Cuentos para leer en la noche

Cuentos para leer en la noche

Esmeralda

25/03/2024

EL CRIADERO
Los vendían a quinientos dólares. Nelly siempre había querido uno, desde chiquita, y su papá, invariablemente, le respondía con la misma cantinela: que cuando fuera grande y responsable, que si no se sabía ni sonar los mocos menos iba a poder cuidar de otro ser vivo, que llevaban tiempo y no se los podía tener así nomás, había que vacunarlos, darles buen alimento, paseos. Pero ahora su papá, con sus protestas y argumentos en contra, ya no estaba. Su paso desparejo de albañil cansado había dejado de resonar por la casa desde hacía un año. No había más repique de herramientas ni olor a obra en construcción, solo silencio y su vida de maestra jubilada solterona doblando por los pasillos.

Quinientos era muy poco, teniendo en cuenta la inflación, el dólar, la devaluación, además en internet eran mucho más caros… Ella tenía esa plata, ni siquiera tendría que tocar sus ahorros. Le parecía tan buen precio que sonaba a mentira, lo había escuchado en el almacén, cuchicheos de chusmas, así que podía ser pura fabulación, pero de todas formas había decidido averiguar. Bastó una reposera en su vereda con un termo de mate al lado para que doña Tita y doña Cata, expertas en el arte de veredear con los vecinos, se le unieran.

Entre medio de la lista de amantes de Irene Roldán y los cuentos de que el hijo de Susana Ortiz resultó médico trucho fue asomando el rumor que Nelly esperaba:

— Me enteré de que un tal Raúl de la villa que está al fondo anda ofreciéndolos por sesenta mil pesos… — dijo doña Tita mientras chupaba fuerte la bombilla- los tiene ahí en un galpón todo sucio, ni destetados estarán— agregó frunciendo los labios con disgusto.

— Qué vergüenza andar comprando, habiendo tantos tiraditos en la calle, dios mío — rezongó doña Cata negando con la cabeza— dame vieja, que es un mate no un micrófono — le reclamó a la amiga — aparte el estado en el que los vende…

— Ay sí, ¿la escuchaste a Ramona?- le preguntó a Nelly tocándole la rodilla, ella negó — lo contó en el club, tenés que salir más añadió como al pasar— dice que fue con su nena a lo de una que tira el cuerito, que es de la villa, medio vecina del tal Raúl, y que le dijo que hacía una semana una mujer bajó de una amarok, pasó a la casilla del tipo y salió al ratito con uno a upa que daba lástima: estaba desnutrido, con pulgas y sarna, un desastre… — suspiró Tita — dos días le duró- concluyó pasándole finalmente el mate a la amiga que era la que cebaba.

— La curandera esta le dijo a la Ramona que se armó un cachengue tremendo — prosiguió doña Cata haciéndose cargo de la historia mientras le alcanzaba un mate — la mujer de la camioneta se apareció de noche a los gritos con cuatro patovicas, traía el cuerpito envuelto y se lo revoleó por la cabeza al viejo.

— Lo amenazó con la policía si no le devolvía la guita- sumó Tita — pero el Raúl éste al final la convenció de llevarse otro, de una camada más sanita le dijo, estaba cagado en las patas porque los monos que vinieron con la señora lo iban a moler a golpes…

– Qué tremendo todo- fue lo único que se le ocurrió decir a Nelly sobrecogida por las imágenes que el relato le traía a la mente — ¿y con tanto escándalo nadie llamó a la policía?

— Ay Nelly, chiquita, qué inocente — se rió doña Tita — con razón tu papá siempre decía que había que cuidarte de tu ingenuidad.

Nelly le frunció el ceño, su viejo le había vendido al barrio la vida entera la idea de que tenía una hija medio boluda y por eso la tenía con él: “mi Nelly es muy zonza por eso no quiero que se case, no quiero que termine con un marido aprovechado”. Al final el único aprovechado había sido él que la había tenido de mucama y cuidadora hasta su último respiro. Igual lo quería.

—Mira si la policía va a entrar ahí—dijo doña Cata sacándola de su abstracción— es zona liberada, además los debe coimear. Parece que este Raúl siempre anda enfierrado. La curandera le dijo a la Ramona que tiene un arsenal casero, que se tirotea cada dos por tres y encima tiene unos hijos grandes que dicen que son unas basuras- susurró repentinamente cautelosa, como si el hombre en persona fuera a aparecer armado hasta los dientes y con los hijos.

— Pero a la mujer de la Amarok no le hizo nada- la contradijo Nelly solo porque sabía que a sus vecinas no les gustaba que les pusieran en duda la información.

 — Porque no le dio tiempo a nada, lo habrá agarrado borracho- bufó doña Cata fastidiada- pero ese tipo es jodido, lo dijo la curandera, no yo, yo no conozco a esa clase de gente- escupió con desprecio apretando el rosario que le colgaba del cuello. – Le contó a la Ramona que mató a la mujer y a la hija, de esto hace como trece años… las tiene ahí, enterradas en el patio.

— Mi dios — se estremeció doña Tita santiguándose.

— Sí — afirmó la amiga satisfecha con la conmoción que generaba su rumor — es un secreto a voces. Un día dijo que la mujer se escapó con otro tipo y su hijita a Santiago del Estero, son todos santiagueños estos, y que lo había dejado con sus cuatro varoncitos, pero los vecinos dicen que no, que por cómo la cagaba a palos seguro la mató y a la nenita igual.

Nelly quiso insistir con el comentario sobre la policía porque le parecía la única idea acertada frente a semejantes crímenes, pero se le iban a reír en la cara de nuevo.

— Tienen las cocinas de paco, las putas del garito, la banda de motochorros y la policía no entra, por este tal Raúl tampoco van a entrar- agregó doña Tita como si hubiera adivinado lo que ella quería decir — ahí hay que tirar una bomba y quemar a esos negros de mierda, porque son todos una manga de villeros delincuentes, planeros, ¿sabés cuántos de esos cobran planes del gobierno?

Nelly puso los ojos en blanco y dejó de escuchar. Levantó su reposera y su mate y se despidió con falsa cordialidad. Las señoras siguieron hablando de cómo el presidente le daba de comer a los vagos, de que al país se lo saca adelante laburando, no con subsidios y ya después coincidieron en que los militares no eran tan malos.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano y fue a la villa. Era la primera vez que se adentraba en el asentamiento. Mientras se perdía en los pasillos se sintió una hija felizmente rebelde, su padre nunca le había permitido acercarse al lugar así que penetrar esos pasadizos antes prohibidos tenía gusto a liberación. No fue directo a lo de Raúl, la verdad no sabía en qué parte de ese laberinto de viviendas maltrechas vivía, pero, además, no quería que nadie se enterara, iban a sacarle el cuero a cuatro manos. Se hizo la empachada y consiguió la ubicación de la curandera de la Ramona. La mujer, enorme, rubia y toda de blanco, se presentó como mae Olivera y entre tirada de cuerito y tirada de cuerito resultó muy comunicativa y no hizo falta sonsacarle mucho para que le contara con pelos y señales dónde vivía el tipo. Nelly dejó su colaboración para el templo de la mae y se fue.

