Hiltzailea

Hiltzailea

XeniuS

11/12/2023

Tengo que admitirlo y como tal lo acepto; soy un asesino o al menos lo fui. Hace aproximadamente veinte años cometí un crimen atroz aprovechando ciertas ventajas sobre mi víctima; una mujer de treinta años bien parecida y solitaria. Conocía sus movimientos, sabía que vivía sola y apenas recibía visitas. Hasta llevaba encima una copia de sus llaves, evidentemente yo llevaba todos los ases y ella todas las de perder.

 Aproveché una noche para colarme en su apartamento, haciendo para ello uso de mi juego de llaves. Caminé sigiloso hasta su recámara y una vez allí me puse a observarla con admiración. Me deleitaba su respiración irregular y las formas variopintas adoptadas por la sabana encimera sobre su cuerpo. Pero se despertó o quizás entreabrió los ojos dormida, no sé, pero no podía jugármela así pues para asegurarme su silencio le cerré la boca golpeándola violentamente.

 Necesitaba vislumbrarla un poco más, tal cual fuese una actriz de teatro haciendo su papel de bella durmiente. En verdad disponía de toda la noche para hacer lo que me viniese en gana mas no sería bueno prolongar en exceso el asunto. La cara y especialmente la boca se le habían hinchado bastante, alcanzando el mentón un filo hilo de sangre escurrido desde el pómulo.

 Resultaba hermosa aún con el cabello alborotado y aquel extraño pose que se le había quedado después de la golpiza. Quedamente tiré de la sábana para contemplarla sin cortapisas. Vaya, dormía desnuda… eso facilitaría enormemente las cosas. La violé repetidas veces, cosa que fui alternando con más golpizas ¿por qué? ¡Vaya pregunta! Simplemente por el hecho de disfrutarlo. Cuando me cansé de ella ya sabéis… no se pueden dejar cabos sueltos.

 La estrangulé con profesionalidad, no sintiendo nada digno de mención, ni bueno ni malo. No era nada personal sino puro azar; me habría servido cualquier otra que estuviese en sus mismas o parecidas circunstancias. Disfruté del momento pero como he dicho sin sentir algo especialmente concreto. Aprecié el color de su cara cambiando bajo los hematomas y las fracturas; la boca torciéndose a un lado en busca de aire, la lengua fuera y colgando para dejarlo entrar y sobre todo ese “clac” final de su garganta hundiéndose bajo la presión de mis manos…

 Abandoné la escena del crimen relajado y satisfecho del trabajo bien hecho. Me quedó pena no haber llevado la navaja para divertirme un poco más. Tal vez para una próxima ocasión. Apagué la luz, cerré con llave, dejé todo en su sitio y continué con mi vida hasta el día de hoy. Han transcurrido más de veinte años.

 La medicina forense ha avanzado, claro que lo ha hecho. Quizás lleguen hasta mí porque según supe el caso fue reabierto por un nuevo grupo de investigadores con ganas de tocar las narices, hurgando en el pasado…

 Por otro lado de meses a esta parte tengo insólitos eventos en mi casa. No entiendo nada de estas cosas ni tampoco he creído nunca en el más allá. Sea como fuere y crea o deje de creer viene a mí en forma de voz confusa chillándome al oído, empeñada en no hacerme olvidar que de una u otra manera expiaré mis pecados.

 Escucho puertas que se abren solas, intuyo una inquietante figura incorpórea de humo hecha mujer, agazapada tras la cortina de la ventana del dormitorio. Grifos que se abren y se cierran por arte de magia; teléfonos que comienzan a sonar al unísono, cuadros que se descuelgan de las paredes e incluso las dos lámparas de las mesitas de noche titilan al compás de las portezuelas del armario. Éstas permanecen entreabiertas para dejar salir a aquella misma presencia de humo delineada en mujer. Se arrastra por el piso en modo serpiente, a veces riéndose a veces llorando amargamente…

 Y por si no fuese suficiente digerirlo en crudo desde cualquier rincón de la casa salta una voz femenina aguda y estridente a la vez. La escucho en susurros apenas audibles o en atronadores gritos que parecen partirme en dos la cabeza. Posiblemente esté tan lejos en origen que la única forma de hacerse entender sea desgañitándose. Hasta puede que ese rincón en mitad de ningún sitio sea el mismísimo infierno. Me masculla al oído palabras sueltas que no puedo interpretar. Por lo regular mi mujer termina despertándome a sacudidas…

 —¿Otra vez la misma pesadilla?

