, con la voz apenas audible.

—En un par de semanas. —Su sinceridad fue como un golpe seco. No había espacio para ilusiones ni para pensar que aún quedaba tiempo.

Lo miré, intentando sostener la calma, pero por dentro sentía cómo se abría un vacío. Otra vez que la vida me pedía soltar a alguien que quería, así tan pronto, tan de golpe.

Me dolió la idea de perderlo, de que su risa dejara de acompañar mis días, de no escuchar más sus consejos o sus enojos a medias que en el fondo me cuidaban. Pensé en lo mucho que había significado tenerlo cerca en medio de mis turbulencias con Santiago y ahora, con Martín, en cómo su presencia me recordaba que aún existía un lugar seguro.

Las palabras se agolpaban en mi pecho, pero no salían. Solo pude mirarlo, con una mezcla de ternura y rabia, como si quisiera detenerlo y al mismo tiempo empujarlo hacia adelante. Porque sabía que él merecía esa oportunidad, tanto como yo merecía no seguir perdiendo pedazos de mi mundo.

Una pregunta me golpeó desde adentro: ¿cuántas veces más tendría que aprender a soltar antes de que alguien decidiera quedarse?

—Organicemos una fiesta para celebrar tus buenas noticias. —Le dije sin saber de dónde saqué la fuerza. Estoy feliz por ti, Elías. Son nuevas oportunidades y estoy segura que te irá muy bien.

Con su cara de asombro, me dijo:

—¿Ada, quieres venir conmigo a Madrid? —Su pregunta me dejó paralizada. Elías sí fue capaz de pedirme lo que tanto esperé de Santiago. Casi de inmediato pensé en Martín: Le daría toda la razón del mundo para que pensará que no tenía compromiso, lealtad y responsabilidad.

—Elías, tú y yo somos amigos. No es justo que sientas el peso de cargar conmigo. Es tu oportunidad, la mía llegará después. Disfruta y aprovecha esto.

Le pedí que fuera feliz y que no mirara a atrás. Pero también le quería pedir que no me olvidara, que no pensara mal de mí, que me dejara seguir estando cerca de él.

Esa noche dormimos juntos, no como una despedida, sino como un pacto silencioso para grabar recuerdos que nos acompañaran siempre.

A la mañana siguiente, me reporté enferma. No quería vivir ese día como un adulto funcional. Necesitaba huir del peso de las obligaciones, aunque fuera por unas horas.

Dormí hasta tarde, luego salí a caminar con un café en la mano por el parque Güell. Las formas imposibles de Gaudí, los colores brillantes que parecían resistirse a la tristeza, me dieron un respiro. Compré postales para enviar a mi familia y amigos en Colombia; escribir “aquí estoy, estoy bien” era una forma de convencerme a mí misma de que podía seguir. Quería sentir que la vida me pesaba menos.

En la tarde puse una película, buscando distraerme: El diablo viste a la moda. Pero lejos de relajarme, cada escena se convirtió en un espejo incómodo. No pude evitar hacer comparaciones entre Miranda y Martín: esa mezcla de admiración y miedo, el encanto envuelto en exigencias crueles, las promesas disfrazadas de oportunidades.

Me pregunté, con un nudo en la garganta: ¿Andrea y yo sufrimos violencia psicológica y abuso de poder por parte de nuestros jefes?

Apagué la televisión en medio de la película. No podía seguir viéndola. Tenía que mirarme a mí y escribir para desahogarme.

Sentí la tristeza apretándome el pecho, pero también una claridad que hasta ahora me era esquiva. No era mi culpa. No lo había provocado yo. Martín podía envolverme con palabras dulces, con elogios, con esa falsa paternidad que escondía hilos invisibles de control, pero sus actos eran suyos, no míos.

Por primera vez en mucho tiempo, me atreví a decirlo en voz alta, aunque fuera a solas:
—No soy responsable de lo que él hace. No me está ayudando, me está manipulando.

La frase se quedó flotando en la habitación, fuerte, liberadora, como si fuera un escudo que recién descubría tener. No iba a sanar todo en un instante, pero al menos era un inicio: devolver el peso a donde realmente pertenecía, a él, no a mí.