A la noche, bien tarde, se cruzó su carterita y salió. Fue hasta la casilla que mae Olivera le había detallado, la más alejada de todas. Parecía más una barraca militar de chapones oxidados que una casa, estaba en medio de un terreno bastante grande de pasto crecido y en el fondo se veía otra casilla más grande. Golpeó las manos por encima del tejido caído que cercaba el frente y esperó. Salió un hombre de unos cincuenta años, mal encarado y tambaleante, con la camisa desprendida y shorts deportivos:

— ¿Qué mierda quiere?— le gritó acercándose, tenía un fuerte aliento a vino.

— Comprar, señor — fue lo único que pudo decir Nelly y señaló su cartera.

El hombre cambió el gesto.

 — Es tarde — dijo dudando- pero bueno- sonrió- pase- le abrió un portoncito verde — disculpe los gritos, a veces me vienen a armar quilombo a cualquier hora- se excusó alisándose la camisa, pero sin la coordinación suficiente para abrocharla.

— No se preocupe — respondió ella encogiéndose instintivamente al pasar a su lado.

— Pasa que compran barato, pero te exigen como si hubieran pagado una millonada, ja — se quejó — ¿qué se piensan que van a conseguir por esa plata? La calidad es acorde al precio — dijo y la guió a través del patio mal iluminado hasta detenerse a unos metros de la casilla del fondo.

— Usted me espera acá — le dijo Raúl.

— Pero quiero elegir — protestó Nelly.

— No señora, se lleva lo que hay, al criadero no entra nadie— repuso firme y a Nelly no le quedó otra que conformarse, en definitiva, iba a querer a cualquiera que le trajeran.

— Bueno, si puede ser una hembrita… – le suplicó y cuando el hombre giró en dirección a la casilla lo tomó del codo- sana, por favor.

— Señora, no me ofenda- respondió soltándose con falsa dignidad. — La mercadería que tengo es buena.

Nelly pasó quince minutos sola en la oscuridad hasta que Raúl volvió a reunirse con ella, llevaba su compra envuelta en una mantita sucia sin mucho cuidado. En seguida le surgió una inmensa ternura y un instinto de protección feroz, le arrebató el bultito que ahora le pertenecía al tiempo que el hombre le manoteaba la cartera.

— Esta bien sanita — le dijo sonriente con varios billetes ya en la mano.

Concluida la transacción Nelly volvió a su hogar, pero ya no sola.

Estaba feliz.

La alimentó, la bañó y le hizo mimos. Repitió el ritual por días, semanas, pero la hembrita no crecía, casi no despertaba, comía poco y no respondía a ningún estímulo. Su frustración aumentaba con el correr del tiempo y cada vez sentía más odio por Raúl que le había dicho que estaba sana. Ahora que la veía tan enfermiza y sin fuerzas se convenció de ir a reclamarle, hacer valer su dinero, tenía que conocer a los padres, ver la salud que tenían para contar con información cuando viera a un profesional, porque iba a tener que ir, ya se había dado cuenta de que ella sola no la podía salvar.

Visitó una vez más la casilla al abrigo de la noche. Llamó y llamó, pero nadie salió, las ventanas vibraban al compás de un chamamé a todo volumen. Nelly decidió entrar, el terreno estaba casi desprotegido con su alambrado medio caído y el portoncito metálico tan endeble, no era difícil pasar, tal vez lo complicado sería salir si la pescaban espiando, pero necesitaba ver el criadero con sus propios ojos. Si aparecía Raúl con su millón de chumbos y su brigada de hijos criminales ya vería cómo se la apañaría. Se agazapó y cruzó el terreno lo más rápido que pudo.

Vista de cerca y bien iluminada por la luna llena, la casilla del fondo era como un secreto mal guardado. Montada como una especie de búnker rústico, de aspecto fortificado, no tenía ventanas ni una puerta propiamente dicha, aunque un resquicio alargado de luz vertical escapaba del medio de la estructura dejando adivinar una entrada entreabierta.

Nelly avanzó cautelosa, mirando sobre sus espaldas a cada paso, hasta que pudo acercarse lo suficiente a la chapa que hacía de compuerta. El chamamé que seguía sonando adelante tapaba casi por completo los sonidos del criadero, sin embargo, pudo interpretarlos, eran llantos, gemidos, golpes. Había cuatro parideras inmensas con algunas crías cada una, una al lado de la otra, sobre un piso rasposo de cemento. Alrededor había tiradas sábanas viejas, toallas manchadas con sangre, trapos de piso pegajosos. Sobre una mesa en una esquina había platos amontonados con moscas y un botiquín de primeros auxilios abierto. En el centro había cuatro postes separados entre sí por escasos metros y ahí tenían atadas a las hembras de tal manera que quedaban de espaldas mientras los machos las servían a la fuerza, las estaban sirviendo en ese preciso instante bajo la atenta vigilancia de Raúl… dos ya estaban viejas y resignadas, pero las otras dos, mucho más jóvenes, todavía tiraban dentelladas rabiosas.

Nelly se apartó rápido, shockeada por la violencia de aquello.

Corrió y mientras corría iba pensando que los machos que servían a las hembras se parecían entre ellos y también se parecían a las hembras… claro, cómo no iban a estar enfermas las crías si estaban cruzando familias. Crías de crías, de crías de crías…

Llegó a su casa sin aire y lo primero que hizo fue estrujar a su hembrita que seguía lánguida y frágil. Se juro que la salvaría.

Se lamentó de que la policía no entrara en lo de Raúl.

Así nunca iban a saber que su mujer y su hija, y ahora sus nietas, no estaban enterradas en el patio sino encerradas en el criadero pariendo.

Volvió a abrazar a su chiquita, la hija que siempre había querido, y volvió a lamentar que la policía no entrara a lo de Raúl.

EL FISURA

A Carlitos lo conocíamos de siempre, de chicos jugábamos todos juntos, hasta que se empezó a drogar. A los trece ya era un adicto consumado y un ratero descuidado, no nos dejaban ni saludarlo. La madre se la pasaba internándolo, pero era escapista. Desaparecía por meses y volvía en estado calamitoso, jurando cambiar, luego recuperaba fuerzas y volvía a empezar. Era el fisura del pueblo.

Horacio, Mateo y yo éramos tranquilos, lo más rebelde que hacíamos a los diecisiete era ir a la orilla del río Manso a fumar marihuana y hablar de nuestros planes a futuro. Éramos ambiciosos, con sueños de senadores, jueces y despachos lujosos. Una noche de esas en que andábamos paseando por el borde del riacho, divagando sobre autos ostentosos y viajes al exterior mientras nos pasábamos el faso, vimos a Carlitos parado en la orilla contraria.

Carlitos había pasado de darnos pena y algo de miedo a causarnos gracia. Vagaba por el pueblo como alma en pena, casi en los huesos, sin remera ni zapatillas, dispuesto a hacer el ridículo con tal de conseguir unas monedas para el vicio. Nosotros, creídos del futuro exitoso que nos esperaba, lo veíamos merecedor de las risas que su comportamiento errante provocaba.

