La mano derecha de Dios

La mano derecha de Dios

J. A. Gómez

14/05/2024

Este helado aire me ataca de frente como tantas veces hace. Potencia mi debilidad humana e incluso por veces siento derrumbarse los cimientos que sustentan mis creencias. Afortunadamente sólo acontece en contadas ocasiones. Esta fragilidad de espíritu está ligada a la tentación que como hombre debo soportar cada vez que salgo a la calle.

 No obstante sé que soy fuerte con lo cual no preciso opción a réplica porque cualquier defensa puede darse por cumplida en la ofensa. Soy juez y verdugo pues el buen Dios así lo ha dispuesto…

 Esta ciudad está asolada por una serie de misteriosos crímenes sin resolver. El común de los mortales no puede llegar a comprenderlo con lo cual catalogan de «crímenes» mis actos purificadores. ¡Osados ignorantes! Soy portador no de muerte sino de salvación.

 Me fascinan las liturgias llevadas a cabo en fastuosas catedrales pero también aquellas habilitadas en pequeñas ermitas. Siempre arrodillado y siempre mostrando gratitud ante esta tarea culmen que el altísimo ha tenido a bien asignarme.

 Soy santo varón virtuoso del rezo, embriagado de luz celestial. Impongo penitencias que liberan del pecado ya sea en confesionarios improvisados o en cualquier callejón con poca luz.

 He perdido la cuenta de las personas a las que he dado muerte. Sin embargo nada debo temer ni mostrar arrepentimiento pues mis actos son puros y de carácter divino. Rezo mis oraciones cada mañana y cada noche. Plegarias de pecador redimido que ha visto el único y verdadero camino.

 Y aquí estoy en una noche helada como cualquiera de mediados de diciembre. Noche solitaria, intempestiva y cómplice de mi punzante pero ineludible proceder.

 Una joven de mala vida yace muerta a mis pies. Rezumaba vida, pasión desenfrenada y pecados a raudales. Los he contenido a tiempo gracias al yugo nocturno que guía sabiamente mis acciones y Dios es mi testigo…

 Madrugada fresca bisbiseando credos al oído en esta disposición perseverante. Tonos y cánticos interpretados por arcángeles con sus arpas de equidad. Estos alados blancos descienden los cielos para tocar con sus dedos mi frente. ¡Arrodillaros!

 Veracruz, juez y verdugo de fe. Sobre mis hombros cargo esta responsabilidad titánica. Purgar el pecado extendido por esta urbe de condenados resulta extenuante. Esta noche no he usado la daga de los custodios ¡no! Esta noche tan ardua labor pastoral ha quedado al cargo de un trozo de cable eléctrico recogido de la basura. Los caminos del señor son inescrutables y como buen pastor que soy jamás dudaré de ello.

 En el fondo de sus pupilas sin vida me reflejo. Víctima impía purgada y ya liberada de cualquier mal. Interpretamos ambos nuestro papel, sin duda alguna, dramático final en pos del perdón y la gloria eterna.

 Ella pecadora consentida y brisa cálida con olor a perversión. Horizonte tenebroso tras el altiplano portando en sus labios sabor a neblina ponzoñosa. ¡Yo! Justicia de Dios con los diez mandamientos tatuados en la espalda. Huracán impasible que allí por donde azota evoca pasajes del más allá. Destrucción y desolación antes de anunciar la resurrección de los muertos y el perdón de los pecados…

 Esta metrópoli está podrida hasta los cimientos, condenada y sentenciada sin remisión. Soy el brazo ejecutor del Todopoderoso y lo sé porque así me lo apunta el Gran Padre cuando flagelo mi cuerpo hasta hacerlo sangrar.

 No hay descanso en tan ardua tarea ni respiro de clase alguna. Limpiar, limpiar y volver a limpiar cualquier vestigio del pecado. Todas las Evas han ser purificadas y sus manzanas de la tentación abolidas sin dilación para salvar al resto de Adanes… ¡Amén!

 Observo otra más de mis obras arrojada al piso, acicalada por la suave brisa que agita mi ropa negra y mi cabello gris. Su piel aún está caliente. Esbozando una sonrisa veo al Altísimo dándome fuerzas una madrugada más.

 Las viejas farolas velan su cuerpo con luz mortecina en doloso recogimiento. Sé que ahora es feliz al haber quedado liberada de cualquier pecado venial o mortal.