Y con esa certeza, me prometí escribirlo, dejar registro en mi cuaderno, porque temía que con los días volviera a dudar. Necesitaba recordar esa conclusión como quien guarda una brújula en el bolsillo: para no perderme más en la sombra de Martín. Entendía la soledad que él vivía, sus problemas con el alcohol y lo frustrante de tantos matrimonios fallidos pero yo no podía salvarlo y tampoco le debía nada.

Martín estaba destrozando mi sueño de trabajar en una disquera, de vivir de la música y del arte, como si cada ilusión que había sembrado en mí fuera una pieza frágil que él podía romper con sus manos. Sus fantasmas me golpeaban sin piedad, me atravesaban como cuchillos, solo por el hecho de estar cerca de él. Yo sabía que me costaba decirle NO, que mis límites a veces se tambaleaban frente a su voz impecable, pero esa vulnerabilidad mía no era una carta abierta para que me aplastara, para que me hiciera sentir pequeña, culpable, insignificante. No era un permiso para que me maltratara. Lo que empezó como un buen día, se había convertido en una noche muy triste.

Esa noche, incapaz de dormir, abrí mi cuaderno. Las páginas en blanco me miraban como un espejo dispuesto a tragar mis silencios. Tomé el bolígrafo y, sin pensar demasiado, dejé que las palabras cayeran como lágrimas:

Me acerqué a tu sombra con la fe de una niña,
creí en tus palabras como si fueran luz,
me vestiste de promesas que ardían,
pero en tus manos aprendí el peso de la cruz.

Me diste un lugar
y en ese gesto pensé hallar hogar,
pero detrás de tus frases
se escondía el filo dispuesto a cortar.

Te quise con gratitud limpia
y sin darme cuenta caí en tu gesto
que me pedía todo sin nada ceder.

Tu voz me elevaba, me hacía sentir,
como si mi nombre brillara en el cielo,
pero al mismo tiempo me hacía sufrir,
atada a tus hilos, cautiva en tu juego.

Te entregué todo,
como quien se rinde por miedo al abismo,
pero en cada caricia que no busqué
descubrí veneno.

Te quise y temí, esa fue mi condena,
un cariño manchado de espinas y miedo,
quería confiar, pero era cadena,
quería volar, pero tú eras mi ruedo.

Me hablaste de brillo, de un futuro posible,
de no repetir la miseria de ayer,
y yo me aferraba a ese sueño tangible,
sin ver que contigo aprendía a perder.

Hoy lloro en silencio lo que me arrancaste,
mi fe, mi paz, mi razón,
pero sé que no eres dueño de mi arte:
mi fuerza renace de esta destrucción.

Al terminar, solté el bolígrafo con las manos temblando. Era la primera vez que admitía con tanta claridad lo que me pasaba: cariño y miedo entrelazados, admiración y dolor, lealtad y rabia. Cerré el cuaderno y lo abracé contra mi pecho como si fuera un salvavidas.

Me quedé despierta por mucho tiempo, era otra noche de esas en las que lloraba sin parar.

De la forma más dura, entendí que ni sus consejos ni su mentoría era desinteresada. Cada que podía se acercaba de más, me tocaba el cabello, el hombro, la cintura. Opinaba sobre mis gestos, mi ropa, mi forma de caminar, como si yo lo provocara. Su forma de mirarme no era la de un padre o un maestro.

Me dijo que fue accidente cuando me rozó los labios y me tocó las piernas.

El jueves siguiente llegué al club de lectura con el estómago hecho un nudo. Había intentado repetirme todo el día que no pasaba nada, que lo estaba exagerando, que era solo una confusión. Pero en cuanto crucé la puerta y vi a mis amigas sentadas en círculo, con las tazas de té humeante y los libros sobre la mesa, algo dentro de mí se quebró.

Sofía fue la primera en notar mis ojos rojos.
—Ada, ¿qué tienes? —preguntó suavemente, con esa voz suya que siempre parecía un abrazo.

Me mordí los labios, quise responder con un “nada” automático, pero ya no pude sostenerlo. El peso de los días, las noches en vela, los silencios obligados… todo salió de golpe.

—Martín… —dije entre sollozos—. Martín me ha tocado sin mi permiso.

El silencio se volvió absoluto. Sentí las miradas de todas fijas en mí, llenas de incredulidad y de rabia contenida. Me llevé las manos a la cara, avergonzada de pronunciar esas palabras en voz alta.