— Mirálo al loco — dijo Horacio señalando al otro lado del río- con el frío que hace anda en cuero.

— Está re zombi, ese ya no siente nada — agregó Mateo ajustándose la capucha del buzo. — Está haciendo señas…

— Quiere una seca- me reí yo dándole una pitada larga al porro antes de pasárselo a Horacio — ¿no ven el gesto que hace? — y lo imité llevándome los dedos a la boca como si fumara.

Carlitos gritaba, pero no se lo escuchaba, la corriente estaba demasiado brava por la lluvia de la noche anterior y el ruido del agua golpeando las piedras no permitía oír nada.

— Qué estará diciendo, ¿no? — sonreí al verlo desesperado moviendo los brazos para todos lados.

— No sé, pero me parece que quiere que le revoleemos la tuca — dijo Horacio al ver a Carlitos haciendo la mímica de arrojar algo al agua. Nos agarró un ataque de risa.

— Vení vos — grité e hice la pantomima de largarme a nadar — vení — insistí tirando brazadas imaginarias.

— No, boludo- se carcajeó Mateo — que éste cruza y no te lo sacas más de encima.

— Mira si va a cruzar— rió Horacio sumándose a la imitación del nadador — no hay puente, nada, es fisura, no suicida, no se va a largar.

Carlitos nos miró resuelto y, pese a la oscuridad y el ruido, nos dimos cuenta de que estaba decidido a reunirse con el porro. No hicimos tiempo de decirle que era joda, metió el pie como si pudiera partir las aguas con su voluntad de espectro. Automáticamente el río lo tragó.

Nos quedamos quietos y después nos partimos de risa una vez más, bastante intoxicados y desdeñosos para entender el peligro. La cabeza de Carlitos subía y bajaba, la corriente lo hundía cada vez que salía a flote. Ya nos dolía la panza de tanto reír cuando el torrente lo reventó contra una piedra… Al verlo sangrar recordamos de repente que el fisura era humano. Intentamos sacarlo con una rama larga, pero estaba muy golpeado y cansado de luchar con el agua y no agarraba el palo. En una de esas el curso del río lo chupó y ya no lo volvimos a ver.

Caminamos por la orilla intentando encontrarlo, pero nada. Lloramos. Si pedíamos ayuda íbamos a tener que dar muchas explicaciones, estábamos ahí porreándonos y convencimos a un pobre pibe de que se largue al río, lo matamos. ¿Iba a revivir si llamábamos a la policía o a los bomberos? No. Esa existencia de mierda que llevaba, tarde o temprano iba a terminar mal, si no se ahogaba lo mataban por ladrón. ¿Y si nos metían presos? Faltaba poco para hacer el ingreso a la facultad, esto nos cagaba la buena vida que teníamos.

Además, capaz no estaba muerto, por ahí había tragado un poco de agua nomás y salía más adelante. Ya muchas veces había estado cerca de la parca y al rato aparecía de nuevo vivito y coleando.

Hicimos un pacto de silencio y nos fuimos, lo dejamos.

A la semana finalmente apareció su cuerpo, inflado y pálido, nadie lo había buscado y a nadie le sorprendió su muerte, pero a nosotros la confirmación de su fallecimiento nos quebró. La amistad terminó ese invierno.

Cada uno hizo su camino, sin embargo, donde quiera que estuviéramos su figura demacrada nos seguía. Carlitos nunca más se separó de ninguno de los tres.

Su presencia es constante, nos chista en la oscuridad, nos pica el hombro con la garra de su índice para obligarnos a mirarlo, castañea los dientes en un rincón del baño cuando nos duchamos, nos tironea la ropa pidiéndonos un poco más de cobija a la hora de dormir… Siempre desnudo, siempre mojado, siempre frío y tembloroso.

Cada año, nos reunimos ahí donde murió, para despedirlo, con la esperanza de que finalmente nos abandone y siga su viaje: el juez, el senador y el empresario lavan culpas tirando al río Manso unos puchos y una petaca de licor en honor al pobre fisura. Sin falta, en la otra orilla aparece la silueta de Carlitos rogando eternamente que le convidemos una seca de fasito.

EL CASERON DE MACHO

En la intersección de las calles 14 de Julio y Ángel Gallardo de Temperley está el caserón de Macho, una propiedad gigante de tres pisos, nadie sabe a ciencia cierta cómo es adentro porque no nos animamos a entrar. Hay que ser muy boludo para meterse ahí a hacerse el aventurero nomás.

La casa era de Matilde Uturbide, una viuda de sesenta años que la había heredado del difunto marido. En esa época se acostumbraba ponerle nombre a las edificaciones grandes con un cartel en la entrada y el dueño, en su momento, le había puesto “Mi sueño”, pero cuando murió, doña Matilde la rebautizó como “Mi sueño canino” y empezó a meter perros.

La señora era una amante de los animales. Se la pasaba levantando bichitos enfermos o heridos. Los cuidaba en su hogar hasta poder darlos en adopción, porque al principio no se los quedaba… eso fue después.

En el barrio la apreciaban, la ayudaban con comida y mantas para los perritos y un veterinario se acercaba seguido a revisarlos. El problema arrancó cuando llegó Macho.

Macho era un perro negro enorme, un barbincho cabezón de patas y orejas larguísimas, con los ojos tan celestes que parecían blancos. Matilde lo encontró en las vías, lo habían tirado dentro de una bolsa, pero llegó a salir justo antes de que el tren lo arrollara por completo, igual perdió una pata de adelante en el accidente.

Resulta que Macho no era un can común, ejercía algún tipo de poder sobre su dueña, un poder que hacía dudar que en verdad ella fuera la ama. Los correntinos que vivían a la vuelta decían que ni siquiera era un perro sino un aguará guazú oscuro, un animal de mal augurio.

Desde su llegada Matilde dejó de dar los perros en adopción, ahora se los iba quedando, uno tras otro, acumulando, hasta que tuvo una jauría de cincuenta perros, liderada, por supuesto, por Macho.

La doña cada vez salía menos de la casa, solo se la veía a través de los ventanales, siempre cocinando para Macho que se sentaba en la cabecera de la mesa. Luego empezaron los rumores de que Macho dormía en la cama de Matilde y se comportaba como si la mujer fuera una hembra de su manada…

Las denuncias llovían. Los perros salían a morder, no dejaban a nadie pisar la vereda. El olor que emanaba del caserón era nauseabundo. Matilde era una sombra que se asomaba a la puerta a pedir disculpas para volver a encerrarse y detrás siempre el alfa, con ojos brillantes, vigilando, controlando todo con un ladrido horrible parecido a un quejido lastimero. Los vecinos supieron de quién era la casa realmente cuando en el cartel de entrada apareció escrito “El caserón de Macho” con gruesas letras rojas y pulso tembloroso.

