DIARIO DE UN ESPÍA

DIARIO DE UN ESPÍA

DIEGO QUINTEROS

18/07/2023

DIARIO DE UN ESPÍA

PREÁMBULO

Se levantó de la silla para dar vuelta el vinilo del tocadiscos. El tocadiscos estaba en el piso de arriba, pero los parlantes colgaban, permitiendo que la música se repartiera por todos los rincones de la casa. El piso de arriba en realidad no era un piso, o mejor dicho, era un piso propiamente dicho: era un espacio abierto que funcionaba como biblioteca pero que no tenía paredes, apenas unos pasamanos que evitaban una caída por distracción. Era lo que en algún momento de los noventas había sido conocido como un loft.

Se levantó, subió la escalera, dio vuelta un disco de Touquinio, bajó y fue a la heladera a servirse un vaso más de cerveza fresca en medio de ese verano insoportable. Volvió a la mesa donde en su computadora había escrito, en una hoja en blanco, el título: Diario de un espía. Prendió un cigarrillo, tomó un trago y comenzó a escribir.

SUPUESTOS

Supongamos que mi nombre es Mariano. O podría ser Javier. O Diego. Da lo mismo suponer cualquier nombre; no es en realidad importante, nunca lo fue. He tenido tantos a lo largo de mi vida que sólo con mucho esfuerzo puedo recordar cuál fue el que me dieron mi madre y mi padre al nacer. Pero supongamos que es Diego. Ésta que aquí escribo es la historia de cómo terminé convirtiéndome en uno de los más importantes agentes del servicio de inteligencia de mi país, y de cómo, a partir de ello, me vi involucrado en unos de los sucesos que modificaron los acontecimientos políticos de mi país y de la región. Ésta es, sino toda la historia, sí al menos mi versión de ella.

Los motivos que me llevan a escribir este diario tan desesperado y final, tan sin sentido y tan impotente, no buscan una redención por todo lo que he hecho, por todo lo que hicimos. Sé que eso es imposible: no hay perdón para nosotros. Tampoco ustedes, lectores fantasmas, tienen por qué creer lo que aquí escribo. De desearlo, pueden sencillamente abandonar estas letras. Tampoco me interesa su actitud ante esta historia y ante este escrito y mucho menos me interesa su juicio, porque no es por y ni para lectores desconocidos que emprendo esta tarea, sino que es una deuda que tengo conmigo, con mi hermano y con mis compañeros. Ninguno de ellos está aún con nosotros. Todas sus muertes fueron injustificadas, evitables, innecesarias. Escribo estas páginas porque no puedo hacer otra cosa, porque es lo único que me queda, y lo escribo, además, con la resignación de saber que no va a operar ningún cambio en la historia pasada, presente o futura, ni de mi país ni de la agencia a la que pertenecí. Escribo estas páginas, sencillamente, porque no puedo hacer otra cosa.

PUNTO CERO

Nací, como muchos, en una casa parecida a todas, en un barrio parecido a todos, de una provincia parecida a todas, en un año tan común como cualquiera. Mi familia era una familia con mucho dinero, pero no provenían, ni mi padre ni mi madre, de familias adineradas, sino que fue gracias al trabajo de ambos, y sus capacidades excepcionales, lo que hizo que en apenas quince años de trabajo ya contaran con una casa, un auto y una cuenta moderada, en lo que llamaban “su vida pública”. En cambio, en lo que llamaban “su vida privada”, eran (¿o debo decir “éramos”?) en realidad bastante ricos para los estándares sociales regulares. Algún yate anclado en un puerto en el mar Negro (mi madre siempre dijo que no hay atardeceres en el mundo como los que puedes ver en el mar Negro), una residencia importante en los Alpes escandinavos, un par de departamentos en la 5ta avenida de NY, y varios millones de dólares en cuentas repartidas en varios paraísos fiscales del mundo.

A pesar de ello, siempre vivimos acorde a nuestros bienes “públicos”, y en cambio todo lo demás quedaba al resguardo del mundo, encriptado en su lenguaje secreto y sus códigos misteriosos. Desde muy pequeños, mi hermano y yo estuvimos al tanto de esos otros “bienes” (me sigue pareciendo raro referirse a una casa y a un puñado de dinero como un “bien”), diría que desde el momento en el que inició nuestro entrenamiento, que creo que es el momento a partir del cual puedo recordar las cosas con una claridad prístina.

Nunca consideramos ni extraño ni un privilegio poseer semejantes cosas; en realidad eran como un regalo de navidad que nunca llegaba: sabíamos que existían, pero existían como promesas a futuro, como algo del mañana, como fantasmas buenos de tiempos venideros, como fotos en un cajón. No existían en nuestras tardes ni en nuestros amaneceres, no jugábamos con ellos ni en ellos. Lo cierto es que a ninguno de nosotros nunca nos importó realmente el dinero, ni los bienes ni las propiedades. Nuestra vida siempre transcurrió por otros caminos, interesada en otros horizontes, preocupada por otras preguntas. Pero supongo que es muy fácil que el dinero no te importe cuando lo tienes de sobra.

A causa del trabajo de mi padre y mi madre, desde pequeños viajamos mucho, tanto, que hasta los diez años nuestra vida fue esencialmente viajar. Nos radicábamos en un país (siempre un país con conflictos particulares, ahora lo sé), pasaban dos meses, tres meses, nueve meses, y nos mudábamos a otro país por dos meses, tres meses, nueve meses, y de nuevo las maletas y de nuevo mudarse y de nuevo dos meses, tres meses, nueve meses. Hubo momentos incluso en que mi padre vivía, por ejemplo, en Afganistán y mi madre en Irán, o en Turquía, o en Serbia y Montenegro o en Ucrania. Cuando eso pasaba yo me quedaba con mi padre, mientras que mi hermano vivía con mi madre. Casi siempre esos fueron los equipos, pero no a causa de una elección afectiva, sino que ellos sostenían (y con razón) que con el tiempo las parejas se iban conociendo mejor y sus reacciones ante imprevistos serían predecibles ante cualquier eventualidad. Pero al vernos de nuevo bajo el mismo techo todo volvía a la normalidad, a la habitualidad, al compañerismo entre cuatro; con mi hermano nos desafiábamos midiendo quién había adquirido habilidades nuevas: abrir puertas, romper candados, violar cajas de seguridad, descifrar códigos que nosotros mismos escribíamos. No eran difíciles esas separaciones, eran parte del juego que pensábamos que era nuestra vida; eran parte de lo que creíamos que era la vida de todos los niños de nuestra edad: mudarse con sus padres, aprender idiomas nuevos, jugar a aprender cosas de detectives (así lo llamábamos mi hermano y yo), divertirnos un rato para luego volver a vivir juntos y jugar a pelear por un rato de nuevo. Era para nosotros normal ver a mi madre con pelo rojo, luego negro, luego blanco, o a mi padre con barba, después pelado, después gordo como un barril, después musculoso como un actor. Ambos hablaban no menos de 7 idiomas cada uno, aunque mi padre era particularmente bueno aprendiendo dialectos propios regiones inhóspitas de cada país.

Pero también había oscuridades, momentos de una densidad espesa, de miedos gigantes: nos acostumbramos a verlos suturarse las heridas el uno al otro, a desinfectarse, a coserse; recuerdo una vez que mi padre tuvo que sacar una bala del hombro herido de mi madre en el baño de un hotel en un país árabe del que no recuerdo bien ahora su nombre, con dos pequeñas cucharas, un cuchillo de cocina, una botella de vodka y un encendedor. Mi hermano, más grande por un año que yo, asistía como ayudante de cirujano y cumplía su trabajo con un profesionalismo digno de un doctor curtido en su trabajo. Pasado el mal momento, nos recompensaban pidiendo pizza y helados a la habitación y nos ponían una película.

Algunas veces viajábamos separados en el mismo avión: mi padre viajaba conmigo y mi madre con mi hermano en asientos alejados, y simulábamos no conocernos. Incluso en el aeropuerto de destino cada grupo subía a un taxi diferente, manteniendo la actuación hasta encontrarnos en la casa de destino.

No recuerdo ya en cuántos países he vivido en mi primera infancia, ni cuantos idiomas aprendí a medias y luego olvidé del todo (¿realmente los olvidé? ¿realmente los aprendí?) en ese tiempo. Sé que fueron demasiados. Durante los primeros diez años nuestra vida todo fue ese constante movernos, transbordar, llegar a lo nuevo, habitarlo un poco, reconocerlo, olerlo, comenzar a intuirlo, para luego movernos nuevamente, nuevamente a lo nuevo, a lo extraño, a lo lejano, a lo desconocido, pero también a la aventura, al desafío, a la exploración. Cuando a un niño le enseñan a quedarse quieto, a sentirse cómodo solamente con lo habitual, con lo rutinario, con lo conocido, con lo quieto, ese niño sólo sabe moverse cómodamente en el interior de esa quietud. Pero cuando lo educan en el constante movimiento, en los desafíos, en las pruebas, en el corazón mismo de lo dinámico, pues entonces ese niño necesitará del movimiento hacia lo nuevo como su forma de vida conocida y deseada. Mi hermano y yo, en la primera etapa de nuestra vida, sólo conocimos el movimiento y los saltos. Todo lo demás nos incomodaba, nos aburría, nos entristecía.

En ese sentido los humanos no somos diferentes que los animales, somos bichos de costumbres. Acostumbra a un niño a ceder, y será sumiso toda su vida; acostúmbralo a pelear, y no se acobardará ni ante el mismo diablo.

Por supuesto que durante ese periodo no asistíamos a escuelas. Nuestra educación era impartida principalmente por mi madre, y se centraba en historia, lógica, aritmética, música, química, electrónica e idiomas. Aprendíamos otras cosas, como biología o física, pero eran las primeras en las que buscaban perfeccionarnos. “Sus vidas serán intensas, deben estar preparados para ellas” nos repetían constantemente. Y mi hermano y yo sentíamos que estábamos destinados a salvar al mundo y a ser vistos luego como héroes. Nuestra futura vida, “intensa”, debía de ser además maravillosa.

Lo central de nuestra educación sucedía en los periodos de tiempo entre viajes, mientras estábamos los cuatro en casa, y eran periodos intensos. Le dedicábamos al estudio entre ocho y diez horas diarias. Por lo general comenzábamos nuestro estudio a las ocho de la mañana, y finalizábamos a las seis de la tarde, con dos intervalos de treinta minutos. Al finalizar nuestra jornada de estudios, casi siempre mi padre nos daba clases de ajedrez o nos incentivaba a leer obras clásicas de literatura. Mi madre preparaba nuestro programa de estudios teniendo en cuenta el tiempo que se estimaba que duraría su próxima misión y era muy metódica en todo lo que refería a nuestros tiempos educativos. Sabía que durante la misión el tiempo que ella podría dedicar a nuestra educación sería nulo, por lo que intentaba aprovechar al máximo el tiempo disponible. Así, cuando estábamos en casa, casi todo era estudio; cuando estábamos en los viajes, todo era aventura.

Cierta vez, en uno de esos viajes, lo recuerdo bien, estando yo en un hotel de Praga viviendo sólo con mi padre (tenía, quizás, 7 años) golpearon a la puerta de nuestro hotel. Abrí yo, ingenuo, niño, atolondrado, y con sorpresa veo a mi madre vestida de oficial de la KGB acompañada de un grupo de hombres (luego supe qué era la KGB), me miró sin reconocerme, preguntó por mi padre, y al no recibir respuesta de mi parte a causa de mi asombro, me dio un empujón, entró a la habitación y arrestó a mi padre. No faltaron golpes, insultos, desconocimientos, injurias. A las tres semanas, estábamos ambos grupos en el mismo avión nuevamente practicando desconocernos. Cuando llegamos a nuestra casa se besaron como si nada hubiera pasado, como si todo fuese (que lo era) normal. Mi madre me reprendió cariñosamente por mi sorpresa al verla en la puerta del hotel y me dijo que tuvo que empujarme porque tuvo miedo que en mi asombro le gritara “mamá” y arruinara todo. Le prometí que no volvería a agarrarme desprevenido nunca.

Y creo haber cumplido esa promesa con precisa y celosa exactitud.

Los primeros diez años de mi vida se componen de un montón de historias acumuladas en todos esos viajes. No tiene sentido ahora realizar un recorrido pormenorizado de esos años. Yo era un accesorio que estaba en ellos. No eran míos esos momentos. Eran, ahora lo sé, sus últimos años de emoción. Sus últimas aventuras. La última carga de adrenalina que se inyectarían, esa forma de vivir en la que cada minuto tiene mayor peso, mayor densidad, mayor importancia que millones de vidas que se viven como si vivir sólo fuera un transitar, sonámbulos, sobre esta tierra. Nos llevaban como cargas al destino que habían elegido como vida, en los que mi hermano y yo sólo podíamos hacer de contra peso. Éramos lo que los encadenaría, inevitablemente, a una vida “normal”, a una vida absurda, a una vida común.

No logro entender, incluso hoy, por qué decidieron tener hijos. Yo diría que, a pesar de los riesgos y peligros, a pesar de lo anormal, su vida encajaba con precisión al adjetivo de “interesante”. En un mundo en donde todo es tan monótono y aburrido, donde todo es tan cotidiano y superficial, una vida interesante es como un diamante en el barro.

Quizás, al final, hayan querido ser un poco más normales, tener un poco más de calma, poder pensarse en un pasado mañana no tan incierto. Supongo que incluso hasta la adrenalina termina por volverse algo empalagante. Sin embargo, no logro entender cómo alguna vez creyeron que en esa “normalidad”, que en esa quietud era posible encontrar algo de lo que buscaban.

Y aquello que sea que hayan buscado, incluso hoy, se escapa de mi imaginación.

LA INICIACIÓN

El día que cumplí 10 años esa forma de vida, o mejor dicho, esa forma de vivir la vida, cambió. Recuerdo esa noche como si fuera la escena de una película, y a lo que nos dijeron, como a algo que respondía al guión de un libreto repetido muchas veces, como un ritual en donde cada paso era importante, cada palabra necesaria. Lo más probable, lo sé, es que no haya sucedido todo tal como lo recuerdo. Los recuerdos tienden a mostrarnos nuestras historias bañadas con un halo de cierto glamur, de cierta historicidad, como si nuestro pasado perteneciera a una película o a un libro de historia; como si de alguna forma mereciera ser recordada. Recordamos nuestro pasado como si el mundo en ese momento se hubiese detenido a observarnos. Lo percibimos como si el espíritu absoluto de Hegel estuviera posado sobre nosotros, haciendo de nuestra historia, LA historia, y de nosotros, el eje a partir del cual la historia se desenvuelve. Por supuesto que nada de esto se corresponde con la realidad. Si el espíritu absoluto de Hegel, el momento más importante de la historia presente, está aconteciendo en algún lugar del mundo, seguramente no es en una habitación de tu casa en donde los hechos que voy a relatar suceden.

La escena que recuerdo aconteció, o creo que aconteció, en una noche de luna llena. (¿Por qué recuerdo la luna llena? ¿Cómo sé que había luna llena? ¿Miré la luna esa noche, aunque no lo recuerde? Lo cierto es que aquella luna llena es un recuerdo casi palpable: yo estoy seguro que esa noche la luna estaba llena, no sé por qué). Dos semanas atrás habíamos vuelto a nuestra casa de regreso de una corta estancia en Nepal, un pequeño país al sur de China, por lo que ese 8 de abril pudimos pasarlo en nuestra casa. Hacía rato que ya se habían ido mis primos y tíos, después de una torta de piratas y unos bonetes azules y verdes que hacían parecer a mi madre como una princesa y a mi padre como un bufón. (Yo sentía que estaba grande para ese tipo de celebraciones, que esos bonetes no maridaban con un cumpleaños de 10 años). Estábamos los cuatro en el living: mi padre y yo enfrentados en una mesa pequeña, jugando una partida de ajedrez mientras mi madre, de pie, escuchaba un disco de jazz de Ella Fitzgerald y tomaba una copa de vino blanco. Recuerdo verla con sus ojos cerrados y haciendo la mímica de estar cantando la canción que sonaba, pero su mímica era delicada, como si la estuviera susurrando, como si quisiera escucharla y escucharse ella sola, como si estuviera en cualquier otro sitio menos en ese living con nosotros: al verla cantar, siempre parecía que sobrábamos. Se movía, también con delicadeza, bajos los ritmos que el jazz le marcaban. Era como un ángel susurrando una melodía prohibida para los mortales. Visto desde afuera, mi madre siempre había vivido su vida como si fuera parte de una película: daba la impresión que ella siempre actuaba para la historia.

Creo que mi hermano estaba en el sillón leyendo un libro o una revista; parecía cansado de un día largo. No hacía frío ni calor; por la ventana entraba una brisa que sólo puedo recordar, a pesar de detestar adjetivaciones demasiado pintorescas, como equilibrada, como precisa, como justa.

Ya he dicho que con mi padre estábamos jugando una partida de ajedrez. A lo largo de mi vida he jugado innumerables partidas y, naturalmente, a la inmensa mayoría las he olvidado, pero recuerdo muy bien esa partida de ajedrez. Mi padre me dio mate con un sacrificio de dama que yo, a pesar de no ser un buen perdedor a lo largo de mi corta vida transcurrida hasta ese momento, no pude menos que admirar. No me enojé, no protesté, abrí los ojos y quedé estupefacto mirando cómo esa dama enemiga que moría significaba a la vez mi final. La fuerza y la belleza de aquel sacrificio exigía un reconocimiento a la altura de aquel ingenio. No exagero cuando digo que en esa partida comprendí que el ajedrez tiene mucho más de arte que de juego, y que, a partir de ese momento, a partir de la astucia que se desplegaba en ese tablero, comencé a medir la inteligencia de las personas en función de cómo jugaban al ajedrez. Desde ese día en adelante, comencé a admirar a los buenos jugadores; aquel o aquella que me derrotaba en una partida, ganaba inmediatamente mi silencioso y sincero respeto. Siempre me consideré un buen jugador, por lo que, al menos para mí, quien me derrotara estaba en un nivel muy por encima del promedio. Y eso era para destacar.

Y aquellos que ni siquiera sabían jugar se me antojaban en el acto como personas descartables.

  • El que pierde guarda –dijo mi padre con media sonrisa socarrona en la boca, mientras se levantaba.

Yo seguía mirando el tablero, resignado. No podía dejar de admirar esa trágica pero hermosa derrota.

Años después me familiaricé con el campeonato mundial que en 1972 el estadounidense Bobby Fischer jugó contra el ruso Boris Spassky en Reykjavik, Islandia. De aquella serie de partidos memorables, resalta el número seis, el que Fischer ganó con movimientos magistrales, más propios de dioses matemáticos que de simples mortales. Spassky, al reconocer la inevitable derrota a la que Fischer lo había obligado, tuvo un gesto extraño en el mundo del ajedrez, pero además sumamente inesperado para un partido del campeonato mundial entre EEUU y la URSS en plena guerra fría: cuando se supo derrotado, Spassky se levantó de su silla en medio de un silencio sepulcral y sin decir una sola palabra, comenzó a aplaudir a su rival. Cuando vi por primera vez la grabación de ese partido y de ese aplauso, inmediatamente vino a mi memoria el partido con mi padre al que me estoy refiriendo en este relato. Yo, como Spassky, debería también haberme parado a aplaudir a mi rival.

Pero no lo hice. Sólo me quedé mirando con admiración el tablero.

  • Bueno chicos, tenemos que hablar –dijo mi madre, arrancándome de mi sopor.

Se sirvió otra copa de vino blanco, llenó la copa de mi padre que se había levantado y estaba junto a ella, bajó la música y se sentó en el sillón al lado de mi hermano, que miraba toda la escena medio sorprendido, arrancado también de golpe de su lectura. Mi padre se paró frente a ella, con la espalda apoyada en la pared mientras se alisaba el bigote con una mano y hacía girar su copa de vino con la otra. Mi madre me indicó que me sentara en el sillón, pero preferí quedarme en mi silla frente al tablero de ajedrez que aún no había guardado. Mi hermano y yo mirábamos a mamá. Ella miraba a mi padre. Y mi padre miraba el piso, como meditando. Dieron un sorbo cada uno a sus copas, como si fuese un acto sincronizado, una señal inequívoca, y mi mamá carraspeó levemente, preparando la garganta. Yo esperaba que comenzara a hablar, pero en cambio bajó primero la mirada y luego volvió a mirar a mi padre. Fue la primera vez en mi vida que noté a mi madre nerviosa, lo que hizo que inmediatamente me sintiera nervioso yo. Ese día comprendí que los nervios son contagiosos. Mi padre en cambio parecía un profesor universitario al que le hubieron realizado una excelente pregunta: silencioso, pensativo, profundo, abismal.

Luego de un instante mi padre tomó la palabra. Habló pausado y sereno, buscando la aprobación de mi madre a cada frase, y, aunque seguro y firme, recuerdo sus palabras como una mezcla de destinos, promesas y consejos.

Nos dijo que a partir de ahora, de ese momento, íbamos a dejar de viajar, que nos íbamos a quedar en nuestra ciudad y que comenzaríamos a ir al colegio. Que tendríamos una vida más tranquila (no dijo normal, ni aburrida, ni absurda, ni rutinaria, dijo tranquila, y ahora entiendo que lo tranquilo significa todas esas cosas juntas), que debíamos guardar para nosotros todo lo que habíamos vivido y cómo habíamos vivido hasta ese momento. “Nuestros pasados deben tener lugar sólo en su memoria” nos dijo. “No deben decir en dónde estuvimos ni qué vieron en esos lugares y nadie debe saber de qué trabajamos su madre y yo” también nos dijo. Que nos mudaríamos de casa y que a partir de ese momento diríamos que veníamos de otra provincia, qué él era, y siempre había sido, representante de una empresa multinacional alemana que llegaba a la ciudad, y que mi madre era ama de casa. (Ama de casa, mi madre, que había vivido mil historias con miles de finales, que había sido soldado, embajadora, guerrillera, artista, rebelde, presa, agente de la KGB, traficante, pirata, representante delegada del gobierno; ella, que había sido todo lo que cualquier niño quiere ser, ella, ahora terminaba su actuación en el mundo haciendo de ama de casa. Debe haber sido sin duda un golpe duro. No lo comprendí así en ese momento. Lo comprendo ahora.)

“Ha finalizado una etapa, y ahora comienza otra” fueron también sus palabras. Todo lo que conocíamos de la vida, que era saltarina y peligrosa, múltiple y compleja, que caminaba mucho por cornisas y poco por senderos, que era nueva cada vez, cada día, todo eso, lo entiendo también ahora, era lo que nos estaban diciendo que acababa a partir de ese momento. Cambiaríamos las bicicletas por macetas; las zapatillas de correr por sillones; las superficies de las olas por la profundidad del mar. Se acababa el tiempo de correr; comenzaba el tiempo de lo abismal.

No recuerdo haberme sentido triste ni molesto. Mi vida, la forma en la que la vivíamos, me parecía normal. Era lo que conocíamos. Viajar, llegar, establecerse, jugar, levantar todo, irnos. Eso era todo. Y ahora, esto de ahora, esta nueva propuesta, era una invitación a otro juego más.

“Van a poder tener amigos ahora” dijo mi madre, como buscando consolarnos de un mal que no sentíamos, y fue lo primero que dijo desde que mi padre había comenzado a hablar.

  • Escuchen chicos –dijo mi padre y su tono avisaba atención- Ahora vamos a contarles una historia, que va a ser su historia a partir de este momento. Tienen que aprenderla. Memorizarla, relatarla cuando les pregunten como si fuese de verdad su vida. En lo posible deben tratar de no hablar de su pasado, ser amplios en las respuestas, pero cuando deban contestar, ésta debe ser la historia que van a contar. Vamos a repetirla todas las noches durante un tiempo, hasta que estemos seguros que la han aprendido bien. Cuando la hayan aprendido, nos mudaremos a una nueva casa y a una nueva vida y a un nuevo todo (así dijo, “a un nuevo todo”). ¿Entienden?

Entendíamos.

Mi madre habló.

  • Chicos, es importante que lo entiendan. No puede haber errores, no pueden tener fisuras, tienen que aprenderlas bien y contar la misma historia. Es importante.

Tiempo después supe que la agencia no permitía que agentes activos viajaran niños ni con bebés (lo que es, por cierto, absolutamente lógico). Cuando un o una agente tenía hijos, eran trasladados a trabajos más burocráticos, trabajos de escritorio, o excepcionalmente a trabajos de campo pero con conflictos potenciales de muy bajas probabilidades, en donde los niños eran parte de la cobertura, del papel de los agentes. Tener hijos era muy peligroso porque generaban ligazones fuertes para los agentes y les impedía analizar con frialdad las situaciones a las que se enfrentaban. No era conveniente tener hijos, y en caso de tenerlos era muy poco recomendable viajar a realizar trabajos de campo en otros países. Pero además no era para nada recomendable hacerlo, encima, con ellos.

Sin embargo, mi padre y mi madre, lo dije antes, tenían muy particulares habilidades, y de lo que ellos eran capaces no era igualable por ningún otro agente de la agencia. Él y ella eran agentes clase 11, agentes calificados con una puntuación sobresaliente, tan perfecta como escasa. Fue su destacada y reconocida capacidad la que permitió que pudieran continuar trabajando en el campo en tan excepcionales circunstancias. Y fue esa misma capacidad la que hizo de nosotros, de mi hermano y de mi, potenciales agentes muy bien considerados, aún desde muy pequeños. Por supuesto que cuando comenzaron a viajar con nosotros lo hacían, casi siempre, bajo la cubierta de agregados a las embajadas o consulados de los diferentes países a los que eran designados, pero su trabajo siempre demandaba exponerse a altos riesgos debido al nivel de infiltración que debían perseguir.

Así, cuando hube cumplido los 10 años, cumplía además 10 años de haber acompañado a los dos mejores agentes de inteligencia del país desde la creación de la agencia en una cantidad muy significativa de operaciones. Semejante capital no iba a ser desechado.

  • Hay otra cosa chicos –dijo mi padre – Ustedes saben que su madre y yo trabajamos para “La Agencia”. Ustedes van a comenzar a ir a la escuela de la agencia, en donde además de educarlos en lo que todos los chicos tienen que saber, va a ser entrenados para ver si después pueden trabajar ahí, como trabajamos mamá y yo.