 —Sí, vuelve a dormirte, no es nada. Bajaré a la cocina a tomar agua.

 Creo que es ella. De algún modo, difícil de comprender, se ha convertido en la proyección de aquella joven a la que di muerte veinte años atrás. Pero si hasta huele a ella, el mismo perfume que me deleitó los sentidos al convertir una noche cualquiera en su última noche. Yo también soy fuerte y nada va a conseguir de mí salvo perturbarme el sueño. No tengo por qué pedir perdón por algo hecho hace tanto tiempo ¿a quién le importa? ¿Quién se acuerda del asunto?…

 Ahora bien en honor a la verdad debo decir que no he vuelto a las andadas. Actualmente soy un miembro respetado de la comunidad; padre, esposo, vecino y ejemplo a seguir para las nuevas generaciones. Tengo las llaves de los pisos y por consiguiente acceso a mujeres solitarias como María Antonia, mejicana recién llegada a la ciudad.

 He bloqueado o cuanto menos acotado este empuje que desea arrastrarme al lado oscuro y gracias a ello le he permitido vivir una vida longeva y provechosa. Terminó casándose con un buen hombre, empleado de banca. Lo último que supe del matrimonio antes de mudarse fue que María Antonia estaba embarazada de su tercer hijo. Una vida feliz gracias a mis líneas rojas.

 Vivo noches intranquilas, agitadas en largas vigilias. Mi esposa duerme acostada a mi lado, abrazándome con su cuerpo protector. Si supiese la clase de monstruo que fui, aquello que ha hecho su maridito en el pasado. Pondría la mano en el fuego por mí, sin pensarlo ni por un segundo y evidentemente se la quemaría…

 La cabeza no para, operativa las veinticuatro horas del día aunque no nos percatemos de su complejo funcionamiento. La mía se está volviendo especialmente activa y maquina repetir fechoría, dando rienda suelta al ser alimaña y deshumanizado que fui. ¡Qué adrenalina! Aunque he reconducido mis instintos más profundos no es menos cierto que, aunque fuese una vez más, disfrutaría volviendo a sentir cuanto sentí aquella noche.

 Quizás sea un deseo reprimido, la falta de sueño, los eventos en mi casa u otra ensoñación inoportuna. Entonces vuelvo a contemplar a mi bella esposa, durmiendo plácidamente. Me veo rodeándole el cuello con mis manos mientras comienzo a apretar con fuerza…

 Obviamente esto me da pistas de por dónde van los tiros. No estoy curado al cien por cien de este mal anidado en mis entrañas. Me conviene no olvidar jamás la noche de autos. Veinte años atrás la incompetencia policial había llevado el caso a un callejón sin salida. Sin embargo ¿qué habría pasado de llevar la investigación a buen puerto? Imagino la sala llena de gente, escuchando al psiquiatra mientras en la calle los periodistas aguardan como alimañas…

 “Este hombre no es responsable de sus actos. Presenta falta total de empatía para con sus congéneres además de importantes desórdenes de la personalidad y brotes psicóticos con marcada tendencia a culpar a las mujeres de su propia inoperancia. No se le puede juzgar como a un asesino al uso sino como a lo que es, un paciente con desórdenes mentales que debe ser internado en un centro especializado”.

 ¡Tamaña sarta de tonterías! Me molesta y me cabrea sobremanera. Soy perfectamente consciente de lo que hice y ninguna voz me impulsó a hacerlo. No poseo múltiples personalidades ni tengo brotes violentos incontrolables. Mi cerebro funciona sin anomalías. ¡Qué se metan los informes por dónde les quepa! ¿Loco? El que lo está de verdad lo desconoce mientras que yo sé lo que hago en cada momento, sea ahora o hace veinte años…

 En las sucesivas semanas los fenómenos comenzaron a incrementarse y con ellos mis problemas para conciliar el sueño. Me estaba volviendo irascible y cualquier tontería me sacaba de quicio. Por contra mi esposa, bendita ella, ni veía ni sentía nada fuera de lo común. Pronto se me dio por tener monólogos insulsos con aquella figura pertrechada tras la cortina.

