Hoy me asusté porque el fantasma volvió a abrir la puerta de mi cuarto, pero esta noche estoy tan sola que hasta su compañía me reconforta.
Mi nuevo departamento tiene un fantasma. Le pondría nombre, pero no quiero faltarle el respeto a sus padres, que deben haber pasado por peleas y diccionarios para elegirle uno. Por lo que le diremos Fanti, de forma cariñosa.
Fanti no escucha pop de cornuda, prefiere el rock inglés de los ’70. Es una aclaración importante, porque mi primer contacto con él fue a través del chromecast cuando me cambió Vampire por Angry. A mi mamá le digo que anda mal, pero es obvio que hay manos de otras dimensiones.
Cuando le cuento a la cajera del super que tengo un fantasma no me cree, dice que seguro los pisos son viejos y las cañerías hacen ruido. ¿Cuán viejas tienen que ser unas cañerías para hacer el ruido de un bajo afinándose? Yo solo asiento y digo que seguro tiene razón y es mi soledad buscando compañía en cada habitación.
Entendí que a Fanti le gusta el frío por lo que ya voy por mi quinto catarro, pero a él las puertas y ventanas abiertas parecen no afectarle o por lo menos yo no escuché ningún estornudo. Mis vecinos se quejan de la tos que me ataca a las 3 de la mañana y me invaden con mensajes en el ascensor que me inducen a tomar miel de carpincho o mudarme, pero no podría abandonar a Fanti.
Me gusta barajar la teoría de que mi fantasma era guitarrista en una banda de rock y llevaba cualquier tipo de perforación metálica por lo que mi arito izquierdo desapareció. Yo no me quejo, siempre aprecio una buena recomendación de moda. Cuando me pruebo ropa le pregunto qué le parece; jamás responde. Con Fanti tenemos un pacto tácito en el que no me puede hablar ni tocar, pero a veces me gustaría que me acaricie el pelo hasta quedarme dormida.
Hay noches en que mi pecho está tan vació que cuando me abrís la puerta del cuarto entre palabras de respeto y desesperación te pido que pases, que hagas peso a los pies de mi cama, y si no es demasiado pedir que no te asustes mientras tiemblo.
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