La gota que rebalsó el vaso fue la muerte de Ricardito. Al nene se le fue la pelota al patio de Matilde y no la contó. Macho le saltó al cuello y lo mató, después le dejó el cuerpo servido a su jauría y se quedó mirando cómo se lo comían. Ese día los vecinos se juntaron frente a la casa dispuestos a hacer justicia por mano propia, pero los animales estaban escondidos adentro y solo se veía la grotesca cabeza del alfa en la ventana principal de arriba, con esos ojos demasiado blancos.

Matilde sacó por la puerta su figura demacrada y consumida. Pidió perdón llorando desesperada, dijo que todo era una locura y Macho hacía lo que quería. Por supuesto, a la familia de Ricardito no le interesaban las disculpas de esa señora de movimientos espasmódicos así que arrancaron a los piedrazos exigiendo que sacara los perros afuera para matarlos. El resto de la gente hizo lo mismo hasta que un ladrillo golpeó a Matilde de lleno en la cabeza. Cuando vieron el cráneo abierto y la sangre pararon sorprendidos, no sé qué imaginaban que podía pasar si la apedreaban. En ese momento apareció Macho, inmenso y con el andar de una hiena al acecho, su aspecto era ahora más parecido al de un hombre encorvado y peludo caminando en tres patas. Con una mirada los dejó a todos petrificados, atrás de él la jauría silenciosa, con los ojos rojos, empezó a meter el cuerpo de la mujer adentro mientras el alfa cerraba la puerta.

La policía intentó entrar, pero fue inútil, las puertas y las ventanas no cedían a los embates. Cosa de mandinga empezaron a decir todos. Fue ahí que la casa comenzó a responderle a Macho. La jauría veló a doña Matilde en el patio de atrás. El líder había arrastrado el cuerpo hasta el pasto, después se sentó en una reposera a mirar. A la semana el hambre de los animales era tal que los dejó comer el cadáver de Matilde. A ese festín le siguieron otros, los perros ya no salían de la casa, se iban alimentando de los más débiles, el primero en comer siempre era el alfa. La perrera intentó mil veces entrar, las denuncias por aullidos, peleas y malos olores eran constantes, pero la casa no cedía, la voluntad de Macho no cedía y si por insistencia alguien lograba entrar ya no salía.

Por fin, después de unos años solo quedó Macho en el caserón, se había comido al último de su jauría y se dedicaba a dormir sobre los huesos de Matilde. Ya estaba viejo y cansado. El día que exhaló su suspiro final los vecinos juran que escucharon a la jauría muerta aullar.

Desde ese día la casa cobró vida. Si llueve la estructura entera se sacude como perro mojado. Si alguien pisa la vereda los cimientos tiemblan y parecen saltar hacia delante con un sonido grave y profundo similar a un ladrido. Si algo cae dentro, la casa lo mastica y lo escupe, también le aúlla a la luna si está llena. Pero, sobre todo, si alguien entra la casa se alimenta.

Hacía mucho que la construcción no comía, hasta que Caño, un pobre pibe que andaba en la droga y robando giladas, se le ocurrió meterse a fumar paco. Todos escuchamos las mandíbulas de la casa trabajando y los gritos, pero no había nada que hacer. Al caserón de Macho no hay que entrar.

LOS GEMELOS

En Tornquist, partido ubicado al sudoeste de Buenos Aires, hay una leyenda urbana no muy conocida, casi exclusiva de los habitantes de la localidad de Villa Ventana.

Se dice que quienes se atrevan a visitar las ruinas del ex hotel Club Ventana al caer la noche y repitan tres veces el nombre Enrique desde lo que fue la escalinata principal, verán aparecer el espíritu de los gemelos Manfredi. Siempre aparecen juntos a pesar de que se llame solo a uno de ellos. El peligro para los convocantes, comentan los vecinos más viejos, está en que Enrique es un espíritu incontrolable y maligno, capaz de mutilar con la destreza de un carnicero. Lo único que puede frenar su ataque es que, quienes lo reclamaron, supliquen la ayuda de su hermano nombrándolo también tres veces: Rodrigo, Rodrigo, Rodrigo. Entonces, éste se da media vuelta y se lleva a Enrique a la fuerza.

Como casi toda leyenda de este estilo tiene su parte real y su componente inverosímil y exagerado. Sacando el claro parecido con historias como Bloody Mary o Candyman, los gemelos Manfredi existieron hace no tantos años…

Cuentan que Rodrigo, el colo, era un chico pelirrojo bueno como el pan, tímido y tranquilo. Con su carácter dócil y colaborativo se había hecho querer por todos. El problema de convertirse en su amigo era el hermano, Enrique, un chico completamente tullido al que le sobraba la maldad.

Ver a un chico de doce años andar con un hermano todo chiquitito colgado de la espalda resultaba una experiencia surrealista para quienes los conocían. No es que era un bebé al que cargaba, no, era Enrique, su gemelo idéntico. Había nacido achicharrado y reducido, como si lo hubieran dejado de más en el horno, pero lo que despertaba aversión hacia él era su horrible forma de ser: era ordinario, mal encarado y retorcido.

Todo el que quisiera pasar tiempo con el colo se tenía que aguantar al gemelo malvado que cargaba en la espalda porque si no salía con él la madre no lo dejaba salir. Contadas eran las ocasiones en que podían disfrutar de la compañía de Rodrigo sin la piedra. Habían empezado a llamarlo así, o cascote, porque notaban que, a pesar de ser liviano como una criatura de meses, le doblaba la columna como si cargara una tonelada. El pobre Rodri era dos personas, una cuando estaba solo y podía ser radiante y feliz y otra cuando andaba encorvado y sombrío acarreando a Enrique y su perversidad.

El pibe era malo, tenía un talento natural para resaltar defectos y hacer sentir a todo el mundo como basura, sabía leer las entrañas para dar donde más dolía. Sumado a esto estaba su boca de cloaca, tenía un gran diccionario de puteadas en constante ampliación. No importaba cuánto lo acusaran por sus insultos, indefectiblemente los adultos habían cerrado filas tras un discurso de comprensión ciega: es un almita sufrida, decían las mamás, y mientras la piedra extendía su reinado de terror, prendiendo fuego a lo que se moviera, cuando no lo veían, y venerando al petiso orejudo.

Enrique era un maestro de la simulación y la manipulación. Con la gente grande era un sol, el colmo de la educación y los buenos modales, un ser sublime que llevaba con dignidad su desgracia. Ah, pero con sus pares mostraba la hilacha, se la pasaba gritándoles barbaridades. Los más castigados eran Marcelo, Eugenio y Francisco, los mejores amigos de Rodrigo. Enrique no aceptaba ni perdonaba tal cercanía con su hermano a quien consideraba de su propiedad.

Nadie sabía sobre la enfermedad del chico, decían que no había nada en el mundo de la medicina que explicara por qué había nacido así, pero Enrique culpaba a su gemelo de su condición, acusaba al colo de haberle sacado los nutrientes en el vientre materno y por eso salió con un aspecto chamuscado y consumido. Y el pobre Rodrigo se lo creía, por eso aguantaba tanto maltrato y ser el burro de carga, porque Enrique tenía una silla de ruedas especial con la que movilizarse por su cuenta, pero estaba empecinado en que el hermano lo anduviera cargando por todos lados en ese portabebés adaptado, como si fuera un castigo.