Dejar de viajar. Comenzar a ir a la escuela. Tener amigos. Asentarnos. Yo no sabía qué era eso, por lo que en ese momento no logré identificar el significado de todo aquello. De hecho me pareció interesante, me pareció algo bueno. Y por lo tanto no lograba descifrar del todo el porqué de tono sombrío que parecía embargar a mis padres; nos daban una buena noticia envueltos en una tristeza que por más que intentaban, no podían disimular. Lo que no sabía en ese momento, pero mis padres sí, es que la noticia que nos estaban dando no era buena, era terrible. Con el tiempo lo supe. Hoy lo sé. Nuestro ingreso a la escuela de la agencia, que significaba el ingreso a la misma agencia, fue el inicio de un camino que difícilmente uno pueda recomendarle a alguien que en teoría quiere. En toda mi vida, la que en breve está por acabar, nada peor me pasó que ser parte de la agencia a la que estaba ingresando en ese momento y sin saberlo del todo.

ENTRENAMIENTO – PRIMERA PARTE

No es mucho lo que puedo decir sobre esa etapa de mi vida. La recuerdo fragmentada, con algunos momentos claros y otros como sombras, como si fueran sueños. Mis memorias de aquella etapa están casi todas compuestas por destellos, por pequeñas secuencias.

Recuerdo los sentimientos de mi primer contacto permanente con un puñado de niños. El aburrimiento, la indiferencia con todos esos que parecían como yo pero que eran otra cosa. Ese tedio que me rodeaba cuando me rodeaba con chicos de mi edad y que se interesaban por cosas que, en verdad, no deberían interesarle a nadie. Me parecía que todos eran extraterrestres venidos del mundo de la estupidez; o quizás el extraterrestre era yo, y el mundo de la estupidez era el mundo al que había sido arrojado.

Me di cuenta luego de varios meses de escuela que me habían engañado. Así lo sentí al menos. A mí, que me habían acostumbrado a ser un ciudadano del mundo, un patriota de ningún lado, un vagabundo millonario, me encerraban ahora con un puñado de sujetos con los que no tenía nada que ver, ni quería tenerlo, ni me interesaba. Me habían encadenado a la vida rutinaria a la que se había referido mi padre. Y no me gustaba. No me gustaba para nada. Y si no recuerdo con gran transparencia aquella etapa, sí recuerdo con meridiana claridad el tedio que me daba mi vida en ese momento.

Las sombras de esa parte de mi vida me resultan esquivas de representar. Hay flashes, fotos, imágenes cortadas. Las pienso todas como partes de un cuadro que nunca logro ver en su totalidad. A veces pienso que es como el cuadro en el margen del cuadro que encandiló a Juan Pablo Castell, el asesino de María Iribarne. Muchas veces las recuerdo como si fuesen partes de un sueño. No sé cuáles de esas imágenes corresponde a Morfeo y cuáles a Apolo. Es como una ensalada en la que se mezclan sueños, fantasmas, recuerdos e inventos.

Recuero, sin embargo, que fue una etapa violenta, física y psicológicamente violenta. No me importaba el dolor; a decir verdad, me aburría cualquier cosa que no tuviera una dimensión del dolor bastante presente: juegos sin peligro no me entretenían. En esa vida aburrida a la que me habían arrojado, el dolor cuando menos operaba como un estimulante, como un recordatorio de que existe otra vida además de esta nada banal y rutinaria.

La violencia psicológica era permanente, y el objetivo que perseguía era preparar a los futuros agentes para tomar decisiones en cualquier escenario que se les presentara, por más difícil que fuera, ya que en muchos casos el futuro de las relaciones internacionales de nuestro país dependía de ello. Una falla podía significar escándalos diplomáticos, rupturas de relaciones bilaterales o incluso la guerra.

Los juegos mentales eran cotidianos. Las imágenes proyectadas sobre fondos blancos, o negros, o sobre el techo mientras yo yacía atado a una cama, obligado a mirar secuencias de imágenes que para cualquiera hubieran resultado repulsivas. Ingerir gran cantidad de somníferos y que me obligaran a estar despierto horas interminables. La corriente. Las películas gore. Las imágenes descorazonadas, desquiciadas, brutales.

Incluso en un momento llegaron a decirnos, a mí y a mi hermano que mi madre y mi padre habían muerto en un horrible accidente. Simularon incluso los velorios, para luego de semanas volver a casa a descubrir que estaban aburridos leyendo libros y tomando sus copas de vino blanco, fumando un cigarrillo.

“Tenía que ser así” decía mi madre mientras nos abrazaba y lloraba sus lágrimas con olor a alcohol.

  • Los están preparando – dijo mi padre mientras nos palmeaba el hombro y se daba vuelta para llenar su copa otra vez -Cuando estás en el campo hay cosas que no te tienen que importar para poder hacer bien tu trabajo. El trabajo es lo más importante. Hacer bien tu trabajo es lo más importante.

Era cierto. Cada palabra.

Lo que no evitaba que sea, a la vez, terrible.

Esas semanas en las que mi madre y mi padre estuvieron muertos para mí, con el velorio incluido, los abogados y los jueces falsos, los consuelos de los familiares, los llámenme para lo que necesiten, si era una lástima que siendo tan jóvenes, y ahora qué van a hacer esos pobres chicos, etc. etc. fueron determinantes. Hoy diría que fueron inevitables. Saberse huérfano, desterrado de cualquier abrazo que te cobijara, saber que sobre tu cabeza ya no habría un techo que te protegiera cuando todo se fuera al demonio, cuando las puertas se abran y los cartuchos sean cargados, era desesperante. Durante las casi tres semanas que duró el simulacro, la agencia había preparado un cuarto para mi hermano y para mí en un hotel del centro. Estábamos con guardia, que si bien simulaban protegernos (dejaron trascender que quizás el accidente había sido un atentado y que debían cuidarnos) en realidad estaban ahí para no dejarnos salir de la habitación para nada. La habitación era pequeña, no tenía televisor ni libros. Y en el colmo del cinismo la habían decorado toda con imágenes de mi padre y mi madre con nosotros. Fueron tres semanas de estar encerrados en esa cárcel, que era una especie de sala de torturas mental. No había otra cosa que hacer, otra cosa en las que pensar sino en la muerte, en el desarraigo y en el olvido perpetuo.

Al final de esas tres semanas mi hermano y yo éramos otros. Se podría decir, coloquialmente, que habíamos crecido, que estábamos “maduros”. Lo cierto es que nos habíamos endurecido. Habíamos vaciado de nuestro horizonte al mundo como un lugar de regocijo, para volverlo un lugar de lucha, un lugar de hostilidades, de soledad y de competencia. Ahora, para sobrevivir, lo sabíamos, deberíamos pelear. El mundo se había convertido en otra cosa, un lugar peor y oscuro. Seco. Como una planta a la que uno veía morir día a día. Y no porque uno no pudiera hacer nada para evitarlo. Simplemente no nos importaba.

Lloramos al principio. Desconsoladamente. Agónicamente. Días y días, sin distinguir el alba del atardecer. Después nos enojamos, nos insultamos, nos peleamos brutalmente, como si el otro tuviese la culpa. Y de hecho nos culpamos, nos maldijimos, nos juramos venganza. Y volvimos a llorar por la tristeza de un mundo perdido y por la desdicha de un mundo encontrado.

Finalmente nos enmudecimos. Nos callamos y pretendimos con ese reflejo callar las voces de una realidad que se nos burlaba sin pausa y sin maldad. Debíamos volvernos guerreros para subsistir. Nuestros padres muertos. Nosotros objetivos. El mundo violento y hostil. Nos quedaba la muerte o la pelea. Creo que en alguno de esos días yo cumplí 11 años.

  • Informan desde la central que debemos llevarlos a su antiguo domicilio para buscar pertenencias – dijo la voz de un guardia que abrió la puerta de nuestra cárcel de hotel.

Ese día, aunque nosotros no lo supiéramos, se cumplían tres semanas de encierro.

  • Preparen sus cosas que salimos en trece minutos –dijo.

No dijo diez minutos, ni quince minutos. Dijo trece, y esa precisión, a la vez que ese desprecio implícito por las simetrías que tanto agradan y consuelan al mundo, me pareció deliciosa. Ese detalle me empujó a dejar de respetar a las formas cómodas de un mundo incómodo, y en cambio comencé a guiar mi conducta bajo los preceptos de la precisión y la efectividad. Esos trece minutos me hicieron comprende que hay un segundo para cada cosa y una cosa para cada segundo. Y que todo lo que se le agregue será pereza, y todo lo que se le quite, mezquindad.

A los trece minutos, mi hermano y yo, dos niños curtidos y lastimados, heridos pero recuperados, dos sobrevivientes de una guerra fantasma, estábamos listos para abandonar esa habitación.

Nos llevaron a la que había sido nuestra casa. Y allí estaban nuestros padres vivos, con sus copas, sus cigarrillos y su jazz, impregnados del aburrimiento de esa vida rutinaria y absurda para ellos, ellos que sólo sabían existir plenamente en las cornisas.

Mi hermano y yo no nos sorprendimos. No lloramos. Aceptamos sus abrazos casi con desconfianza. Tampoco los culpamos ni les pedimos explicaciones. Escuchamos sus disculpas y sus justificaciones como si estuviéramos viendo una novela que no nos importaba demasiado. Cuando terminaron sus llantos y sus abrazos y sus lamentos nos fuimos a dormir. Recuerdo que antes de perderme en un sueño sin sueños sentí un poco de lástima por mis padres. Ellos, a pesar de todo, continuaban viviendo en un mundo en donde el dolor de la culpa tenía la capacidad de ejercer un poder desmedido sobre la realidad. Pensé en qué extraño que era que dos agentes con una reputación tan sólida como la que ellos dos habían construido, permitieran que los afectos personales nublaran tanto su juicio. Y en ese momento, yo, que todavía no sabía nada de la vida, me permití sentir lástima por ellos.

Al día siguiente nos dijeron que la primera etapa de nuestro entrenamiento había concluido y que a partir de ahora comenzaría una nueva rutina para nosotros. No continuaríamos yendo a la escuela de la agencia, y en cambio pasaríamos a asistir al Instituto de la agencia. Recuerdo que me impresionó un poco el nombre cuando lo dijeron: “el instituto de la agencia”. Sé, y sabía en ese momento, que no había nada de extraño en el nombre, en esa elección de palabras, tan insignificantes como cualquieras otras. Aún así me resultó un tanto inquietante.

A pesar de ello, debo reconocer que a los años que duró nuestra capacitación en “el instituto” los recuerdo como los más felices años en toda mi trayectoria como agente. De hecho, los recuerdo como a los únicos años felices dentro de la agencia. Fuera de esos años, todo lo demás fueron errores y tragedias.

ENTRENAMIENTO – SEGUNDA PARTE

Con el tiempo supe que las etapas del entrenamiento eran cuatro. El objetivo de la primera era, permítanme esta expresión extraña pero precisa, “descorazonarnos”. Lo central era volvernos fríos y calculadores, personas que se guían por lo que saben y no por lo que sienten. Está demostrado que casi la totalidad de decisiones se toman teniendo en cuenta consideraciones más atadas a criterios afectivos que racionales. Recuerdos, imágenes mentales pasadas, sentimientos, lazos afectivos, creencias infundadas pesan más que los datos de la realidad. Los sujetos, todos, en última instancia, en su capa más profunda, somos más afectos a la mitología que a la razón, a eso que llamamos “amor” que a los datos fácticos. Muchos buenos agentes han caído en el territorio por hacer pesar más su sentir que su saber. Ese error le había costado mucho a la agencia, por lo que “descorazonar” a sus agentes se volvió el primer escalón del entrenamiento, algo así como un acontecimiento iniciático para todos nosotros. Aquellos que se quebraban en esa etapa, eran descartados. Y debo agregar que la inmensa mayoría de los aspirantes a agentes eran descartados en esa etapa.

Pero no hay que confundirse con estas palabras, todas suenan demasiado indiferentes e imparciales: descorazonar a un agente equivalía, como lo dije anteriormente, a someterlo a torturas psicológicas (muchas veces potenciadas por psicoactivos legales e ilegales) para quebrar su cariño, para imposibilitar cualquier lazo humano con alguien, para neutralizar, en lo que se pudiera, su parte humana. Los agentes debían ser capaces de procesar, evaluar y decidir por criterios probabilísticos, no emotivos. Sin embargo, y a pesar de todo el trabajo y los estudios que se realizaban para lograr este cometido, el resultado nunca era absoluto. Se puede, se sabe ahora, disminuir nuestras inclinaciones sentimentales, mas no pueden anularse del todo. El ser humano tiene como parte constitutiva su emotividad: es posible sin embargo disminuirla. Pero es imposible eliminarla totalmente.

Todas las etapas, incluida la primera, no tenían una duración predeterminada: continuaban hasta que el objetivo estuviera cumplido, cosa que era definida por un gabinete compuesto por psicólogos, sociólogos, neurólogos, psiquiatras y directivos de la agencia. Ellos definían si un activo potencial debía continuar hasta la próxima etapa del entrenamiento, continuar en la misma etapa, o ser descartado y eliminado del programa.

Ser eliminado del programa, aunque suene trágico, sólo significaba recibir un gran cheque y tener que mudarte de ciudad. Luego de eso, salvo evitar comentar cualquier cosa sobre el programa, podías continuar con tu vida como si nada. Tus teléfonos y tu correo estarían intervenidos por precaución, pero por lo demás todo te estaba permitido a ti y a tu familia. Era el comienzo de una vida totalmente nueva fuera de la agencia. A lo largo de mis once años de entrenamiento perdí a muchos a quienes consideraba mis amigos a causa de haber sido expulsados, ya que tanto los expulsados como nosotros teníamos prohibido comunicarnos de por vida. Incluso dos agentes activos expulsados tampoco podían comunicarse entre ellos luego de dejar de pertenecer a la agencia. Y era una prohibición que, a causa de sus muy graves consecuencias, todos tomábamos muy en serio.

Como dije, recuerdo esa etapa de mi vida, la del Instituto, como un bálsamo, como una isla en la que estuve un tiempo muy escaso en el medio de dos tempestades, aunque no estoy seguro de haberla sentido así en ese momento. Fue la etapa del estudio.

Yo tenía once años y en la agencia aseguraban que entre esa edad y los quince años es cuando el sistema neuronal del ser humano funciona de una manera más veloz, y por eso más eficiente, capaz de aprender y aprehender con mayor intensidad. Se creía que era la etapa adecuada para llenar a los activos potenciales de información. La segunda etapa del entrenamiento fue, entonces, como dije, la etapa del instituto, la etapa del estudio.

Dejamos de ir a la escuela de la agencia, a la que iban todos los niños y las niñas hijos e hijas de todos los agentes activos y pasivos de la agencia, y comenzamos a asistir al Instituto de Formación Secundaria Thomas Hobbes. Ese instituto, a pesar de ser presentado a la sociedad como una escuela secundaria de gestión privada más, era en realidad la escuela de la agencia para potenciales agentes. Sólo eran admitidos aquellos hijos de agentes que hayan pasado con éxito la etapa de la “escuela” de la agencia.

El primer día en el Instituto todos recibíamos un apodo que llevaríamos a lo largo de nuestra vida en la agencia, algo así como nuestros nombres de guerra. Por lo general eran nombres comunes, Lucas Acosta, Mariana Enriquez, José López, aunque no siempre era así, podía haber también Cluster Von Basten, Brian Colman, Santiago Neruda. Adquiríamos documentos reales, emitidos por los ministerios correspondientes, que oficializaban como reales nuestros nombres falsos ante el mundo. No nos era permitido conocer los nombres reales ningún agente, de ninguno y bajo ninguna circunstancia. Yo creo que muchos agentes, hacia el final de su vida, no recordaban con certeza su nombre de nacimiento, y que en cambio se convertían en los personajes que habían tenido que interpretar a lo largo de su vida.

Quizás sea difícil dimensionar la importancia que tiene la identidad en la vida de las personas. Uno es quien es en y por su identidad. Que te la roben, o que te la cambien o que te empujen a olvidarla tiene como consecuencia final un sentimiento de desarraigo permanente del cual es imposible desprenderse. Quien no conoce su identidad o quien la olvida, vive desarraigado, expulsado, desterrado, vive sin un suelo. Que te quiten tu pasado, tus afectos y el recorrido de tus afectos, que te prohíban la infancia que nunca tendrás, termina provocando un hueco en la persona que luego no puede ser llenado por nada. Aquellos que conocen su identidad, su pasado, de dónde vienen, quizás no le den la importancia que se merece tal conocimiento, pero aquellos que no saben quiénes son porque nos saben de dónde vienen, sienten que les falta un pedazo de alma.

Y la perdida de la propia identidad era lo que terminaba empujando a los agentes a un desequilibrio mental en el que al final no sabían distinguir con precisión los hechos reales de los inventos de los personajes en los que les tocó convertirse a lo largo de su carrera.

Es un dato real el hecho de que muchos agentes, que muchos excelentes agentes, en los años finales de su vida, se volvían inestables mentalmente. Siempre me causó un gran pesar ver cómo hombres y mujeres que con sus acciones y operaciones influyeron con mucha determinación y gran coraje en acontecimientos que fueron decisivos en el destino de una importante cantidad de países y de geografías diversas, colapsaban ante los trucos y los embates de su propia mente. Se confundían, se perdían, no eran capaces de referenciar tiempos y lugares, personas, situaciones. No era algo inmediato, comenzaba con detalles, con perder las llaves, olvidar algún número telefónico, confundir alguna calle con otra de otra ciudad. Todos nosotros éramos entrenados durante mucho tiempo en cuestiones de referencias, de memoria; sabemos identificar regiones y referencias cardinales inmediatamente; con sólo mirar los cielos de cualquier hemisferio podemos estimar la hora por la posición del sol y de la luna. Nosotros no nos perdemos nunca, cualquier cosa nos sirve de referencia para ubicarnos, nosotros siempre sabemos dónde estamos. Que cualquier agente olvide algo evidente es, lo sabemos todos, el inicio del final de su carrera. De su carrera en todo sentido.

El Instituto Thomas Hobbes no estaba organizado en años escolares, sino en bloques temáticos que se mantenían a lo largo de los años y se separaban en diferentes niveles. Historia y análisis sociológico, por ejemplo, estaba separada en seis niveles, al igual que todos los demás bloques. Al ingresar al Instituto, comenzabas el nivel uno de cada uno de los bloques temáticos y cuando se consideraba que los objetivos de ese bloque estaban cumplidos, avanzabas hacia el bloque dos. No había, por lo tanto, edades compartidas en los cursos, así como tampoco había fechas determinadas para ingresar al Instituto. Podía ser en enero, en agosto, en noviembre. Tampoco había fechas de egreso.

Los bloques temáticos eran: Idiomas y dialectos; Matemática, análisis matemático y probabilística; Geometría; Física; Química; Desarrollo corporal; Psicología y psicología social; Geografía; Estrategia de defensa y ataque; Actuación; Medicina; Filosofía; y el ya mencionado Historia y análisis sociológico. Cada uno de ellos contaba con seis niveles y sólo al terminar los seis niveles de cada uno de los trece bloques temáticos, el agente estaba listo para volverse operativo.

Fue una etapa de estudio intenso, desaforado. Recuerdo al instituto como un oasis de conocimiento, un lugar repleto de jóvenes con una avidez de conocimiento desconocida por mí hasta ese momento. Todos queríamos saber más, saber mejor, saber por qué, saberlo todo. No competíamos, nos ayudábamos en lo que podíamos. Nadie bebía, nadie fumaba, no íbamos a fiestas, y tampoco nos importaba el mundo fuera de nuestro instituto. Nuestra jornada comenzaba a las 6 de la mañana y se prolongaba hasta la cena, que era a las 7 de la tarde. Luego, los que vivíamos en la ciudad en donde estaba ubicado el instituto, podíamos volver a dormir a nuestras casas familiares. Los demás vivían en el instituto y luego de la cena se retiraban a sus habitaciones a leer y a dormir. En una ocasión, cuando tenía doce años y estaba en mi segundo año del Instituto, le dije a mi madre que quería mudarme definitivamente al Instituto, dormir ahí, vivir allí, pertenecer por completo allí. Ella me miró sin decirme nada, no me contestó, pero esa noche, tarde, la oí llorar, y yo nunca la había escuchado llorar en serio, sin que sea parte de una actuación impulsada por su trabajo. La escuché llorar ahogada, tapando su llanto para no pudiéramos escucharlo. Nunca más volví a mencionar el tema. Terminé todos mis estudios viviendo en la casa de mis padres y creo que ella, secretamente, me agradecía en silencio cada vez que me veía entrar a su casa al finalizar cada día del Instituto. Supongo que siempre supo que era su último tiempo con nosotros, que luego de nuestro egreso nos veríamos cada vez menos, hasta finalmente no vernos por años o décadas. Como dije, nunca podía descorazonarse a un agente completamente y mi madre, ya convertida en ex agente, empezó a recuperar parte de esa humanidad que durante sus años de trabajo activo había ido escondiendo en un rincón. A mi madre, con el paso del tiempo, los sentimientos se hacían presentes en ella cada vez con más fuerza, dominando cada vez más y mayores aspectos de su vida.

Pero no fue apagándose como mi padre. Él, con el tiempo, fue haciendo cada vez menos cosas, hasta qua al final redujo su vida a leer, fumar y beber. Pasaba días sin hablar, ensimismado en sus libros, fumando como una chimenea y bebiendo como un cosaco. Pero cuando tenía ganas de conversar, sus charlas eran memorables, inolvidables. Sus análisis, la manera en la que leía las coyunturas, sus conclusiones, todo en su razonamiento y la forma en la que lo argumentaba eran impecables, insuperables. En verdad pocas charlas tuve con mi padre a lo largo de mi vida, pero todas ellas me enseñaron algo, a todas ellas las recuerdo como algo precioso, todas ellas fueron como encontrar un diamante en un universo hecho de barro y mugre. Al paso de algunos años murió. No pude ir a su entierro porque estaba en otra parte del mundo, en un trabajo que no pude ni quise evadir. Sé que él tampoco hubiera querido que dejara un trabajo a medias para asistir a un acontecimiento inevitable, y a la vez absurdo y en dónde nada podía yo hacer para modificar nada. La muerte es inapelable, y ante ella sólo podemos observar y poner nuestra mejor cara de idiotas. Dejar un trabajo y cruzar medio mundo para pararme y poner cara de idiota delante de un cajón cerrado sin poder hacer nada era una decisión estúpida. No fui a su velorio y nunca me arrepentí. Nadie me lo recriminó tampoco. No supe en ese momento de qué había muerto, no lo pregunté ni mi madre me lo dijo cuando me avisó. Esa noche, en su memoria, sólo en la habitación de un hotel de mala muerte de un país árabe, destapé una botella de vino blanco en su nombre. Pero no lloré. No me angustié. Creo que ni siquiera sufrí su muerte. No tenía sentido que una vida como la de mi padre siguiera transcurriendo sin tener un propósito. Pienso que al final decidió perderse en sus laberintos y existir entre preguntas. Supongo que al ver un mundo que le devolvía superficialidades a cada una de sus interrogantes, decidió tomar otro pasaje para investigar si es cierto que existe algo detrás de esa puerta que se llama vida. Mi papá murió en su estudio un domingo a la madrugada, con un libro de Kierkegaard en sus manos, víctima de un ACV fulminante.

Se llamaba Raúl.

INSTITUTO THOMAS HOBBES

El Instituto estaba (y aun está) ubicado en Argüello, una ciudad pegada a Córdoba Capital y parecía un castillo. Al frente tenía un parque lleno de árboles y caminos de piedra, lo que impedía que desde la avenida sobre la que estaba el Instituto se pudiera observar la edificación, ubicada hacia el fondo. Avanzando por los caminos que atravesaban el bosque se llegaba a la explanada y luego a las escaleras del Instituto que subían hasta la entrada principal: una imponente puerta doble de madera, puerta que siempre estaba abierta. El edificio, ya lo dije, antes que una escuela parecía un castillo: una cúpula imponente sobre la puerta principal, acompañada por dos cúpulas más pequeñas, una a cada lado que la franqueaban como cuidándola, como si fuesen sus guardaespaldas redondos y de piedra. Cuando ingresabas te recibía un amplio salón de un techo exageradamente alto, adornado todo con esculturas y cuadros. A los lados, como marcando dos líneas laterales invisibles, columnas. Las de la derecha simulaban el arte jónico, las de la izquierda el corintio. Cruzando ese salón, opuesto a la entrada, una puerta también de madera, también doble, pero ésta sí, siempre cerrada. Para que se abra (y siempre se abría desde adentro) uno debía anunciarse al pequeño comunicador con cámara y esperar la respuesta.

La sociedad en general creía que el Instituto Thomas Hobbes era una escuela privada más, a la que sólo accedían aquellos que pudieran pagar su onerosa cuota. Para el resto de la sociedad nuestro Instituto pertenecía a una congregación católica, la congregación de los lasallanos. Es un conocimiento difundido que, si quieres esconder algo, lo mejor que puedes hacer es dejarlo a la vista de todos. Así, nuestro Instituto estaba a la vista de todos, y, aun así, escondido en el mejor escondite: la confusión. De esta manera no debían buscar explicaciones complejas o rebuscadas para explicar y justificar el movimiento constante de jóvenes que el instituto provocaba.

La cantidad de estudiantes variaba constantemente a causa de los ingresos y de las expulsiones, que, si bien no eran demasiado significativas, sí eran periódicas y frecuentes. Diré, como todo dato, que los estudiantes oscilábamos entre seiscientos y mil. Más abundantes los primeros años; más escasos los años superiores a causa del siempre porcentualmente alto índice de deserción, el que naturalmente se acrecentaba en el inicio del recorrido.

Aunque no nos alentaban a ello bajo ningún aspecto, construir amistades era inevitable y no estaba prohibido, siempre que tuviéramos en claro las posibilidades y los límites de esas relaciones. Teniendo eso en claro, las autoridades del instituto sabían que cuando mucha gente pasa mucho tiempo junto confraternizar es casi inevitable.