—Me quedé callada por miedo —continué, la voz quebrada—. Por miedo a perder mi trabajo, por miedo a que nadie me creyera, por miedo a arruinar mi futuro. Me decía que no era tan grave, que debía aguantar… pero cada día me siento más atrapada.

Sofía se levantó y me rodeó con sus brazos. Marwa apretó mi mano con fuerza, como si quisiera transferirme su coraje. Lucía, tenía lágrimas en los ojos.

—Ada, no es tu culpa —dijo Ainhoa con firmeza, acariciándome el cabello—. Tú no hiciste nada para que él te maltratara.

Las palabras me atravesaron como un relámpago. Yo lo sabía en lo profundo, pero necesitaba escucharlo de alguien más.

—Me siento rota —admití—. Porque también le tengo cariño, porque confié en él. Porque pensé que me veía como una buena persona y una gran profesional… y ahora me siento usada, manipulada, atrapada en una tela de araña que no sé cómo romper.

Sofía, con la voz cargada de furia, golpeó la mesa con la palma abierta.
—Eso es acoso, Ada. Y lo mínimo que merece es que lo denuncies.

Marwa asintió, todavía con lágrimas.
—Tienes que protegerte. Nadie debería trabajar con miedo. Si hay repercusiones en tu contra, sería ilegal.

Me limpié los ojos con la manga de mi suéter. El círculo de mis amigas era un refugio en medio de la tormenta, pero también un espejo incómodo: por primera vez, escuchaba mi verdad desde fuera, sin justificaciones.

Ese día entendí que mi silencio me estaba matando más que el propio Martín.

Esa noche Martín me pidió que nos viéramos en su casa para “aclarar las cosas”. Acepté, aunque lo último que quería era quedarme a solas con él. El edificio estaba casi vacío; las luces blancas de los pasillos proyectaban sombras largas y el silencio me hacía sentir que cada paso era una advertencia. Entré a su cocina con el corazón acelerado, intentando aparentar calma, pero por dentro temblaba.

Él no se sentó. Caminaba de un lado a otro, como un león encerrado. Sus pasos llenaban el espacio, y yo, apoyada en la ventana, sentía que cada vuelta que daba me iba arrinconando más.

—No entiendo qué te pasa conmigo, Ada —me dijo al fin, con un tono cargado de decepción—. Te he dado todo: oportunidades, confianza, mis consejos. Te abro puertas que nadie más te abriría… y aun así parece que nada de lo que hago es suficiente.

Lo miré, y algo dentro de mí se quebró. Durante semanas me había tragado el nudo en la garganta, diciéndome que no era para tanto, que exageraba, que él solo quería ayudarme. Pero esa noche ya no pude callar.

—¡Es que odio esto, Martín! —las lágrimas se me escaparon, la voz me salió rota, desgarrada—. Te admiro, te quiero, confío en ti… pero me siento manipulada. No sé dónde acaba tu consejo y dónde empieza tu control. Me confundes. Me haces sentir que todo lo que hago está mal si no es como tú dices. Me siento atrapada entre tus elogios y tus reproches, como si nada me perteneciera de verdad.

Martín se quedó quieto, mirándome en silencio. Por un instante pensé que iba a estallar, que iba a gritarme como otras veces. Pero lo que vi fue algo distinto: su cuerpo se encogió, sus hombros cayeron, y cuando habló, lo hizo en un tono más bajo, casi suplicante.

—Ada… lo hago con amor. No lo entiendes. Desde hace meses no dejo de pensar en ti. Te amo. Sí, me he equivocado, he actuado mal, pero todo ha sido por miedo. Me carcome el celo cuando te veo con otros hombres. No sé cómo hablar de lo que siento, no sé cómo expresarlo… y entonces me paso de la raya. Pero créeme, lo único que quiero es cuidarte. Lo único que quiero es amarte y ayudarte a que cumplas tus sueños.

Avanzó un paso hacia mí. Estiró la mano como si quisiera tocarme la cara, pero se detuvo en el aire. Sus ojos tenían un brillo húmedo, como si esperara que lo perdonara en ese mismo instante.

Me quedé paralizada. Sus palabras me atravesaron como cuchillos contradictorios. Parte de mí quería creerle, dejar que su amor —ese amor que parecía tan intenso y desesperado— lo justificara todo. Parte de mí quería abrazarlo, decirle que sí, que perdonaba y lo entendía. Pero otra parte gritaba en silencio: esto no es amor, Ada, esto es una trampa.