La mamá de los gemelos también culpaba a Rodrigo. Le ponía la mochila a la fuerza, con cara sombría como si le estuviera poniendo uno de esos grilletes con cadena y bola de hierro, y si su hijo se negaba le daba vuelta la cara de un cachetazo y lo sacaba afuera con Enrique a cuestas muerto de risa que le decía “¿no te das cuenta de que no podés zafar de mí? te voy a acompañar siempre”.

Entre todas las malas conductas de la piedra una de las más preocupantes era su gusto por lo ajeno. Casa a la que iba, casa de la que se llevaba un souvenir, hasta un fondo falso le hizo poner al portabebés para tener dónde esconder su botín. Robaba mucho y lo peor es que lo terminaba arrastrando al colo, porque si no hacía lo que él quería armaba un drama digno del Teatro Argentino de La Plata: empezaba a convulsionar y largar espuma por la boca, con los ojos en blanco y la cara descompuesta.

Todos los domingos después de misa, Enrique se la pasaba trepado al tren con el colo haciendo un tour: Pigüé, Coronel Suarez, General La Madrid, Olavarría, Azul, Las Flores. En los vagones de la formación se había inventado un personaje, era Cholito, el huérfano que vendía “cosas que la gente le regalaba”, los pasajeros lo adoraban.

Durante el verano del 83 el barrio completo había peregrinado hasta la iglesia Santa Rosa de Lima en Tornquist para ver unas reliquias en exposición que había traído el arzobispo Juan Carlos Aramburu.

Enrique, ingenioso y hábil como de costumbre, en medio de la misa, fingió un “ataque místico”. Le rogó a la madre que lo acerque al religioso para la bendición. La gente estaba hecha un mar de lágrimas frente a semejante demostración de fe del angelito que le estiraba sus brazos al arzobispo. Por supuesto, el padre no se pudo negar. Ni bien le hizo upa, Enrique empezó a convulsionar espasmódicamente. Las vecinas estrujaron sus rosarios y empezaron a gritar “milagro, milagro”.

El milagro era, que, en medio del tumulto y a pesar de la falta de motricidad fina, había logrado arrebatar del cuello del arzobispo una cruz con incrustaciones sin que éste se diera cuenta.

Intentó venderla en el tren, pero pidió demasiado y no consiguió comprador, excepto por un hombre pelado y panzón que le aseguró ser un anticuario. El señor examinó la alhaja y le dijo que era valiosa, que le daría lo que pedía, aunque no en ese momento porque no contaba con la cantidad. Pactaron un encuentro para el día siguiente, Enrique dijo que se tenían que encontrar en el ex hotel Club ventana y aunque el señor se sintió algo nervioso, aceptó.

Aquel era un antiguo complejo turístico abandonado ubicado en las afueras de lo que hoy es Villa Ventana. Construido en el 1900, el lugar había quedado condenado al abandono y el olvido luego de dar refugio a parte de la tripulación del acorazado nazi “Graff Spee”. El colo no quería saber nada, pero, como siempre, Enrique le salía con la cantinela de que por su culpa era un lisiado y que si pudiera lo haría solo, al final siempre lo convencía y después lo mortificaba: “vos me vas a tener que cuidar toda tu vida, cuando mamá no esté más me vas a tener que bañar y darme de comer, no te vas a poder casar, no vas a poder hacer nada”.

Marcelo, Francisco y Eugenio los acompañaron a regañadientes. Se metieron a las ruinas al caer el sol. De aquel inmenso hospedaje de más de cien habitaciones solo quedaban los restos saqueados. El eco, la creciente oscuridad, la inmensidad, las curvas y recovecos de aquella edificación colosal, todo sumaba para darle un aspecto tenebroso y lúgubre.

Mientras aguardaban la llegada del anticuario se pusieron a recorrer el lugar. Enrique no paraba de hacerles creer que veía y escuchaba cosas, decía que el petiso orejudo se le aparecía para decirle que prenda fuego todo y que cuando muriera iba a volver para tirar de sus sábanas. La imagen de su cuerpo esquelético arrastrándose hasta sus camas los tenía transpirando frío.

Ya habían recorrido el hall y algunas habitaciones. Acabaron subiendo unas escalinatas desvencijadas. No querían, pero Enrique decía que era el último lugar por ver. El colo subía muy despacio, estaba atemorizado, no le gustaban las alturas, menos en una escalera semi destruida, casi sin barandas. El gemelo no paraba de humillarlo para que se apure. Francisco ya estaba medio verde del miedo, hacía rato que insistía en que se fueran, era el más susceptible y al que más le afectaban los juegos de la piedra. Enrique, ya molesto con la demora de su cliente, se puso a insultar a Francisco como nunca, hasta que el otro, entre asustado, harto y ofendido, intentó agarrarlo por el cuello. De la zarandeada todos se balancearon, el colo tropezó y se deslizó por el costado de la baranda rota, apenas agarrado de un pedazo de metal.

Eugenio había alcanzado a agarrarle la mano a Rodri, Marcelo y Francisco se pusieron a tironear. Enrique los insultaba a todos, desencajado. Lo único que los tres amigos podían decir era “agarrate Colo”, pero Manfredi pesaba mucho con el portabebés y en un instante cayó… cayeron.

Varios pisos abajo, quedaron tendidos los Manfredi. Rodrigo estaba despatarrado, abierto como una estrella de mar o como el cuadro El hombre del Vitrubio, y de atrás le nacía la cabecita de Enrique, como si estuviera pegada a su cuello, como si nunca hubiesen sido dos sino uno solo. En poco tiempo se formó un charco de sangre que los abrazaba.

La noticia causó conmoción en la comunidad. Luego, cuando el hotel abandonado terminó prendido fuego seis meses después de sus muertes, reducido a cenizas, restos ennegrecidos de muros y hierros retorcidos, nació la leyenda de un fantasma vengativo que vive en las ruinas y castiga a quien lo invoca. Lo más lamentable de la leyenda es el final del otro Manfredi, compartiendo la eternidad con su gemelo, sin nunca separarse.

Pero para mí, que fui su amigo, que estuve ahí, la realidad es más triste que el cuento que inventaron porque yo sé que Rodri no se cayó, Rodri se soltó a propósito para liberarse…

INSOLADA

Se había alejado de su grupo. Jimena viajaba con un contingente de jubilados, para pagar menos, y la verdad entre el calor y la intensidad de los abuelos sintió que si no se distanciaba un poco iba colapsar. El guía se lo había advertido, no se separen, dijo, no se retrasen, pero ella optó por echarse a descansar atrás de un médano convencida de que podría alcanzarlos un rato después. Ahora dudaba que entre tantas personas que eran aquel día se fueran a dar cuenta que les faltaba ella.

Se había quedado dormida bajo el inclemente sol del mediodía, sin gorro ni resguardo alguno. Una fuerte punzada la despertó, al mirarse vio su cuerpo rojo y brillante como un cangrejo. Comenzó a caminar. El cuerpo entero le dolía y la cabeza no paraba de darle vueltas. Estaba quemada, insolada y con resaca por los tragos de la noche anterior.

