Siempre me fascinó conocer gente. Cada conversación, por más simple que pareciera, escondía un destello, algo único que me hacía sentir que, a pesar de ser tan parecidos, éramos infinitamente distintos. A veces, esas charlas me llevaban a callejones sin salida, otras, a descubrimientos inesperados.
Aquella tarde, en un cafecito de barrio, vi a un hombre sentado en un rincón, rodeado de libros y con una mirada que parecía atravesar el tiempo. No era viejo, pero tenía algo antiguo en la forma de moverse, como si el mundo que veía no fuera exactamente el mismo que el resto de nosotros. Cuando pasé a su lado, murmuró algo apenas audible:
—El pasado nunca desaparece. Solo espera que alguien lo escuche.
Me detuve. ¿Me estaba hablando a mí? Me giré y él ya me observaba con media sonrisa. Hizo un gesto hacia la silla frente a él y, sin pensarlo demasiado, me senté.
—Dime —dijo, abriendo un libro ajado—, ¿alguna vez sentiste que el mundo se repite? Que cada cosa que creemos descubrir ya fue pensada, hablada, vivida…
No supe qué responder. Él continuó:
—Hubo un tiempo en que la humanidad despertó, en distintos lugares al mismo tiempo. No se conocían, no hablaban la misma lengua, pero comenzaron a preguntarse lo mismo. Fue cuando nacieron las ideas que aún hoy nos sostienen. La justicia, la ética, la lógica. La pregunta sobre lo que somos.
Mientras hablaba, las luces del café parecían atenuarse, como si el tiempo mismo nos envolviera. Me hablaba de Confucio, de Buda, de filósofos griegos que nunca habían oído hablar unos de otros, pero que de algún modo compartían la misma búsqueda. Me sentí atrapado, como si cada palabra desdibujara la frontera entre el ahora y el antes.
—El pasado nunca desaparece —repitió—. Solo cambia de rostro.
De pronto, sentí una extraña presión en el pecho, como si algo invisible se desplegara a mi alrededor. Miré a mi alrededor. El café seguía allí, pero la gente… la gente se había desvanecido. Solo quedábamos él y yo.
—¿Quién sos? —pregunté, con la garganta seca.
El hombre me miró, divertido. Luego cerró su libro con un susurro seco y se puso de pie.
—Solo alguien que recuerda.
Y antes de que pudiera detenerlo, caminó hacia la puerta y desapareció. El café volvió a la normalidad en un parpadeo. La gente, las voces, el tintineo de las tazas.
Pero sobre la mesa, donde él había estado, quedó un libro abierto. Y en la última página escrita, una frase garabateada en tinta temblorosa:
“Todo ya fue pensado. Todo volverá a pensarse.”
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