En lo más alto del ocaso

En lo más alto del ocaso

J. A. Gómez

14/12/2023

Lejos quedan aquellos años vividos intensamente al cobijo de tilos y robles. Tanto así que le cuesta hacer memoria. Prueba de ello son sus lágrimas sin enjuagar, acompañadas de juramentos malsonantes y ceño fruncido.

 Desvalido, enfermo y demacrado… Tito, viejo carcamal con pie y medio en la tumba. ¿A qué espera la muerte? ¿A una cordial bienvenida? ¿A una invitación lacrada? Incluso ella parece formar parte del complot para mantenerlo vivo como a un vegetal.

 Esta conjura repite metódicamente momentos tantas veces añorados. Algunas veces se quedan retenidos en su sesera de forma puntual pero mayormente son chispazos efímeros sin orden ni concierto. Días encadenados a semanas y semanas encadenadas a meses, culminando en años interminables. Catarros, toses, pinchazos, reuma, pruebas médicas, artrosis, artritis, orines y defecaciones en el pañal. Problemas físicos de la mano de ese olor desagradable que emana su cuerpo. Desgracias en cualquier caso que hacen hincapié no sólo en su fragilidad evidente sino en su dependencia de terceros. Pésimo reflejo de lo que un día fue; él, nada más y nada menos que el campeón europeo de los pesos pesados.

 Cuando acudía al gimnasio del barrio lo hacía siempre por aquella avenida repleta de árboles de hojas tupidas y troncos abigarrados. Árboles ramificados cuyas flexibles y alargadas ramas se extendían de tal forma que creaban sobre la calle una gigantesca bóveda en tonalidades mortecinas.

 La poca luz que llegaba al suelo lo hacía difuminada en claroscuros, rebotando por doquier como láseres. ¡Qué espectáculo digno de dioses! ¿Habría cambiado mucho la avenida? ¿Sería todavía como la recordaba? ¡Imposible! Bajo el yugo opresor de la especulación a buen seguro habrían levantado edificios de ladrillos rojos con ventanas diminutas que a duras penas invitaban al sol naciente a calentarlas. Y si con suerte entraban algunos jirones de luz por el este uno ya podía darse con un canto en los dientes.

 ¿Y los árboles? ¡Su arboleda! ¿Estarían todavía a lo largo de la vía? Y de ser así ¿cubrirían el cielo en tonos mortecinos? Dejó salir un ronco gruñido, como si de repente se hubiese enojado con el mundo. ¡Claro que no! Probablemente los talasen para biomasa o para montar ridículos muebles modernistas que no resisten cuatro golpes. Después de todo el dinero mueve el mundo y él lo sabía muy bien.

 Nunca fue un niño fuerte, más bien lo contrario. Achacoso, enfermizo y débil de mente sin embargo su mundo cambió al conocer a otro chico del barrio, algo mayor, del cual se hizo inseparable. Tomás, alias “puños de piedra”, así se llamaba el joven y así era conocido en el mundillo del boxeo. Él lo introdujo de a pocos en el arte del juego de pies y cintura, puños y cabeza. Fue su punto de inflexión porque de ahí en adelante una nueva existencia comenzaba para el campeón que se estaba forjando… 

 Tilos, robles y laurel para El Invencible. Paseo de la fama, gritos de fans descontrolados, autógrafos, estrellato, euforia y brazo derecho al cielo del cuadrilátero en cada combate. Nadie lograba dar con la fórmula para vencerlo porque Tito era todopoderoso; una máquina perfectamente engrasada hecha de músculo y hueso. Toda una trituradora de rivales, sólo él y nadie más que él podía ser considerado Rey de Reyes. El número uno entre aquellos embrutecidos hombres que llevaron el boxeo a sus más altas cotas de popularidad, solamente superado por el fútbol.

 Tilos y robles mudos testigos del éxito, exiguo por más decenios que uno inhale. Tilos y robles como viva representación incapaz de añorar pero sí de dejar hondas añoranzas. Cuanto pasa tiene sentido de ser y nos abofetea por nuestro bien, haciéndonos saber que ni somos inmortales ni mil años durará nuestro legado.

