Rodolfo Semper siempre había tenido gatos como animales de compañía. Únicamente gatos. Sí, desde que era un bebé, de adolescente, durante su juventud… prácticamente en todas las etapas de su vida. Ya desde su nacimiento, sus padres adoptaron un gato que no se separaba ni un instante del bebé Rodolfo. Acompañándolo en todo momento, protegiéndolo de quién sabe qué peligros, llegando a ser como una sombra que se proyectaba del niño. Cuando dicho gato murió, Rodolfo tenía seis años, y ya sus padres procuraron comprarle otro. Y luego más gatos. Toda una vida con gatos.

Es más, su vida giraba en torno a los gatos. Sabía más acerca de gatos de lo que muchos podrían saber en toda su vida. Toda una vida dedicada al conocimiento de los gatos le había hecho convertirse en un auténtico especialista, pero a su vez había propiciado un desconocimiento en muchas otras áreas.

De hecho, era por todos conocido como Gatuno. Era tal la intensidad de la identificación con los gatos que incluso físicamente se diría que tenía cierta apariencia felina. Era menudo de estatura, de complexión delgada, casi magra, pero de movimientos rápidos y ágiles, como de gato, dirían muchos. Había entrado ya en la madurez. Había cumplido los 50 hacía unos meses. Pero era de esas personas de las cuales se dice que no aparentan la edad que tienen. Y era cierto, Rodolfo parecía mucho más joven de lo que en realidad era.

Rufus, el último gato que había tenido, se había ido de este mundo hacía ya dos años. Pero era tal el cariño y afecto que le había tenido en vida —como el de un hijo— que desde entonces no se había atrevido a adquirir otro gato que pudiera traicionar su memoria. Sin embargo, un frío día de febrero pasaría algo que lo iba a cambiar todo, que iba a transformar para siempre la vida, hasta ahora simple y tranquila, de Rodolfo.

Rodolfo siempre había pensado que era una suerte vivir no muy lejos del lugar donde trabajaba. Un día que había salido del trabajo más tarde de lo habitual, se le ocurrió que podía coger un atajo para llegar antes a su casa. Así que, en lugar de ir por el camino de siempre, se metió por otra calle alternativa. A medida que avanzaba por ella, se iba dando cuenta de que no la reconocía. No parecía la misma calle por la que había transitado en alguna ocasión.

“Pero… ¿dónde demonios me he metido?”, murmuró extrañado.

“Debo haberme perdido”, pensó.

En ese momento creyó oír en la lejanía lo que parecían ser los maullidos de un gato. Rodolfo siguió avanzando con creciente curiosidad. Cada vez oía los maullidos más cerca, hasta que por fin llegó a una especie de edificio muy antiguo, ruinoso, que parecía deshabitado. Para entonces los gemidos habían cesado, pero no lograba ver a ningún animal. Observó entonces que del portal del edificio, que tenía la puerta rota y que no cerraba del todo, salía un gato que se dirigía hacia él y se enroscaba entre sus piernas sin ningún tipo de temor.

“Para ser un gato callejero parece muy bien cuidado”, se dijo Rodolfo.

Y, aunque estuvo dudando en un principio si sustituir a su amado Rufus por un gato intruso, acabó por llevarse a aquella dócil criatura a su casa y empezar a compartir con ella una nueva experiencia que creía sería muy especial.

Aquella misma noche Rodolfo tuvo un sueño muy extraño. En él llegaba hasta el mismo edificio deshabitado, pero en lugar de encontrarse allí con el nuevo gato, vio a su querido Rufus. Y no estaba solo. A su lado se encontraba un anciano, desaliñado y con largos cabellos blancos que le llegaban a la cintura, que le dijo:

—Te estaba esperando.

En ese instante su mirada se dirigió hacia Rufus, pero ya no era Rufus el que estaba junto al anciano, sino el nuevo gato, el cual tenía una actitud muy agresiva, como dispuesto a atacar. Rodolfo notó que su cuerpo estaba completamente paralizado y no podía reaccionar. Y entonces el gato dio un salto hacia él, momento en el cual despertó, totalmente aterrado.

