El tiempo se desliza entre mis dedos como los granos de arena de un reloj roto. Recuerdo aquellas tardes de verano cuando el mundo estaba contenido dentro de los límites de nuestro vecindario, cuando las rodillas raspadas eran nuestras cicatrices de batalla y los churros eran el máximo consuelo. Los números de la pizarra bailaban ante mis ojos desenfocados, una mancha blanca contra el verde que hacía juego con la pincelada de hojas contra el cielo; dos misterios que mi astigmatismo no podía resolver. Mi madre decía que las gafas vendrían «el año que viene», pero el año que viene siempre estaba a una estación de distancia, como las hojas de otoño que nunca caían.
La adolescencia se estrelló contra mí como una ola de electricidad, convirtiendo cada roce en un relámpago, cada mirada en un trueno. ¡Ah! la dulzura prohibida del brillo de labios de las chicas en el patio del colegio, el aroma embriagador de su pelo durante los bailes lentos, las discusiones metafísicas que siempre terminaban en sábanas enredadas y revelaciones filosóficas. Cada beso era eterno, cada desamor apocalíptico. Escribíamos poesía sobre la piel con las yemas de los dedos y con promesas, creyendo que cada palabra duraría para siempre.
Los días universitarios brillaban como una supernova: brillantes, cegadores, breves. Éramos los vicarios de Dios entonces, ¿no? Armados con manifiestos y café de medianoche, listos para derribar sistemas y reconstruirlos desde cero. La revolución vivía en nuestras venas, junto con tacos del Chilango bien baratos e ideales demasiado caros. Ciudades diferentes, camas diferentes, nombres diferentes tallados en los márgenes de los libros de texto como runas antiguas que deletrean encantamientos fallidos. Un nombre con S, un nombre con J, un nombre con K, un amor no reconocido con C. Cada semestre un nuevo universo, cada fin del mundo una pequeña muerte.
Ahora, el tiempo se mide en plazos y pagos de impuestos. El calendario se ha convertido en una prisión de pequeñas cajas, cada una llena de obligaciones en lugar de sueños. El espejo muestra a un extraño con los ojos cansados de mi padre, revisando mensajes de Whatsapp a las 3 a. m. El mundo que íbamos a cambiar nos cambia a nosotros en cambio, nos aplasta como olas contra la orilla. Nunca nos dijeron que crecer significaba cansarse, que la responsabilidad pesaría más que todos nuestros miedos infantiles juntos. Y aquí está la broma cósmica: cuando finalmente se aflojen las ataduras del trabajo, cuando el tiempo se vuelva abundante como el agua en una inundación, estaremos demasiado desgastados para nadar en él. Nuestros huesos crujirán como viejas tablas de piso, nuestros recuerdos se desvanecerán como viejas fotografías y todas esas aventuras pospuestas permanecerán entre estas páginas de polvo y telarañas, preservadas, prístinas y para siempre intactas.
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