Un gato al volante

Un gato al volante

Ojo de Gato

12/07/2025

Cuando era chico, quizá tendría unos catorce, aprendí a manejar antes de afeitarme. No por necesidad, ni por urgencia, sino por una ambición casi litúrgica: ganarme el privilegio de manejar el auto del Gato Mayor, mi papá.

El auto en cuestión era una leyenda: un Volkswagen Escarabajo del año 77, color blanco humo, con aros deportivos blancos, llantas radiales, lunas polarizadas y un equipo de sonido Pioneer que al escucharlo a todo volumen te dejaba el alma vibrando. Un auto que parecía salido de una canción de Charly García: con pasado, pero con actitud. El tipo de carro que no se maneja, se adiestra.

Pero en la casa, ese Escarabajo no se prestaba así nomás. Había que merecerlo. Y el rito de iniciación era claro: antes de que el Gato Mayor te lanzara las llaves al aire como en una película de Clint Eastwood, tenías que lavarlo.

Y cuando digo lavarlo, no me refiero a una pasadita de trapo. No, señor. Hablo de un acto de fe. Una ceremonia. Un compromiso moral con la estética del bólido. Cada sábado, como si fuera un ritual, me ponía la indumentaria sagrada: polo viejo y short desteñido. Sacaba mis reliquias: el balde azul cascado, mis trapos mágicos (un par de franelas rojas para la carrocería, una franela verde para los interiores, otra sólo para los aros), mi escobilla y el detergente que olía a infancia limpia.

Ponía un cassette en el Pioneer a todo lo que daba el volumen. Miguel Ríos retumbaba por toda la cuadra con su «Bienvenidos» como si fuera el Sumo Pontífice del rock entrando a la plaza. Luego venía Charly García, claro, con esa forma suya de decir verdades a gritos, camuflados en su piano. Y yo, feliz, empapado en espuma, música y adolescencia.

El ritual empezaba siempre por el techo. No sé por qué. Quizá porque era lo que más costaba alcanzar. Como en la vida. De ahí bajaba en espiral: parabrisas, puertas, maletera, capó. Cada parte del carro tenía su carácter, su textura, su pequeña historia de polvo. Las llantas eran otro tema. Ah, las llantas. Esas había que dejarlas brillando, como si fueran vitrales de una catedral motorizada. Usaba la escobilla con fervor religioso, sacaba brillo a punta de brazos, dejando el alma en el intento.

A veces los vecinos pasaban y me saludaban con una sonrisa cómplice. Lo sabían. Sabían que ese chico no lavaba un auto: lavaba su destino. Unos niños mientras tanto, jugaban en el parque que quedaba a lado de la casa, haciendo volar su imaginación con juegos infantiles o sumergiéndose en largas conversaciones de vital importancia para ellos, intrascendentes para el resto de la humanidad. Yo mientras tanto, lavaba el Escarabajo del Gato Mayor. Y era feliz, porque la recompensa era infinitamente superior al esfuerzo.

Recuerdo especialmente una tarde. El sol azotaba como chancleta de abuela apurada. El agua me salpicaba los pies, y el shampoo para carro formaba ríos de arco iris que corrían por el asfalto oscuro de la pista. El Pioneer sonaba con ese tema de Charly que dice: «Nos siguen pegando abajo». Y ahí estaba yo, cantando como poseído mientras pulía los aros del Vocho, pensando que quizá eso era crecer, convertirse en adulto.

Al terminar, lo secaba con mimo. Un trapo amarillo era mi varita mágica. Daba vueltas alrededor del auto como si danzara con él. A veces le hablaba. Le decía: «Listo, compañero, ya estás para lucirnos por el barrio». Y juro que ese Escarabajo ronroneaba. El Gato Mayor salía, inspeccionaba con gesto serio, y si todo estaba en orden, lanzaba las llaves que empezaban a caer en cámara lenta, mientras yo me apresuraba para atraparlas en el aire. Ahí estaba el premio. El trofeo. La prueba de que uno puede ganarse el mundo a punta de esfuerzo, agua, trapo y música.

Y yo me subía. Sentía ese olor a carro de familia, mezcla de cuero, motor y recuerdos. Lo encendía y rugía como un gato viejo que se creía león. Y manejaba. A la esquina, a la bodega, a la casa de algún amigo, al último parque del barrio. Pero eso era lo de menos. Porque en ese momento, manejando ese auto, yo me sentía importante, sentía que ya era alguien. No necesitaba GPS, ni licencia de conducir, ni rumbo. Bastaba con tener el viento en la cara y Charly García en los parlantes.

Hoy, me animé a hacer algo que no hacía por años, al menos cuatro décadas. Lavar el auto yo mismo. Sin darme cuenta, comencé haciendo el mismo ritual, el de la indumentaria sagrada: polo viejo y short desteñido. Luego, empecé por el techo. Puse música. Exacto, a Miguel Rios y a Charly. Me mojé los pies. Y me descubrí sonriendo solo, como un idiota feliz.

Porque uno no lava un auto, ¿sabes? Uno lava el recuerdo de quien fue. Uno frota hasta que aparece la versión de uno mismo que todavía cree, que todavía canta, que todavía sueña con ganarse las llaves.

Y a veces pienso en el Gato Mayor. Ya no está. Pero lo imagino asomado en la puerta del cielo, inspeccionando con gesto severo cómo saco brillo a los aros de la memoria. Y si me esfuerzo lo suficiente, si dejo relucientes los detalles, quizá —solo quizá— un día me lance otra vez las llaves.

Y yo, claro, volveré a manejar. Con catorce años. Con el alma hecha motor.

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