Alrededor todo se le hacía igual, para donde mirara solo veía arena blanca y lisa. El guía les había dicho que se aventurarían por una ruta que solo conocían los más versados exploradores, vendió la excursión como una aventura apasionante y a ella le pareció buena idea. Lo cierto es que habían arribado en lanchones desvencijados, casi escondidos y tomando atajos porque hacía rato que las autoridades no querían que hubiera turistas por aquellas zonas, por el daño a la biodiversidad decían.

A unos cien metros divisó una formación rocosa que se veía como una boca negra, era una cueva. Se arrastró esperanzada, rogando que no fuera un espejismo.

Enseguida se dio cuenta de que en realidad aquello era un túnel largo con marea a la altura de las rodillas. A un costado de su entrada, clavado en la arena, se veía un cartel de metal semi enterrado y muy oxidado. Era un pictograma de advertencia de peligro de forma triangular, de color negro sobre un fondo amarillo, aunque por el deterioro era difícil saber qué peligro había sabido advertir. No le prestó mayor atención y se apresuró a entrar.

Había creído que sería un buen refugio hasta que oscureciera, pero estar allí era como estar frente a la puerta abierta de un horno. Intentó beber el agua, pero fue imposible, era salada. Se dijo que si atravesaba ese pasadizo tal vez llegara a algún punto turístico o encontrara a su grupo, el guía les había descripto un paisaje similar a aquel como entrada a la playa que visitarían.

Con esfuerzo logró salir a lo que parecía un coliseo. El sol empezaba a bajar. Se encontraba parada en medio de un paraíso escondido en el interior de una gigantesca roca hueca, abierta al firmamento, que se conectaba con el mar. Era un oasis de aguas mansas rodeado por arena blanca y fina. En un buen día estaría fascinada, pero sintiéndose enferma, sola, sin agua ni comida, perdida, se dejó caer ahí mismo llorando. Finalmente, su grupo no estaba allí, no había rastros de que ningún contingente hubiese pasado por ahí, todo se veía quieto e inalterable como si fuera un edén nunca tocado por el hombre. Apenas alcanzó a remolcarse hasta la sombra de unas piedras y en seguida la inconciencia la reclamó.

Tiempo después, no sabía cuánto, el agua helada la despertó. Algo duro le estaba golpeando el pie, la marea había subido hasta tapar por completo la boca del túnel y trajo consigo un objeto extraño. Tomó entre sus manos lo que parecía ser una máscara antigás antigua, era de un cuero impermeable marrón oscuro, con lentes circulares de vidrio a la altura de los ojos y una pequeña trompa para la boca, supuso que sería un filtro de aire. ¿Cómo llegó hasta ahí? La tiró, le daba una fea impresión, parecía salida de esas fotos en blanco y negro de la época de la peste o de la guerra.

La intensa luz de la luna le permitía ver que saliendo del mar había un par de huellas a pocos metros suyo. ¿Alguien llegó nadando? Se sintió esperanzada. Intentó pararse, pero solo pudo gatear, estaba demasiado débil y con la vista borrosa. Al acercarse a las marcas le pareció que eran de algún animal, eran redondas, desparejas, grandes y con surcos extraños, como si la especie que las hizo tuviera un ramillete de dedos gordos y bulbosos. Temió que fuera alguna alimaña salvaje que pudiera herirla e intentó alejarse, pero un sonido de chapoteo la detuvo. Vio una silueta indefinida, pero humana, saliendo del agua. La figura comenzaba a acercarse, ella suspiró aliviada e intentó llamarlo con su mano porque la voz ya no le salía. Fuera quien fuera parecía no tener ninguna prisa en rescatarla, se tomaba todo el tiempo del mundo para mirarla, se agachaba, torcía el cuello de forma extraña mientras se palmeaba las rodillas, la observaba de todos los ángulos. Jimena presintió que algo estaba muy mal.

Cuanto más se acercaba más se daba cuenta ella de que su cuerpo era raro, tenía grandes protuberancias en las piernas y la espalda, eso le impedía caminar erguido. Creía que era un hombre, aunque los sonidos que hacía eran inarticulados, se oían como ronquidos guturales, tal vez se estaba riendo. Jimena estaba aterrada, retrocedió como pudo, pero ya lo tenía encima. Aquel sujeto grotesco e inmenso la agarró del tobillo y empezó a arrastrarla hacia el agua. La joven intentó asirse a algo, pero solo había arena. Pataleó y lanzó gritos mudos, su garganta estaba rota por falta de líquidos, no tenía escapatoria.

Logró ver que atado a una roca había un barco pesquero viejo y pequeño, así había llegado ese monstruo, no podía llamarlo de otro modo viendo el amasijo informe que era su cara. Él la amarró fuerte a su embarcación y volvió corriendo a tierra firme para levantar la máscara antigua del suelo, la sacudió y, en medio de unos aullidos de júbilo, se la colocó. Con una agilidad increíble para los tumores inmensos que le colgaban por todas partes subió de nuevo a la nave y le echó una mirada indescifrable a su botín. Jimena podía oír la excitación de la criatura a través del filtro de la mascarilla. Solo podía temblar y llorar de cara a las estrellas mientras soltaban amarras y partían a un destino incierto, aunque sabía que le esperaba la muerte o algo peor. El mar se encargaría de tapar cualquier rastro…

EPÍLOGO

Sandra reportó al día siguiente la desaparición de su amiga. Los medios hablaron del misterio de la joven argentina perdida durante un tour ilegal por Las Marietas. Con detalle reconstruyeron sus últimas horas, informaron que hallaron su bolso y sus pertenencias en la Isla de los enamorados, pero sin indicios de ella. La policía afirmó convencida que probablemente se ahogó nadando y aconsejó no contratar excursiones con agencias de turismo clandestinas, menos a destinos prohibidos.

Tras dos semanas suspendieron su búsqueda.

Los noticieros explotaron la noticia un poco más. Hicieron especiales comentando las particularidades de Las Marietas, mediante gráficos y fotos explicaron que eran dos islas deshabitadas, que formaban parte de un archipiélago volcánico a pocas millas de la costa norte de la Bahía de Banderas, en México. Destacaban sobre todo el origen de su singular forma. Los informes televisivos decían que había sido un punto de preparación militar utilizado para practicar bombardeos a inicios de 1900. Las explosiones habían provocado los boquetes que convertían sus playas en cavernas abiertas al cielo. Incluso aparecieron algunos personajes conspiranoicos afirmando que allí también habían realizado pruebas con armas químicas y radiación durante la segunda guerra mundial empujando a la enfermedad y luego a la extinción a un pequeño poblado pesquero que se encargaron de borrar de los registros históricos, como otros tantos crímenes de lesa humanidad, aunque suponían que algunos individuos podrían haber sobrevivido y aprendido a adaptarse.

Luego de unos breves y acalorados debates acerca de lo inverosímil de esas teorías pasaron a la siguiente noticia...

ALFONSO

Alfonso siempre estuvo en el barrio, parece un gato joven, no más de un año, pero siempre estuvo. Rubio, atlético y con un collar azul con cascabel solo se deja ver cuando alguien está próximo a fallecer, tiene el increíble don de predecir la muerte… o provocarla, no se sabe.