Rodolfo Semper no se esforzó mucho en ponerle un nombre original a su nuevo gato. Pensó que, como era de color negro, debía llamarlo Black. La verdad es que Black se adaptó perfectamente a su nuevo hogar, dando muestras de ser un gato muy cariñoso y tranquilo ya desde los primeros días. Pasaron más días, pasaron los meses y todo en la vida de Rodolfo parecía ir viento en popa. Y ese vacío existencial que le había quedado como consecuencia de la desaparición de Rufus se había llenado felizmente con la llegada de Black. Únicamente podía considerarse como una mancha en la vida de Rodolfo el hecho de que era una persona solitaria que tendía a evitar las relaciones sociales. Era hijo único y sus padres nunca se habían preocupado en favorecer en aquel niño el contacto con otros niños. En cambio, la fijación por los gatos, compartida por ambos progenitores, se la habían inculcado a su hijo desde la más tierna infancia. De este modo, Rodolfo Semper —Gatuno— prácticamente no tenía amigos y menos aún se le había conocido pareja.

El timbre de la puerta había sonado un domingo por la tarde. Medio adormilado en el sofá, Rodolfo Semper hizo un gesto de fastidio y se levantó torpemente para abrir.

—¿Quién es? —preguntó Rodolfo.

—Soy la vecina —dijo una voz de mujer joven.

—¿Qué vecina? —insistió, incómodo, Rodolfo.

—Ah, perdón, soy la de la puerta 5, del segundo piso, de arriba tuyo… bueno, de usted. Me acabo de mudar hace poco, y… era por si tú… usted, podía hacerme un favor —preguntó.

—Sí, claro. Dígame —dijo, dubitativo, Rodolfo.

—Se me ha caído un pantalón al recoger la ropa tendida. En la terraza que da al comedor. Si hiciera el favor…

—Sí, no se preocupe —dijo.

Regresó Rodolfo con la pieza de ropa en mano y abrió por fin la puerta para devolvérsela. Entonces la vio. Y era como si una descarga eléctrica le hubiese terminado de despertar del ensimismamiento de aquella tarde, porque le pareció ver como un aura de luz alrededor de la chica que iluminaba el rostro más bello que había visto nunca.

—Muchas gracias, vecino. Y disculpe las molestias —dijo aquel hermoso ángel.

Rodolfo continuaba impactado por aquella visión —que no podía ser en absoluto terrenal— y no logró responder nada. Le hubiera gustado hacerla pasar adentro, pero no sabía cómo hacerlo, y además, le parecía del todo improcedente. Así que la dejó marchar —muy a su pesar— y continuó con su anodina tarde, sin poder dejar de pensar en ella.

Fue la propia Rufina, que así se llamaba la vecina misteriosa, la que primero entabló contacto con Rodolfo Semper. Desde luego no era ella un ejemplo de persona honesta y de buenos sentimientos. Simplemente sentía curiosidad por él y pensó que podría divertirse un tiempo con aquella alma solitaria y rara. Rodolfo, ingenuamente y a tenor de la nula experiencia que arrastraba a nivel sentimental, creyó realmente que ella tenía un interés verdadero hacia él. Habían tenido ya un par de encuentros, siempre en el piso de Rodolfo, en los que este jamás había osado hacer referencia alguna al tema de los gatos. Lo cual le provocaba una gran inseguridad, ya que le resultaba muy difícil hablar de cualquier otro tema de conversación, dado su escaso dominio de las interacciones sociales. Existía, además de este, otro inconveniente en la relación de ambos, y era que Black había dejado de ser, desde la llegada de Rufina a la vida de Rodolfo, un gato tranquilo y amoroso, pasando a mostrarse cada vez más agresivo e intolerante con ella. En un principio achacaron el problema a los celos normales que el animal debía tener hacia una persona extraña, que con el tiempo, y a medida que el grado de conocimiento fuera mayor, irían remitiendo —pensaban—. Pero la verdad es que el tiempo pasaba y todo se complicaba cada vez más, hasta el punto de que Black tenía que ser encerrado en una de las habitaciones para que no molestara a Rufina. Esto hizo que Rodolfo temiera perder a Rufina y tal cosa no podía permitirlo, no ahora, en este punto de su relación, en la que se sentía profundamente enamorado de ella. Porque Rodolfo sentía que el amor por Rufina era mucho más importante que el cariño que sentía por Black. Y si tenía que elegir… no, no quería pensar en ello, pero si… tuviera que deshacerse de Black… no lo dudaría un segundo.