Además de mi hermano, con quien nos unió desde siempre una amistad transparente, tuve en el Instituto dos grandes amigos y un gran amor, el que sin duda fue el error más grosero y costoso de mi vida. De mis amigos diré que se llamaban Horacio y Gonzalo, lo que, si resultara cierto o falso, sería igual de irrelevante. Esos eran sus nombres de la agencia. Si alguna vez ellos me dijeron su nombre verdadero, no lo recuerdo ahora. Pero eso no es relevante, lo relevante es que ninguno de los dos está hoy vivo, y soy yo y nadie más el responsable de sus muertes.

A ambos los conocí al ingresar al instituto, en mi primer año, y nuestra amistad fue prácticamente inmediata. Ninguno era hijo de agentes o ex agentes, y en cambio habían sido reclutados por sus capacidades excepcionales para jóvenes de tan corta edad. Eran dos rara avis en el universo de estudiantes del Instituto, venían de otros mundos, aunque eso no les imposibilitó comprender muy rápidamente las reglas del juego y volverse, con el tiempo, en dos activos de un valor incalculable para la agencia y para el país.

Horacio tenía TEA: padecía de un nivel bastante grave de asperger, lo que le dificultaba mucho comprender las reglas básicas de sociabilidad elemental y lo volvía incapaz de cualquier grado de empatía. Pero a pesar de esa incapacidad, de esa condición, contaba con una mente digna de un genio. Todo lo impactante que pudiera resultar a priori esa patente incapacidad para relacionarse cuando era abordado en una reunión social era olvidado en el instante que comenzaba un razonamiento o exponía sus conclusiones. Su área de mayor expertiz eran las matemáticas, pero lo cierto es que sobresalía en todas las disciplinas de estudio de las ciencias duras. Pero en las matemáticas estaba a la altura, estoy seguro, de los más grandes genios de la historia. Una tarde de domingo en la que las actividades del instituto nos dieron un respiro de un par de horas, estábamos en su habitación, yo leyendo un libro de Lacan, él en su escritorio escribiendo en un cuaderno. De repente se dio vuelta con su gesto indiferente de siempre y me alargó su mano con una hoja llena de números. Lo miré sin sorpresa pero esperando que me aclarara el significado de todos aquellos números. Él me miraba sin expresión, con el brazo alargado hacia mí. Tomé la hoja. “¿Y? ¿Esto qué es?” le pregunté luego de un instante. “La solución de la hipótesis de Riemann” me dijo sin sentimiento, mientras se daba vuelta y comenzaba a escribir de nuevo.

La hipótesis de Riemann es uno de los mayores enigmas matemáticos de todos los tiempos, sin resolución hasta el día de hoy, y del que se sospecha que es de imposible solución. La hipótesis sostiene que todos los ceros no triviales de la función zeta se encuentran en la recta x=1/2, es decir, que no existen ceros no triviales fuera de esa recta. A la fecha se habían calculado más de diez billones de ceros no triviales, todos alineados a la recta crítica. Pero Horacio, en esa habitación, en ese domingo de letanía, en su escritorio de miles de hojas desparramadas y con un lápiz de punta negra gastado, había encontrado, por primera vez en la historia, un cero no trivial que no estaba alineado a la recta crítica.

Tomé el papel con escepticismo, pero a medida que se sucedían las ecuaciones ese escepticismo fue mutando hacia la sorpresa, luego al asombro y finalmente hacia la fascinación. Nuestro trato siempre había sido relativamente formal, pero en ese momento, preso yo de la exaltación, le dije “¡Boludo! ¿Estás seguro de esto?”. “Los números no se equivocan” me dijo mientras seguía escribiendo cualquier otra cosa y me daba la espalda. Me quedé perplejo mirando el papel, estudiando sus ecuaciones, que me parecían tan correctas como bellas. Después de un rato de silencio, en donde la idea de la solución de un problema irresoluble se me presentaba patente ante mis ojos, le pregunto “¿y ahora qué hacemos con esto?”. “Ya está resuelto” me dijo, “tiralo”. Ese era Horacio; eso era Horacio. Un genio. Un poco loco para todos, pero un genio al fin de cuentas, y de una genialidad a la altura de los elegidos. Por supuesto que no lo tiré, sino que se lo llevé al director del programa de matemáticas del Instituto. No pudieron publicarlo porque eso implicaría comprometer a Horacio, al Instituto y eventualmente a toda la agencia cuando se investigara su procedencia. Aún hoy esa hoja, la hoja que escribió Horacio y que contienen la solución a un problema irresoluble para el mundo, está en los archivos del Instituto y se guarda como un tesoro muy preciado.

Horacio, al igual que Gonzalo habían sido criados en orfanatos hasta los once años. La agencia tenía una relación especial con los orfanatos, pues todos los niños que ahí estaban no tenían familias, lo que era muy conveniente a la hora de formar un potencial agente. Además, al crecer en orfanatos no era necesaria la primera etapa “descorazonadora” de potenciales agentes respecto de sus padres. Cada vez que se observaba que un niño o niña de un orfanato destacaba en alguno de los aspectos que a la agencia le interesaban, las direcciones de los orfanatos avisaban a la agencia, la que enviaba inspectores a evaluar al niño en cuestión. Se le realizaban una serie de pruebas físicas y mentales, y si las aprobaban, les ofrecían ingresar al Instituto. No se obligaba nadie a ingresar, no tenía sentido. Para poder formar a un agente correctamente, era necesario que éste quisiese realmente formarse como agente. No se puede obligar a nadie a convertirse en agente, eso era un dato de la realidad, y en la agencia lo sabían y no pretendían, nunca, forzarlo. Los niños que eran evaluados para ingresar al Instituto eran todos mayores de diez años, por lo que sus posibilidades de ser adoptados eran muy escasas. Esto sumado que para que les propongan ingresar al instituto debían haber pasado las pruebas de inteligencia, y por lo tanto ser capaces de evaluar sus posibilidades en caso de que decidieran permanecer en el orfanato. Todo esto da como resultado que nunca ningún niño o niña a la que le propusieron dejar el orfanato para ingresar al Instituto Thomas Hobbes se haya rehusado a hacerlo. Horacio, al ingresar, tenía once años. Y cuando resolvió la hipótesis de Riemann, trece.

Gonzalo no era un genio como Horacio, lo que en realidad no es decir demasiado porque nadie era un genio como Horacio. Sí tenía, Gonzalo, tenía una inteligencia promedio superior a la media social, unos 129 puntos de coeficiente intelectual, lo que era interesante aunque no del todo destacable, puesto que en el instituto todos teníamos un CI superior a la media. Lo que sí tenía era una capacidad física superior a la media, una capacidad de tomar decisiones bajo presión que lo hacían sobresalir. Su cuerpo era como una máquina preparada para la exigencia. Nunca se cansaba, nunca fallaba en las pruebas físicas, sus tiempos y recorridos se ubicaban entre las mejores marcas en la historia del instituto; su capacidad pulmonar y muscular eran inigualables por los demás estudiantes, incluso lo de los cursos superiores. Tenía, sin embargo, un defecto físico en el rostro: tenía la mitad de la cara quemada. Nunca supo cómo sucedió, porque cuando lo dejaron en la puerta del orfanato en el que creció ya tenía el rostro así. La mayoría de los médicos que lo trataron de grande coincidieron en que lo más probable haya sido aceite hirviendo, por el grado de profundidad de las heridas. Siempre creyó que nunca fue adoptado porque, como él decía “nadie quiere adoptar a un monstruo”. Con el tiempo supimos que esa particularidad en el rostro casi lo excluye también del Instituto. No es recomendable que los agentes tengan rasgos físicos que resalten o se destaquen por los motivos que sean y que puedan generar referencias o recuerdos puntuales de lugares o situaciones en las que se encontraba determinado agente. Y el rostro de Gonzalo era algo que inmediatamente generaba referencia. Fue gracias a su tan alto nivel atlético que logró sortear esa barrera y lo que le permitió ingresar al Instituto.

Con el tiempo, aprendió a maquillar su herida hasta hacerla casi imperceptible.

Para la dirección del instituto nuestra amistad era considerada “conveniente”, pues por una parte funcionaba como una suerte de terapia práctica para que Horacio lograra comenzar a reconocer ciertas pautas sociales de convivencia, aspecto en el que había avanzado enormemente desde que se relacionaba con Gonzalo, con mi hermano y conmigo, y por otra parte, contenía cierto impulso a la violencia que había acompañado a Gonzalo a lo largo de su vida en el orfanato y que es inaceptable para un potencial agente.

Por mi parte, yo era un estudiante bastante sobresaliente; gozaba de cierta reputación por mi capacidad analítica abstracta. Las ideas y los pensadores de todos los tiempos me intrigaban, y por esa intriga los iba conociendo cada vez más y cada vez mejor. La escuela milesia, la escuela pitagórica, los grandes pensadores de la Grecia clásica, Platón, Aristóteles, luego los modernos, la duda metódica del francés, el trascendentalismo de Kant, el nihilismo de Nietzsche, los idealistas alemanes con Hegel a la cabeza, por supuesto Marx, que es Hegel pero todo al revés, Heidegger y su incansable búsqueda del ser. La filosofía era el lugar en donde más cómodo me sentía y en donde mejor me movía. Sin duda a ello se debió luego los tipos de trabajos a los que me asignaron en mi carrera como agente.

Mirada desde cierta perspectiva, la filosofía es la disciplina que tiene la capacidad de mostrarnos los lugares por los que el pensamiento transcurre, los caminos por los que el pensamiento camina y ha caminado a lo largo de la historia. Hegel supo decir que el Espíritu Absoluto, es decir, el momento determinante de la historia presente, se posaba en los lugares en donde los acontecimientos que estaban sucediendo determinaban el camino, el destino y el sentido de la historia. Y si bien la entidad que Hegel le pretende atribuir dicho espíritu es de dudosa procedencia, lo cierto es que la filosofía es de alguna forma el periódico del Espíritu Absoluto, el diario de viaje de ese espíritu. Repasar la filosofía es adentrarse en la forma de pensamiento que la historia tiene en determinado momento, con todas las implicancias, consecuencias y desenlaces que eso conlleva. Estoy seguro que Dios no existe, pero si existiera, la filosofía sería la disciplina que estudia el pensamiento de Dios.

Inmiscuirse en los recovecos de la filosofía, significa al mismo tiempo adentrarse en los rincones de la historia, pero sobre todo, del porqué de esa historia. Y esa es, creo, una de las pocas formas que tiene el hombre de ser libre: el saber, el comprender, el ser capaz de identificar los diversos caminos que, al confluir, configuran nuestro presente.

Por fuera de la filosofía, tenía una gran fascinación por la física y la astronomía, dos ramas que, si bien eran bien consideradas en el Instituto, no eran ramas primordiales. Un agente debe conocer de memoria las constelaciones de ambos hemisferios en cualquier época del año, pero no por ello debe conocer, necesariamente, elementos más profundos de cosmología, teorías sobre agujeros negros, o sobre materia y energía oscura y su incidencia en la expansión del universo. Al mismo tiempo, la física que servía a un agente era la física mecánica, es decir, la relativa a comprender por ejemplo cómo la fuerza del viento modifica la trayectoria de un proyectil a cierta distancia, o al cálculo de cómo un objeto pesado caía desde cierta altura, pero no por ello era necesario saber cómo resolver la contradicción entre el relativismo y la física cuántica referida a conseguir determinar las leyes de la gravedad cuántica. Avanzar en esas interrogantes, si bien no aportaban demasiado en tanto a volverse un agente, sí al menos servían para apuntalar una cierta reputación en un ambiente en donde el conocimiento era valorado en sí mismo.

Todo esto, sumando a la reputación una suerte de frialdad un tanto inhumana para resolver situaciones complejas, hacía de mi lo que se consideraba un futuro agente con buen criterio, capaz de tomar las decisiones, si no siempre acertadas, sí al menos aquellas con mayores probabilidades de éxito con los datos que se tuvieran disponibles. Por esa razón, mi trabajo en la agencia casi siempre funcionó en las sombras. Claro que estaba en el terreno (un agente entrenado que no esté en el terreno era un activo inútil, a excepción de excepcionalidades como H), pero mi papel era más relativo a tomar decisiones referidas a todo el tablero, al conjunto general del juego, y no en operar como un superior indicaba que se debía operar. Más bien quien tomaba el papel de decidir era yo y otros eran los que acataban esas órdenes.

La Agencia catalogaba a los agentes en una escala del cinco al once, siendo los agentes con nivel once activos destacados, altamente capacitados, además de sumamente extraños. A lo largo de su historia, la Agencia había catalogado con ese nivel distintivo a muy pocos agentes, entre los que se encontraban, como ya lo mencioné, mi padre y mi madre. Y aún sin haber sido nombrado agente, en el Instituto se rumoreaba cada vez con mayor intensidad a lo largo de mi trayecto ahí dentro, que yo sería catalogado con ese nivel extraño y distintivo.

Lo cierto es que nunca alcancé ese nivel. La categoría que se me asignó fue la de agente nivel diez, la que era una categoría de conducción de equipo.

Sin embargo, esa categoría venía acompañada de un nivel de prestigio bastante relevante, lo que durante años me permitió trabajar cerca de Horacio, de Gonzalo y de mi hermano. También de Mariana. Para la agencia, una vez terminada la instrucción en el Instituto, lo conveniente era que aquellos estudiantes que habían desarrollado cierta afinidad emocional dejaran de verse y llevaran adelante sus trabajos lejos los unos de los otros. Forzar la desvinculación sentimental con tus padres deja de tener sentido si luego uno puede restablecer ese tipo de vínculos con sus amigos o compañeros.

Al estar yo en una posición de tomar decisiones y a partir de esas decisiones, de tener la obligación de armar equipos de trabajo, manifesté una tendencia, que sólo puedo calificar de monótona, por trabajar con Horacio, con Gonzalo, con Mariana y con mi hermano. Era un equipo presa de cuestionamientos en cuanto a su evidente afinidad, pero que luego se ratificó una y otra vez a partir de los resultados obtenidos, coronados constantemente con finales exitosos. Y lo cierto es que no era nuestra afinidad la que me impulsaba a elegir trabajar de esta manera, con ellos; siempre consideré que conocer a un agente personalmente, lograr un vínculo con él o ella mejoraba nuestro desempeño. El saber cómo alguien piensa, más allá de no ser en realidad una desventaja, constituía el verdadero motivo del éxito de nuestro grupo. Nos conocíamos de memoria, y eso, en un trabajo donde la improvisación era una parte central, nos daba la capacidad de resolver situaciones complejas jugando el mismo juego. Cuando el escenario se modificaba, sabíamos cómo iba a reaccionar cualquier miembro del grupo y actuábamos a partir de esa certeza, la que era siempre ratificada por los acontecimientos. Funcionábamos como una sola mente, y cada uno de nosotros era una parte del mismo cuerpo.

En aquella época pensaba que esa fórmula no tenía fisuras, que no podía fallar. Podíamos, sí, no lograr el objetivo buscado, pero eso se debía a que, o los datos con los que contábamos para tomar decisiones eran incompletos, o bien que el trabajo, dadas las condiciones fácticas en las que se desenvolviera, lo hicieran de imposible resolución.

A partir de ciertas circunstancias que devinieron al interior de nuestro grupo y a causa del desenvolvimiento de los acontecimientos futuros, nuestro equipo, por mi decisión, dejó de trabajar con Mariana. Si toda nuestra trayectoria como equipo nos dio la razón en cuanto a la continuidad del mismo en el transcurso del tiempo, el fracaso de nuestra última misión fue tan catastrófico que significó el fin de todo.

Pero falta mucho para llegar a eso.

No sé bien cómo describir a Mariana, ahora creo es que nunca la conocí realmente. Tal vez ella tampoco se conocía del todo a sí misma, puesto que, hacia el final, actuaba como si fuera dos personas diferentes, como si siempre hubiese sido dos personas diferentes. Dos o más. Y además como personas que no tenían diálogo entre ellas, como dos personas que no se conocían. Alejandra Pizarnik, la poetiza, firmaba con varios nombres diferentes sus poemas. Se decía que ella era esas varias personas y que cada una era diferente en todo a las demás, como si muchas personas diferentes habitaran un mismo cuerpo. No era diferentes personas al mismo tiempo, era conciencias diferentes, que aparecían y desaparecían indistintamente. Creo que Mariana funcionaba de la misma manera. Y que ninguna de todas las que ella era no eran conscientes del resto.

Mariana estaba dos años delante de nuestro curso cuando ingresamos al instituto. Y lo cierto es que no sobresalía en nada particular. No era demasiado buena en ninguna de las disciplinas en las que entrenaban a los futuros agentes, aunque tampoco era mala. Era una estudiante promedio en todo sentido. Vivía en el Instituto porque su familia era del interior de la provincia, por lo que asistía a los cursos regularmente, aunque siempre con una displicencia que hacía dudar que ella quisiera estar realmente ahí. Tenía, sin embargo, una característica que, si bien la agencia no la consideraba necesariamente buena, a mí me parecía que funcionaba como complemento perfecto de la racionalidad que a todos los agentes nos debía guiar: a Mariana no le importaba realmente nada. Enfrentaba su vida con un desdén y un cinismo que la volvían, la mayoría de las veces, simplemente temeraria. A causa de esto es que era muy difícil de descifrar, y mucho más de predecir. Su forma de abordar las cosas, si en un principio estaba teñida de una particular curiosidad, inmediatamente se convertía en una patente indiferencia. Y en un contexto en el que todos querían sobresalir, eso la diferenciaba, volviéndola, de alguna forma, la oveja negra del Instituto. Hubiera podido abandonar el Instituto si hubiese querido, pero por alguna razón no lo hizo y terminó convertida en una agente. Siempre tuve el secreto deseo que la razón que la retenía allí fuese yo. Cosa que nunca pude comprobar, aunque tampoco desmentir.

Fue cuando nosotros estábamos en segundo año y ella en cuarto cuando comenzamos a acercarnos, nuestro grupo y ella, que siempre andaba sola, siempre andaba de negro y siempre llevaba su largo pelo castaño y lacio atado con una cola de caballo. Una tarde de invierno, mientras merendábamos en el comedor, Horacio y yo jugábamos una partida de ajedrez. Debo haber jugado, en mi vida, unas seiscientas o setecientas partidas de ajedrez con Horacio. Jamás logré ganarle. Una vez conseguí tablas, y, dadas las circunstancias particulares de Horacio, lo consideré, y aun lo considero, un triunfo más que suficiente, y un buen pergamino en mi historial de jugador.

Estábamos jugando el partido en una de las mesas comunes de comedor, que eran mesas muy largas, de unos cinco metros cada una aproximadamente, con bancas igual de largas a los costados. El comedor era una especie de galpón moderno, un espacio rectangular sin paredes, de unos setenta metros de largo por treinta de ancho, muy moderno y muy iluminado. Horacio, como de costumbre, había sacado su reina al comienzo, algo que no aconseja nadie que sepa realmente de este juego. Pero a Horacio la flexibilidad de la reina lo impulsaba a desconocer ese dogma ajedrecístico casi sacro. “Más posibilidades de movimiento implica más posibilidades de convertir las posibilidades de las piezas en favorables a mi juego” repetía, como si fuese una certeza matemática. Habíamos limpiado de casi todas las piezas el tablero. Horacio tenía un caballo y un peón más que yo, lo que le daba una ventaja de +4. Mi rey estaba acorralado, cubierto con un peón y un alfil, y su reina, como siempre, lo amenazaba. A punto estaba de reconocer mi derrota cuando Mariana, que pasaba caminando por detrás de nosotros dijo, o me dijo: “Si sacrificás el caballo, no te hace mate en dos”. Salvo Horacio, todos la miramos. Luego miramos el tablero. Dos sorpresas nos invadían, que ella nos hablara (porque casi nunca hablaba con nadie), y que era cierto, sacrificando el caballo evitaba mi muerte segura en dos movimientos. Sacrifiqué mi caballo, pero fue inútil. Las ventajas que ya había dado condenaban mi suerte. Cuatro movimientos más tarde, perdí. Mariana seguía parada mirando el tablero. De pronto sucedió algo muy extraño para nosotros, que lo conocíamos bien. “Juguemos” dijo Horacio. Y no me hablaba a mí ni a mi hermano, sus habituales víctimas. Le hablaba a Mariana. Ella, con su cotidiana indiferencia, y sin decir nada, me movió con brusquedad y se sentó mientras comenzaba a acomodar las fichas. No sortearon el color. Mariana agarró las blancas y Horacio no se opuso.

El partido fue relativamente parejo al principio, pero una verdadera masacre al final. Horacio ganó en 25 movimientos. Ella nunca tuvo chances en ese partido. Cuando hubo perdido, se levantó y se fue como si nada. No se la notaba enojada ni perpleja. Sólo se iba como se iba de todos lados.

A partir de ese día, cada vez que nosotros estábamos con un tablero, ella aparecía y jugaba. Casi siempre con Horacio, aunque a veces conmigo o con mi hermano. A Horacio nunca pudo ganarle, ni, para mi secreta satisfacción, sacarle tablas. Pero con nosotros los partidos eran muy parejos. Era una buena jugadora. Impulsiva y agresiva en el tablero como en la vida. Pero supongo que eso nos sucede a todos: cada jugador juega como vive, o vive como juega. Sé precavido y cobarde en la vida, y serás precavido y cobarde en el juego. Lo mismo si eres osado y arriesgado. Mariana jugaba sin miedo, lo que la hacía fuerte, pero también sin precaución, lo que la volvía débil. Vivía los partidos como una batalla en donde no valía retroceder, en donde retroceder y reacomodarse no era una opción. Mariana sólo sabía huir corriendo más fuerte para adelante.

De a poco fuimos sabiendo algo de ella. No datos de su vida personal, pero sí sabiendo cómo era, qué pensaba, qué quería, qué odiaba, que es, quizás, la única forma de conocer a alguien. Esta condición a la que me referí más arriba, sobre sus cambiantes personalidades, fue una cualidad que se desarrolló con el tiempo y que no estaba tan presente en esos años en el Instituto.

Nuestra relación con ella estaba, en aquellos comienzos, mediada exclusivamente por el ajedrez. Ella aparecía en silencio en la parte del comedor en donde habitualmente jugábamos corriéndose el mechón de pelo negro que siempre le tapaba su ojo derecho como una catarata y se sentaba dispuesta a jugar. Y luego de jugar, se iba. Si le importábamos, en aquellos momentos como algo más que como rivales del ajedrez, era algo que nos era imposible saber.

Aproximadamente un año luego de que Mariana comenzara a jugar al ajedrez con nosotros, una mañana en la que había ocurrido un acontecimiento de gravedad internacional, las clases se suspendieron y todos quedamos reunidos en el comedor. Corría el año 2001 y una organización yihadista había decidido realizar un atentado en el corazón simbólico del mundo occidental y capitalista: el Word Trade Center, las torres gemelas, el “centro mundial del comercio”. Y el atentado, como sabemos, fue un éxito. Secuestrando vuelos comerciales, redujeron a su tripulación y dirigieron a esas aves gigantes de acero a estrellarse contra las torres, en las que impactaron con una precisión digna de una habilidad para volar que cualquier piloto envidiaría.

Todos nuestros docentes y los directivos del Instituto tuvieron reuniones toda la mañana en todas las sedes imaginables del gobierno. Cuando acontecimientos de ese tipo de gravedad sucedían, los protocolos y las discreciones tendían a flexibilizarse un poco más de lo habitual, y entonces muchas caras se veían y muchas direcciones emergían. Cierto es también que en ese tipo de estados conmocionados dichas indiscreciones pasaban perfectamente desapercibidos, ya que ni los medios ni la sociedad estaban en esos momentos atentos a quién se juntaba con quién, en dónde ni por qué. Un acontecimiento de esa magnitud volvía a todo el mundo invisible.

Esa mañana de martes 11 de septiembre estábamos todos reunidos en el comedor, sin clases, y obligados a pasar el día sin mayores cosas que hacer. Y de repente, como ocurren las cosas extraordinarias, algo extraordinario sucedió. Y digo extraordinario porque era algo que iba por fuera de lo ordinario, era algo más allá de lo ordinario, de lo común, de lo habitual. Horacio jugaba un partido de ajedrez con mi hermano. Yo, sentado al lado de Horacio, leía El origen de la desigualdad entre los hombres, de Jean-Jacques Rousseau. Mariana, sentada al lado de mi hermano, frente a mí, miraba el partido con desinterés. De repente, sin preámbulos ni indicios, Mariana pasó por arriba de la mesa, me agarró del brazo y me dijo “vamos”. No lo dijo muy alto como para que todos la escuchen, ni tan bajo como para querer disimular sus palabras. Lo dijo como si dijera cualquier palabra o frase, como si hubiese dicho “dame fuego” o “decime la hora”. Pero me dijo “vamos”. Y yo, presto, fui.

Fuimos a su habitación, la que, a diferencia de la gran mayoría de todos nosotros, ella no compartía con nadie. Gozaba, sin alardear, de ese extraño privilegio.

Pasamos en esa habitación toda la tarde haciendo el amor y jugando al ajedrez. Ambas cosas ella las hacía con la misma intensidad, con el mismo arrojo, con la misma urgencia. El atentado a las torres gemelas, que para el mundo fue una tragedia de dimensiones gigantescas, para nosotros fue la cubierta perfecta para que los docentes del instituto no se preguntaran en dónde estábamos, y poder tomar esa tarde para nosotros, para nuestro sexo y nuestro descubrimiento.

A partir de ese día mi relación con Mariana cambió. Yo, en mi juventud, en mi inexperiencia en asuntos del amor, en mi tendencia un tanto idealista de leer e interpretar el mundo, me enamoré irremediablemente. O así recuerdo que lo creí en ese momento. Aún hoy guardo en mi mente ese día como una iniciación un tanto platónica, una imagen romántica y perfecta de ese universo de adrenalina que es el amor y que yo desconocía absolutamente, tanto en lo general como en lo particular. Todo el trabajo que la agencia se tomó en volverme un sujeto frío y calculador para evitar que uno se atara a lazos sentimentales, ese día, y de ahí en adelante, se vio puesto en jaque por aquella mañana de sensaciones desconocidas pero majestuosas.