Un día cualquiera, sin más aviso que el tintineo de su cascabel, aparece sentado en el frente del domicilio del futuro difunto. Si uno es solo, bueno, ya sabe a quién viene a buscar el animal, pero si en la casa viven dos o más personas ahí se siembra el pánico.

Al principio, Alfonso solo se dedica a limpiarse concienzudamente las patas, con una parsimonia exasperante. Luego, a medida que pasa el día, pareciera que una ansiedad infinita le crece adentro y empieza a intentar, por todos los medios, entrar al hogar y acurrucarse con la persona en cuestión. Maúlla enloquecido como si pidiera a los gritos que le abran las puertas y con una agilidad elegante y aterradora busca escurrirse por cualquier recoveco, cualquier rendija, como si fuera líquido, y a veces pareciera que atraviesa las paredes. Es infalible, horas después el paraíso, el infierno, el limbo, la nada o a donde sea que uno vaya, tiene un nuevo miembro.

Están los que creen que el gato es portador de la muerte y elige a sus víctimas, lo consideran una maldición, un demonio, y están los que suponen que el animal solo presiente la llegada de la parca y quiere despedirse, acompañar en el trance. Cualquiera sea el caso, todos se desesperan por ahuyentar a Alfonso creyendo que así le ganan la batalla a la guadaña. A ese gato le han echado agua caliente, aceite hirviendo, lo han corrido a escobazos, una vez un general retirado lo quiso espantar a escopetazos, pero nada, absolutamente nada, disuade al felino. Cuando la hora llega, llega.

Yo, particularmente, no temo. Alfonso ya visitó a casi toda mi familia, a todos mis amigos de la infancia y a mis vecinos más antiguos. A mi edad la visita del gato es completamente inevitable, llega un punto en que se la espera atento, mirando la ventana a ver si ya viene. Al menos así me pasa a mí.

Mi teoría es que Alfonso es un animal extraordinario, de una empatía infinita y un olfato tan agudo que es capaz de oler a la muerte. No creo que traiga la desgracia ni dicte sentencias fatales anticipadas o evitables, más bien estoy convencido de que es un escolta, un guía hacia el más allá desconocido.

No sé si todos los barrios tienen un Alfonso o solo nosotros, pero agradezco su existencia y labor, porque saber con un poco de anticipación, aunque sea unas horas, que el fin se acerca lo ayuda a uno a organizarse o despedirse. Acá podemos decir que el tema no nos agarra de sopetón, tenemos un amigo que te avisa un rato antes.

Desde hace rato lo espero con un platito de leche tibia todos los días. Por eso, desde hoy temprano que lo vi en mi vereda, no lo hice esperar, lo dejé pasar y ahora su calor y ronroneos acompañan los latidos, cada vez más débiles, de mi corazón mientras se va apagando en calma.

COMPAÑERAS DE SECUNDARIA

Hola Ivana, ¿Cómo estás? Tanto tiempo, ¿no? Soy Rosario Benítez, te lo aclaro porque por mi foto de perfil y mi dirección de mail no me ibas a sacar, ya no me parezco ni un poquito a la piba de 16 que conociste en la secundaria. 

La semana pasada cumplí 33, la facultad y mi hija me pasaron factura en el cuerpo. El otro mes es tu cumple, me acuerdo, ¿viste? 34, un año más que el resto de la división. Todavía me acuerdo cuando repetiste 2° del polimodal y terminaste de compañera de los pendejitos, como nos decías en el recreo.

Nos odiabas, odiabas a todos, querías estar con tus compañeros, no con los borregos. Te llevó como tres meses aceptar que las que eran tus amigas no te hablaban más y que ahora nosotras, las nenitas, éramos todo lo que tenías. Y te impusiste, con tu cigarrillo canchero y tu charla picante. 

Tan linda, tan desfachatada, eras la líder, ahí enseñándonos de sexo, yo te adoraba, Ivi. Para mí lo que decías era palabra santa, quién podía saber más de amor que vos, tan experimentada con esos 12 meses de ventaja que nos llevabas jajaja Hace un tiempo me di cuenta que muchos de tus consejos y conocimientos eran calcados de la Cosmopolitan y me entró una ternura… Ternura por vos que capaz que nunca habías hecho nada de lo que decías, solamente repetías las notas, y ternura por nosotras que no dudábamos ni por un instante de tu sabiduría. 

Tengo una imagen recurrente, estás vos sentada en el cantero del patio, cruzada de piernas, con la pollera bien cortita y el chupetín en la boca y todas nosotras a tu alrededor, embelesadas escuchándote. Eras Jesús con los apóstoles jajaja. Bendita la que elegías ese día para sentarse al lado tuyo, el resto al piso a mirarte la pera desde abajo mientras impartías tus lecciones.

Te envidiábamos todo, el rojo de tu pelo, el moño despeinado que te quedaba tan sexy, la manera desvergonzada en que te ponías el corpiño bordó debajo de la camisa blanca. La de veces que intentamos imitarte y lo dejamos porque a nosotras nos quedaba mal ser vos, nadie podía ser como vos. Todavía me acuerdo que a veces hasta fila hacíamos para recibir un consejo tuyo en el baño. Teníamos 15 minutos de recreo y los perdíamos en los inodoros esperando un turno con vos, para que nos dijeras cómo hacer tal o cual cosa. Siempre era sobre pibes, siempre. Era todo lo que importaba y vos sabías tanto, o eso nos decías, pero ¿sabías o eras solamente muy intuitiva? 

A veces visualizo tu cara pizpireta y me convenzo que en realidad eras tan salame e inocente como nosotras. No habías visto un pito en tu vida, no tenías un novio de 30 y no habías practicado todo el kamasutra con tu primo físico culturista. Eran pavadas que te inventabas y sin embargo qué fama que te hiciste, ¿eh? Jajaja los chicos del curso estaban como locos, una piba que hablaba de petes y forros era la gloria misma, no? Vos sabías, Ivi, la de fantasías que generabas, sabías y no dudabas en usarlo a tu favor.

La de sanguches de milanesa de regalo que ligaste en el 2006, qué flores ni flores nos decías muerta de risa cuando algún boludón corría al kiosco de enfrente a comprarte y ahí nosotras te odiábamos. Porque te odiábamos en la misma medida que te amábamos. Éramos chicas, Ivi y estábamos molestas, tan enojadas por lo mal que nos tratabas. De verdad uno no dimensiona la magnitud de sus actos, las consecuencias, lo que puede desencadenar y nosotras despertamos al monstruo.

Voy a terapia por esto, quiero que lo sepas, no salí bien, nunca voy a estar bien. Yo sé que no se compara con lo que te pasó, pero te juro, te juro, que lo estoy pagando. Cada vez que una puerta se cierra fuerte te veo del otro lado con cara de susto. Cada vez que escucho una cumbia sonando fuerte escucho tus gritos por encima, “no es divertido, quiero salir” decías. Y no, no era divertido, tenías razón, fue todo menos divertido, pero de verdad, Ivi, nunca creímos que iba a llegar todo tan lejos, no iba a ser así. 