Para Rufina no era nada fácil continuar con una relación que para ella no tenía ningún interés, teniendo además que lidiar con un animal que no la soportaba y por el que ya no sentía solo incomodidad, sino al que había llegado a tener un miedo atroz. Pero planeaba quedar al menos una vez más con Rodolfo, tratando de tensar al máximo el deleite de su insana curiosidad por él. Rodolfo le había propuesto en repetidas ocasiones que tuvieran citas fuera del piso, a lo que Rufina se negaba dando mil excusas, porque en realidad se avergonzaba de que su círculo de amistades los viese juntos.

“Una vez más, sólo una vez más” —se dijo, reuniendo toda la determinación posible.

No podía saber Rufina cómo esa decisión iba a precipitar fatídicamente los futuros acontecimientos.

Habían quedado a las 8 de la tarde, tras salir de sus respectivos trabajos, de nuevo en el piso de Rodolfo. Este estaba tremendamente preocupado por la tensa situación que afectaba a su relación con Rufina: el maldito gato, su insoportable timidez… Quizá por todo ello, a Rodolfo Semper no se le ocurrió otra cosa mejor que probar la bebida —casi por primera vez en su vida— para entonarse un poquito y así poder ser capaz de desinhibirse ante ella, ya que, tras pensárselo mucho y armarse de valor, había decidido declarar su amor a Rufina de manera oficial.

—¡Hola, amor mío! —soltó Rodolfo sin apenas meditar sus palabras, ya bastante contentillo por el efecto que el alcohol producía en su cerebro.

Rufina, que había hecho ademán de darle dos besos en la mejilla, como buenos amigos, se quedó horrorizada y se detuvo en seco, temiendo acercarse hacia él un milímetro más.

Pero inmediatamente, de un empujón la hizo pasar adentro, rodeándole la cintura con su mano derecha.

—Pasa, pasa, cariño, que hace frío fuera —dijo Rodolfo con una voz en la que se apreciaban evidentes dificultades de dicción.

Rufina maldijo la hora en la que decidió venir al piso de Rodolfo, pero, tratando de mantener la calma, se sentó junto a él en el sofá. En esos momentos, se dio cuenta, con horror, de que el gato caminaba de un lado a otro del salón a sus anchas.

—Pero… —titubeó— ¿No has encerrado al… gato?

—Ah, no tienes nada de qué preocuparte —le dijo inocentemente Rodolfo— ¡Es un gato la mar de cariñoso!

Y en aquel instante, Black saltó repentinamente al sofá y, sin dejar de mirar con cara de asesino a Rufina, lanzó un bufido que la dejó totalmente petrificada.

—¡Black, haz el favor, compórtate! —espetó Rodolfo al gato—, como si estuviera riñendo a un niño que hubiera hecho una inocente travesura.

Pero Rufina estaba empezando a perder la paciencia.

—¡Mira Rodolfo, si no encierras inmediatamente a ese… gato, yo…! —amenazó, exaltada.

—¡Vale, vale, cariño, no pasa nada, ahora lo encierro! —la calmó Rodolfo—, y al levantarse del sofá, por poco no cae al suelo al enredársele de mala manera los pies.