—¿Amor, Martín? —pregunté con la voz quebrada—. ¿Y por eso me presionas? ¿Por eso me haces sentir que mi trabajo depende de ti? ¿Por eso opinas sobre cómo visto, con quién salgo, qué hago en mi tiempo libre?

Él me miró con esa intensidad que siempre me desarmaba.
—Porque te importas más de lo que crees. Eres brillante, Ada. Y no quiero que desperdicies nada de lo que eres. Tal vez he sido torpe, lo reconozco. Pero tú eres lo más importante que me ha pasado en mucho tiempo.

Yo lloraba en silencio, temblando por dentro. No supe qué responder. Mis lágrimas eran un nudo de cariño, rabia y miedo. ¿Cómo podía hacerme sentir tan pequeña y al mismo tiempo tan necesaria? ¿Cómo podía lastimarme y a la vez convencerme de que lo hacía para protegerme?

Más tarde, cuando lo conté a mis amigas, tampoco pude ser clara. Nos habíamos reunido en el club de lectura, pero las páginas del libro quedaron a un lado cuando, sin pensarlo, empecé a hablar.
—Martín… me dijo que me ama. Que todo lo hace por mí, que se siente celoso, que por eso actúa así —les confesé, bajando la mirada—. Yo sé que no es malo, yo lo sé. Solo… no sabe expresarse. Ha pasado por tantas cosas, está solo aquí… yo lo entiendo.

Sentí sus miradas clavarse en mí. Vi la incredulidad en los ojos de Sofía, la rabia contenida en los de Marwa, la tristeza en Lucía, la firmeza en Ainhoa. Ninguna dijo nada al principio, y ese silencio fue un espejo insoportable.

Yo seguía hablando, como si necesitara defenderlo frente a ellas, aunque en el fondo no estaba convencida ni de mis propias palabras.
—Es que… él confía en mí como nadie más lo ha hecho. Cree en mi talento. Me abre puertas. No quiero que piensen mal de él. Yo sé que me quiere.

Lo decía con los labios, pero por dentro sentía otra cosa: una culpa que me devoraba, una sensación de estar protegiéndolo a él mientras me traicionaba a mí misma.

Me quedé callada al fin. Y en el silencio que siguió, entendí lo que no me atrevía a decir en voz alta: que estaba atrapada entre la gratitud y el miedo, entre la admiración y la duda, entre el amor que él me juraba y la manipulación que me asfixiaba.

El silencio fue tan denso que me dolieron los oídos. Ninguna me interrumpió mientras hablaba, pero sus miradas eran como espejos que me obligaban a enfrentar lo que yo misma quería ocultar.

Sofía fue la primera en hablar:
—Ada… lo que me estás contando no es amor. Es manipulación. Y más que eso: es acoso.

Me quedé inmóvil, como si esa palabra me hubiera atravesado el pecho.

Lucía, con los ojos brillantes de rabia, golpeó la mesa con la palma abierta.
—¡No puedes seguir ahí! Ese hombre se está aprovechando de ti. Busca otro trabajo, Ada. Te lo digo en serio. No vale la pena quedarte en un lugar donde tu jefe cruza todos los límites posibles entre lo laboral y personal.

—Pero… —quise defenderlo, aunque mi voz sonó débil— él me abre puertas, me da oportunidades. Yo… no quiero que piensen que todo lo malo viene de él.

Marwa me tomó la mano con fuerza, con un gesto de apoyo y furia contenida.
—Eso que dices es exactamente lo que él quiere que pienses: que le debes algo, que sin él no eres nada. Pero no es verdad. Tú tienes talento de sobra. No necesitas a un hombre que te manipule para crecer. Necesitas protegerte, Ada. Y eso significa denunciarlo. Él te lleva veinte años, claramente sabe lo que hace.

La palabra me asustó. Denunciar. Como si de pronto todo se volviera demasiado real.
—¿Denunciar? —pregunté, casi en un susurro, con el corazón latiendo en el cuello.