No puedo asegurar aquella mañana la haya afectado a ella tanto como a mí. Su tendencia natural a restarle importancia a todo asunto vital la posicionaba ante ese hecho de una forma diferente a la que me posicionaba a mí. Si a mí ese día me mostró una puerta que antes no era capaz siquiera de imaginar, quizás para ella fue sólo un día más de experiencias distintas, algo así como un libro nuevo, o como pintar un cuadro por primera vez.

Con el tiempo comprendí que para Mariana las relaciones no eran ni buenas ni malas en sí mismas, sino que eran espacios, como otros, que ofrecían experiencias que podían volver la vida un poco más interesante. O más aburrida. Mientras eso sucediera, eran bienvenidas. Pero cuando entendía que eso ya no pasaba, eran desechadas inmediatamente. Mariana entraba y salía constantemente de caminos y de puertas, se sumergía en experiencias diferentes y las abandonaba al instante. Creo que será justo decir que fue una persona que jamás se ató a nada. Para lo bueno o lo malo que eso pueda significar.

Podría decir que nuestro amor en el tiempo del Instituto (aunque más preciso sería decir “mi amor”) fue redondo. Fue circular. Y era perfecto como perfectos son los círculos. Cada parte de él lo justificaba todo, cada parte era necesaria para que todo fuera lo que era. Contaba incluso con la cuota de lo prohibido, elemento que, aunque no podamos dar una explicación cierta de por qué, condimenta con un rico sabor todo lo que toca.

Además, era escaso. Existía constantemente, abarcándolo todo, impregnando cada momento, pero existía en silencio, con pocos espacios y lugares para existir en concreto. En el Instituto las relaciones entre estudiantes no estaban prohibidas, pero significaban una condena. No podían impedir que estudiantes se enamoraran, sucedía constantemente y la dirección de la agencia era lo suficientemente inteligente como para saber que no tiene sentido disputar contra lo inevitable, que disputar contra los instintos adolecentes sólo servía para empeorarlo todo y que de esa pelea sólo resultaba desorden. Las condenas no eran la expulsión. Eran, en cambio, condenadas a la prisión de la oficina. Cuando dos estudiantes rompían la regla de no intimar entre ellos, su camino se re direccionaba a convertirse en lo que llamamos agentes de escritorio. Su trabajo sería permanecer en una oficina ordenando administrativamente los éxitos y los fracasos de los agentes de campo, y siendo así, para siempre, observadores pasivos del trabajo de aquellos que operarían cambios reales en la historia moderna. Convertirse en estudiantes para la oficina, era, a ojos de todos, un verdadero insulto, una mancha, una vergüenza. Sabiendo esto, cada estudiante debía elegir: privarse de ciertos placeres a cambio de asegurar el camino que deseaban, o arriesgarlo todo por un sentimiento que no podían comprender ni explicar del todo, y estar dispuestos, por ese sentimiento, a perderlo todo aquello que le daba sentido y horizonte a su joven vida.

A pesar de todo ello, de lo que creía que sentía, no fue eso lo que me llevó más adelante a incluirla en mi equipo. Siempre pensé que una cuota de irracionalidad es necesario en cualquier sistema cerrado, y que esa forma particular de caos aporta a una más completa lectura colectiva. El mundo opera con márgenes concretos, medibles, de irracionalidad. Elementos disruptivos a la hora del pensar, antes que oscurecer, potencian el panorama. Mariana nos brindaba eso y estoy seguro que fue clave en el éxito de muchas de las tareas que nuestro equipo llevó adelante. Ser plenamente racionales en un mundo con márgenes considerables de irracionalidad podía garantizar el triunfo en algunas batallas, pero la guerra definitiva está condenada a perderse.

Finalmente, el tiempo del Instituto terminó, como siempre terminan irremediablemente todas las cosas buenas. Y comenzó una etapa mucho más dinámica de la vida, más acelerada, más determinante, más contradictoria. Hoy diría que una etapa más turbia. Una etapa de mayor movimiento, de decisiones, de crecer, de operar, de elegir, de diagramar en un lienzo imaginario los límites a los que se vería sometida nuestra vida futura.

Pero para el trabajo de campo aún faltaba un proceso intermedio más.

EL SEGUNDO PREÁMBULO

Finalizando los seis módulos completos del programa del Instituto, había una instancia nueva que se abría, breve pero intensa; algo así como un purgatorio en donde se terminaría de definir nuestro destino y donde se comenzarían a marcar los caminos, las rutas y los futuros. En ese espacio todos éramos ya agentes, habíamos recorrido el camino que nos habilitaba para el trabajo real, para el trabajo que, para nosotros, serviría para producir y movilizar acontecimientos que podían cambiar al mundo. Sólo faltaba determinar, parafraseando a Heidegger, a qué lugar del mundo seríamos arrojados y para qué.

Imaginarán que no es lo mismo trabajar en una embajada europea de un país considerado amigo que en un conflicto bélico en medio oriente, o recaudando información en un país tildado como potencial enemigo, o como abiertamente enemigo; que no es lo mismo hacer inteligencia, que contra inteligencia o trabajar como doble agente danzando indistintamente con dioses y con diablos de las más variadas razas y pelajes. Cada trabajo tenía una dignidad propia, un peso específico, pero no se consideraba que todos operaran en la historia contemporánea de la misma manera. Al menos en lo superficial y en lo pretendidamente obvio. Porque lo cierto, y en la agencia lo sabían, es que cada pequeño detalle en cada pequeño país sirve para cimentar y potenciar los grandes acontecimientos que direccionan la historia. La historia funciona como una red, reticularmente, como un cúmulo casi infinito de tensiones que, sumadas todas, forman la tensión que sostienen y determinan las épocas. Cada una de esas tensiones operan dando estabilidad o desestabilidad al conjunto. Algunas tienen la capacidad de generar sismos en sí mismas, pero finalmente la tensión resultante de la red depende de todas ellas.

En ese pequeño lapso intermedio entre nuestra formación y nuestro trabajo, se definía qué lugar se consideraba óptimo para cada uno de nosotros. Pero no era un momento de competencia: nuestros lugares ya habían sido asignados. Ahí, antes que ganarnos un lugar, debíamos mostrar que éramos aptos para el trabajo que ya habían decidido para cada uno. Debíamos demostrar que éramos, en efecto, lo que pensaban que éramos.

Los trabajos que debíamos realizar en ese periodo eran de resolución de situaciones hipotéticas. A cada agente se le asignaba un lugar en la hipótesis, y debíamos tomar resoluciones en función del éxito de la misión y tomando en cuenta lo que suponíamos que iban a decidir los otros agentes de la hipótesis. Todas las hipótesis estaban basadas en situaciones reales de campo a las que otros agentes se habían enfrentado, y con el resultado de esas mismas misiones ya sabidos. La trampa del ejercicio era que el resultado de todas las misiones, si bien sabido de antemano, estaba atado a las resoluciones efectivas que otros agentes habían tomado. No se tenían datos ciertos de lo que hubiera pasado si los agentes en el campo hubiesen tomado decisiones diferentes a las que efectivamente tomaron.

De esta forma medían y tabulaban nuestras decisiones, a la vez que evaluaban la capacidad de imaginar nuevas resoluciones que hubieran significado un cambio hipotético de escenario en el terreno. Era como jugar un juego de roles en donde la mitad de las opciones ya habían sido exploradas y la otra mitad abría la puerta a un sin número de posibilidades factibles de apreciar, pero no medibles en lo concreto.

Luego de un periodo de un par de meses de someterse a estos procesos, finalmente nos eran asignados nuestros lugares definitivos en la estructura de la agencia.

Recuerdo que era un viernes 13 del décimo mes de aquel año dos mil y algo cuando el director del Instituto me llamó a su oficina. El director, a pesar de su papel central dentro del Instituto, no pasaba de los cuarenta y cinco años. Encontrarse con él era como encontrarse con una mente ávida. Era impaciente, movedizo, atento a los detalles, siempre en forma, siempre elegante, siempre dispuesto. Era inteligente, de una inteligencia que mezclaba el conocimiento enciclopédico con el conocimiento de la calle, a los que le sumaba el conocimiento más difícil de adquirir: el conocimiento de las medias verdades, de las verdades a medias, de la fracción de la totalidad; el conocimiento de las verdades esquivas, que se esconden, que aparecen y desaparecen, de las verdades que se ocultan. Cualquier idiota puede leer muchos libros, y cualquier idiota puede recorrer muchas esquinas; pero lograr el conocimiento de las verdades que no parecen verdades es un atributo que creo que pocos hombres en el mundo poseen.

Me llamaba a su oficina.

No me pareció extraño porque a menudo el director me llamaba para intercambiar algunas ideas y para que le contara cómo observaba el día a día de nuestros estudios. Tenía, además, un gran afecto laboral por mi padre, a quien respetaba enormemente gracias a su vasta trayectoria y con el que habían compartido sus años en ese mismo Instituto. Supongo que parte de ese afecto se había trasladado a mi persona.

Sin embargo, el motivo de su llamada era otro.

Cuando entré a su oficina estaba sentado detrás de su escritorio, que no era ni grande ni pequeño: era justo para los papeles que necesitaba tener allí. Su silla tampoco era imponente, como esas que acostumbran a usar aquellos tipos de hombres que necesitan, debido a su inseguridad, demostrar quién es el que manda gracias a símbolos y posiciones actuadas. Sus gestos eran, como siempre, calmos. Siempre consideré secretamente al director como un sobreviviente de muchas batallas. Su talante, su calma, sus constantes silencios, si mirada reflexiva y alejada de cualquier fanatismo parecía distanciarlo del mundo y de su caos. Siempre atento al detalle, siempre presto a escuchar cualquier opinión, pero también siempre inapelable cuando había tomado una decisión. Nunca supe, ni lo sé ahora tampoco, si efectivamente peleó todas las batallas que mi imaginación le atribuyó en mi adolescencia. Quizás simplemente siempre fue un señor detrás de un escritorio. Quizás fue un quijote al que desterraron de La Mancha por confundir siempre molinos con gigantes. O quizás fue un héroe anónimo para el mundo, quien era demasiado valioso para arriesgarlo en cualquier esquina polvorienta a merced de cualquier bala de cualquier espía de cualquier otro país, y quisieron preservar su sapiencia y ponerla al servicio de la creación de nuevos agentes. No lo sé. Sé, en cambio, que murió hace tiempo, irónicamente de un cáncer de pulmón que lo derrotó fulminantemente, a pesar de no haber fumado nunca. A su velorio asistieron sólo dos personas. Nunca supe tampoco quién fue aquel otro asistente.

  • Hola Germán, pasá, sentate –me dijo cuando me vio parado en la puerta que siempre tenía abierta. Germán, claro, no era mi nombre, pero al director no le importaba. Tenía por costumbre cambiarle el nombre constantemente a todos y a todas. Si ahora me decía Germán, en diez minutos podía pasar a ser Gabriel, o Marcelo, o Jonás. “Nunca sabré tu nombre real, asique da lo mismo el nombre falso con el que te nombre” contestaba cuando era inquirido por esta manía tan peculiar. En mi caso, esto no era cierto. El director, gracias a su relación con mi padre, sabía muy bien mi nombre.

Pasé y me senté. Noté que tenía una carpeta amarilla con las iniciales de mi nombre falso escrito en la parte superior derecha de la tapa. Él sabía que lo notaría, porque nosotros estábamos entrenados para notar todos esos detalles al instante y con una sola mirada superficial. Estábamos entrenados a identificar factores que nos pudieran dar una lectura primera sobre la situación en la que nos encontrábamos. Y si él sabía que lo notaría porque nos habían entrenado para notarlo, entonces tenía esa carpeta allí porque quería que la note. Supe de inmediato de qué se trataba todo.

  • Imagino que ya sabés por qué estás acá – me dijo mientras hacía a un costado la carpeta con la mano.
  • Este es el momento en el que me va a decir mi primer destino oficial, calculo – Yo nunca lo tuteaba a pesar de que él siempre me trató de “vos”.
  • Sí. Calculás bien che. Este momento es ese
    momento. Hoy, de todas las misiones que sé que vas a tener en tu vida, te voy a decir cuál es la primera. Pero eso no es lo más importante ¿no?
  • No, también me va a informar que voy a estar a cargo de un equipo y que voy a ser el responsable de dirigir las operaciones de ese equipo.
  • Perfecto che, perfecto. ¿Cómo dedujiste eso? – me preguntó divertido. O al menos tan divertido como la situación lo permitía.
  • Soy al primero que llama. De todos los agentes que estamos en esta instancia, a ninguno le informaron su destino. Imagino que primero informarán a los líderes de los equipos para que tengan alguna participación en la selección de los equipos que tendrán que dirigir.
  • ¿Y eso para qué? – preguntó, poniéndome a prueba.
  • De esta forma garantizan que ningún líder de equipo atribuya como causa a algún eventual fracaso en una misión, al hecho de habérsele asignado un equipo con el que no se sentía cómodo, o al que no sentía preparado lo suficiente. Involucran al líder de grupo para que sea corresponsable de su equipo, en sus triunfos, pero sobre todo en sus fracasos.
  • Muy bien. Ni yo lo hubiera dicho mejor. Calculo que sabrás entonces lo que voy a decir a continuación.
  • Me va a recomendar que no debería elegir como miembros de mi grupo a personas con las que usted cree que estoy ligado sentimentalmente. Me dirá además que me llama primero para que tenga disponible la a la totalidad de nuevos agentes para elegir libremente entre ellos. Me dirá que confía en mí criterio, pero que en su experiencia, los grupos vinculados por lazos afectivos no pueden sino fallar. Apelará, supongo, a ejemplos históricos, para sostener su punto. Será enfático en su posición, aunque en apariencia flexible. Querrá dejar en claro la inexistencia de ejemplos que refuten su postura, que es, además, la postura de la agencia. Dirá frases del tipo “creamos lo que creamos, la historia no se equivoca” para demostrar que entiende mi supuesta intención, que no es una postura descabellada, pero que finalmente esas experiencias están atadas, y supongo que agregará el adjetivo de “inevitablemente”, al fracaso. Y cuando piense, por mis reacciones faciales y mi lenguaje corporal, que he aceptado su punto, me dirá la única verdad inevitable en este punto.
  • ¿Y esa verdad sería…?
  • Que, finalmente, la decisión depende de mí.

Los equipos operativos podían variar en su composición, la que podía ir de cinco a nueve agentes, dependiendo de la voluntad e intención del líder del equipo. Yo en esa época creía que cinco era un número perfecto para un equipo de campo. Más agentes multiplican los escenarios y las probabilidades, lo que volvía a las resoluciones de conflictos más inciertas.

Armé mi equipo con mi hermano, con Horacio, con Gonzalo y con Mariana. Estaba seguro que aquello que me indicaban como una desventaja era en realidad una fortaleza. Nuestro conocimiento mutuo, antes que sesgar nuestras visiones, potenciaban al grupo, dándole a cada uno de los miembros un conocimiento sobre los factores que otros miembros ponderarían para tomar sus decisiones en situaciones límites. Seríamos un grupo que funcionaría como un solo elemento, porque sabríamos cómo reaccionaría cada uno de nosotros ante las situaciones que se nos presentarían.

Fui yo quien comuniqué a mi equipo que eran parte de mi equipo. Durante todo el día, los líderes de grupo fuimos informados que habíamos sido asignados como tales. Como lo dije, yo fui el primero, pero luego fueron pasando otros y otras al despacho del director para ser informados de las buenas nuevas. Una vez que todos los líderes fuimos informados y los equipos elegidos, pudimos hablar de ello.

Les pedí a Horacio, a Gonzalo, a Mariana y a mi hermano que me acompañaran al parque del instituto, un parque lleno de árboles y caminos que se cruzaban, zigzagueaban y se mezclaban, pero todos terminaban, como un laberinto que termina siempre en el mismo lugar, en el centro, en donde había una estatua que rendía homenaje a un prócer que curiosamente ya no logro recordar. Sentados al borde del piso de cemento que sostenía aquella estatua, fue que se los dije.

  • Ninguno de nosotros es tan estúpido como para ignorar lo que pasó esta mañana, supongo – dije, sin preámbulos. Ser directo con las personas siempre fue para mí una forma de demostrar respeto por ellos.
  • Los líderes fueron seleccionados – dijo Horacio, mirando con insistencia un gran hormiguero que estaba al lado de sus pies. Las cientos de hormigas que iban y venían por el sendero conquistado a base de fuerza y repetición parecían hipnotizarlo, como si le estuvieran revelando un mensaje milenario a través de su rutinario andar repetitivo.

Menos Horacio, todos me miraron.

  • En efecto – confirmé.

Durante mucho tiempo, pero sobre todo durante el último año, siempre habíamos especulado con los posibles escenarios que se abrirían en este momento. Nuestras hipótesis siempre contemplaban el supuesto de que la agencia iba a operar para que nuestro pequeño grupo de amigos fuera separado, y cada uno de nosotros asignado a un grupo diferente. Y si alguna esperanza teníamos que eso no sucediera, se debía a la posibilidad, siempre latente, de que alguno de nosotros fuese designado como líder de grupo. Esa posibilidad recaía, efectivamente, en mi hermano, en Gonzalo y, en mayor medida, en mí. Horacio, por su condición especial, no tenía capacidad de empatizar en grados aceptables con la coyuntura que lo rodeaba. Podía tabular mejor que nadie todas las opciones lógicas que se abrían en cada circunstancia, pero muchas veces eso no sólo que no era suficiente, sino que era la causa del fracaso de muchas misiones. Al fin y al cabo, y en contra de todos los esfuerzos de la agencia, quienes realizaban las misiones eran hombres y mujeres reales, no robots ni computadoras. Si el mundo, y las redes que tensan y determinan la realidad funcionaran al cien por cien en el lenguaje binario, Horacio sería un oráculo viviente. Sin embargo, eso no pasaba.

En cuanto a Mariana, pensaban que era peligrosa. “Si nada le importa, es inmanejable” me dijo una vez el director en una de nuestras charlas en su oficina. Y más allá de que en ese momento pensé (y aún en este momento definitivo lo pienso) que era un atributo que la embellecía aún más, siempre supe que esa particularidad la hacía potencialmente peligrosa para la agencia. Ella siempre fue como una bomba a punto de estallar. Y el problema es que las bombas que están siempre a punto de estallar, en algún momento, finalmente, estallan. Hoy supongo que esa verdad fue algo que siempre supe, pero que fui muy ciego en su momento para ver. Quizás no quise verlo, o no pude. Los argumentos del amor nunca responden a la lógica, y aun así son inapelables. Creo que eso es lo más acertado que puedo decir sobre lo que Mariana significaba para mí: ella era inapelable.

Mi hermano podría haber sido líder de grupo. Siempre creí que era un elemento subvalorado dentro de la agencia. Como Mariana, no destacaba especialmente en nada, pero, a diferencia de ella, era bueno en todo. Su mayor virtud, que casi siempre profesó, fue su lealtad hacia mí. Si su lealtad hubiese sido para con la agencia en igual medida que conmigo, hubiese sido sin duda el primer líder elegido.

Gonzalo también podría haberlo sido. Pero dada su inclinación natural a resolver los conflictos a partir del conflicto, lo volvía no lo suficientemente calculador. En la agencia temían que esa tendencia a la salida física pudiera generar, eventualmente, conflictos internaciones.

Es correcto aclarar que ser líder de grupo era una carga con una cantidad de implicancias significativas. Por lo general, cuando ciertas circunstancias azarosas acontecían, las comunicaciones entre los líderes de grupo y la agencia se interrumpían, y en esos casos, sólo quedaba el criterio del líder de grupo para tomar las decisiones. Las buenas decisiones son generalmente ignoradas por la historia, pero las malas pueden fundar los cimientos de caídas estrepitosas.

  • En la agencia no están convencidos de este grupo –dije-. Asumen que nuestra relación de afinidad, que nuestra cercanía puede representar un impedimento en situaciones complejas. Aún así han autorizado a que trabajemos juntos.
  • Bajo tu mando – dijo Mariana, mientras me miraba con una mirada en la que creí identificar un lejano desprecio. Desafiarme siempre fue algo que la divertía.
  • Sí, bajo mi mando –contesté con una ira que no pude disimular del todo, mirando fijamente a Mariana – Pero si alguno tiene un problema con ello, este es el momento de decirlo. Después de hoy, sólo les va a quedar este grupo o un escritorio.

(LA PURGA)

Mi relación con Mariana, si es que alguna vez logró detentar aquel título, fluctuaba entre el apasionamiento, la incertidumbre y, por periodos que variaban en su duración, la inexistencia. No éramos una pareja abierta, no íbamos de la mano por el parque ni dormíamos en la misma habitación. Nuestros encuentros eran lo más discretos que la realidad nos permitía. Pero tampoco era un secreto. Estábamos, por decirlo de alguna forma clara, en una escuela de espías. Nuestro “secreto” ahí adentro no llegó a durar un día entero. Sin embargo, y nunca supe del todo por qué, era algo que se nos permitía. No lo incentivaban, no lo promovían, pero tampoco lo prohibían ni lo censuraban. Su extraña cautela parecía agradecer nuestra discreción. Lo que en realidad todos en la agencia esperaban era que termináramos, Mariana y yo, detrás de un escritorio, con nuestras aburridas vidas arruinadas para siempre, y odiándonos, el uno al otro, por ser la causa de tal fatalidad. Aquel era el destino corriente de todas las parejas que se formaban en el instituto. Creo que lo que nos salvó de semejante miseria (que por cierto ninguno hubiese aceptado) era que en realidad no éramos una pareja. Éramos un algo indescifrable: todos veían que había algo allí, que algo sucedía, pero nadie (y creo que ni ella ni yo) sabía bien qué era eso. Ese elemento, sumado a una acción que Mariana hizo durante el final de nuestro entrenamiento y que dejó a todo el mundo estupefacto (yo sobre todos) fueron las causas que nos hicieron esquivar aquel destino de escritorio apostado por todos. Aquel hecho, si bien nos hizo evitar una vida despreciable, tuvo también la potencia de casi terminar con nuestra historia definitivamente. Sólo con el tiempo y la perspectiva que ofrece la distancia pude encontrar en ese acto la raíz de algo bueno. Hoy, aunque ya no sirva de nada, entiendo que además de doloroso, ese acto fue necesario.

Fue una tarde de agosto, unos meses antes de terminar nuestro entrenamiento. Era esa hora en la que la tarde comienza a declinar para que la noche, poco a poco, nazca. Los entrenamientos de ese día habían terminado y los instructores nos habían permitido un par de horas para relajarnos en el comedor antes de separarnos cada uno a su habitación o a sus casas. Yo estaba leyendo Los pasos perdidos de Carpentier; Mariana, a mi lado, leía un estudio sobre las contradicciones históricas de la Odisea de Homero; Horacio destruía a Gonzalo en el ajedrez. Mi hermano observaba el partido. De repente, sin mayores preámbulos ni indicios, Mariana se levantó y dejó su libro sobre la mesa. Como recorriendo un camino recorrido mil veces, cruzó todo el pasillo central del comedor y llegó hasta el final, en donde estaban sentados alrededor de una mesa un grupo de estudiantes con los que nunca habíamos tenido relación. Aquel grupo, todos ingresantes dos años posteriores a nosotros, nos resultaban indiferentes. A nuestros ojos eran niños torpes, púberes que no tenían mayor valor, por lo que se nos tornaban absolutamente indiferentes, como un mal cuadro colgado en un pasillo lateral. Mariana llegó a ellos y tomó de la mano al más estúpido de todos, un rubio gigante que parecía la encarnación de fránkenstein, si fránkenstein hubiese reencarnado en un idiota jugador de rugbi rubio, gigante y con cara de maniquí estropeado. Delante de todos, y por lo tanto delante de mí, lo tomó de la mano y le dijo, sin disimulo, “vamos”. El rubio idiota, por supuesto, fue con ella. Igual que había ido yo años atrás.

Sentado en mí lugar, al otro extremo del pasillo, nubladas todas mis ideas, sin saber qué pesar o qué hacer, vi cómo se iban de la mano por la puerta lateral del comedor, aquella que llevaba a las habitaciones.

Salí del Instituto con una sensación que no había conocido hasta ese momento. Supongo que estaba desesperado. Tenía ganas de gritar, de pelear, de llorar, de tirarme debajo de un tren, de subirme a un auto, acelerarlo a 200 kilómetros por hora y estrellarme contra un poste. Sentía como si la parte interior de mi cuerpo quisiera desgarrar mi piel y escaparse, romper los límites de aquella desesperación que, por alguna razón poco clara, identificaba con mi cuerpo, como si fuese mi cuerpo el que estuviera sufriendo, y no mi conciencia. No comprendía. Siempre estuve preparado para enfrentarme a lo previsible, aunque lo previsible fuese terrible, aunque fuera espantoso, despiadado. Pero no para lo absurdo. Nadie puede prepararse para lo absurdo.

Y para mí lo que había hecho Mariana era absurdo.

Comencé a caminar sin rumbo, pero a rápidamente, casi corriendo. Siempre pensé que hay dos formas de procesar los pensamientos y que las personas tenían tendencia a utilizar una de las dos casi excluyentemente. Una forma, la común, es la conceptual: procesar los pensamientos como si los hechos del mundo pudieran manifestarse sólo como ideas, como palabras, como si uno manejando la idea manejara la realidad, como si diciendo una palabra se pudiera atrapar aquello a lo que la palabra se refería, como si el mudo fuesen ideas y no cosas, así como insinuaba Borges en su poema El Golem:

Si (como afirma el griego en el Cratilo)

el nombre es el arquetipo de la cosa

en las letras de “rosa” está la rosa

y todo el Nilo en la palabra “Nilo”

Así, el mundo se presenta como el conjunto de todos los significados con que nombramos a las cosas, y deja de volverse tan presente, tan real, tan material. De esta manera, la guerra empieza a ser una idea, un concepto que no nos apabulla cuando la pensamos como palabra, y así evitamos que se nos revele como la muerte real de miles de personas y la destrucción consecuente de miles de familias.