Aparentemente las aguas volvieron a su cauce y ambos intentaron entablar una conversación normal. Sin embargo, el estado de intoxicación etílica de Rodolfo no había terminado. Intentando romper el hielo, se le ocurrió decir:

—¿Sabes? Soy un experto en gatos.

Rufina lo miró un tanto extrañada.

Rodolfo prosiguió como si nada.

—¿Sabías que existen más de 500 millones de gatos domésticos en el mundo?

Rufina lo miró estupefacta. Sin saber qué decir y tratando de seguirle la corriente, comentó:

—Ah, no sabía que… hubiera tantos—. Y le lanzó una sonrisita nerviosa.

Pero, animado por lo que creía un gran interés por parte de Rufina, Rodolfo dijo con total entusiasmo:

—Un gato que nace con un ojo azul normalmente es sordo de la oreja más cercana.

Rodolfo carraspeó un poco, como preparando su voz ante un importante y transcendental discurso y dijo así:

—Los gatos hacen unos 100 sonidos y los perros solamente 10. La orina de un gato brilla en la oscuridad cuando la iluminas con luz negra. Si crees que tu gato está marcando territorio, más allá del tremendo olor, puedes buscar la fluorescencia.

Tremendamente emocionado, Rodolfo no se daba cuenta de los gestos de inmensa incredulidad y ya evidente desesperación de Rufina. Y continuó con su grandiosa conferencia:

—Si tu gato está cerca de ti y agita su cola, es la mayor expresión de cariño que puede hacer. En cambio, si la agita demasiado fuerte, tanto que golpea con ella, está de pésimo humor, es mejor que lo dejes solo un rato.

Y en ese mismo instante, desde una de las habitaciones del piso, se oyó un horripilante rugido, más propio de un león salvaje que de un gato doméstico enfadado.

—Bueno —dijo levantándose a toda prisa Rufina—, la verdad es que… tengo que marcharme ya —balbuceó sin fuerzas como para seguir soportando semejante velada.

—¡Pero si es muy pronto todavía, querida! —protestó suavemente Rodolfo.

—Ya, lo sé… pero… es que no me encuentro bien, me… duele un poco la… cabeza.

Y dejando a Rodolfo con la palabra en la boca, sin apenas mirarle y sin despedirse de él, se dirigió precipitadamente hacia la puerta, dando tal portazo que debió de resonar como si hubieran lanzado la mismísima bomba atómica en el edificio.

Rodolfo Semper estaba profundamente deprimido. Desde la última cita no había vuelto a quedar con Rufina. Ella, además, le rehuía cada vez que se encontraban. Era evidente que no quería saber nada de él. Y Rodolfo no podía soportarlo. La quería con locura. La deseaba más que a nada en el mundo, la deseaba más que… ¡ese maldito gato… Black! ¡Ojalá no lo hubiera traído jamás a casa, que se pudriera en el mismo lugar donde lo había encontrado, ojalá… se hubiera muerto ya! Era evidente que Rodolfo —Gatuno— culpaba de todos sus males amorosos a Black. Era evidente que ya no lo quería, que, de hecho… ¡lo odiaba con toda su alma!

Rodolfo Semper bebía cada vez más. Lo hacía sobre todo para tratar de olvidar a la que en otro momento había creído que era el amor de su vida, de la que ya no deseaba ni recordar su nombre, Rufina. Sí, ahora solo necesitaba imperiosamente que su aura de luz angelical que antaño lo había deslumbrado y enamorado desapareciera del todo de su vida y de su subconsciente. No era fácil. Y Rodolfo creía que el alcohol ayudaba. Pero no era así. En realidad, lo había convertido en una persona más violenta, él, que siempre había sido todo ingenuidad. Tampoco le ayudaba –pensaba él- la presencia diaria de aquel gato nefasto en su vida, el tener que convivir con el que creía que era el causante de su desgracia sentimental. Con el tiempo, del simple desprecio había pasado al maltrato del animal. Ante lo cual, el gato procuraba apartarse de su amo, que en otros tiempos lo había amado. Se escondía, ocultaba su presencia, procurando no ser visto, consciente, aun siendo animal, del desprecio que causaba. Pero un día que Rodolfo Semper —Gatuno— no pudo —ni quiso— evitarlo más, y en un irrefrenable impulso de violencia, mató a su gato, clavándole un cuchillo de cocina de grandes dimensiones en su ojo derecho, para luego rematarlo degollándolo. A continuación, lo metió en una bolsa de basura y lo llevó hasta un lugar apartado y allí lo dejó, para siempre —pensaba él— alejado de su vida.