 Con ojos cansados otea el exterior, viendo sin mirar. En su cerebro dañado por los golpes cree escuchar el vocerío de aficionados clamando su nombre empero también silbidos de sus detractores. Colándose entre unos y otros la suave voz de Carlota, Carlota… su punto de pausa en mitad de cualquier tormenta. Su primera novia y futura esposa. ¡Carlota! ¡Carlota! Repetía el anciano boxeador como si a fuerza de hacerlo ésta fuese a volver.

 Sus pupilas titilan bajo los primeros rayos de sol y ante ellas como reina, su reina. Se le presenta lozana, joven, bella y dispuesta a caminar con él de la mano como tantas veces han hecho. No obstante era una visión, un deseo que no podría tocar pues pertenecía al mundo de las ensoñaciones. Él, despierto o dormido, seguía siendo ese viejo decrépito que ni las moscas lograba quitarse de encima. Maldito Parkinson, maldito Alzheimer, maldita vida y condenada muerte por rondar las cercanías sin detenerse a pies de la cama del gran campeón. Hasta la de la guadaña dudaba qué hacer con el veterano as de ases.

 ¿Y la avenida? ¿Habría cambiado mucho? ¿Sería un manto ocre? ¿Existiría su añorado dintel mortecino? ¿Y los claroscuros que tanto le fascinaban? ¿Seguirían los pájaros anidando en las ramas más altas? Impotencia, palabra para resumir perfectamente sus últimos años. De haberlo sido todo a no poder ni limpiarse el trasero…

 Niño enfermizo, debilucho y blanco de las burlas de sus compañeros. Nunca sería nada porque él mismo se lo había ganado a pulso. Solamente Tomás “puños de piedra” creyó en él, dándole oportunidad de ser lo que quisiese ser. Algo fructífero y de miras elevadas no aquel bufón delgaducho, triste y resignado.

 Para los restos “puños de Superman”. Este alias alcanzaba importancia sin parangón, más de lo que cualquiera podría pensar. ¿Por qué? Porque equivalía a dignidad y a hombría, a casta y a orgullo. Nunca más se reirían de él. Es lo que tiene el miedo, perfectamente válido (cuando lo demás falla) si con él ganas el respeto de los demás.

 Sabían de su extraordinaria destreza en el boxeo y como buitres se arrimaron por interés, queriendo ser lo que nunca fueron. Los mismos impresentables que antes lo despreciaban, insultándolo y tirándolo al lodo lo adoraban como si fuese una especie de ídolo de la canción en su versión para quinceañeros…

 El gran Tito “puños de Superman”. Embobado por cosas tan mundanas como tilos y robles; avenidas, mantos color ocre, dinteles mortecinos, claroscuros y pájaros en época de cría. Recuerdos que la enfermedad quería extirparle, robarle hasta el último nodo de remembranzas, inclusive aquellas más profundas. Dejarlo desnudo, pobre, desvalido, sin saber quién era. Una mañana repentinamente explotó, soltando un contundente derechazo al aire. Hasta los cuidadores se asustaron al comprobar tan inusitado vigor en el octogenario. Fue tan sorpresivo como pasajero…

 Tito era un tipo estupendo a pesar de sus fallas. ¿Quién no las tiene? Digno de ser ensalzado y encumbrado porque sin poseer nada especialmente loable tocó la gloria y supo disfrutarla con los más desfavorecidos.

 No obstante la enfermedad lo tumbó en la lona en el primer asalto. Este último combate no podía ganarlo, ni él ni nadie. Falleció como fallecen las personas con estrella, exhalando su último aliento en paz, liberado y sosegado de toda carga.

 Allí se quedó arrellanado en su sillón, con una amplia sonrisa en el rostro y sus viejos guantes en el suelo, viendo sin mirar a través de la ventana.

 Por allá afuera su dintel mortecino, su avenida, sus mantos ocres, sus bellos claroscuros, sus aves de paso, sus tilos y sus robles. Tan pasajero, sustancial y transitorio como él mismo.

 Su amada Carlota lo aguardaba en el único cuadrilátero donde no se golpea ni te golpean. La sonrisa de su mujer fue el biombo donde cambiarse, dejando atrás todo menos el alma. Tantos años esperando por él y por fin juntos, hasta que la eternidad deje de medirse.

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