 —¿Te has quedado con ganas de más zorra? Seguro te gustó y por eso estás aquí. Vienes a por más porque no dejas de ser una cualquiera…

 Inesperadamente la sombra salió de detrás del cortinón para chocar su mejilla contra la mía. Oscura de pies a cabeza parecía estar compuesta de volutas de humo y tizne denso concentrado que le configuraban forma de mujer. Me señaló con su dedo huesudo y negruzco al tiempo que su lengua entraba en mi oído hasta el fondo. Volvió a susurrarme cosas que yo no lograba comprender. Al rato desapareció sin más, tragada por el piso. Como prueba de su presencia un intenso olor a hollín que duró el resto de la noche.

 A la mañana siguiente mi esposa marchó temprano a visitar un cliente del bufete. Ya que le cuadraba de paso acercó a nuestra hija Concepción al colegio. Andrea y Sabrina, las gemelas, pasaban unos días en casa de los abuelos. Cerca del mediodía, mientras me afeitaba, llamaron insistentemente al timbre y poco después aporrearon la puerta…

 —¡Policía!

 Vaya después de todo reabrir el caso les ha servido para algo. No parecen tan inútiles como los anteriores investigadores. Esto pensaba mientras subía y bajaba la navaja de afeitar por la piel. En ningún momento me puse nervioso, ni siquiera un pequeño corte en la cara. Tranquilamente terminé de asearme, me vestí y bajé. Abrí la puerta y frente a mí dos agentes, uno joven y el otro algo más mayor.

 —Buenos días —ambos estaban muy serios— ¿es usted Gonzalo Buendía y su mujer es Amanda Fisher?—. Preguntó el que parecía llevar la voz cantante.

 —Así es, soy el señor Buendía, mi esposa no se encuentra en casa. ¿Ha sucedido algo agente? Y sin alterarme pensé: “Llegáis veinte años tarde”…

 Resulta que nada tenía que ver con mis cuentas del ayer. Los agentes montaban guardia en mi porche para comunicarme la peor noticia que un padre puede recibir. Mis gemelas Andrea y Sabrina habían sido encontradas sin vida en casa de los abuelos. Lo próximo pasaba por identificar los cuerpos, trasladados al depósito tras el levantamiento de los mismos por orden judicial. Los abuelos fueran derivados al hospital en estado de shock así que los inspectores deberían aguardar antes de proceder con el interrogatorio…

 ¡Dios! Y mi mujer sin saber nada de lo ocurrido. Era mi obligación llamarla empero ¿cómo decírselo? No encontraba valor suficiente para ello así que mientras pensaba en la mejor forma de hacerlo decidí acompañar a los agentes, éstos amablemente se ofrecieron a acercarme hasta la morgue.

 Allí descansaban los restos mortales de mis hijas. Las gemelas, sangre de mi sangre cubiertas con una tela blanca sobre dos mesas de acero inoxidable, frías como carámbanos de hielo. Eran ellas y de eso no había duda. Tan dulces, tan tiernas y con toda la vida por delante sesgada de un plumazo. Por las marcas en sus cuellos deduje que habían sido estranguladas. No necesitaba ser forense para saberlo…

 El susodicho era un señor calvo de frondosa barba blanca descuidada, gafas gruesas y dientes desalineados. Le calculé cincuenta y tantos años. Sin entrar en detalles confirmó con cara de circunstancias que las habían violado repetidas veces antes de darles muerte.

 Me mareé, las piernas se me aflojaron como dos muelles viejos, la cara se me puso pálida y allí mismo vomité bilis. El agente más avispado me agarró con firmeza para evitar mi desplome.

 Pero las cosas nunca van lo suficientemente mal como para que no puedan ir a peor. De dentro de los cuerpos inertes de mis niñas emergió aquella maldita sombra hecha de humo y negrura. Se me empalideció todavía más el rostro…

 —¿Se encuentra bien? —Preguntó el forense. Aprovechó para recolocar las gafas en lo alto del puente nasal.

 Por supuesto que no me encontraba bien ¿quién podría estarlo en semejante trance? En cambio la sombra ponzoñosa reía y reía sin parar, agitándose sistemática y mecánicamente como un jodido muñeco soldado a un resorte. Desplazándose por el aire se acercó a mi oreja. Las risotadas chirriantes fueron sustituidas por quejidos y llantos inconsolables.

 Vio de reojo los cuerpos inmóviles de mis hijas. Posteriormente clavó sus pupilas impías y quemadas como bocas de chimenea en mi persona. Aquella humareda infernal con forma de mujer me murmuró algo al oído y por primera vez pude entenderla nítidamente. Fue desalentador, verdaderamente aterrador…

 —¿Qué has hecho la pasada noche? Has dejado salir al monstruo ¿Verdad?

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