La otra manera, la que yo siempre creí propia, era pensar a través de imágenes. Uno puede procesar como idea el hecho de que tu pareja esté acostándose con otro, maniobrarla, manipularla para que esa idea encaje de alguna forma con el todo. Pero cuando uno piensa ese hecho como imagen, lo que pasa en tu cabeza es la idea hecha imagen, es ver, como si uno fuese un espectador de ese desgarrador acontecimiento parado al lado de la cama en la que sucede eso, eso que jamás será olvidado. Esa imagen se repetía en mi cabeza como si la estuviese viendo ahí mismo.

Después de caminar algún tiempo hacia cualquier lugar, decidí entrar a un bar. Pedí un whisky en la barra y me senté en una mesa. Recién en ese momento me di cuenta que mi hermano me había acompañado durante todo el trayecto. Sonreí irónicamente al pensar que yo, un estudiante a punto de recibirme de espía estatal, no me hubiese dado cuenta de aquel hecho. Pensándolo ahora, no debería haberme sido tan extraño, ya que mi hermano estaba en la misma situación que yo.

Hasta donde el alcohol me permite recordar, no hablamos en toda la noche. Él sólo estaba sentado tomando cerveza, en silencio, supongo que cuidándome. Recuerdo los primeros cinco vasos de whisky con claridad, luego todo se ensombrece, se vuelve difuso. Tengo imágenes sueltas, flashes, fotos aisladas. Me veo sentado en una mesa, solo. Recuerdo a mi hermano en una mesa alejada. Me veo tropezando sobre alguien, un hombre. Imágenes de pelea, golpeando y recibiendo golpes. Recuero estar tirado en la calle, levantado por una mano anónima. Luego ya no hay más fotos.

Mi próxima imagen es levantarme en mi cama, sucio, con parte de mi ropa ensangrentada, mis nudillos lastimados, mi mejilla izquierda también, enteramente vomitado. Adolorido por todos lados, pero, sobre todo, avergonzado y confundido.

Mi hermano estaba sentado en una silla al lado de mi cama, dormido.

Un poco por el dolor casi insoportable que sentía en todo mi cuerpo y otro poco por la vergüenza que sienten todos los adolecentes engañados por su primer amor, ese día, el día después de la traición, no fui al Instituto. Fue la primera, y la única vez que falté a clases.

Y como la imaginación es mucho más perversa y trágica que la realidad, ese día lo pasé entre laberintos dantescos, sufriendo, agonizando de imaginación. Tomando agua a montones y escribiendo pensamientos que luego olvidé.

Pero como también sucede cada vez que nos hundimos en pozos muy profundos, cuando salimos, sólo podemos salir más esclarecidos de ellos. Gozaba yo, en ese momento en que emergí de la oscuridad, de una certeza, diría, prístina, indestructible (aunque también, si lo pensaba bien, injustificable). Todas las posibles resoluciones correctas estaban en mi catálogo de posibilidades. Cuando uno regresa de laberintos demasiado entreverados, adobados con buenas dosis de locura y alcohol, cuando uno ya ha habitado aquellos rincones desesperados, cuando ha imaginado toda su vida sin él mismo, cuando eso pasó, recién en ese momento, creo, uno ha logrado comprender al tango, y recién ahí, uno puede preciarse de saber, aunque sea, algo. Aunque ese “algo” que se sepa sea brutal, desolador, trágico, doloroso. De la misma manera que el tango y esa poesía maravillosa y terrible, que sólo puede ser abrazada y asumida una vez que ciertos hondos bajos fondos ya han sido, por desgracia para uno, habitados. Sufrir para comprender. Para apreciar. Para descubrir.

Sufrir para emerger.

Luego de ese día de laberintos y preguntas, creí haber comprendido algo. Creí haberme hecho más duro. Más resuelto. Más sabio. Creí que yo estaba bien y que todo estaría bien.

Ingresé al Instituto, al otro día, como si fuese el último vencedor en las últimas olimpiadas griegas. Era la imagen fáctica de aquel que aparentaba que lo sabía todo. Me sentía un hombre resuelto y decidido.

Y como todos aquellos han recorrido los caminos tortuosos de la traición saben, cuando la vi sentada al lado de Horacio, todas mis certezas se destruyeron en el acto. Derrotado, y sin saber bien qué hacer, me dirigí al salón en donde se dictaban los seminarios y allí me senté, solo. Cinco minutos después Mariana abrió la puerta y caminó hacia donde yo estaba. “Era lo que había que hacer” me dijo. Y se fue. No esperó mi respuesta. Sabía que no iba a decir nada, y sabía que, aunque dijera algo, no importaría. Pero, sobre todo, Mariana sabía que ella tenía razón. Y sabía que yo lo sabía también. Los caminos que llevan a la verdad pueden parecernos amenos o terroríficos. Pero lo único cierto es que son irrefutables. Cuando la verdad se revela, sólo nos queda el silencio.

El poco tiempo que pasamos hasta nuestro egreso, prácticamente no nos hablamos. Y a pesar de ello, fue una agente a la que elegí para mi equipo. Muchas veces creía que la odiaba, otras tantas que la amaba. Lo cierto es que ninguna de esas sensaciones ambivalentes tuvo que ver en mi elección. Creía, y aún creo, que una cuota de anarquía en un circuito cerrado enriquece a ese sistema, lo prepara mejor. Funciona con un antivirus, pero al revés. Pero además no era un caos de un elemento extraño, era un caos del propio grupo, un caos que, aunque imprevisible, era conocido.

  • Sí, bajo mi mando. Pero si alguno tiene un problema con ello, este es el momento de decirlo. Después de hoy, sólo les va a quedar este grupo o un escritorio.

Hubo un momento de silencio. Luego Gonzalo dijo.

  • Me parece bien.
  • Me parece bien –repitió Horacio mirando siempre a la hormigas.
  • Por mí está perfecto –dijo mi hermano.
  • Es una pelotudez. Pero me da lo mismo. Por mí está bien –dijo Mariana mientras se levantaba y se iba.

EL TRABAJO

Tuvimos cuatro trabajos de campo antes de que nos enviaran a Colombia. Todos esos trabajos fueron exitosos. No importa ahora en dónde o cómo fueron, pero sí es relevante comprender que todos ellos fueron coronados con un éxito preciso, sobrio y definitivo. Trabajamos con precisión, con rapidez, con efectividad, con soltura. Nuestros dos primeros trabajos fueron tareas simples para grupos que recién comenzaban a operar. Ambos fueron en dos países de cultura árabe, y eran recolección y verificación de información que circulaba en grados no muy altos de los gobiernos. El primero tuvo lugar en la Franja de Gaza, recolectando información sobre el siempre vigente conflicto entre palestinos e israelíes. El segundo fue en Irak, y estuvo relacionado con recabar información sobre la presunción de armas químicas, las que, por cierto, todo el mundo sabía que los iraquíes no poseían, cosa que no impidió, por supuesto, la invasión norteamericana (la que tenía mucho más que ver con el petróleo que con su arsenal químico). Ambos trabajos, si bien fueron en zonas de conflicto latente, fueron operaciones de recolección relativamente simple. Nunca quedaríamos expuestos, nunca correríamos real peligro si trabajábamos bien, y además contábamos con la protección, al final de cuentas, de la embajada, lo que nos permitía trabajar con una red que protegía cualquier eventual caída.

Existían varias categorías de trabajos dentro de la agencia. Se separaban en cuatro direcciones: trabajos de fuerza, de infiltración, de recolección, y de inteligencia. Cada uno de ellos englobaba una cantidad considerable de distintas operaciones. Cada vez que la agencia era reclamada para una operación, esa operación se agrupaba en una de estas cuatro direcciones. Cada dirección, además, tenía su propio director y su propio equipo logístico. A la vez, cada equipo tenía un supervisor, quien era el nexo entre el propio equipo y la dirección de la agencia.

Nuestros dos primeros trabajos, como dije, fueron de recolección simple. Llegar con un puesto diplomático, ir a las reuniones adecuadas, ser invitado a los eventos necesarios, ganar la confianza del objetivo y, con métodos perfectamente estudiados, obtener la información buscada. Y todo ello en un periodo de tiempo que oscilaba entre los diez y los treinta meses. Ese tipo de trabajos no debían implicar más tiempo que el indicado, y eso por dos razones: primero se corría el riesgo de exponer a los agentes luego de ese tiempo; segundo, la información que se perseguía no era central, era información corroborativa solamente: dedicar más de treinta meses en corroborar una información obtenida en otro operativo era una pérdida de tiempo y de recursos.

La mayoría de los equipos de la agencia, en ese tipo de trabajos simples, incluían a casi todo su equipo (a excepción del operador, quien se encargaba de la logística de toda la operación). Así, cinco o seis agentes buscaban lo mismo y multiplicaban sus chances. Nosotros, en cambio, en esos dos trabajos actuábamos de otra forma. Como esos países eran (y son) de una marcada tradición machista y patriarcal, sólo eran hombres los objetivos que podían tener la información que necesitábamos, por lo tanto, utilizábamos el truco más antiguo del mundo, a excepción de la fuerza: la seducción. El resto del equipo se encargaba de generar las distracciones y el escenario para forzar el encuentro. Éramos todos, a excepción de Mariana, operadores.

A Mariana parecía divertirle el trabajo. Al primer objetivo, un cuadro menor de la secretaría de ambiente de aquel territorio, no necesitó ni siquiera embriagarlo. Con el segundo necesitó sólo dos copas en un coqueto restaurant de Bagdad.

Trabajos que para la agencia tenían una estimación de diez a treinta meses , nosotros los resolvimos en seis y nueve meses respectivamente. Nuestro supervisor de operaciones, que siempre había cuestionado mi selección de estrategias para las misiones, terminó reconociendo los aciertos y felicitando los logros. Fue, debo decirlo, un hombre muy honesto. Muy honesto en sus críticas, que eran feroces, y muy honesto luego en el reconocimiento de su error. A partir de ahí, de esos dos primeros trabajos, trabajamos con más libertad, con más confianza y con más respaldo interno. El mismo supervisor, que antaño fuera mi mayor obstáculo, se convirtió en un aliado y un defensor. “Estos métodos son el futuro operativo de la agencia” me decía con la calma que carga la certidumbre. “En un mundo nuevo, necesitamos pensamientos nuevos” me dijo alguna vez. La honestidad con la que pensaba le permitía pensar mucho más allá de él mismo y sus propios intereses. Lo que es algo muy poco común, en la agencia en particular, pero en el mundo en general.

A la luz de nuestra capacidad operativa, el tercer trabajo era de complejidad mayor. A pesar de nuestra inexperiencia como equipo en el campo, nos dieron un trabajo de una complejidad un poco mayor. Si nuestros dos primeros trabajos fueron de recolección, el tercero fue de extracción. Que nos hayan asignado esta tarea respondía a dos causas: por un lado habíamos probado ser muy efectivos y eficientes en nuestros primeros trabajos, pero además la agencia no contaba, en ese momento particular, con otro equipo disponible y capacitado para dicho trabajo. La insistencia de nuestro supervisor fue determinante. Los supervisores no cambiaban aunque las tareas asignadas recayeran en diferentes direcciones. Nuestro supervisor, hasta el momento del fracaso estrepitoso, fue siempre el mismo, al que llamaré en este diario, Miguel, que era el nombre por el que lo conocíamos, pero que sin duda no era su nombre real.

Miguel fue determinante en la asignación de nuestra nueva tarea. Estaba convencido que, a pesar de nuestra juventud en el campo de operaciones, podíamos resolver satisfactoriamente la misión. A ese convencimiento logró trasladarlo hacia el resto de los directores y finalmente la tarea nos fue asignada.

El destino geográfico era un país que había sido parte de la ex Unión Soviética, Bielorrusia. Nuestro trabajo: determinar la locación en la que un agente de un país considerado amigo estaba detenido, y si las gestiones diplomáticas no resultaban, extraer el objetivo por la fuerza y ponerlo a salvo en un punto seguro. Obviamente este destino no podía ser nuestra propia embajada, ya que en la superficie las tratativas de nuestro gobierno sólo se limitaban a la diplomacia. Éramos, para ponerlo en términos sencillos, la última opción. Nosotros entrábamos en acción si todo lo demás fallaba.

Quizás pueda sea extraño de comprender para personas que no habitan en el mundo del espionaje, pero todos nosotros sabemos que los peores enemigo de un espía, en cualquier operación, de cualquier grado de complejidad, son la soledad y el alcohol. Los espías estamos siempre solos, siempre lejos de casa, siempre aislados, siempre tristes. A pesar de que casi todos operamos en equipos, una vez en el territorio nuestras comunicaciones son muy raras y se limitan siempre a datos necesarios para la propia operación. Pueden pasar meses en los que no nos comunicamos ni siquiera con nuestros compañeros de equipo. Y cuando lo hacemos es para informar una directiva o para transmitir datos parciales obtenidos (que sirven para confirmar o modificar la estrategia a seguir en el caso particular). El agente en el territorio está inevitablemente solo, y esa soledad llama constantemente a la nostalgia, y, como todos sabemos, la nostalgia y el alcohol son grandes compañeros. Es común pensar en los agentes de inteligencia a partir de la imagen que nos venden las películas y los grandes guiones del cine internacional, pero lo cierto es que gran parte del tiempo en el trabajo de un agente consiste en esperar solo en una habitación de mala muerte en un país lejano. Se parece demasiado a una partida de ajedrez, en donde movemos, y esperamos, movemos y esperamos. Por lo general las esperas son largas y silenciosas, pero siempre las piezas del ajedrez que jugamos somos nosotros mismos.

Digo esto porque el agente detenido que era el objetivo de nuestra operación había caído a causa de estas circunstancias (y en su defensa, debo agregar que como tantos otros). En un bar de la ciudad de Minsk en la que operaba, tomó algunas copas de más en un rincón oscuro y fue abordado, en su embriaguez, por una agente de inteligencia rusa, país aliado a Bielorrusia. Como era de esperar, el agente habló de más. Y ese fue su fin. Al día siguiente amaneció detenido por la policía secreta bielorrusa acusado de terrorismo, lo que evitaba los tribunales ordinarios de dicho país, y pasaba directamente a estar a disposición de la policía militar. Ese delito, además, no era extraditable.

Nuestro trabajo consistía en determinar en dónde estaba detenido (teníamos dos locaciones probables y una improbable) y preparar las acciones necesarias para extraerlo de su cautiverio con medidas de fuerza, si las negociaciones diplomáticas fallaban.

Y todos consideraban que iban a fallar.

Era un trabajo muy complicado, puesto que debíamos ser muy veloces en determinar la locación con exactitud. Detener a un agente de un país extranjero era una ventaja para el país que lo hacía, y por lo tanto trataba de conseguir toda la información posible en el menor tiempo necesario. Los métodos para esto no eran precisamente humanitarios. Por toda la situación rondaba el factor del análisis geopolítico del país en conflicto. Muchos países, por lo general guiados por consideraciones religiosas y por orgullos exagerados, ejecutaban a los pocos días a los agentes detenidos. Luego de interrogarlos mediante torturas de un gran sadismo, pero también de una gran efectividad, y de obtener confesiones firmadas y filmadas, procedían a la inmediata ejecución del agente. Otros países en cambio tomaban al agente detenido como una moneda de cambio en el escenario político internacional. En estos casos, el agente detenido era, por lo general, bastante bien tratado. Dependía todo de cuál era el país investigado, y cuál el país de origen del agente detenido.

En este caso en particular, la situación era una mezcla entre estos dos extremos. El gobierno de Bielorrusia había tomado el poder hacía relativamente poco tiempo, por lo que no se sabía con exactitud cómo reaccionaría ante este hecho. Si su intención fuera mostrar firmeza a los gobiernos extranjeros, ejecutaría al agente de inmediato y lo haría saber, quizás públicamente. Si en cambio pretendiera mostrar racionalidad y prudencia, lo utilizaría como un elemento de peso en una transacción más y comenzaría un proceso de negociación con el país al que el agente respondía. Esta última opción, claro, era posible en el caso de que el país para el cual el espía trabajaba lo reconociera como propio. Podía suceder (y ha sucedido innumerable cantidad de veces) que dicho país desconociera al agente como suyo, y lo dejara librado a su suerte (es decir, a la muerte). Esto era posible, y sucedía con mayor habitualidad de la que me gustaría reconocer, en los casos en los cuales el agente detenido no fuese portador de información que pudiera comprometer a su país. Si contaba con información sensible, el país del agente intervenía con fuerza en su liberación (por la diplomacia o por la fuerza en casos extremos). Pero si no tenía la suerte o la precaución de poseer ese tipo de información, podía ser entregado a su pésima suerte y a una muerte inevitable y feroz. Todos los agentes con años en el territorio sabemos que siempre es necesario poseer información. Es nuestra carta salvadora, nuestro ancho de espadas. No hay que confundirse: todos, o casi todos los agentes amamos a nuestros países y lo que hacemos lo hacemos porque lo creemos nuestra obligación con la patria. Pero también pedimos, en estos casos, que la patria responda a nuestra lealtad y sacrificio utilizando todos los medios a su alcance para devolvernos vivos a nuestra tierra. Si estamos dispuestos a morir por nuestro país, pretendemos a cambio que nuestro país sienta la obligación de dejarnos morir sólo si es estrictamente inevitable.

Y creo que para nadie su muerte es “estrictamente inevitable”.

Logramos determinar la locación de nuestro objetivo con una rapidez asombrosa. Fue producto de comunicaciones con agentes de inteligencia de un país aliado que estaba trabajando en ese mismo territorio, quienes nos proporcionaron información muy precisa y con datos comprobables. La confirmación, en cambio, fue producto de la suerte. Una eventualidad azarosa puso a mi hermano en el lugar adecuado en el momento adecuado, y así obtuvo la confirmación buscada. Él había asistido a un evento organizado por la embajada argentina, pero al encontrar el lugar inconducente para su misión, decidió irse. Se dirigió a un bar que estaba en la zona en donde se organizada el evento y se sentó, por casualidad o por instinto, en una mesa parcialmente oculta del bar a tomar un wishky. Sin notar su presencia, dos agentes que colaboraban con el país que tenían cautivo al agente que buscábamos, revelaron su locación.

Luego de ello, tuvimos 48 horas para preparar el plan de asalto al lugar de cautiverio indicado. En una decisión que Mariana consideró como “de un machismo pelotudo”, definí que ella fuera parte de la logística de la operación junto con Horacio. La incursión la llevaríamos adelante Gonzalo y yo, y mi hermano sería el agente de respaldo. Lo cierto es que no pretendía cuidar a Mariana del eventual conflicto armado de nuestra misión, sino que consideré que su cuota de anarquía, que en muchos casos nos servían en tanto grupo, en este escenario de uso de fuerza podía derivar en consecuencias peligrosas para todos. Lo cierto es que nunca habíamos participado en una operación de fuego cruzado, y quería limitar todas las reacciones inesperadas de cualquiera de mis agentes.

Dos horas antes del inicio de la operación, me informaron que las acciones diplomáticas habían tenido éxito, y con esa confirmación venía la orden de abortar nuestra misión. Nuestro trabajo en ese país había concluido. Esa noche pudimos juntarnos en una locación segura para evaluar el desarrollo de la misión, realizar un balance y tener una suerte de festejo por el trabajo realizado. Era algo así como la celebración al final de una carrera que preparamos con dedicación, pero que finalmente no corrimos.

Llegué a la ubicación cuando todos ya se encontraban ahí. Al llegar, Mariana se me paró adelante y me gritó delante de todos. Su impaciencia y su enojo la precedían.

  • Sos un pelotudo. A mí no me tenés que cuidar de nada. Estoy tan preparada como cualquiera de ustedes para participar en cualquier misión. Vos sos un pelotudo. La próxima vez que me corrás así de una misión, no trabajo más con ustedes.

Me quedé mirándola. Sabía que a su descargo le faltaba una parte, y preferí darle tiempo a que ordenara todas sus acusaciones.

  • No soy una noviecita a la que tenés que cuidar. Yo estoy acá porque me lo gané tanto como vos o como cualquiera de ellos, machista de mierda. Y decime algo ¿o me vas a mirar mucho tiempo más con esa cara de estúpido?

Me tomé un momento más de silencio, y cuando estuve seguro que no iba a seguir con su descargo, le dije con una calma que parecía burlona pero no lo era:

  • Mirá, a mí no me molesta que me grites ni que te enojes, ni siquiera me molesta que me hagas este desplante como si yo debiera darte explicaciones de algo. Las decisiones que tomo las tomo porque me parece que así nuestro trabajo va a tener mejores resultados. Me parece una idiotez que pienses que te quiero cuidar. En todo caso no te quiero cuidar más que a cualquier de ellos –dije señalando con la cabeza al resto del grupo-. Sabías que este grupo estaba bajo mi mando y sabés aun ahora que podés irte cuando quieras. Si lo tenés decidido, con mucho gusto cuando volvamos puedo iniciar las tratativas necesarias para que no formes más parte de mi equipo. Ahora bien, si te vas a quedar… -y en ese punto hice un silencio de un par de segundos, para que lo que iba a decir se enfatizara a través de la espera momentánea, para que tomara más fuerza, más relevancia, para que se escuchara sin obstáculos. Luego de un instante, concluí:- si te vas a quedar, no me rompas más las pelotas.

Mariana se me quedó mirando. Creí en ese momento, como ahora, que en su mirada había una mezcla de un odio profundo con algún destello de respeto. Quería insultarme sin duda, pero también estaba un tanto impactada por el límite yo que había interpuesto nuevamente entre nosotros. Nosotros, que nunca habíamos terminado porque nunca habíamos realmente empezado, volvíamos a convertirnos en dos elementos aislados el uno del otro. Ese acto derrumbaba cualquiera pretensión de que ella y yo continuábamos como algo que se mezclaba. Su furia se fue desarmando, bajando una a una todas sus barreras, hasta que al final su mirada quedó inundada de algo parecido al cariño.

Con una voz cómplice, amigable, casi tierna, me dijo:

  • Igual sos un pelotudo.

Y me acarició el pelo.

Fue su forma de firmar la paz por mi decisión. Y también fue su forma de disculparse por el pasado. O yo al menos creí eso.

Esa noche, por primera vez luego del acontecimiento del Instituto, volvimos a dormir juntos.

Ese fue, sin dudas, uno de los mayores errores que haya cometido como agente. Aunque en aquel momento no lo supiera.

Al volver a Córdoba, nuestra ciudad base (en donde además cuatro de los cinco miembros del grupo vivíamos, a excepción de Gonzalo) me encontraba turbado. Sabía que mi separación con Mariana en nuestra etapa como estudiantes había sido un elemento central para que luego permitieran que fuésemos parte del mismo equipo de trabajo. Aquello había sido, como ella lo había dicho, algo necesario. Volver ahora a una especie de relación amorosa, además de generar un conflicto seguro con la dirección de la agencia, era, y yo lo sabía muy bien, peligroso para el equipo. Una relación amorosa entre nosotros ponía todo nuestro trabajo, y nuestra seguridad, en riesgo. Yo lo sabía; Horacio, Gonzalo y mi hermano lo sabían. En cuanto a Mariana, no estoy seguro que lo viera de esa forma. En todo caso, como todo con ella, no le importaba.

Al llegar a Córdoba me dirigí a la central a reunirme con Miguel, como acostumbraba siempre que volvíamos de una misión. Debía informarlo de la situación general del trabajo, además de tomar una copa con él y compartir mis sensaciones particulares. Era un ritual del que todos los líderes de grupo participábamos en la agencia, cada uno con su supervisor y a su modo, y que yo había cumplido con él incluso en la época en la que era mi mayor detractor.

Cuando entré a su oficina eran las nueve y veintisiete de la noche. Él estaba sentado en su silla detrás de su escritorio, el que parecía quedarle chico, debido a su porte: Miguel medía casi dos metros y pesaba alrededor de unos bien repartidos ciento veinte kilos. Tenía su cabeza rapada y un bigote tupido que me hacía acordar al filósofo alemán Nietzsche. Estaba revisando unos papeles. En un costado, una botella de Chivas de 12 años. Cuando me vio entrar levantó la mirada.

  • ¡Hola querido! Llegaste justo – Me dijo mientras se levantaba de la silla y en un mismo acto me abrazaba y me llevaba a los sillones que estaban en una esquina del despacho – Vení, sentate, dale.

Mientras me sentaba en uno de los sillones color ocre, Miguel buscaba la botella y dos vasos. Los sillones eran individuales, y había solo dos. Estaban enfrentados, con una mesa redonda y petisa en el medio de ellos. En la mesa, en donde había sólo un cenicero y un pequeño busto de Eva Perón, colocó la botella y los vasos, los que comenzó a llena de inmediato.

  • Me estabas haciendo demorar la botella che, pensé que ibas a llegar a la tarde.
  • Pero veo que no te hiciste rogar mucho que digamos– dije, mientras le hacía notar que la botella estaba abierta y con algunas medidas menos.
  • Ja ja ja, ¡Jamás esa carta! La abrí para que tomara un poco de aire, y de paso la probé apenas para ver si estaba bueno, imaginate si después de semejante trabajo te esperaba con una bebida en mal estado. ¡Salud estimado!

Brindamos. El whisky estaba en verdad bueno. Sentí cómo me calentaba la garganta y el estómago. El trago hizo que me sintiera bien. Miguel siguió hablando.

  • Pero decime che, ¿cómo les fue?

Miguel nunca me llamaba por mi nombre real (dudo que lo supiera, y aunque lo supiera, estaba prohibido usarlo) ni tampoco por mi alias dentro de la agencia. A diferencia del director del Instituto Thomas Hobbes, que asignaba cualquier nombre a cualquier persona, Miguel prefería obviar cualquier referencia sobre nombres, reales o ficticios. Prefería los comunes “che”, “flaco”, “estimado”, y con altos mandos, “señor” o “caballero”.

Terminé el vaso de un trago, e inmediatamente me serví otro. Miguel entendió que algo había pasado.

  • La puta madre –dijo, y apuró también su vaso- A ver, contame.
  • Mirá Miguel, soy un pelotudo. Me acosté con Mariana. Fue al final de la misión, la última noche, cuando ya la habíamos abortado. No es nada serio, y no va a pasar nada más que eso. Entiendo que es grave y por eso te lo estoy diciendo. Pero va a quedar ahí, tenés mi palabra – dije, con una convicción que cualquier observador hubiera puesto en duda con absoluta razón.