Pasó un tiempo desde aquel terrible suceso. Sin embargo, Rodolfo Semper no había notado ningún alivio en absoluto. Muy al contrario, se diría que el sufrimiento de su atormentado espíritu aumentaba cada día y no lograba encontrar la paz. Seguía ahogando sus penas en el alcohol, sobre el que no tenía control alguno. Tanto era así, que la estabilidad de su trabajo peligraba e incluso su salud mental empezaba a deteriorarse. Todo lo cual llenaba de preocupación a su reducido círculo familiar y social, que veía con impotencia la caída de Rodolfo en un pozo sin fondo del que no podía —ni quería— salir.

Hacía poco había empezado a sufrir pesadillas horribles y sueños perturbadores en los que veía imágenes angustiosas de Black que no le abandonaban incluso durante el día, recuerdos del gato mezclados con el fantasma de la culpabilidad, pensamientos extraños, y un estado de confusión mental que cada vez era más frecuente.

Y llegó el día en el que se cumplía un año de la llegada de aquel gato a casa, un frío día de febrero. Sí, por desgracia lo recordaba demasiado bien, no lo había podido olvidar a pesar de todos sus esfuerzos. Ese día no quería —ni pretendía— que fuera especial, solo quería que fuese uno más de los días anodinos en los que se había convertido su vida. No quería pensar. Solo dejarse llevar. Aquella mañana de domingo se levantó de la cama, bastante tarde. Se dirigió, como de costumbre, al baño. Se situó frente al espejo y se mantuvo un rato observando su rostro reflejado en él. Le pareció que había envejecido por lo menos veinte años. Sus facciones demacradas denotaban el intenso sufrimiento de los últimos meses. Miró sus ojos, ahora tristes y sin vida, sus párpados caídos, sus pupilas dilatadas por los excesos del alcohol. Así se mantuvo observándose un tiempo, fijamente, sin apartar la vista. Sin previo aviso, el espejo reflejó la imagen de un gato negro, y creyó reconocer el rostro de Black, con sus ojos vertidos hacia los suyos. Fue todo muy rápido. Tras el impacto de la imagen, Rodolfo dio un grito de terror y apartó la mirada instintivamente de aquella visión fantasmal. Salió corriendo del baño y se sentó en el sofá, frotándose la cara con incredulidad. Pero en su mente resonaban los ecos de sus propios pensamientos, que decían repitiendo sin cesar “el gato en el espejo”, “el gato en el espejo”, “el gato en el espejo…”

A mediodía, tras varias horas de vacilación mental, Rodolfo había recuperado un tanto la calma, pero su ánimo se encontraba alicaído. Todavía un poco confuso, se había animado a ir a la cocina y comer algo rápido. Arrastraba una frecuente somnolencia, debido a los estragos de un insomnio crónico y a unas casi constantes pesadillas por las que le daba miedo el acto de dormir. Todo lo que suponía la noche y el momento de irse a la cama le aterraba. Y ahora también temía cualquier acontecimiento transcurrido durante el pleno día. Pero, finalmente, ya no pudo aguantar más y el sueño le venció, quedándose profundamente dormido.