Ainhoa, que había estado callada hasta ese momento, habló con calma, pero con una firmeza que no admitía dudas.
—Sí, Ada. Denunciar. Lo que estás viviendo es acoso sexual. No importa cuánto lo quieras, no importa cuánto lo admires: no tiene derecho a tocarte sin tu permiso, a condicionar tu trabajo a cambio de cenas, de cercanía, de disponibilidad. Eso es un delito. Y no estás sola.

Mis ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Ellas me miraban con esa mezcla de compasión y fuerza que me hacía sentir abrazada, pero también expuesta. Es por eso que callé por tanto tiempo, hasta que exploté.

Sofía me acarició el cabello y añadió:
—Busca una terapeuta. Alguien que te ayude a entender lo que estás viviendo y a sanar lo que él te está haciendo. Porque ahora mismo, Ada, no es solo tu carrera la que está en juego: es tu salud, tu autoestima, tu sexualidad, tu libertad.

Me tapé la cara con las manos. No quería escuchar, pero al mismo tiempo necesitaba cada palabra que me decían. Yo todavía lo justificaba, todavía lo defendía dentro de mí… pero en el fondo sabía que ellas tenían razón.

Lucía se inclinó hacia mí y habló despacio, como quien le da a alguien un último empujón para salvarlo de un precipicio:
—Ada, prométenos algo. Que no vas a quedarte callada. Que vas a poner un límite. Porque este hombre no va a parar si tú no lo detienes.

Me mordí el labio, temblando. No podía prometerlo aún, pero sentí que la decisión había empezado a gestarse dentro de mí, como una semilla que tarde o temprano tendría que brotar.

En el momento más inoportuno, Martín me llamó. Dudé en responder pero lo hice:

—Hola —fue lo único que me nació decir.

—Hola, mi amor. ¿Cómo va tu día? Me gustaría invitarte a cenar. ¿Paso por ti a las ocho?

—No, Martín. No me parece correcto. Tenemos mucho trabajo, no me quiero distraer de las cosas importantes.

Apenas colgué, sentí que me temblaban las manos. El teléfono quedó en la mesa como si me quemara. Era la primera vez que yo terminaba la llamada, la primera vez que me atrevía a decirle “no”. Y aunque había sido solo un gesto mínimo, sentí que me había desgarrado por dentro.

Necesitaba estar sola, tan pronto llegué a casa apagué las luces y me dejé caer en la cama. El llanto me llegó sin pedir permiso, profundo, violento, como una tormenta que se había estado acumulando desde hacía meses. Hundí la cara en la almohada y lloré hasta que me dolieron los ojos, hasta que sentí que ya no quedaba aire en mis pulmones.

Me preguntaba, entre sollozos, si todo valía la pena. Si de verdad era tan importante seguir luchando por este sueño de trabajar en la música, en una ciudad que parecía tragarme entera. Barcelona me había dado tanto, pero también me estaba quemando viva.

Por primera vez pensé en volver a Colombia. En empacar mis cosas, vender mis libros, despedirme de mis amigas y volver a esa tierra que, aunque difícil, al menos era mía. Allá tendría a mi familia, tendría la certeza de lo conocido, tendría menos heridas que esconder.

Pero al mismo tiempo me dolía imaginarlo: abandonar mis sueños justo ahora, cuando había empezado a abrirme un camino. ¿De qué serviría haber aguantado todo lo que aguanté, haber dejado atrás tanto, para rendirme justo aquí?

Entre lágrimas me repetía: ¿y si todo esto no vale la pena? ¿Y si yo no estoy hecha para este mundo?

Abracé mi cuaderno contra el pecho, como si fuera un salvavidas. Lo abrí con las manos temblorosas y escribí, sin detenerme, las palabras que me estaban ahogando:

Quiero huir. Quiero irme lejos. Quiero poder dormir toda la noche sin tener miedo. Quiero dejar de sentir este peso en el pecho que me aplasta cada día. Pero también quiero pelear por mí, por la niña que soñó con vivir de la música, por la mujer que se atrevió a saltar el océano buscando su lugar en el mundo.

Las lágrimas mancharon la hoja, pero no me detuve. Seguí escribiendo hasta que me quedé sin fuerzas, hasta que el llanto se convirtió en un cansancio pesado.

Quiero ser yo. Quiero vivir a mi manera. Quiero que me quieran sinceramente. Pero también quiero quemarlo todo, quiero justicia. Porque lastimar a quien cree, a quien ama, a quien espera es igual de grave que matar. Mi corazón agoniza, me lastimaron con toda la intención de destruirme.