Miguel apoyó su codo en el apoyabrazos del sillón y se refregó los ojos durante un instante. Después me dijo.

  • Ay, nene, nene, nene… mirá que con las minas que hay en el mundo, vos te venís a enganchar justo con la única mina que tenés prohibida…
  • Mirá, sé que me mandé una cagada, pero no estoy enganchado, fue una cosa de una noche y nada más. Esto termina acá. Mejor dicho, esto terminó ahí. En adelante volvemos a lo de antes, te lo aseguro – le dije.
  • Mirá nene, por el respeto que creo que me tenés y por el respeto que sabés que yo te tengo a vos, en verdad no creo que me estés tomando por boludo. Pero si no es eso, es entonces peor, porque el que se está tomando por boludo sos vos mismo. ¿Vos pensás en serio que con lo profesional que sos, con lo que te importa este trabajo y con lo que sabés que implica que te hayas acostado con una subordinada de tu mismo equipo, lo hiciste porque te mandaste una cagada? ¿Por qué estabas caliente una noche? ¿Por un desliz? No, flaco. Si pensás eso estás jodido. Y estás jodido porque no la estás viendo ni cuadrada. Relajá la cabeza. Serenate. Pensá. Te voy a hacer una pregunta y necesito que me contestes con la verdad, porque si en esta respuesta no sos sincero conmigo, pero sobre todo con vos mismo, es muy probable que en algún momento tu equipo se vaya a la mierda y pasen cosas que te aseguro que no vas a querer en tu conciencia. Y vos sabés que cuando eso pasa el costo no es un despido, o una puteada. Cuando eso pasa acá se muere gente. Asique te pregunto, y pensá bien antes de contestarte: ¿vos estás enamorado de Mariana?

Cuando salí del edificio de la agencia tenía un mensaje de Mariana en mi teléfono. “Vení a mi casa ahora”. Un mensaje muy propio de ella, a la que poco le importaban las formalidades o las buenas costumbres, pero además, muy oportuno para ese momento. Yo, de hecho, estaba yendo a su casa. Antes de llegar, unas cuadras antes (Mariana vivía en un departamento en el centro de Córdoba) entré en un bar y me tomé un whisky doble sin hielo. Siempre que entraba en un bar y pedía un whisky algunas personas me miraban con un aire de sorpresa. A pesar de llevar vidas de adultos, debemos tener presente que en ese momento yo tenía un poco más veinte años. La vida útil de los y las agentes tiene un periodo relativamente corto el que por lo general no supera los treinta y cinco años. La dinámica propia de nuestra profesión, así como los peligros inherentes al trabajo, hacen que o nos retiremos aún jóvenes en edad, o que terminemos con peor suerte. Yo, y todos los agentes activos, éramos jóvenes o relativamente jóvenes: entre veinte y cuarenta o cuarenta y cinco años como mucho. Cuando superábamos esa edad promedio por lo general éramos retirados, o, en los menos de los casos, destinados a trabajos de dirección. Nosotros teníamos responsabilidades mayúsculas, siendo muy jóvenes.

Por eso al entrar a un bar y pedir un whisky siempre había miradas de sorpresa y por lo general también alguna de respeto. Existe una especie de código secreto entre aquellos que beben en bares. Hay señales comunes, elementos que identifican a esos que van a los bares a buscarle algún sentido a las cosas, de esos que van sólo a pasar un buen rato, a divertirse, a despabilarse. Todos los que van a un bar solos y piden un whisky, por lo general están peleando con fantasmas similares, y entre ellos se forma una especia de cofradía. Nunca son muchos, pero siempre se identifican entre ellos, como si se olfatearan, como si fueran parte de la misma manada sin conocerse. Como los masones.

Terminé mi trago de un sorbo y pedí otro. Después fui a lo de Mariana.

Me estaba esperando con una botella de vino tinto abierta, dos copas en la mesa y un disco de Sabina sonando en el minicomponente.

Pensaba no darle tiempo a decir nada. Los problemas agudos son como los baños de agua fría: hay que entrar y salir rápido de ellos. Eso había escrito Nietzsche alguna vez y eso creía yo como si fuese una verdad revelada por un mantra incuestionable. Había entrado en esa situación muy rápida e inesperadamente, ahora debía salir de la misma manera.

Te extrañé. Eso me dijo apenas me vio. No me saludó. No vino a darme un beso ni me esperó en silencio. Estaba sentada en la mesa, con una copa en la mano y apenas crucé la puerta me miró y me dijo “te extrañé”. No me lo dijo por las horas que habían pasado desde que llegamos, me lo decía por todo el tiempo transcurrido desde el final del Instituto. Me lo decía por las horas que habíamos perdido a causa de un acontecimiento no inevitable, pero sí absolutamente necesario. Uno de esos raros acontecimientos que era a la vez destructivo y creador, final y principio.

Me paralicé. Pocas veces en mi vida me paralicé, y esa fue una. Todas mis estrategias quedaron en jaque por dos palabras que no esperaba, por dos palabras que venían desde un mundo distante y desconocido. Dos palabras absurdas.

Mierda.

Yo también la había extrañado.

Me senté y rechacé la copa de vino que me ofrecía. Por un lado, para no dejar que el alcohol influyera en mi tarea esa noche, pero por otro para romper ese ámbito construido en base de un amor maltratado que ahora reclamaba presencia.

Ella, como esperaba, lo notó al instante y una alarma de alerta se prendió en su mirada.

Hablé sin pensar, maquinalmente.

  • Mirá, te vengo a informar que no vas a ser más parte de mi equipo. Con dirección evaluamos que lo que pasó fue un error demasiado grande como para seguir como si nada. A partir de mañana vas a ser asignada a una nueva unidad.

No dijo nada. Seguí.

  • No está bien lo que pasó. Los dos sabemos que este tipo de cosas pueden traer problemas al equipo. Lo mejor va a ser que trabajemos en equipos distintos. La opción era esa o que nos mandaran a los dos a hacer trabajos de oficina y yo sé que ni vos ni yo estaríamos dispuestos a ese trabajo. Esta es la mejor opción que tenemos.

Mientras hablaba su cara se iba poniendo roja de la furia. Y aunque parezca la frase más pelotuda del mundo, enojada me parecía aún más linda. Al mismo tiempo que a punto de estallar parecía derrotada, resignada. Bajó la cabeza para pensar. Al levantarla me miró con unos ojos que estaban a repletos de odio, pero también de lágrimas. Entre su furia y su derrota me dijo:

  • Les dijiste… no puedo creer que les hayas dicho… ¿por qué mierda se los dijiste? La puta madre que te parió, pelotudo de mierda. ¿Cómo carajo se los vas a decir?

Respiró hondo.

  • Sabías que si les decías nos iban a separar para siempre. Te tenías que callar, tenías que hablar con los chicos para que nadie dijera nada y vos callarte la boca. ¿No te das cuenta que para la agencia vos y yo somos un par de números de mierda? ¿Qué no les importamos? ¿Que apenas no nos necesiten más nos van a dejar tirados en cualquier país de mierda o atrás de un escritorio de mierda? ¿Cómo podés ser tan pelotudo, tan idiota? Después de todo lo que pasamos ¿porqué tenías que arruinar todo hablando? La reputísima madre que te parió…

Nunca antes había visto llorar a Mariana, y nunca la vería llorar de nuevo. Lloraba como alguien indefensa, como alguien que había perdido una batalla final e irrepetible. Lloraba, aún así, con una dignidad adulta, casi sabia, como si lamentara la pérdida de destinos inciertos pero bellos, trocados en cambio por presentes grises y turbios. Lloraba con hondura.

En ese momento comprendí, como si me hubiese atravesado un destello de claridad, como una epifanía, como una revelación divina, que me había equivocado en todo. Comprendí que era, tal como ella me había dicho, ni más ni menos que un soberano pelotudo.

A estas alturas, de todas formas, ya no importaba.

“Bueno”, me dijo, “ya elegiste”.

Ya elegiste Eso me dijo. Yo tenía un poco más de veinte años, pero sentía que tenía ciento ochenta.

No estaba del todo seguro qué había elegido ni si estaba de acuerdo con esa elección. Aun así, seguí guardando silencio. Ella lloraba. Su cara roja, sus puños cerrados, sus dientes feroces.

Recuerdo cada uno de sus insultos.

Todos ellos fueron puñadas, dardos, balas. Todos me lastimaron. Todos eran certeros. Todos tenían razón.

Y, aun así, continué guardé silencio. Como un cobarde.

Al cabo de un rato solo quedaba el silencio. Un silencio abrazador. Tenso. Insoportable. Un silencio con presencia.

Al cabo de un rato del que no puedo precisar su duración, sin decir nada me levanté y me dirigía hacia la puerta. Ya no había nada más que decir o que hacer. Ella tenía razón, yo había elegido.

Mientras abría la puerta, escuché cómo Mariana se servía una copa más de vino.

EL CUARTO TRABAJO

Como sustituto de Mariana, García fue asignado a mi equipo. Con García, mi equipo quedaba compuesto en su totalidad por varones. Eso implicaba que de ahora en adelante nuestros trabajos ya no serían más de recolección, puesto que para esos tipos de trabajos se consideraba necesario que en el equipo asignado hubiese al menos una agente femenina. Con la llegada de García, nuestro equipo tomaba un perfil muy especial.

García era unos años mayor que yo. Había sido separado de su equipo después de 5 años de ser el agente de campo de una operación encubierta, en donde había tenido que infiltrarse en una red de narcotráfico en Perú. Y la forma de hacerlo era, naturalmente, ingresar como consumidor, luego como distribuidor y finalmente como fraccionador. El objetivo era lograr establecer la cadena completa que seguía el camino de la droga para llegar a los grandes cargamentos y a los principales responsables.

Esos trabajos conllevaban un riesgo alto para el agente de campo, ya que era muy recurrente el que dicho agente, permeado por la soledad, el alcohol y las drogas al alcance de sus manos, se volviera un adicto. Éste era el caso de García.

Luego de ese tipo de trabajo, los agentes que se volvían adictos a las drogas eran separados de sus equipos e ingresados a la clínica de rehabilitación de la agencia. Cuando se los consideraba recuperados, se les asignaba a un nuevo trabajo de prueba. Si el agente recaía, era separado definitivamente de la agencia, y jubilado. Si no lo hacía, podía continuar activo.

Congenié inmediatamente con García. Era, lo dije, mayor que yo (tenía 29 años), de una personalidad poderosa y de un gran intelecto, de esos que no se forman entre las páginas de los libros, sino en las esquinas oscuras de los callejones que aparentan estar vacíos pero que en realidad están cargados de historias y fantasmas.

Físicamente era alto, un poco excedido de peso, tatuado en casi todo su cuerpo, excepto el cuello y la cara. Aún así era ágil de movimientos y veloz en sus reacciones. Era, además, muy bueno con armas blancas, y bastante bueno con armas de fuego. Y era un gran jugador de ajedrez. Salvo a Horacio, a quien nunca pudo vencer, al resto del equipo nos vencía con regularidad y por lo general, con facilidad.

Con Horacio como agente logístico, García y Gonzalo con perfiles de operaciones de fuerza, y mi hermano y yo como agentes de funcionalidades múltiples, nuestro equipo quedó establecido como un equipo de choque. Y las operaciones de equipos con este perfil, casi siempre eran operaciones de fuerza, y en casos especiales, operaciones de inteligencia.

Nuestro cuarto trabajo recayó en la dirección de trabajos de fuerza, pero tenía una parte importante de inteligencia. Fuimos asignados una operación en territorio estadounidense, en el estado de Florida (a pedido de ese propio país, como era habitual), con la misión de infiltrarnos en una red de narcotráfico que operaba en dicho país, pero que tenía un origen latino. Según datos de la inteligencia estadounidense, era una red que estaba creciendo considerablemente, y de la que se esperaba que comenzara con cargamentos de cocaína cada vez mayores. Nosotros debíamos ganarnos la confianza de los responsables de dicha red, y esperar a que esos cargamentos comenzaran. La idea de la DEA, agencia con la que trabajábamos, era detener operativos de grandes escalas. Por una parte, para desalentar esas empresas ilegales, pero por otro, y creo ahora que el más importante, para poder obtener réditos políticos (internos y externos) respecto de su imagen de lucha contra las drogas.

Decidí una estrategia arriesgada: en ese trabajo seríamos cuatro agentes de campo, infiltrados, y sólo Horacio como operador. En un principio Miguel se opuso como una reacción natural. Esa estrategia era muy riesgosa por varias cuestiones. Por una parte, multiplicaba por cuatro el riesgo de perder agentes por la tríada soledad-alcohol-drogas. Por otro, era común que muchas operaciones con agentes múltiples en el terreno fracasaran porque los agentes, en algún momento, daban indicios de que se conocían, o porque en operaciones de riesgo, uno tiende a cuidar instintivamente a sus compañeros, cosa que también los dejaba expuestos. En el mundo que existe en el hondo bajo fondo, la piedad suele ser algo muy mal visto. El respeto por la vida también. De propios o extraños.

En ese tipo de trabajos, lo más recomendable, lo que indicaban los libros y la experiencia de la agencia, era que un solo agente se infiltrara, el que sería el mayor responsable del éxito o fracaso de la misión, pero al mismo tiempo el fusible de cambio, el chivo expiatorio, el peón sacrificado. Se requiere una fortaleza casi sobrehumana para estar en ese tipo de operaciones, solo, y que ello no te afecte, no se convierta en parte de uno.

Mi estrategia sin embargo intentaba paliar ambas fallas. Entraríamos en la red en dos equipos de dos, mi hermano y Gonzalo por una parte, García y yo por otra. Cada par se conocería entre sí al ingresar a la red, pero no entre los pares. De esa forma intentaba reducir el peso de la soledad en esa operación, y por lo tanto, el peso del alcohol y de las drogas (la idea era que entre cada miembro de los pares se cuidaran entre sí). Además, dejaba evidenciado desde el principio que entre cada par había una afinidad, para que cuando eventualmente quedara en manifiesto adentro del cartel, esa afinidad no fuera motivo de duda. Evidenciar como natural lo prohibido es la mejor forma de disuadir de la atención los motivos ocultos.

Además de ello, yo y todos conocíamos el riesgo grande de ese tipo de operaciones cuando un solo agente es asignado al territorio. Es prácticamente una sentencia. Como dije, difícilmente el agente no se convierta en un adicto. Difícilmente no recaiga luego. Exponer a un agente a dicho escenario me parecía inhumano. Y sabía que lo que esperaba la agencia era que yo asignara a García al trabajo, para poner en jaque su recuperación y en caso de que sucediera, sacárselo de encima con rapidez. Mi decisión era no hacerlo. O en todo caso, hacerlo, pero ir al caldazo con él. No estaba dispuesto a ser quien le colocara la soga en el cuello esperando que resbalara de su silla. Si eso iba a suceder, yo iba a estar parado en la silla a su lado.

Como dije, al principio Miguel se opuso. Luego escuchó mis argumentos, y aún así se opuso. “No seas boludo pibe, no seas boludo. Este tipo de cosas nunca salieron bien. No seas boludo” repetía. Aún así mi postura era inquebrantable. Y su respeto por mis decisiones pasadas, a las que también se había opuesto en su momento, prevaleció por sobre sus dudas.

Yo imaginaba perfectamente cómo sucedían esas discusiones más arriba. Miguel no era dios, y su palabra no se aceptaba sin más. Él debía argumentar con fiereza su posición en un escenario en donde la mayoría eran conservadores en la operativa de la agencia. Era un escenario complicado, en donde Miguel siempre llevaba las de perder, sobre todo porque lo que iba a defender sobre nuestro equipo nunca se había hecho. Debía sostener una posición, una perspectiva, que la agencia nunca consideró e incluso en las que ni si quiera él creía. Muchas veces, estoy seguro, puso su propia cabeza como garantía, confiando, más que en mi estrategia, en mí. Aún así, antes del desastre, nunca la agencia cambió una coma de mis estrategias. Ese es un triunfo de Miguel, el que nunca le pude agradecer.

Mi hermano y Gonzalo alquilaron un departamento en la zona latina de Miami en donde más influencia tenía la red a la que íbamos a investigar. Mi hermano, bueno para las peleas, y Gonzalo con su apariencia de quemado vivo (en esa misión decidimos que no utilizara maquillaje para tapar su piel quemada) y pinta de matón, no despertarían sospechas en ese lugar. Su papel era el de dos primos que escapaban de la pobreza de su país y buscaban un destino parecido al de Tony Montana. Ambos podían ser brutales si era necesario. Y en este trabajo sería muy necesario.

García y yo cruzamos ilegalmente la frontera del sur del país y nos dirigimos a Miami, ciudad en la que estaban mi hermano y Gonzalo. Al llegar alquilamos un departamento viejo y en la otra punta de la ciudad y conseguimos trabajo de lavacopas en un restaurante de mala muerte. La estrategia de ambos pares era diferente. La nuestra era simple: comprar drogas. Volver a comprar. Comprar nuevamente, seguir comprando. Comprar aún más. Y luego comprar para revender. Este acto, inmediatamente, atraería la atención, y la ira, de nuestros vendedores. Luego de no morir por sus represalias, debíamos comenzar a trabaja para ellos como vendedores.

Ese era, aunque simple, nuestro papel en el plan que habíamos decidido.

Mi hermano y Gonzalo debían también comprar drogas, pero en menor nivel. Y debían identificar a quienes, como nosotros en la otra punta de la ciudad, revendieran las drogas que compraban. Luego debían golpearlos hasta casi matarlos y entregarlos a la red de drogas, como un trofeo, como una ofrenda. Este acto debía hacerles ganar la estima de sus futuros patrones, y permitirles la cercanía necesaria para acceder a un conocimiento superior en la organización.

Las grandes redes de distribución de drogas, contrario a lo que se cree comúnmente, no están comandadas por sujetos sanguinarios y de pocas ideas. Esos sujetos por lo general mueren jóvenes, víctimas de sus propias intransigencias, cuando se cruzan con otro que, como ellos, piensan que todo se resuelve con balas y derramando sangre. Y nunca llegan a comandar grandes carteles. Son matones de barrio, a lo sumo de algunas pequeñas áreas, pero nunca del tráfico mayor de drogas.

Los grandes narcotraficantes son, por lo general, sujetos sensatos. Son sanguinarios en la medida de su necesidad, pero no disfrutan de la sangre. Tampoco le rehúyen. Son personas razonables y que atienden argumentos, siempre que estos argumentos digan lo que ellos piensan, como casi todo el mundo. Aman el dinero y el poder. Demandan respeto y fidelidad. Son amables con la lealtad, y brutales con la traición. Y por lo general no abusan de drogas, ni respetan a quienes lo hacen.

Nuestra estrategia era que García y yo nos infiltráramos en los niveles medios de la red, conociendo lo que se decía en las calles (siempre esencial en este tipo de trabajos) y que mi hermano y Gonzalo accedieran a niveles superiores en la red y que eso les diera acceso a un tipo diferente de información que nosotros.

García y yo comenzamos a comprar cantidades altas pero no excesivas de cocaína y crack. Comprábamos una vez por semana al principio. Luego cada tres o cuatro días, luego cada dos días, luego a diario. Cuando logramos una confianza relativa con nuestros vendedores, empezamos a frecuentar los mismos lugares que ellos, entre bares y algunas fiestas en casas particulares. No fue necesario comenzar a revender por nuestra cuenta, porque ellos mismos nos ofrecieron sumarnos a la red. Si bien eso fue una ventaja, no lo fue el hecho de comenzar a participar de sus círculos sociales, ya que debíamos consumir realmente las drogas que comprábamos.

Al principio fue algo manejable. Consumíamos de noche, en las fiestas, pero teníamos una rutina de desintoxicación a la mañana siguiente a base de comidas, bebidas y ejercicios que eliminaban de una manera más rápida los tóxicos de nuestro organismo. Pero con el tiempo estas rutinas perdían efectividad. García llevaba la mayor carga: su cuerpo se había vuelto adicto, luego se había desintoxicado, luego volvía a consumir a diario. Yo fui testigo del trabajo desesperado que hacía cada mañana para eliminar las drogas de su cuerpo. Pero eventualmente no alcanzó. Nunca lo hace. Entre la voluntad constante de la mente y la necesidad constante del cuerpo, es el cuerpo y su necesidad los que siempre terminan venciendo, porque mientras la mente necesita un trabajo permanente y absoluto, el cuerpo sólo necesita un solo instante, una sola recaída para que sus necesidades vuelvan a gobernarlo todo. Es una pelea demasiado dispareja: una fidelidad eterna contra una pasión permanente.

Con el transcurso del tiempo ambos dejamos de tratar de rehabilitarnos a diario, y finalmente sólo dormíamos hasta tarde y vendíamos y consumíamos a la noche. Y si bien nuestros cuerpos y mentes estaban en una tensión permanente, nuestro trabajo marchaba correctamente. Nuestra tarea era parecer poco inteligentes, vender droga, consumir droga, y escuchar todo lo que se dijera a nuestro alrededor. No preguntar, no interceder, ni siquiera intentar participar. Sólo escuchar. Y en el mundo de noche siempre se habla de más.

Al cabo de diez meses habíamos ganado la confianza de los demás vendedores, así como la de nuestro superior inmediato en la red, quien nos daba el producto y a quien le entregábamos el dinero.

En todo ese tiempo nos conocimos mucho con García, hasta que finalmente nos hicimos amigos y es una amistad con la que me honró hasta el día de su muerte. Yo admiraba su lucha cotidiana contra las maravillas de la droga, e intentaba ayudarlo con la misma fuerza que él mostraba en su pelea personal. Luego comprendí que para sobrevivir a ese trabajo debíamos renunciar a esa lucha y abandonarnos al entorno que nos rodeaba. La recuperación, creía podría venir luego, y yo me había jurado defender a García en la agencia hasta las últimas consecuencias. Si renegábamos de las drogas mientras durara ese trabajo, sin duda nos delataríamos y luego moriríamos. García, luego de un tiempo, también lo comprendió. Para vivir, debíamos drogarnos. Y fue un trabajo que también hicimos con éxito y sin culpa.

Mi hermano y Gonzalo cumplieron también su parte, pero les demandó, naturalmente, más tiempo. Al llegar ambos consiguieron trabajo, uno lavando autos y el otro como empelado de un mini mercado. Compraban drogas con regularidad, pero nunca las consumieron. A los ocho meses del inicio de nuestra misión, lograron entregar a unos revendedores y comenzaron a ganar la confianza de ciertos sujetos medios de la red. A los trece meses lograron juntarse con el jefe del cartel. Ambos, mi hermano y Gonzalo, eran inteligentes y brutales cuando debían. Diagramaron una red de control de mercancía y de dinero para el jefe, lo que les hizo merecedores de su estima y su confianza. Ganaron dinero, se mudaron a un departamento gigante, compraron autos y ropa. Se convirtieron en colaboradores cercanos del jefe, y de esa manera, lograron información.

A los veinticinco meses de iniciada la operación confirmamos, cruzando información de ambos equipos, que el próximo cargamento que llegaría sería el mayor de toda la historia de la red. Eran principios del mes de febrero del años dos mil y tantos, y el cargamento llegaría por barco a mediados de marzo, entre el 14 y el 17.

Veintisiete meses luego del inicio, nuestra misión terminó con éxito. Toda la red fue desmantelada, sus líderes encarcelados, y un gran cargamento de cocaína de máxima pureza fue incautado por las autoridades locales. Un día antes de la operación final todo nuestro equipo fue asilado en la embajada argentina en Estados Unidos, con todo listo para salir en un vuelo que nos devolviera a Córdoba. Mientras las autoridades locales llevaban adelante uno de los operativos más grandes de su historia en la lucha contra el narcotráfico, nosotros cinco estábamos a bordo de un avión, a 5000 metros de altura, volviendo.

Mi hermano y Gonzalo ansiaban ese momento y lo estaban disfrutando: brindaban, festejaban y se reían. A Horacio, como siempre, todo parecía resultarle indiferente.

García y yo, por nuestra parte, nos preguntábamos, cada uno en silencio, cuánta parte de nuestra vida había quedado atrapada en esa misión.

LA PAUSA

Fue tan importante el éxito internacional de los resultados de nuestro trabajo, que al principio Miguel hizo lo posible por disimular lo obvio: que yo me había vuelto un adicto. Y que García ya no estaba capacitado para operar como agente.

Luego de los saludos protocolares, la pequeña fiesta organizada por la agencia en reconocimiento de nuestro éxito y las condecoraciones internas, Miguel me citó, a la tarde siguiente, a su oficina para celebrar nuestra pequeña ceremonia.

Llegué a las 18:27 a su oficina. Estaba en su escritorio, con su vaso lleno, otro vacío, y la botella de Chivas. Al verme me saludó sin efusividad, pero con sincero cariño.

  • Querido ¿cómo andás? Pasá, vení, sentate –mientras me abrazaba y me indicaba el sillón.

Me senté. Acepté el vaso que me ofrecía. Bebí apenas un sorbo y lo dejé en la mesa. Hacía más de setenta y dos horas que no consumía, y se notaba. Quería vaciar el vaso de un trago, pero me contuve. Él, viejo zorro, lo notó.

  • Tomá, no seas boludo. ¿Vos te pensás que yo no pasé por ahí? Tomá, dale, que con esa ansiedad no vamos a poder hablar una mierda.

Vacié el vaso y Miguel lo llenó de nuevo. Y luego hizo algo que yo jamás hubiera esperado. Se levantó y fue hacia su escritorio. Del cajón sacó un sobre de madera y volvió al sillón. Abrió el sobre y sacó una bolsita de cocaína.

Me la entregó y me dijo:

  • Cuando te vayas te voy a dar unas pastillas que te van a servir con la abstinencia. Pero ahora tomá esto, dale, que necesito hablar con vos, y que me escuches en vez de estar pensando en drogas. Yo ya estuve ahí, y aunque no está bueno, tampoco es tan grave. Tomate un saque así charlamos bien.