Eran cinco minutos, cinco minutos encerrada en la pieza con los chicos y nada más, cuando salieras te ibas a reír como te reías de todo, iba a ser gracioso, una picardía. Le digo a mi terapeuta que ese viernes nosotras pusimos en marcha el mecanismo de una rueda que nos aplastó a todos. ¿Cómo se tornó todo tan violento? ¿En qué momento descendió esa oscuridad asquerosa que a nosotras nos hizo callar y a ellos actuar? Yo fui a la puerta, ese es mi consuelo, aunque no alcanza, pero fui, golpeé, les dije también que ya no era divertido. Las miré a las chicas y les dije que no era divertido, pero sus caras ya no eran sus caras, no sé ni cómo explicarte, Ivi, pero eran caras monstruosas, éramos todos demonios, yo también, yo la principal.

¿Vos te acordás que te quise ayudar cuando saliste, no? ¿Que te seguí, que te hablé? Me dijiste que me vaya y desapareciste. Desapareciste del mundo. No te va a servir de nada esto, pero ese día me rompí con vos. Esperé a la policía mucho tiempo. Nunca vino, ¿por qué? ¿Por qué no hablaste? ¿Por qué no hablamos? ¿Creíste que era tu culpa? Nadie tiene la culpa de algo así. No, lo digo mal. Vos no tuviste la culpa, la culpa fue nuestra, no fue porque tomaste de más en la fiesta, ni fue que coqueteaste con todos como siempre, no fue la ropa, fuimos nosotras. 

Lo voy a decir una vez para que lo sepas, con todas las letras, aunque el mail nunca te llegue, aunque siga rebotando con ese “Delivery has failed” que me salta porque es obvio que ivaniita17@hotmail.com ya no es tu correo. Lo voy a decir porque el secreto me está pudriendo todo adentro desde hace tantos años que no sé cómo vivo. Te lo diría en la cara, te rogaría perdón de rodillas, me arrastraría, pero desapareciste así que mi salida cobarde es ésta. Evelyn te metió en la habitación. Daiana cerró la puerta. Mariana escondió la llave dos horas. 3°B entero se calló. Y yo tuve la idea un martes, en el recreo, mientras esperaba mi turno en el baño para hablarte.

SVETLANA

Svetlana es ucraniana y vive en la “zona de alienación” como se conoce al radio de treinta kilómetros alrededor de la central nuclear de Chernóbil. Nacida dos años antes de uno de los peores accidentes de la historia su vida no ha sido fácil ni un solo día.

Para empezar, le es difícil comprender las motivaciones de sus padres para regresar a una zona destruida y mortal luego de haber sido evacuados. A su manera se lo habían explicado: eran demasiado pobres, su única posesión era esa casita que los habían obligado a abandonar. Aun así, todavía no entiende cómo decidieron asentarse definitivamente en un territorio radiactivo, donde el tiempo ya no pasa y la sociedad del hombre, lo poquísimo de ella que queda viva entre los que se resisten a irse, se yergue cruel y apocalíptica. Tampoco comprende cómo pudieron continuar reproduciéndose de la forma en que lo hicieron.

Veti es la mayor de nueve hermanos y es la única que no fue producto de un embarazo múltiple. Tuvo que aceptar y oficiar el papel de comadrona de su madre, hasta el último parto donde la mitad inferior del cuerpo de la mujer se desintegró como arena en el pujo final. Primero habían llegado los mellizos Andriy y Oxana, al año nacieron los trillizos Daryna, Inha y Yure y al siguiente año de nuevo tres: Lesya, Taras y Lera. Veti está segura de que la radiación le dio un útero infinito a su madre, uno extremadamente fértil, y a su padre un apetito sexual desbordado que lo hacía aullar por las noches y a ambos les anuló la razón porque ¿quién seguiría concibiendo al ver que cada camada nace más enferma que la anterior?

Sus hermanos no eran otra cosa más que un manojo de mutaciones de distinto nivel de gravedad, extremidades de más y de menos, cabezas o muy pequeñas o muy grandes. La casa era una feria de rarezas y ella la directora, porque sus padres con cada parto se alejaban más del mundo. Como era la única persona aparentemente sana y completa de la familia le tocaba ser madre y enfermera de todos.

Se ocupaba de la limpieza de esa casa semi derruida con el mayor de los cuidados, evitando siempre que algún pedazo de mampostería cayera sobre alguien. La habitación a la que mayor atención le prestaba era a la suya porque era el único lugar de toda esa ciudad muerta en la que crecía hierba, era su pequeño milagro personal. El césped nacía sobre el piso de madera generando una suave alfombra que trepaba sobre las mantas de su cama y florecía hasta colgarse de la ventana. Veti se ocupaba de regar ese pasto y se tendía sobre su lecho esmerándose en no aplastar ni una sola hojita. Tampoco dejaba que sus hermanos se arrastraran allí, el cuarto permanecía cerrado.

Como nunca había visto un bebé normal sus hermanitos le parecían hermosos a su manera, sus sonidos inarticulados y las piscinas de baba en los pisos se sentían a algo parecido a la felicidad, aunque no tuviera en claro qué era ese sentimiento, más bien disfrutaba la completa dependencia y devoción que esos seres incompletos le expresaban, con ellos a su alrededor se sentía útil y necesaria, su vida tenía sentido.

Lo cierto es que el sentido se iba extinguiendo a medida que sus niños se iban porque, sin falta, al llegar a los dieciséis se apagaban igual que una vela. No parecía haber otra razón más que el fin de un ciclo natural dentro de la extravagancia que los había traído al mundo. Lesya, Taras y Lera, los últimos, habían muerto cuando Veti tenía veintiocho dejándola sola para cuidar del despojo que era su padre.

Cinco años cuidó de su papá petrificado, se había quedado duro y quieto tan paulatinamente que Veti no se percató que aquello era una estatua y ya no un hombre. Celebró su entierro cuando la efigie se fracturó al medio.

Y entonces, cuando al fin era libre de partir donde quisiera, se percató de que su cuerpo estaba cambiando. Lo notó el día que los Eliminadores del gobierno hacían su ronda habitual en busca de gente contaminada a la que exterminar. Estaba escondida bajo la cama cuando palpó unas ramas creciendo sobre sus piernas. Luego, cuando buscaba comida en la colonia de los caníbales vio que en la cabeza le estaban naciendo flores.

Ahora que con el correr de los meses su cuerpo se ha ido endureciendo como tronco sabe que finalmente la radiación hizo lo suyo. Se está convirtiendo en árbol para el bosque de su habitación, por eso se prepara tendiéndose cómoda en las pasturas de su acolchado, así las raíces que le crecen en los pies se afianzan bien y el sol que penetra los cristales le da de lleno en su rostro pecoso. No sabe con qué expresión irse, quien vea sus gestos tallados en la madera la definirá por ese semblante. Decide cerrar los ojos y esbozar una sonrisa sutil, como La Gioconda, y que el mundo imagine de ella lo que quiera.

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