Y Rodolfo tuvo uno de sus sueños perturbadores. En él se encontró en una extraña habitación vacía, sin muebles. Las paredes estaban totalmente pintadas de blanco. No había ninguna ventana, pero tampoco existía ninguna puerta por la que se pudiera entrar y salir. Entonces, en una esquina de la pared de la izquierda, le pareció ver una silueta negra que no se movía en absoluto. La tenue luz de la habitación no le permitía distinguir qué cosa era aquello, solo pudo discernir que unos ojos se dirigían hacia los suyos con una fijeza intensa e inusual. De repente, la extraña figura pareció moverse, y, dando unos pasos felinos, avanzó hacia él. Sí, por fin supo lo que era aquello. Se trataba de su gato Black. Pero con un solo ojo. Recordó Rodolfo en esos instantes que antes de degollarlo, le había clavado el cuchillo de cocina sobre su ojo derecho. Súbitamente, el ojo que le quedaba sano se rompió en varias decenas de ojos, de los cuales se formaron otras tantas decenas de gatos. De modo que la habitación se llenó de gatos, con un solo ojo también, como el de Black. Todos los gatos le miraban intensamente, tanto que Rodolfo no podía soportarlo y la recepción de esas miradas se convirtió en una angustia insoportable. Entonces despertó de aquella pesadilla, pero su mente, a partir de aquel momento, ya no supo distinguir entre lo que era real y lo que no lo era.

Rodolfo se levantó y se dirigió mecánicamente a la cocina, como si obedeciera órdenes ajenas a su voluntad. La verdad era que él ya no parecía él. Su voluntad estaba dirigida únicamente por su cerebro dañado, guiado por los dictados de su subconsciente. Se podría decir que ya no sabía lo que hacía. Parecía hacer caso omiso al mundo real. Con el cuchillo en la mano iba deambulando de un sitio a otro de la casa. Su conciencia febril le hacía ver a Black por cualquier parte de la casa. Y en ocasiones, movía el cuchillo hacia no se sabía dónde, como si realmente estuviese acuchillando a su otrora gato. Entonces, de repente, se quedaba quieto, como si estuviera catatónico. Y tras un tiempo indeterminado, continuaba con sus quimeras.

Así estuvo mucho tiempo, hasta la tarde. De repente, el timbre sonó, pero en su imaginación perturbada, Rodolfo creía oír que algo o alguien daba golpes a la puerta, continuos golpes. El timbre volvió a sonar. Y esta vez Rodolfo abrió. Delante de él un gato negro le observaba. Rodolfo —Gatuno— lo miró a su vez con un odio indescriptible y le gritó:

—Gato maldito, ¡te mataré! ¡Ya te maté una vez, pero volveré a hacerlo, si es necesario!

—¡No! Rodolfo, ¡Soy Rufina! Por favor, ¡déjame entrar! —dijo el gato, implorando—Nunca pretendí hacerte daño. No pensaba lo que hacía. Por favor ¡perdóname! He oído que estás sufriendo mucho… es por mi… mi culpa.

—¡Tú no me engañas, gato infernal! Y diciendo estas palabras, apretó con fuerza el cuchillo y lo levantó, dispuesto a atacar con él a aquel gato.

—¡No! ¡Qué haces, Rodolfo! ¿No ves que soy Rufina? —le imploraba el gato.

Pero era demasiado tarde, Rodolfo clavó con fuerza descomunal varias veces el cuchillo en la garganta del animal, hasta que este cayó muerto a sus pies, junto a la puerta. Rodolfo retrocedió unos pasos para mirar con satisfacción el cuerpo inerte y se quedó sentado allí. Momentos más tarde, un par de agentes de policía, alertados por algunos vecinos de los pisos superiores que habían escuchado los ruidos violentos en el edificio aquella tarde, subían escaleras arriba hasta el primer piso. Lo que vieron fue el cuerpo tendido en el suelo, junto a la puerta, de una mujer. Tenía varias cuchilladas en la garganta. Sentado a su lado se hallaba Rodolfo, sonriendo, tranquilo como desde hacía meses no lo había estado. Aliviado. Feliz.

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