La cocaína es una droga bastante violenta de presenciar para quienes no la frecuentan; tiene una forma de consumirse que pone incómodos, inmediatamente, a los espectadores. Ingresa por la nariz, un lugar extraño para que algo ingrese a nuestro cuerpo, ingresa con violencia, irrumpiendo, profanando, con furia, irrespetuosamente. Es por eso que por lo general se toma en el baño, como escondidos, al resguardo de miradas indiscretas. Hay también, debo decirlo, una especie de pudor en ese consumo, ya que la cocaína, sólo en el momento de consumirla, sólo allí y nada más, nos baja la guardia. Y a nadie le gusta ser visto con la guardia baja, entregados a un placer dionisíaco, prohibido y transformador. Sin embargo, en esa oficina, con Miguel, no fui al baño a tomar. Abrí la bolsita, y con la esquina de una tarjeta de crédito que saqué de mi billetera, tomé. Una fosa nasal. La otra. Luego me mojé la punta de mi dedo índice con mis labios, lo rebosé con cocaína y me froté las encías. Dejé la bolsa en la mesa y tomé mi whisky.

Por primera vez en los últimos tres días me sentí bien.

Miguel habló:

  • Yo sé que ahora te parece todo más turbio, como más nublado. Pero te aseguro que, con la ayuda necesaria, pero sobre todo con ganas de cerrar este episodio, esto va a ser cosa de un par de meses y después vas a estar listo de nuevo. A lo mejor crees que ser adicto es algo malo y que va a ser malo para siempre, pero no es cierto. Es una cagada porque no te deja pensar con claridad, pero no es algo que no se pueda superar fácil. Ese lugar en donde estás es común para casi todos nosotros y casi todos salimos. Y está bien que te parezca grave, para que le pongás más huevos a la recuperación, pero la verdad es que es como una gripe. Estás enfermo, hacés reposo, te cuidás, tomás las pastillas y se te va sólo.

Había llegado a la oficina de Miguel sintiendo que me estaba prendiendo fuego por dentro, y esas palabras fueron como un baldazo de agua helada. Si metido en la realidad cotidiana de las drogas, todo mi trabajo y mi futuro se habían visto amenazados por un camino de noches muy largas y platos y lámparas y billetes enrollados, sentado ahí, con Miguel tan preciso, con mi bolsa y mi whisky, sentí que de nuevo el futuro que alguna vez había sentido mío emergía en el horizonte. Y también sentí, debo reconocerlo, que no estaba solo.

Alejado ya de los temblores físicos y mentales de la abstinencia, le conté a Miguel toda nuestra operación, con detalles, con paciencia, con precisión, con la elocuencia que nos facilita la coca. Fui sincero en todo, a excepción de la cantidad que consumíamos con García. Pero no porque quisiera ocultar mis debilidades sino porque sabía que, si contaba cómo, cuánto y con qué frecuencia consumíamos, sería para García un boleto de salida. Yo era un líder de grupo, era hijo de dos eminencias en la agencia, había sido un estudiante destacado y había mostrado una habilidad muy respetable para analizar coyunturas y tomar decisiones. La agencia quería conservarme y por eso dejaba pasar ciertas transgresiones y equivocaciones. Pero no era el caso de García. García era visto como un daño colateral. Había cumplido su parte en su momento, pero ahora ya era peligroso un agente con ese camino recorrido. García era ese número del que hablaba Mariana, ese número que todos seríamos en algún momento, pero algunos más adelante que otros. Para García ese “más adelante” era ahora, y era en mi equipo.

Y yo no iba a ser su verdugo, de ninguna manera.

Comprendí luego, con el paso del tiempo, que es inevitable que las decisiones que tomamos no sean moldeadas, de alguna forma, por lo que sentimos. Yo sabía en ese momento que García no estaba en condiciones de ser parte de ningún equipo, sabía que lo correcto era informar su recaída, sabía que era peligroso no hacerlo. Pero también creía que con mi acompañamiento iba a poder superarlo, que con mi control no sería una cuestión inhabilitante para él. Y sabía, además, que uno puede vivir perfectamente toda su vida siendo adicto a la cocaína, siempre que uno sea metódico y responsable. La cocaína es peligrosa cuando interfiere en tu desenvolvimiento diario, pero como todo lo es. Tomar una cerveza por día no te vuelve alcohólico; tomar una línea por día tampoco. Se puede vivir perfectamente bien, y ser perfectamente eficiente, en ambos casos.

Y sabiendo eso fue que decidí callar lo que callé, y decir lo que dije. Yo, que siempre había considerado una virtud el pensar como un robot, en base sólo a datos y a criterios establecidos, comenzaba a comprender ahora que muchas decisiones, quizás las más importantes en nuestra vida, deben tomarse con criterios muy distintos de los de la lógica.

Cuando me fui de su oficina me sentía mejor. Los efectos de la abstinencia habían retrocedido y sentía mis pensamientos más claros. Iba a comenzar como paciente ambulante mi proceso de rehabilitación en la clínica de la agencia. Estimábamos un proceso de entre tres y seis meses para recuperarme, si todo iba bien. Durante ese periodo, mi equipo y yo estudiaríamos las nuevas coyunturas que se desarrollaban en los países en los la agencia programaba sus próximos trabajos y al mismo tiempo entraríamos en un programa de reacondicionamiento físico, puesto que nuestra última misión había mermado mucho las capacidades físicas de todos nosotros.

García seguiría un proceso de recuperación similar al mío. Un programa de varios meses y una nueva alta provisoria en caso de que todo salga bien. Miguel no había ahondado demasiado con sus preguntas respecto de su situación. Al verme decidido en sostener a García, no insistió, e hizo bien. Miguel siempre supo, como una extraña, pero muy oportuna virtud, qué discusiones dar y cuáles no. Cuando los costos eran más altos que los beneficios por sostener su posición, buscaba puntos comunes de acuerdo y equilibraba las posiciones.

Luego de treinta y un semanas de haber concluido nuestra última misión, fuimos habilitados para volver a operar en territorio.

EL QUINTO TRABAJO

Existe algo cierto respecto de las adicciones: uno nunca las abandona, sólo las cambia por otras, porque lo real es que no es la sustancia la que nos hace adictos, es nuestra personalidad adictiva la que se engancha con una determinada sustancia. Luego de conocer los extremos en los que la vida puede existir, nadie realmente vuelve de allí. Se puede disimular tranquilidad, aparentar que el punto medio de la vida es interesante, que nos ofrece alguna propuesta, que hay algo interesante allí para descubrir, pero no es cierto. Cuando se han habitado los márgenes, cuando se han recorrido las fronteras, cuando se ha echado una mirada hacia el otro lado, todo punto medio resulta, cuando menos, insípido. No es posible que te interese el chisme de la semana después de que has preguntado por el sentido de las cosas. No es cierto que pueda importarte la combinación de los trapos que te adornan después de haber asomado la mirada al abismo. “Cuidado con mirar demasiado fijo adentro del abismo, porque el abismo mirará dentro de ti” decía el loco de Turing en una de sus verdades más terribles.

Por mi parte, luego de haber echado una mirada a lo más negro del abismo, un poco de ese abismo, de ese sinsentido, de esa nada, se quedó conmigo. A partir de ese momento fue como si la manta justificadora de sentido de todo lo que existe se evaporara en un instante, con la fugacidad de una mentira que se derrumba.

Luego de eso, todo quedó desnudo. Y cuando las cosas se nos revelan desnudas, sin maquillajes, sin disimulo y sin superficies, pueden parecernos maravillosas o aterradoras. Lo notable, lo llamativo, es que lo que las hace maravillosas o aterradoras es la misma cosa, el mismo acontecimiento, la misma propiedad. Esa propiedad es el rasgo de que las hace únicas. Son la finitud y la singularidad las que hacen de cada cosa un evento inigualable e irrepetible; es su unicidad lo que las llena de belleza y de tragedia.

Dejé efectivamente la cocaína durante ese periodo, pero mi nuevo vicio, mi nueva pasión, mi nueva adicción, fue el alcohol.

Aunque la mayoría de las personas no están dispuestas a reconocerlo, el alcohol es una droga muchísimo más peligrosa y dañina que la cocaína. Infinitamente más peligrosa. Arruina muchas más vidas en el mundo que la cocaína, la heroína, el LSD, las metanfetaminas, el éxtasis y el paco, todas juntas. Ninguna droga se acerca, ni a miles de kilómetros de distancia, a la letalidad del alcohol.

Nuestro quinto trabajo fue en Colombia, pero lo cierto es que nuestro trabajo no tuvo ninguna consecuencia en los acontecimientos latinoamericanos reales. Leído desde la distancia, podríamos perfectamente no haber realizado ese trabajo y todo hubiese sido exactamente igual para la historia, aunque claro, no así para nosotros, a quienes ese trabajo nos marcó para el corto resto de nuestras vidas.

Nuestro objetivo era infiltrarnos en los sectores universitarios afines a los grupos armados colombianos para develar posiciones y jerarquías. En Colombia, en esa época, había dos grupos guerrilleros activos, las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el ELN, el Ejército de Liberación Nacional. De ambos, el ELN, aunque contaba con menos miembros, tenía una penetración mayor en los sectores universitarios, debido a que sus fundamentos teóricos eran más sólidos que los de las FARC.

El ELN es una organización guerrillera insurgente, cuya orientación es definida por ellos mismos como marxista-leninista, y se crea a partir de que dieciocho estudiantes universitarios colombianos son invitados por el gobierno cubano de Fidel Castro a visitar la isla, a principios de la década del sesenta. Luego de la influencia ideológica del castrismo, es también influenciada por la Teología de la Liberación hasta tal grado, que incluso a lo largo de su historia clandestina, varios sacerdotes fueron nombrados como comandantes en jefe de dicha organización. A causa de estas raíces, y de lo consistente y cohesivo de su discurso, en las universidades colombianas el ELN era recibido con mayor agrado que las propias FARC, las que tenían una inclinación mucho más militarista.

A pesar de ser una misión de calificación poco peligrosa, para nuestro grupo era de vital importancia que resultara bien. García en verdad no estaba en condiciones de volver al territorio, a pesar de haber estado limpio treinta y un semanas. Su condición era inestable, y cualquier pequeña tentación podría de nuevo devolverlo a viejos rincones. Colombia, por lo tanto, no era una buena idea en ese momento. Yo, por mi parte, era alcohólico. Tomaba desde la mañana hasta la noche. Era, aún así, metódico. Bebía todo el día, pero nunca me embriagaba. Tomaba constantemente, pero en cantidades que me permitían ser funcional y operativo. Sabía, a pesar de ello, que ese equilibrio no podía durar mucho tiempo. Eventualmente debería dejar de beber o sería separado del trabajo de campo. Lo sabía, pero era un problema para el futuro. Por lo pronto, podía manejarlo. Además, tenía preocupaciones mayores que atender.

Mi hermano había sido designado por Miguel como la cabeza de esta operación, debido a mi reciente recuperación de mi adicción. Era un proceso normal. Yo dirigiría la operación sin el rango, y si mi hermano evaluaba que alguna de mis decisiones era equivocada, tenía la autoridad de relevarme del cargo. Él era el jefe, mientras que yo dirigiría mientras él estuviera de acuerdo.

Con mi hermano siempre nos unió un conocimiento transparente. Conocía mis debilidades, mis tentaciones, mis peligros, y estaba siempre a mi lado cuando yo me acercaba a ellas. Siempre en silencio, indicando con su presencia, cuidando desde esa apariencia permanente de lejanía e indiferencia. Siempre me habló mucho más con sus silencios que con sus palabras. Cualquier pobre diablo sabe decir cosas con palabras; decirlas con silencio requiere mucha más sabiduría. Que sea él quien tuviera la palabra final en una operación en la que yo sabía que estaba con complicaciones, me parecía genial. Yo confiaba en él. Él confiaba en mí. Siempre había funcionado, así que debía funcionar.

Y funcionó. Nuestra misión, aunque ciertamente aburrida en comparación con las viejas misiones, logró los objetivos señalados.

Como todos en nuestro grupo éramos relativamente jóvenes, podíamos hacernos pasar por estudiantes universitarios sin problemas, salvo Horacio, que por su particular condición llamaría demasiado la atención, algo siempre inconveniente en nuestro trabajo. Horacio nunca participó en nuestras operaciones de territorio, siempre actuaba como agente logístico, y así fue en esta ocasión. El resto de nosotros ingresaríamos a la Universidad Nacional de Colombia, García y yo en la carrera de Filosofía y Letras, mi hermano y Gonzalo en Ciencias Económicas. El gobierno colombiano, quien había pedido la intervención de la agencia, nos otorgó los papeles que certificaban que éramos estudiantes de intercambio provenientes de Argentina. Los cuatro estábamos bien formados en esas áreas, por lo que las asignaturas no nos resultarían complicadas. De todas formas, parte del trabajo de Horacio consistía en especializarse en cada una de nuestras carreras, para funcionar como apoyo intelectual en caso de que tuviéramos algún inconveniente en las materias.

Fue un trabajo sencillo. Los jóvenes de todo el mundo tienen la misma proporción de idealistas que de necesidad de contar su idealismo. Sólo hacía falta un pequeño empuje para que contaran todo lo que creían, lo que sabían, lo que hacían. Nuestro papel a representar era el de estudiantes peronistas medianamente politizados, con ganas de cambiar al mundo y luchar contra el imperialismo. No necesitábamos más que eso para ganar su confianza y conocer, eventualmente, sus contactos y relaciones.

Y todo sucedió como lo habíamos planeado. No diré mucho del desenvolvimiento de los sucesos, ya que no me queda mucho tiempo. Lo relevante fue que García pudo finalizar la misión (que duró 2 semestres) sin consumir y eso en sí mismo era un éxito equiparable al éxito de la misión. Si hubiera vuelto a consumir, su carrera habría terminado. Aunque pensándolo a luz de los futuros acontecimientos, hubiese sido lo mejor. Volver a la cocaína, ser jubilado y retirado con una buena pensión a un trabajo lejano y tranquilo parece un sueño al lado de lo que le pasó.

Sin embargo, nada de eso sucedió. Finalizó la misión sobriamente y todo indicaba que estaba definitivamente rehabilitado.

Lo que no es posible decir respecto de mi propio caso.

Durante los dos semestres que estuvimos en Colombia la cantidad de alcohol que consumía a diario aumentó gradualmente.

Existe un momento en el alcohol que es sublime, tanto, que se parece a la perfección, al equilibrio, que es lo mismo expresado diferente. Para cada persona ese momento varía. En mi caso sucedía después de una botella y media de cerveza. O una botella de vino. En ese momento se conjugan una cantidad de sensaciones que configura un cuadro en el cual uno está representado, y en donde uno se siente bien en esa representación. Ese cuadro presenta la imagen de una situación estática. Y es a partir de esa estaticidad que pueden ser tabulados los acontecimientos que ahí se muestran, que pueden ser observados y apreciados completamente. El dinamismo de la realidad, su movimiento, eso que llamamos tiempo, posibilita que lo que acontece se desvanezca en el instante inmediato posterior. Los instantes no son menos inexistentes que el pasado, sólo tenemos de ellos una representación de algo cuya existencia se da por asumida y no debe ser demostrada, de eso que llamamos ahora, pero que apenas lo hemos nombrado ya cambió, ya es otra cosa, ya no existe. El instante es sólo el pasado más próximo, casi infinitamente más próximo, pero no por eso menos pasado.

Pero ese momento sublime del alcohol, en el que todo lo que se presenta parece equilibrado, dura un instante, un instante más de un instante. Después de eso el alcohol comienza a tomar el control paulatinamente, hasta finalmente anularnos.

Lo que logré en Colombia fue hacer que ese momento, ese instante que dura apenas más que un instante, se prolongara en el tiempo. Pude hacerlo más denso, más lento, como ralentizar un fotón. Bebía constantemente, pero con una moderación extrema, siguiendo un plan, cantidades medidas en horarios establecidos. Suficientes para que mi alcoholismo se mantuviera satisfecho, pero también para que me permitieran desarrollar mi trabajo.

Uno de los problemas que tenía ese estado era que, una vez en él, las nimiedades dejan de tener importancia. Uno está conversando con lo sublime, con lo que ni perece ni tiene consistencia. Todo lo que oliera a banal, no merecía tiempo; todo lo que transcurriera por encima de las cosas, por su superficie, era una pérdida de tiempo. Y en un mundo en el que casi todo permanece en la apariencia de las cosas, eso era un problema.

El otro era que no duraría.

Comencé a tener ideas extrañas, oscuras. El mundo que me rodeaba, la misión, la universidad, la guerrilla, los soñadores, los colmados de errores, los absurdos, me llenaron de una ira que no era parte de nuestro trabajo.

Su idealismo me resultaba pueril, alejado del mundo y sus acontecimientos. Un idealismo gracioso por lo grotesco, ridículo. Todo ello era tan evidente, que me resultaba extraño que no pudieran verlo también, que no se les presentara en el acto como una verdad clara y distinta.

No creo que sea equivocado, que no mostrara una realidad más armónica y sencilla, una forma de existir más amable, en donde primaba el bienestar común antes que el bienestar de unos pocos. De alguna manera era como plantear que con un pelo de unicornio uno puede crear la fórmula de la vida eterna. Puede parecer una idea seductora, pero el problema es que los unicornios no existen.

Como dije, la misión fue un éxito relativo. Los objetivos planteados, el reconocimiento de los sujetos que funcionaban como contactos entre los sectores universitarios y el ELN fueron descubiertos y compartida la información con el ministerio de defensa del gobierno colombiano. Pero al momento de ser compartida la información, el ELN había sufrido, hacía meses, un ataque militar del gobierno de Colombia que prácticamente lo había desmembrado. Cuando presentamos nuestro informe, a nadie realmente le importó.

Para nuestro grupo fue importante porque culminábamos una misión más habiendo cumplido los objetivos. Más allá de ser una misión menor, nuestro grupo estaba en prueba. Fracasar hubiese significado una condena a trabajos mediocres y sin importancia real.

Lograr los objetivos fue la causa de que nos asignaran las próximas dos misiones, que, aunque no planificadas de esa manera, fueron simultáneas.

SEXTO Y SEPTIMO TRABAJO

Nuestro sexto trabajo se mezcló, por condiciones históricas y circunstanciales, con nuestra séptima misión. En realidad, mientas estábamos prácticamente abandonados en nuestro sexto trabajo, surgió una misión paralela a la que fuimos asignados por una decisión estratégica de la agencia, ya que era imposible que nuestro equipo fuese identificado, por ninguna relación concreta ni probable, con el objetivo del séptimo trabajo.

Fue, al mismo tiempo, una casualidad y una tragedia.

La misión número seis fue en la universidad de la ciudad en la que casi todos nosotros residíamos, la Universidad Nacional de Córdoba y tuvo, por motivos luego narraré, una duración de ocho largos años.

Existía en toda la comunidad estudiantil universitaria argentina de esa época, una tendencia, medida estadísticamente por la agencia, de una radicalización creciente relativa a las cada vez más insatisfechas demandas sociales. Según las proyecciones, estas organizaciones estudiantiles incipientes devendrían, o era muy probables que devinieran, en focos agitadores centrales de un estallido social similar al ocurrido en 2001 en Argentina.

Cuando fuimos asignaron esa misión, la que todos reconocíamos como simple y menor, fue una decepción. Infiltrarse en organizaciones estudiantiles radicalizadas era tedioso y por lo general no conducía a ninguna parte. Casi siempre esas organizaciones desaparecían con la misma rapidez con la que habían surgido. Era una misión demasiado larga e intrascendente, poco práctica y, en general, infructuosa. No existía ningún peligro real ni concreto; la amenaza que representaban determinadas organizaciones era una amenaza futura y lejana, era una amenaza probable. Y además casi siempre poco probable.

Que a un equipo como el nuestro le asignaran misiones de principiantes respondía a dos factores. Por una parte, desde la conducción de la organización entendían que el peligro que estas organizaciones representaban, aunque futuro, era cierto, por lo que habían tomado la decisión de infiltrar organizaciones estudiantiles incipientes a lo largo de todo el país. Por otro lado, nuestro equipo, que si bien había desarrollado con éxito todas sus misiones, en el último periodo habíamos cometido errores operacionales, por lo que el asignarnos a esta misión era un llamado de atención, un castigo que debíamos aceptar con resignación y efectividad.

Y entendiendo esto fue que, con resignación, emprendimos el trabajo asignado.

Nuestro objetivo era una organización de la Facultad de Filosofía y Humanidades que recientemente se había conformado, El Andén, en donde se identificaban cuadros políticos formados y resueltos, a quienes la agencia tenía en su radar desde los años finales del secundario de muchos de sus intergantes. Ser parte de la conducción de esa organización, y de las futuras organizaciones que de ella surgieran, era el objetivo primario de nuestra misión.

Existía además, en la Universidad, un colectivo de organizaciones, es decir, una organización de segundo orden, que nucleaba diferentes organizaciones de las diferentes facultades. El nombre de esta organización de segundo orden era La Bisagra, compuesta por siete diferentes organizaciones independientes en lo partidario, pero todas ellas con una tendencia marcadamente marxista. El Andén no pertenecía a La Bisagra, pero por perspectivas y similitudes su incorporación era cuestión de tiempo. Lograr que El Andén ingresara y condujera a La Bisagra, era el objetivo secundario de la operación.

Dividimos al equipo en dos grupos, los mismos dos grupos que habíamos utilizado y que habían funcionado en Colombia. Y también como en Colombia el grupo compuesto por mi hermano y por Gonzalo ingresaría a la facultad de ciencias económicas. Mi hermano haría el papel de mi hermano, por lo que compartiríamos nuestra historia de vida. Gonzalo sería su compañero de la casa que alquilaban y sería un joven venido de Capital Federal, cansado de la vida vacía de una ciudad sin corazón. Mi historia y la de mi hermano nos había hecho vivir en Buenos Aires, de donde se explicaba la amistad previa de mi hermano y de Gonzalo. Yo ingresaría a la Facultad de Filosofía y Humanidades y García representaría el papel de un amigo mío de la infancia, un amigo de toda la vida, un amigo desde siempre. Cuando alguien tiene un amigo “desde siempre” nadie se interesa por preguntar lo que ese “desde siempre” significa. García no ingresaría a la facultad: su papel estaba reservado a esperar la concreción de futuras organizaciones, las que eventualmente sí integraría. Sabíamos que la misión, para que fuese efectiva, debía ser pensada a largo plazo. Tediosa y pacientemente.

Ese era el punto de partida de nuestra misión, el plan que había diseñado yo y que había sido aprobado por la dirección de la agencia; esa era la historia que llevaríamos a cuestas al ingresar a la Universidad. La fidelidad a las historias que nos contamos es imprescindible para identificar nuestro lugar en el mundo, y a partir de allí, relacionarnos con el resto. Y en nuestra fidelidad a esa historia determinaría el éxito o fracaso de la misión; debíamos saberla de memoria, incorporarla, masticarla, creerla. No hacerlo era perder. Aquella fidelidad era lo primero que nunca debía fallar.

Porque si eso fallaba, fallaba todo.

El inicio de la misión fue tan exitoso como sencillo. Comenzar a ser parte de El Andén fue inmediato. En esa época histórica las organizaciones estudiantiles podían ser integradas por cualquiera que quisiera hacerlo. Sólo debía estar ideológicamente de acuerdo con una serie no muy bien definida de ideales y posicionamientos políticos. Estar un poco a la izquierda, ser un poco peronista, combatir al imperialismo, rechazar a medias ciertos estereotipos sociales, odiar a la Franja Morada, fumar porro, hablar con elocuencia, detestar las injusticias, estar siempre del lado de los oprimidos y en contra de los poderosos, admirar al Che y querer cambiar al mundo. Con un popurrí de esos posicionamientos, uno era recibido con los brazos abiertos y la incorporación era inmediata.

Es preciso en este punto realizar una aclaración: quien no haya sido parte del mundo universitario y de su intensa vida política, difícilmente pueda comprender el sentido trascendente que esto tiene para aquellos que lo viven. Con revoluciones a la vuelta de todas las esquinas y la historia en su conjunto acompañando cada decisión que se toma, la militancia universitaria toma la dimensión de la totalidad, del acontecimiento, del enfrentarse a la nada en el sentido heideggeriano. Ser parte de una organización estudiantil es estar a punto de cambiar el mundo constantemente, mañana, pasado mañana, en unas horas. Es el único espacio de la política en donde los argumentos realmente valen, pesan, son considerados. Las discusiones no las ganan quien más votos o más tanques tenga, las ganan quienes tienen mejores argumentos. Fuera de ese espacio los argumentos valen una moneda de veinticinco centavos, o menos. Sólo en la universidad la política aparece realmente como el arte de lo posible.

Al momento en que mi hermano y Gonzalo ingresaron a Ciencias Económicas no existía allí ninguna organización estudiantil independiente, por lo que su trabajo era, en el caso de que vieran la oportunidad, crearla. Las facultades grandes estaban casi siempre dirigidas por los brazos estudiantiles de los dos partidos políticos más grandes de Argentina, el radicalismo y el peronismo, esto es, la Franja Morada y la Juventud Peronista, la JP. Franja Morada era quien conducía Ciencias Económicas desde hacía tiempo y era algo que difícilmente cambiaría. Sin embargo, Ciencias Económicas no era nuestro objetivo, y que mi hermano y Gonzalo sean estudiantes de una facultad en donde no había ninguna organización evitaba posibles sospechas sobre una posible infiltración. Debo recordar que ninguno de los tres éramos, naturalmente, recién egresados del secundario. Todos estábamos pasando la mitad de nuestros veintes, todos formados, resueltos, con un pasado consistente pero desconocido, además de incomprobable. De todas formas, en aquella época, si bien las organizaciones tenían en conocimiento que tales cosas podían suceder porque antes habían sucedido, ninguna tenía la sospecha de que podían ser ellas mismas infiltradas. A pesar de ello, tomamos los recaudos necesarios para eliminar cualquier posible sospecha.