 Le brindo postrero respeto. ¡Oh sí! Fina muñeca pálida ataviada de sábado noche y ligueros rojos. Dos oraciones y mi fe ciega para no caer en la tentación. Ella luchó, gritó, pataleó y arañó hasta ahogarse en sus vicios carnales.

 Su último aliento fue exhalado mirándome a los ojos. Mirada protectora del enviado de Dios a la tierra para hacer su santa voluntad. Hay que ser fuertes ante el padecimiento y ante las premisas no recogidas en las Santas Escrituras, haciendo cuanto deba ser hecho para que la religión no quede rezagada al olvido.

 Contemplo al Creador; el ojo que todo lo ve y el primer teólogo. Lo veo en cualquier rincón, bilocado y omnisciente. Tengo estos arrestos gracias a su beneplácito pero también a la deferencia para con mis propios pecados.

 Otra mujer pecaminosa al saco de la Santísima Trinidad. Otra alma para el rebaño de los justos paladines…

 Sólo alguien bendito y bendecido puede congratularse de ello sin temor ni remordimiento ya que todo mal se disipa leyendo la Santa Biblia. ¡Qué goce tras cada página! ¡Qué admiración en cada frase! ¡Qué padecimiento no poder amar a Dios más allá de lo imposible!

 Es hora de hacer la señal de la santa cruz sobre mi frente y sobre la de ella. He rezado por su salvación y por la mía. Está expiada así que podrá iniciar viaje sin temor a los escarmientos del ángel caído…

 Cierro dos botones de su escote antes de cruzarle las manos sobre el pecho. Rumores de la mar cantan a mi oreja salmos piadosos por aquella alma libre al fin de sufrimiento y condena.

 Yo, el Gran Maestre sabiamente elegido entre castos y fervientes religiosos. Inmutable a la hora de dar cumplimiento a la ley de Cristo y no a la de los hombres.

 Joven y hermosa reposa serena en perpetua ecuanimidad. Vuelvo a santiguarme antes de cerrarle los ojos. La lengua le cuelga livianamente de la boca mientras que el cable con el que le di muerte sigue alrededor de su cuello. No aprieta porque ya no es necesario.

 Sin embargo amargas pueden llegar a ser las horas del pastor cuando debe dar cuenta del rebaño descarriado. Extensa labor pastoral y justa providencia para hacer acatar las buenas formas. Hago lo que tengo que hacer en nombre de Dios pero nunca en el mío propio pues yo no soy nadie.

 No sé cómo sucedió pero pasó. Sentí en mi pecho un intenso dolor seguido de una fuerte quemazón y por último sangré. ¡Qué gratitud! Padre me habla a través de los estigmas repartidos por mi cuerpo. Estoy embriagado de fe. Rezo al cielo esperando señales redentoras que me acerquen a la diestra del Creador.

 Debo trascender cuerpo y alma para ser digno de andar caminos repletos de agudizadas espinas. Mi último aliento también llega de madrugada…

 Caigo de rodillas sobre aquel cuerpo femenino dado al vicio y a la mala vida. Habíale dado cumplida liberación, purificando su alma a través del sacrificio de la carne. La última plegaria es aquella que siempre queda por orar.

 Para la pecadora redimida oraciones de nuevos propósitos en su segunda oportunidad de vida. Para mi persona canonizada, ministro extraordinario, braman honores de caído pues he sido mano ejecutora en justa causa.

 Con el último bufido mi existencia mortal llega a su conclusión. Alabado seas Señor por perdonar mis ofensas así como yo perdono las de los demás. Antes de cerrar los ojos le echo una última visual y comprendo lo que ha sucedido…

 Empuña un pequeño revólver que no dudó en usar cuando volvió en sí. Seguramente escondido en el bolso para defenderse de clientes potencialmente peligrosos. Una bala no bendecida alcanzó mi pecho sin más plegaria que la muerte entrante…

 Aquella mujer recuperó el aliento, arrebatando el mío de un disparo. ¡Oh! Gracias mi buen Dios por permitirme acudir a tu mesa para sentarme a tu diestra. Dispénsame por haberla dado por muerta cuando no lo estaba. Tu obra queda truncada o tal vez estaba escrito que así debía ser. Si he fracasado ¡Perdóname!

 Corretean ángeles portando liras y sonrisas infinitas; santos mártires desfilan sobre las nubes atravesados por flechas y lanzas. Hombres y mujeres de fe se postran ante el cuerpo herido del Nazareno, ensangrentado como mi pecho herido de muerte. ¡Aleluya!

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