Me acurruqué con la libreta todavía abierta, y ahí, entre la rabia y la decepción, me quedé dormida.

Caí en un sueño profundo. Y en el sueño volví a casa.

Estaba en Colombia con el aire tibio de una mañana en Girón y el olor a café y arepa recién hecho. El cielo estaba despejado, tan azul que dolía mirarlo, y las montañas, verdes e inmensas, me rodeaban como si quisieran abrazarme. Caminaba por las calles empedradas con el corazón liviano, sin prisas.

Entré a la casa de mi infancia. Mi mamá estaba allí, esperándome. No dijo nada al principio, solo me abrió los brazos, y yo me lancé a su abrazo como una niña. Sentí su olor a jabón y a flores, y fue como si todo el peso de los últimos meses se derritiera en su regazo.
—Mi niña… —susurró, acariciándome el cabello—. Qué bueno tenerte aquí.

Lloré en silencio, aferrada a ella. No podía soltarla, no quería soltarla.

De pronto apareció mi hermana, que siempre iluminaba todo. Me miró y me dijo, como si me hablara directo al alma:
—Ada, no olvides lo que eres.

Me quedé mirándola, sorprendida por la fuerza en su voz.

Ella continuó, con un brillo en los ojos que parecía fuego:
—Nos enseñaron a callar, a complacer, a soportar. Pero no nacimos para eso, Ada. Nacimos para elegir, para decidir, para brillar sin pedir permiso. Aquí tienes un hogar, aquí tienes raíces, pero también tienes alas. Y con esas alas puedes ir a donde quieras, sin miedo.

Sentí que el sueño se volvía luz. El abrazo de mi mamá, las palabras de mi hermana, las montañas que me rodeaban como guardianas. Todo era un recordatorio de quién era yo, de dónde venía, de la fuerza que me habitaba aunque a veces la olvidara.

Desperté con lágrimas en los ojos, pero eran distintas: no de tristeza, sino de una calma profunda. Por un instante, sentí que Girón seguía en mi piel, que mi mamá y mi hermana seguían sosteniéndome.

Al día siguiente, llegué temprano a la oficina. Sentí las miradas clavarse en mi espalda apenas crucé la puerta. No sé cómo, pero ya había rumores. Había gente que sabía —o creía saber— lo tenso de mi relación con Martín. Me sentí observada, juzgada, como si cada gesto mío confirmara un chisme que yo nunca había autorizado.

Aparentemente yo era el cliché de la chica ambiciosa que se acuesta con su jefe para escalar más rápido. Pero no era así de fácil, no era una aventura ligera ni un secreto romántico: yo estaba sobreviviendo a alguien que tenía mi trabajo, mi estabilidad, mis próximos meses en sus manos.

¿Cómo explicar eso? ¿Lo entenderían? ¿O solo necesitaban alimento fresco para el chisme de la semana? En mi mente todavía no lograba ponerle nombre: ¿acoso sexual?, ¿abuso de poder?, ¿represalias laborales? Martín decía que lo hacía todo “por amor”. Pero en el amor que yo conozco no existe el chantaje, ni el miedo, ni las amenazas veladas.

Cuando se ama no se lastima. Cuando se ama hay lealtad. Yo lo justifiqué por su soledad, por sus cicatrices, por la manera en que parecía cargar con sus propios fantasmas. Pero ya era imposible negarlo: no se trataba de un hombre herido… se trataba de una mala persona que siempre buscaba lo mejor de los demás sin dar nada de él.

Últimamente, mi pasatiempo favorito era llorar en el baño de la empresa. Me encerraba allí, mientras pensaba: ¿quién me va a creer si me ven tan feliz, tan ruidosa, tan “cercana” a él?
Tenía demasiadas cosas en mi contra, pero él más. Tal vez, la vida no funcione así y gane el que sabe manipular, el que usa la ventaja a su favor.

Pero lo cierto es que él ya perdió. Perdió a alguien que confiaba ciegamente en él, a alguien que le fue leal, a un corazón que se le entregaba con verdad. Perdió porque nada de lo que toca florece. Perdió porque vive rodeado de espejismos, y en su soledad más profunda ya está muerto en vida, condenado a arrastrar su propia sombra.


URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS