El entierro
La tarde a todas luces desapacible, parecía querer pasar desapercibida entre el altozano del norte, los árboles del este y el pequeño pueblo al sur, cerca del río Verdugo. Y qué decir del frío, bañaba aquel interminable día de Enero con la tensa calma del tiempo entre guerras. Metíase en los huesos como espadas entrando a matar, sin lastima ni cargo de conciencia.
Y llovía rabiosamente, era verdad que la mañana arrancara con cuatro gotas mal contadas empero al lento transcurrir de las horas, sobre todo por la tarde, habíase intensificado hasta convertirse en aguacero. Aparcados a la entrada del cementerio un puñado de coches y otro puñado de personas. Paraguas en mano habían dejado atrás, apresuradamente, el sendero de grava remojada por el aluvión que discurría alegre por la inclinación del terreno.
Don Nicanor, el cura, era un señor de mediana edad. Orondo, pelo canoso y con dificultades para hacerse entender debido a un leve ictus sufrido meses atrás. El camposanto a pesar de no ser demasiado grande contaba con cierto encanto. En aquel remanso de paz la mayoría de tumbas posaban en tierra mientras que el resto lo hacían en nichos de cuatro bocas por propiedad.
La caja mortuoria fuera puesta sobre el andamio, aguardando ser introducida en el nicho correspondiente. Desde el cielo la lluvia, en caída libre, acariciaba su madera de cerezo lacada mientras en tierra dos coronas y un improvisado atril batallaban por no salir volando…
El cura pasaba continuamente la lengua por los labios. A pesar del día de perros tenía la boca seca como una alpargata. Por su parte el azaroso monaguillo luchaba contra viento y marea por mantener perfectamente vertical el paraguas, zarandeado por cortas pero intensas rachas de viento. Tras finalizar las oraciones por el eterno descanso de la difunta pasó revista, con la mirada, a los presentes. Nadie quiso acercarse al atril para pronunciar unas últimas palabras. Eran apenas una docena de personas con apenas otra docena de problemas. Discretamente apremiaron al sacerdote para salir de allí lo antes posible…
Contados fueron los que marcharon sin esperar a finalizar el enterramiento. Los que daban el tipo soportaban estoicamente aquel diluvio. El enterrador y su joven ayudante serían los últimos en abandonar el lugar pues debían sellar el perímetro interior del nicho dejando de paso colocada la lápida provisional.
El párroco habló, sin detener la marcha, con un señor vestido de negro riguroso y sombrero estrafalario. Tenía su gélida mano posada en el hombro de aquel hombre apesadumbrado. Tal vez fuese el esposo de la difunta o algún familiar cercano. Las palabras del sacerdote parecían reconfortarlo y es que ya se sabe; todos los ministros de Dios tienen algo de psicólogos.
En el altozano llamaba la atención un personaje más parecido a una estatua que a un hombre. No quitaba ojo de cuanto sucedía en el camposanto. Esmirriado, alto y chupado de cara parecía un cromo desteñido bajo el chaparrón. Plantado allí con cuajo suficiente para soportar lluvia, frío y viento. Entre sus dedos una navaja automática que destellaba al son de cada relámpago reflejado en su hoja…
Margarita de Presas, así se llamaba la extinta. Extraordinaria mujer para unos y una perfecta desconocida para otros. A fin de cuentas el rechazo es directamente proporcional a la ignorancia. Poseía conocimientos sobre hierbas, pócimas y brebajes aprendidos de su madre y ésta de la suya. Pero también contaba habilidades más perturbadoras. De hecho los del coro de la iglesia juraban haberla visto hablar con los muertos, aseverando que incluso podía traerlos de vuelta mediante un antiquísimo ritual celta…
Comenzó a levantarse el aluvión. La tumba se fue apagando por momentos, solitaria como las demás y sin más compañía a partir de ese mismo día que la eternidad. Un nuevo relámpago surcó el cielo; el viento agarró una de las coronas y la arrastró de los pelos, llevándose hasta el portal de la entrada las flores mal sujetas. Los perros comenzaron a aullar…
El asesinato
Heraclio De Vaca era un hombre despreciable capaz de vender a su madre por una botella de lo que fuese o una raya de cocaína. Presumía del noble origen de sus antepasados y no le quedaba de otra pues por el mismo nada de provecho había hecho con su vida. Camello de poca monta, drogadicto y alcohólico. Sobrevivía trapicheando cerca de las casas baratas, pisos de protección oficial levantados en el antiguo vertedero, a las afueras de la ciudad. Violento e inestable, dos atributos de los muchos que poseía y ninguno bueno. Sin embargo peor que lo anterior el hecho de escuchar en su cabeza voces que le decían qué hacer y cómo hacerlo…
En su caso los problemas se solucionaban mediante la intimidación, única llave que conocía capaz de abrir cualquier puerta. No era especialmente agraciado ni física ni intelectualmente. Pocas luces, mirada gélida y espoleta retardada. Rara vez cambiaba de ropa con lo cual era normal verlo con su característica pañoleta pirata en la cabeza, cazadora gastada de cuero negro, pantalones vaqueros roídos y botas militares.
Aquella noche caminaba por la alameda esperando algún cliente al que vender su mercancía. La citada alameda estaba cerca de los pisos de protección oficial, a no más de quince o veinte minutos a pie.
Las cosas últimamente no le iban bien, bueno en realidad llevaba tiempo yéndole mal, sin más. Su proveedor lo atosigaba continuamente ante las escasas ventas, amenazándolo con la puerta o con meterle un par de tiros. No fueron pocas las veces que tuvo que desaparecer varios días hasta tranquilizarse las cosas, escondiéndose en una vieja casa ubicada en la parte alta de la autopista.
Margarita había bajado a la ciudad. No tenía por costumbre hacerlo mas aquel era un caso especial y sobre todo excelentemente remunerado. Algún cliente que no deseaba salir esa noche o simplemente no deseaba ser visto en su compañía. A ella le daba igual, tenía la dirección, parte del pago por adelantado y el resto al terminar sus servicios.
Heraclio bebía de su único bien material: una petaca llena de whisky barato. Daba patadas a los guijarros, maldiciendo su suerte. Otra noche sin vender ni una papelina. El cielo estrellado parecía un campo gigantesco pintado a capricho por manos omnipresentes. La luna henchía el alma de buenas vibraciones, acelerando pulso y sangre como si formase parte indisoluble del sistema circulatorio. Era tan hermosa que uno podría perderse en ella para desear no ser hallado jamás. De Vaca se mostraba enojado y evidentemente borracho, enfurecido con el mundo por tratarlo como a un mierda. Entre trago y trago retornaron las voces llamando a su cabeza con la insistencia de un vendedor de enciclopedias…
—¡Mátala! ¡Mátala! —parecían decirle—. ¡Mátala! ¡Mátala!
Con furtiva disposición Margarita pasó a su vera, sin mirarlo ni prestarle especial atención. Ella era cuan espíritu pasajero espoleado por la noche, jamás había dejado un trabajo a medias y ese no sería el primero. De Vaca se giró, tambaleándose ligeramente. No se asustaba a la ligera, ni siquiera cuando llegaba a los puños con hombres que lo doblaban en tamaño.
Margarita habíase deslizado a modo de susurro otoñal. Sus ágiles pies en ningún momento parecían tocar las sucias baldosas de la acera. Heraclio intentaba aguantar la vertical, escudriñando la noche a la cual veía por triplicado. La misma también olía a alcohol barato. Respiró, arqueó una ceja, escupió y echó a andar tras aquella desconocida…
—¡Mátala! ¡Mátala! —Repetían las voces dentro de su cabeza—. ¡Mátala! ¡Mátala!
Un par de perros callejeros, moviendo el rabo como dos limpiaparabrisas se acercaron a ella. Lamieron sus manos con frenesí, frotando después sus famélicos cuerpos contra sus piernas; ella se dejó querer, acariciándolos. Más tarde les daría algo que llevarse al estómago. Seguidamente los animales pasaron de largo, enfilando al inestable De Vaca. Venía a paso marcial, dando tumbos y tambaleándose cada pocas zancadas. Al percatarse de la presencia de los cánidos detuvo la marcha. Ambos perros izaron el pelo del lomo, enseñándole sus amenazadores colmillos. Pero intimidar a De Vaca no estaba al alcance de cualquiera. Se agachó de forma torpe e imprecisa para agarrar un canto del suelo. Farfulló par y medio de juramentos antes de preparar el sistema de puntería mas para cuando estuvo listo, más o menos, los perros ya se habían perdido en la distancia…
El gran brazo de la vía láctea sobresalía sobre el firmamento, acuñando la impresionante belleza de nuestro barrio cósmico. De Vaca apretó el paso y Margarita hizo lo propio, sin desgreñarse. Sin embargo ella parecía no necesitar tomar aire ni descansar es más, hasta semejaba una consumada fondista. A poco que apuraba la marcha se alejaba metros y metros. En cambio el malnacido de De Vaca sí se cansaba, a buen seguro tanto alcohol (y lo que no lo era) le estaba pasando factura. Vomitó. Las voces reincidían, diciéndole cosas horribles y espantosas prestas a ser ejecutadas sin más aplazamiento.
—¡Mátala! ¡Mátala! ¡Pero mátala bien!—. La voz procedía del cielo, de la luna y de la mar escondida detrás de las colinas. Entraba a su cabeza y de allí no salía—. ¡Mátala! ¡Mátala! ¡Pero mátala bien!…
Heraclio estaba descontrolado. Según su forma de analizar la situación aquella mujer habíalo humillado al ignorarlo, mirándolo por encima del hombro como si fuese un vulgar ratero. Las voces lo juraban, comiéndole la oreja, royéndole el poco cerebro sano que le quedaba. No necesitaba excusas ni motivos de peso para buscar gresca. Como ser humano no alcanzaba ni de lejos la complejidad de un chupete. Sea como fuere no podía consentir que aquella mala puta se hubiese reído de él gratuitamente. ¡Habría consecuencias!…
—¡Mátala! ¡Mátala! —De nuevo Perico al torno—. ¡Mátala! ¡Mátala! ¡Pero mátala bien, como a una rata!
El anochecer ansiaba romperse al alba pero no, aún no. Margarita lo supo, ella era alba y noche, clara disposición y privilegiado ejemplo de eventos predestinados. Por ende se detuvo con cierto retintín, disfrutando hasta de las cosas más minúsculas. Acechó ubicación de estrellas y planetas, éstas le guiñaron un ojo a lo que ella correspondió con leve inclinación de cabeza y rodilla. Ello sorprendió a De Vaca que medio doblado del esfuerzo acababa de alcanzarla…
—¡Dame lo que llevas encima! —Vociferó amenazante. Tomó aire y expectoró.
Margarita volvió a reírse pero ahora en su cara. Mas no fue una sonrisa cualquiera sino más bien un esbozo maquiavélico. No parecía temer a nada ni a nadie y mucho menos a aquel insignificante personaje que osara abordarla en plena noche. Aquella mueca repetitiva de oreja a oreja dejaba ver dos hileras de dientes que, por inaudito que parezca, entraban y salían de las encías en perfecta sincronización…
—¡Váyase! Déjeme seguir mi camino —Le recomendó, recolocando un largo mechón de pelo…
Heraclio sacó la navaja automática. Ello llevó a comprimirse aún más la tensión entre ambos personajes sin más en común que carne, hueso y sangre. De un momento a otro cualquier pequeña acción haría saltar todo por los aires.
—¡Qué me des lo que llevas encima, puta!—. Gritó, sin dejar de menar la navaja de un lado al otro.
Pese a todo Margarita continuaba en sus trece, sin aparente prevención. Divisó una rapaz sobrevolando la telaraña oscura de la noche y aleteó con sus brazos como si quisiera volar a su lado. Ulteriormente con mano en ristre señaló un punto lejano en el mar; solamente ella podía verlo. En el mismo decenas de delfines devoraban un banco de sardinas. Evidentemente sin lógica alguna para el común de los mortales.
A De Vaca se le hincharon las pelotas, perdiendo el control de la situación… bueno digamos que nunca tuvo control de nada en su miserable vida. Pero las voces seguían ahí, martilleándole la sesera de tal forma que tuvo que darles acomodo.
Adelantó un pie, aguantando el equilibrio. La miró bravucón; volvió a escupir y cogiendo inercia le clavó la navaja en el estómago. Entró hasta la empuñadura. Margarita notaba en su interior el frío acero contrastando con el calor de sus entrañas. Fueron dos segundos pero bien pudieron haber sido dos siglos de punzante dolor. El abyecto acto fuera consumado con nocturnidad y alevosía…
Heraclio retorció el arma antes de sacarla, buscando hacer el mayor daño posible. Estaba completamente ensangrentada y aún así Margarita esbozaba esa sonrisa trémula cuan niña abriendo regalos la noche de Reyes. Con aquellos profundos ojos negros clavaba sus pupilas en la espesa negrura de la bóveda celeste y en la claridad venidera del mar. Bailó sin pareja ritmos herejes, girando alrededor del reflejo de la luna sobre una minúscula poza consumida por la desesperanza.
Aquello era inaudito. Gruesas gotas de sangre pintaban las baldosas como borrones de tinta lo harían sobre inmaculados papeles. Con sentido o sin él allí seguía tan singular dama de armas tomar: indiferente, indolora, incorpórea y amoral. Danzando, gimoteando empero al mismo tiempo sonriendo como si su locura fuese todavía peor que la De Vaca.
Volvió a apuñalarla, repetidas veces. Margarita terminó desplomándose tal cual fuese un castillo de arena atizado por temporales desangelados. Cegado por las voces y desposeído de cualquier piedad o cordura continuó… Dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y así hasta ciento ocho puñaladas.
Exhausto cayó al suelo y con él su mortal navaja. Aquel cuerpo había quedado irreconocible, una masa sanguinolenta que causaba terror mirar.
La reservada señora de la noche había muerto incluso antes de golpearse contra el suelo. Honores de caída para ella, reconfortada con millones de aullidos y una antigua canción en la gramola. Fue así bajo la buena muerte; buscando aquello que no se debe buscar. Disposición alineada de estrellas apagándose ¡oh! Profundas y pétreas pupilas que lloráis sangre…
La venganza
De Vaca sabía lo que había hecho aunque tenía problemas para acordarse de ciertos detalles. Las voces guardaban silencio por el momento. No sentía remordimientos ¿de qué podían servirle? Los malnacidos están mejor muertos. Uno no debe darle vueltas. Además ¡qué carajo! Las personas son útiles según el aprovechamiento que se les pueda sacar y a aquella mala puta no le había podido quitar ni el nombre…
Huyera de la ciudad por la puerta trasera y a toda prisa. De nuevo escondido en su destartalado reino, herencia de sus defenestrados padres. Se alzaba en la parte alta de la autopista, rodeado por lo que quedaba de monte. El susodicho tomaba la parte elevada del terreno con su característica forma en arco. Algunos pequeños árboles diseminados y torcidos conformaban los últimos vestigios de lo que un día fuera el pulmón de la ciudad.
Heraclio oía los vehículos como abejorros revoloteando sobre las flores. No estaba allí huyendo del matón de su jefe; no. La estrategia solía funcionar, dejaba pasar unos días y el asunto terminaba normalizándose. Éste rara vez ordenaba a los gorilas de turno darle una paliza porque a fin de cuentas el patrón era su tío paterno; todo quedaba en familia, incluidas las tundas.
Habíase abrigado en aquel santuario carente de salubridad para ocultarse no de sus actos sino de la consecuencia de éstos. Probablemente la policía no tardaría en dar con él. Debía pensar y hacerlo rápido o volvería a prisión y esta vez para pasar una larga temporada entre rejas.
Indudablemente De Vaca había tocado fondo. De algo así sólo podría salir con bien largándose del país. Tal vez su tío pudiese echarle una mano. Miró en derredor, reconociendo cada centímetro cuadrado dentro del caos representado por aquel vertedero. El paso de las décadas dieran buena cuenta de la estructura. Las ventanas constituían un improvisado punto de agarre para pequeños arbustos e hierbajos altos. La mayoría de las paredes se abrían a los lados, agarradas por gruesas hiedras y plantas silvestres que a modo de abanicos tupían los boquetes. Carecía de tejado salvo por una porción del mismo encima de las vigas podridas de la cocina. Allí el suelo rebosaba trozos de azulejos y fuerte olor a orines. El hueco de la ventana sellado por zarzamoras y contra la pared de ladrillo desvencijado los restos de la chimenea.
De Vaca observó algo que llamó poderosamente su atención. En uno de los tabiques desnudos un cuadro colgado, como por arte de magia, del aire. Se acercó para observarlo detenidamente. En la autopista escuchó el claxon de un camión.
Tenía el cristal sucio así que escupió sobre él para limpiarlo con la manga de su cazadora gastada de cuero negro. Pintado al óleo una mujer de espaldas permanecía al borde de un prominente acantilado. Pelo largo, negro como el carbón, vistiendo de pies a cabeza de negro riguroso. Al fondo mar en calma, a su izquierda un cerezo seco y a su derecha una pequeña hoguera ¡ardiendo! Sus pies apoyaban sobre finísimos clavos oxidados. Tres gaviotas como tres manchones surcaban el cielo…
En la autopista dos conductores picados se adelantaban constantemente, llevando máquinas e irresponsabilidad al límite. Tan pronto desaparecieron dentro del túnel los acontecimientos ceñidos en torno a De Vaca se precipitaron desde lo alto del trampolín, cayendo sobre un pocillo lleno de desesperación.
La mujer del cuadro giró en redondo la cabeza, sin partirse el cuello. Miraba a Heraclio con su par de inquietos ojos negros, gesto serio y rostro insondable. Él, sorprendido primero y desconcertado después cayó de espaldas al intentar retroceder. Aquella dama de negro; negra como la profundidad misma del cosmos echó a andar hasta el cristal del cuadro. Poniendo sus manos sobre él hizo fuerza hasta quebrarlo, saltando en añicos. Luego extendió los brazos, moviéndolos en paralelo como si fuesen de goma, primero uno y luego el otro. Agarrando con las manos el marco empujó hasta sacar la cabeza. Seguidamente medio cuerpo, una pierna, la otra… Ya la tenía de pie frente a él…
De Vaca intentaba levantarse. Estaba tan acongojado que sus pies resbalaban cuan par de gastados zapatos bailando claque sobre baldosas recién enceradas. Mas un animal asustado puede ser, si cabe, más peligroso. Instintivamente echó mano al bolsillo para sacar la navaja automática pero no dio con ella. Maldita estampa y maldito sino. ¿Dónde demonios habría dejado su prolongación fálica?…
Mansamente la sujeta mujeril se aproximó al navajero, transmitiéndole tranquilidad a través de una fugaz e indócil sonrisa. La última para él ¡qué detallazo! Puso las palmas de sus manos en las sienes de Heraclio, hablándole al oído en estos términos mientras le quitaba la pañoleta pirata de la cabeza:
—Me llamo Margarita de Presas y ¡tú me mataste!—. Lo espetó fríamente, enseñando sus amenazantes dientes que entraban y salían de las encías como si de una guillotina a escala se tratase—. Mas no puedes matar aquello que lleva muerto desde los albores del hombre…
De Vaca notó la orina discurriéndole por las perneras. Aún así le mantenía la mirada, desafiante, procurando ocultar su propio pavor. Ella lo besó superficialmente. Después varios fogonazos retumbaron por los cuatro puntos cardinales. El viento acicaló los cabellos de las nubes al tiempo que don relámpago abrió una ventana al cielo, sacudiendo la ropa tendida sobre cumbres montañosas desnudas de verdor. Entretanto la lluvia comenzó a descolgarse…
Con un chasquido de dedos la tarde tornara desapacible. Pretendía esconderse entre el altozano del norte, los árboles del este y el pequeño pueblo al sur, cerca del río Verdugo. El frío tampoco daba tregua. Aquel interminable día de Enero se ensartaba en los huesos para deshojar actos criminales impagados, aguzado como cuchillos que marcan la carne antes de cortarla.
Golpes secos y gritos desesperados alternaban dentro del ataúd de cerezo lacado. Interior lujoso y acolchado, como debe ser. El último lugar de descanso para el impresentable de De Vaca. El oriundo cura y el monaguillo habíanse ido apremiados, igualmente los pocos presentes al entierro de la enigmática Margarita de Presas…
En el altozano una mujer observaba con determinación la ceremonia, impasible a la inclemencia del temporal. El señor de negro riguroso y estrafalario sombrero se desvió, caminando para allá. Juntos bajaron por el otro lado hasta quedar ocultos tras la arboleda. Dos grandes perros los aguardaban impacientes dentro de un amplio y lujoso vehículo…
El enterrador y su ayudante concluyeron su trabajo. Llovía a cantaros; otro relámpago desvistió el cielo para vestir la tierra. Dentro de la caja continuaba el retén de golpes, clamores y alaridos de Heraclio, enterrado vivo. Las voces de su sesera guardaban silencio sepulcral, habíanlo abandonado al igual que su navaja automática. Ciento ocho puñaladas tenían la culpa.
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