Mi ingreso a El Andén fue sencillo, efectivo y exitoso. Dos meses después del día de mi ingreso (que no fue otra cosa que asistir a una reunión a la que convocaban públicamente a cualquiera que quisiera participar) eran las elecciones de las autoridades de todos los Centros de Estudiantes de toda la Universidad, además de consejeros estudiantiles. El Andén no había tomado aún la decisión de presentarse en las elecciones como opción electoral; eran aún presa de cierto esnobismo purista, en donde la acción política era bien consideraba, no así la participación electoral. Buscaban construir referencia para la organización, pero sin direccionar tal capital hacia las estructuras de poder real. Lo cierto es que discutían si el poder real estaba en las estructuras políticas, o si en cambio dicho poder se asentaba en una organización plagada de buenas intenciones, pero sin dirección estructural. Y si bien desde mi ingreso a la organización empujé y apoyé la decisión de presentarnos a elecciones, no fue por mi accionar que El Andén tomó finalmente esa decisión: una organización con cuadros medios formados como aquella naturalmente decantaría en la participación electoral, ya que todo aquel que comprenda el abc de la política entiende que para modificar estructuralmente las condiciones contra las que uno se enfrenta, debe hacerlo desde posiciones en donde existe la posibilidad real de operar dichos cambios. Si aquellas organizaciones independientes estudiantiles no comprendieran aquello, no hubieran sido nunca infiltradas porque no hubieran presentado jamás una amenaza al orden que la agencia pretendía sostener.

Mi trabajo en El Andén no era convertirme en su dirigente principal, pero sí en un referente, hacia adentro y hacia afuera, que operara desde lugares no demasiado visibles, pero que permitieran, hacia adentro, generar una tendencia, una línea ideológica; y hacia afuera, en un referente estudiantil de una organización de cuadros medios formados detrás. Debía convertirme, en la jerga política, en un monje negro, en alguien que incide en la dirección, pero que lo hace desde detrás del escenario visible.

Ambas cosas sucedieron con relativa rapidez. A los dos meses El Andén ganó con comodidad la conducción del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Humanidades, además de la mitad de los consejeros estudiantiles del Consejo de la Facultad. Yo fui en el segundo lugar de la lista del Centro de Estudiantes, debajo apenas de la presidenta, una jovencita con una buena formación teórica y plagada exageradamente de buenas intenciones, pero con nada del barro previo que se necesita para comprender la política real. Tal condición previa la condenaba a pasar por el escenario político sin ninguna trascendencia, con buenos y finos discursos inundados de emotividad, pero sin efectos concretos en el mundo real, lo que la volvía, inevitablemente, irrelevante y olvidable.

Si bien en esa organización, como en toda La Bisagra, abundaban dichos perfiles, también había, y eran mayoría, aquellos que aspiraban a lugares reales de poder, aquellos que querían conquistar esos lugares y que sabían que era necesario hacerlo para poder, en efecto, cambiar algo.

Ganar la conducción de un Centro de Estudiantes ponía a cualquier organización estudiantil en la vidriera de la política provincial. Las organizaciones que participaban en la política universitaria eran tomadas, por el resto de los actores políticos, partidos, organizaciones sociales y gremios, como unicornios dorados. Alrededor de estas organizaciones existía un cierto aire de nobleza que toda la estructura política percibía, por lo que contar con el apoyo de dichas organizaciones era un bien buscado y preciado por todos los demás actores políticos de la provincia. Y si esta organización conducía un Centro de Estudiantes, su valor subía considerablemente, como si todo lo que reluciera fuera, efectivamente, oro.

La política universitaria sucede en dos lugares diferentes, pero intrínsecamente relacionados: en la universidad y en los bares. Para quien no fuera un participante activo de ambos espacios era imposible aspirar a lugares de conducción y de referencia. Las discusiones muchas veces empezaban en las facultades, pero siempre, siempre, terminaban en los bares. Estar presente en ambos espacios, como dije, era un requisito necesario para volverse un referente, para influir en la dirección de la organización, y eventualmente para ser parte de la conducción.

Parte de mi cobertura indicaba que yo trabajaba en una empresa multinacional dedicada a las telecomunicaciones durante toda la mañana y gran parte de la tarde. Tal fachada me permitía elaborar los informes de perfiles y las proyecciones para la agencia sin que tales ausencias despertaran sospechas en mi círculo más próximo. Además, justificaba mis gastos, que eran siempre significativos, sobre todo en los bares, pagando casi siempre las bebidas de todos. Se sabe que nada mejor para volverse amigo de alguien que emborracharse un par de veces con él. Y en un ambiente en donde no todos tienen siempre dinero, tenerlo era necesario para que los bares duraran más tiempo, y por lo tanto, sus efectos fueran más significativos. Finalmente de lo que se trata es de horas-bar, y a mayor dinero, mayores y mejores horas-bar.

En los primeros tiempos de mi participación en El Andén mi consumo de alcohol aumentó considerablemente. Luego de unos años el consumo regular de cocaína se sumó a mi ya elevado consumo alcohólico. Con el tiempo, la situación se volvió directamente insostenible e inmanejable.

Pero para eso faltaba aún un tiempo.

Convertirme en parte de la conducción fue sencillo. En parte porque el ochenta por ciento de la organización tenía pocas ideas; pero esencialmente porque supe ganarme, fácilmente, la confianza y la amistad de aquellos que además de intenciones, tenían buenas ideas. Es natural en política que aquellos que piensan, tarde o temprano, conduzcan. No importa el contenido de aquello piensan, no es lo relevante. Penar, en política, garantiza que en algún momento esas ideas van a direccionar las decisiones de las organizaciones. Porque las organizaciones son fluctuantes; dentro de un marco referencial acordado, todas las expresiones posibles van a tener su momento de conducción, siempre que haya alguien que logre sostener sus ideas con imaginación y consistencia. Identificar a aquellos actores no fue complicado, y ganarme su confianza tampoco. Resulta que siempre, todos, quieren ser escuchados con deferencia, sentir que alguien se impresiona por sus análisis, por sus pensamientos y por sus ideas. En otros marcos más superficiales es la ropa, los teléfonos y los seguidores que tengan en redes sociales lo que cada uno quiere mostrar para ser admirado por ello. Es el capital individual de cada sujeto. Pero en ámbitos más intelectuales, más elevados, los que cuenta como capital individual es la cantidad y calidad de ideas que uno pueda desarrollar. Y cada uno, lo que secreta y no tan secretamente quiere, es que alguien reconozca y se maraville ante sus ideas. Alaba al tonto y lo verás trabajar, es una verdad que funciona en muchos niveles. Lo central en esto es saber cuál es el ámbito en el que cada uno quiere ser alabado. Lo demás es sencillo.

Y así sucedió. Mi trabajo principal en aquel momento fue lograr que aquellos que conducían o iban a conducir, es decir, aquellos que tenían ideas, conformaran un único grupo de amigos. Un grupo heterogéneo, cierto, pero un grupo al fin.

Y no fue difícil. Las personas interesantes se atraen entre sí, como imanes. No necesitan más que una casualidad para ver la chispa distinta en aquellos que la tienen. No es algo que se note. No es una obviedad. Es como una mueca, como una media sonrisa, como un destello que se cruza por una mirada y que inmediatamente se esconde rápido, como esperando. Y esa gente, apenas se junta, se reconoce. Como los masones con sus toques y sus símbolos. Como los espartanos. Como los peronistas.

No quiero escribir que aquel era un grupo brillante porque esa palabra puede implicar ciertas cosas que no es mi intención significar, pero lo cierto es que es esa la palabra que me sale cuando pienso en aquella runfla, en aquella tropilla. Había un historiador, dos artistas, un filósofo (dos conmigo) y una escritora. Muchas veces, de hecho casi siempre, había mucha más gente con nosotros, pero lo único constante de todos los grupos éramos siempre nosotros seis. El resto del universo que se movía a nuestro alrededor variaba, pero nosotros no variábamos. Éramos constantes, como la materia, como el paso del tiempo. Éramos el trasfondo de todas cosas. La cosa en sí kantiana. Los que siempre estábamos cuando la política era discutida. Los que siempre estábamos cuando algo estaba pasando.

Al poco tiempo, y sin saberlo, comenzamos a funcionar como una logia. Operábamos como un solo cuerpo, como una única voluntad, como un equipo de fútbol de Bielsa. Pero esto no debe sorprender: las personas inteligentes, si están del mismo lado de la mecha, en términos generales quieren lo mismo. Sólo deben ponerse de acuerdo en cómo conseguirlo, en la ruta, algo relativamente sencillo la mayoría de las veces. Y nosotros estábamos de acuerdo en todo, en los fines y en los medios. Incluso en las palabras, en la forma de conjugarlas, de dinamizarlas para que construyan pirámides mentales, para que prioricen ideas y argumentos. Funcionábamos, diré, quirúrgicamente.

Por esto fue que conducir la organización fue una cosa casi instantánea. Existieron corrientes internas que pretendieron forzar otra dirección, corrientes que a falta de mejores adjetivos definiré como extremadamente idealistas, pero que en honor a la verdad no lo eran. Eran corrientes con menor apego que el nuestro a las instituciones estructurales de poder, a lo institucional. Mientras nosotros pretendíamos ganar poder ganando elecciones, ellos querían hacer murales y leer poesías. Y de ninguna manera lo escribo peyorativamente. Nada más lejos de mi intención. Buscaban lo mismo por otros caminos. Ellos querían vencer a un tanque de guerra con un puñado de buenas intenciones. Nosotros, en cambio, perseguíamos granadas.

Condujimos la organización exitosamente durante 5 años. Ganamos consecutivamente todas las elecciones del centro de estudiantes cada vez con mejores porcentajes. Mantuvimos siempre el 50% de los consejeros estudiantiles de nuestra facultad. Nos hicimos un lugar respetable en la mesa provincial en la que los organismos de derechos humanos discutían; construimos relaciones con una cantidad importante de organizaciones sindicales, con estructuras políticas, con organizaciones sociales. Estábamos posicionados en un buen nivel de conocimiento y reputación en las segundas líneas de la discusión política de la provincia. No negociábamos con el gobernador, pero sí negociábamos con la rectora de la Universidad. Y nuestro sello, a la vez que nuestros nombres, se iban haciendo presentes, cada vez con mayor protagonismo, en las discusiones políticas en la provincia.

Si ese grupo se hubiese mantenido en el tiempo hubiera sido invencible.

Sin embargo, a pesar de esos éxitos mínimos, la operación se había extendido demasiado y sin demasiado sentido. Lo cierto es que la agencia había caído en una especie de vacío de conducción causa de las elecciones presidenciales que sucedieron en aquella época. El nuevo presidente decidió modificar completamente la conducción y las segundas y terceras líneas de la agencia, impulsar un cambio radical en todo el organigrama de la agencia, por lo que nosotros, agentes de territorio, quedamos prácticamente acéfalos. Incluso Miguel, nuestro inmediato superior, fue pasado a disponibilidad. Nos encontrábamos en una suerte de vacío de poder, operando por inercia, sin mayor dirección ni objetivos concretos. Como a ningún grupo le volvieron a decir qué hacer, todos los grupos continuamos operando con las últimas órdenes que habíamos recibido originariamente.

Luego del cortadero de cabezas en la agencia se conformaron dos bandos. Por una parte los nuevos responsables institucionales de la agencia, los nombrados por la nueva gestión, y, naturalmente, leales a ella; por otro lado todos aquellos que, habiendo quedado en la agencia o habiendo sido expulsados de ella, pretendían hacer valer su información y su poder (que por lo general suelen ser lo mismo) ante la nueva dirección general de la agencia. Ambas posiciones finalmente no lograron puntos de acuerdo, y lo que sucedió como consecuencia de ese desencuentro fue una guerra sin cuartel de la que todos fuimos víctimas.

Aquellos designados por el Ejecutivo eran la cara pública de la agencia, pero lo cierto es que esos cargos políticos no tenían ascendencia en los cuadros técnicos y operativos, los que éramos la inmensa mayoría. Y si bien es cierto que cada vez que había un cambio de gestión ejecutiva a nivel nacional la cúpula de la agencia era removida y puesta una nueva en su lugar, esta vez la guillotina había bajado demasiado. Absolutamente todos los cargos políticos fueron removidos, pero además, como dije, fueron pasados a disponibilidad todos los cuadros técnicos de las segundas y terceras líneas. En la apariencia la agencia había sido reestructurada; en la práctica había quedado acéfala y en el medio de una batalla que prometía ser cruenta.

Las luchas intestinas, lo dije, no demoraron.

No cuento con el tiempo necesario para explayarme en lo pormenores de esas disputas. Sólo quiero que se comprenda por qué nuestra misión se prolongó tanto tiempo. Amén de ello, fue resultado de esas luchas internas las que determinaron la naturaleza de nuestro séptimo trabajo. Y de nuestra caída.

Durante todos los años en la universidad cada uno de nosotros se fue asentando, construyendo, sin quererlo, pero inevitablemente, un sitio cómodo, familiar. Las personas con las que nos rodeábamos, nuestros compañeros de militancia, hacían sencilla esa familiaridad, esa comodidad. Rodearnos de personas inteligentes, trasparentes, idealistas, fue penetrando en nosotros casi hasta hacernos olvidar nuestra misión. Al no recibir instrucciones, y sin saber cuándo la agencia volvería a reparar en nosotros, comenzamos, poco a poco, a volvernos el personaje que interpretábamos. Eventualmente nos hicimos amigos de nuestros amigos, comenzamos a confundir nuestras instrucciones con nuestra vida cotidiana, con nuestra militancia, con nuestro mañana y, peor aún, con nuestro pasado mañana. Al desmembrarse la agencia las oficinas encubiertas fueron desmanteladas, por lo que yo dejé de acudir a nuestras oficinas, y no tuve más necesidad de simular un trabajo que no tenía. Ese tiempo lo dediqué a la militancia y a recibirme, cosa que finalmente hice: me recibí de licenciado en filosofía.

El resto del equipo también se fundió en su papel. Mi hermano y Gonzalo se fueron acercando tanto a El Andén a través mío que se volvieron también militantes del proyecto que ese espacio generaba. Ambos se recibieron: mi hermano de contador público; Gonzalo de licenciado en ciencia económicas; durante todo ese tiempo estuvieron cerca nuestro.

El camino que tomó García fue diferente y mucho más peligroso: con tanto tiempo disponible al principio, formó su propio grupo de amigos, a los que fue conociendo en bares y rincones. Eventualmente su pasado y una vida sin controles externos fueron demasiado para él y volvió al consumo, primero esporádicamente, luego con cierta regularidad; finalmente su consumo se volvió diario e inmanejable. Gran parte, o toda la responsabilidad de ese descenso, fue mía. Siempre supe las condiciones en las que García se encontraba cuando decidí que integrara mi equipo; sabía que necesitaba estar pendiente de él para ayudarlo y que siguiera siendo un agente útil; sabía que él necesitaba mi apoyo y control para mantenerse sobrio. En un principio cumplí. Luego, con la dilación de la misión, con la acefalía de la agencia, con la comodidad de una vida agradable en una misión que parecía cada vez más un espejismo, me fui olvidando de mi amigo, dejándolo a su suerte y a su pasado. Era imposible que García no cayera sin mí. Yo lo sabía y aún así no hice nada.

“Mañana” es la excusa más perversa que tiene el ser humano.

Horacio, con el paso del tiempo, se volvió definitivamente un ermitaño. Cuando nuestras comunicaciones dejaron de ser regulares y la misión dejó de estar presente en nuestra cotidianeidad, todos dejamos, paulatinamente, de tener contacto con él y él dejó de tener contacto con el mundo. Sus días se pasaban entre lecturas infinitas, entre cálculos matemáticos y programaciones incomprensibles para nosotros. Con el tiempo dejó de bañarse, de cortarse el pelo, de salir de su departamento. Las compras se la llevaban a su puerta y el resto de los asuntos de lo cotidiano lo resolvía por internet. El único de nosotros que cada tanto lo visitaba era García, y sus visitas siempre, siempre, eran para pedirle dinero. No lo he dicho pero lo digo ahora: la agencia siempre nos pagaba el sueldo puntualmente. (Ningún gobierno quiere tener a sus agentes de inteligencia enojados). En nuestras cuentas bancarias siempre estaba, el primero del mes, los sueldos depositados. Y salvo a García, a todos el dinero nos alcanzaba con holgura. A Horacio lo volví a ver cuando un sector de la agencia decidió volverse nuevamente operativo y fuimos asignados a nuestra séptima misión. Seguía siendo un sujeto brillante en lo suyo, pero era ya un hombre roto.

Luego de que muchos militantes de El Andén nos recibiéramos de nuestras respectivas carreras, la organización decidió dar el paso natural que se presentaba en esas circunstancias: formar una organización política de corte territorial, en principio en la ciudad de Córdoba, pero con aspiraciones provinciales. Mi hermano y Gonzalo fueron parte desde un principio de ese proyecto; García era lo que llamábamos “periferia orgánica”: no era parte formal de la organización, pero estaba regularmente en nuestras actividades y sobre todo en nuestras fiestas.

En lo ideológico mi hermano, Gonzalo y yo habíamos hecho simbiosis con el resto de nuestros compañeros. Dos motivos justificaron esa circunstancia: primero porque es muy difícil resistirse a la pasión genuina de mucha gente durante mucho tiempo sin ser mellado por esa pasión. Y segundo, porque en parte, tenían razón. Si el mundo funcionase de la forma en la que ellos creían que el mundo funcionaba, esto es, sólo políticamente, sus análisis y proyectos eran acertados. Sin embargo, ellos desconocían la existencia de actores centrales de poder, de corte nacional y transnacional, quienes en la balanza que finalmente definía la inclinación política y económica, eran determinantes. Poderes, digamos oscuros, tejían y tejen, desde detrás del escenario que muestra la política, los destinos finales hacia donde los gobiernos se dirigen. Agencias de inteligencia y corporaciones financieras y judiciales, nacionales e internacionales, trabajando desde siempre, sin importar los gobiernos, mancomunadamente, son actores pre políticos, por fuera de la política, que definen real y efectivamente el destino general de los países. No es la política lo que direcciona el mundo, son poderes invisibles los que lo hacen. No considerar a esos poderes en el análisis que se realiza sobre la coyuntura, es hacer un mal análisis y, por lo tanto, un análisis que lleva a una segura derrota.

Nada de esto podíamos decirlo sin comprometer nuestra ya casi inexistente misión, pero sobre todo, sin comprometernos a nosotros mismos. Nuestras coartadas eran sólidas, y habíamos estado en la organización mucho tiempo, pero aún así, casi por un instinto natural, había ciertas cosas que nos cuidábamos de decir.

Naturalmente no éramos los únicos infiltrados en las organizaciones políticas universitarias. Un promedio alto de organizaciones independientes estaban permeadas, pero no las organizaciones de izquierda. Un tendería a pensar que la radicalización absurda de los posicionamientos políticos que las organizaciones de izquierda sostienen casi como dogmas católicos se debían a agentes que, llegando a niveles de conducción de esas organizaciones, extremaron hasta el ridículo ciertas posicione, para así volver a esas organizaciones marginales, irrelevantes, caricaturescas. Pero lo cierto es que esto no sucedía. Eran, y son, posicionamientos genuinos, posicionamientos a los que llegaron luego de uno vaya a saber qué misteriosos desvaríos mentales. Para cualquier observador relativamente atento es evidente que esa lógica jamás va a operar un cambio real en el mundo, tanto, que es increíble cómo sujetos que se pretenden pensantes pudieran defender aquello. Lo cierto es que esas estructuras políticas no difieren demasiado de las estructuras que se sostienen en base a los dogmas de la fe; para ambos sus ideas son verdades reveladas, verdades que no necesitan justificación y que por lo tanto no pueden ser cuestionadas. Tienen, sin embargo, una diferencia esencial en lo epistemológico: mientras que los dogmas de la fe son evidentemente falsos, la izquierda tiene razón: su cuerpo central de ideas, principalmente la idea de plusvalía,
aciertan en la forma en la que describen y explican el funcionamiento del mundo moderno. Pero de nada sirve tener teóricamente razón si a esa razón se la defiende como si las coyunturas fuesen las mismas en todo tiempo y lugar. Paradójicamente, es la iglesia, institución que miente sin disimulo, una de las estructuras políticas que dirige el mundo, mientras que la izquierda, quien acierta, no juega ningún papel en la dirección de los acontecimientos. Y aún así, sabiendo sólo fallar, no atinan a cambiar, nunca, de estrategia. Einstein decía que la locura era hacer dos veces lo mismo esperando resultados diferentes. Y ellos sólo sabían, y saben, hacer lo mismo. Una y otra y otra y otra vez.

Como dije, prácticamente todas las organizaciones con proyección política real estaban infiltradas; las organizaciones de La Bisagra y la JP con una importante cantidad de agentes; Franja Morada en cambio apenas con uno o dos, dependiendo de la época. Las organizaciones independientes eran infiltradas sólo si desde la conducción de la agencia se hubiese evaluado que representaban un potencial foco disruptivo peligroso, presente o futuro.

Y a pesar de saber que en la política universitaria existíamos varios infiltrados, no nos conocíamos entre nosotros, justamente para preservar nuestra seguridad en caso de que alguno fuera descubierto.

Luego de los largos siete años que llevaba nuestra misión, de repente, sin anuncio (como prefería la agencia casi siempre), fui convocado por quien había sido designado como director general de operaciones: un agente de vasta trayectoria y cuestionables métodos, a quien no habían podido pasar a disponibilidad en la reestructuración realizada años antes, a causa de, supongo, la cantidad de información sensible que poseía. Esta persona, que llamaré Señor S., hizo contacto conmigo una mañana cualquiera, de un día cualquiera, de una forma muy particular.

EL SEÑOR S.

Estaba yo caminando hacia la Universidad para asistir a una reunión con candidatos al rectorado que desde El Andén estábamos apoyando, cuando se paró frente a mí una persona vestida como un hombre de negro: saco negro, pantalones y zapatos negros, corbata negra y camisa blanca. Anteojos naturalmente negros. Intenté esquivarlo, pero sospechando que ese individuo no era cualquier individuo. Al pasar por su lado me llamó por mi nombre real. En ese instante comprendí que la agencia había vuelto a ser operacional desde lo territorial, y que ese hombre no podía ser otra cosa que quien, a partir de ese momento, iba a dirigir mi vida. Me detuve en seco, sorprendido, anonadado y también un poco resignado. Estaba a gusto con mi nueva vida, me había hecho amigo de mis compañeros, creía en su proyecto, todo lo que pasaba en mi vida me parecía renovado, justificado, entendible, apreciable.

  • Necesito que hablemos – me dijo cuando había acaparado mi atención y mi sorpresa.
  • ¿Lo conozco? – pregunté por los viejos hábitos del disimulo.
  • No. Pero vas a conocerme. Necesito que hablemos, en privado – y ese “en privado” sonó definitivo.
  • Estoy yendo a una reunión a la que no puedo faltar sin que sea extraño – le dije, reconociendo, en esa respuesta, todo lo que esa presencia implicaba.
  • Por supuesto. No ahora. Esta noche – me dijo mientras me alargaba una tarjeta blanca con un número de teléfono impreso en negro. La característica era de los Estados Unidos – Te busco a las 10 de la noche por Cañada y Laprida. Sé puntual.

“Nos vemos” me dijo mientras se daba media vuelta y se iba silbando “Adiós Nonino” de Piazzola. Escondiendo el impacto que ese encuentro me había causado, seguí mi camino como si nada, aunque por dentro sentía unas ganas tremendas de llorar.

Puede parecer extraño que un agente de mi nivel dentro de la agencia pueda sentirse afectado por emociones del tipo que me afectaron aquel día, pero como dije antes en este relato, ninguna “insensibilización” a la que pudiera someterse a cualquier agente era definitoria. Siete años de una vida agradable, interesante y desafiante podía penetrar en cualquier agente, incluso en uno de mi jerarquía. Siempre supe que esa vida no iba a durar para siempre, pero lo cierto es que no quería que acabara. Incluso con el paso del tiempo llegué a creer, guiado mucho más por mis deseos que por los datos fácticos, que quizás quedaría olvidado para siempre en esa forma de vida, que allí estaba estancado a partir de la acefalía de la agencia, que quizás los nuevos mandos triunfantes en la interna prescindirían de las capacidades operativas de viejos agentes territoriales y los mantendrían en un letargo eterno. Por supuesto que eran deseos más que posibilidades reales; era evidente que en algún momento, luego de la normalización, todos seríamos convocados nuevamente. Y eso era lo que estaba pasando ahora.

A las 10 en punto llegué a la esquina indicada, y quince segundos después un auto negro frenó delante de mí. El Sr. S. manejaba. Me saludó por mi nombre y me dijo que subiera.

Yo subí.

El auto era un Renault Fluence que olía a una mezcla entre auto recién lavado y a tabaco negro, amargo. Sonaba un disco de Pink Floyd. El Sr. S. estaba vestido casual, sin el traje imponente de esa mañana. Usaba anteojos.

Durante el recorrido no dijo nada y yo no pregunté nada. Manejó en silencio hacia un mirador del Parque Sarmiento y estacionó. Un par de parejas estaban besándose, distanciadas entre ellas. Frenó el auto al medio de ambas parejas que ni siquiera notaron nuestra llegada. El tránsito a esa hora en Nueva Córdoba era fluido. “Dale, bajemos” me dijo.

Caminó hacia la baranda del mirador y se apoyó. Al frente había edificios y una linda vista. Sacó de su saco sport una petaca de un wishky muy caro y la abrió. Dio un sorbo. Luego otro, y me la pasó. “Tomate un trago” me dijo, “te va a hacer falta”.

Por supuesto que tomé.

Luego de un rato de silencio observando los edificios que se alzaban al frente me dijo:

  • Mi nombre es Sr. S., soy el director general de operaciones de la agencia, y como seguro imaginás estoy acá porque las cosas adentro de la agencia cambiaron y van a seguir cambiando. Lo que creas que sabés de la interna que hay en la agencia me importa una mierda; vos sos un agente y como agente debés responder a los mandos directivos y punto – dijo y luego prendió un parisiens -. De todas formas, por respeto a tu trayectoria, y por el trabajo que te vamos a ordenar que hagas te voy a decir que las cosas están jodidas. Nos querían borrar, bah, nos quieren borrar, sacarnos del mapa y jubilarnos como si nosotros fuéramos unos viejos chotos que no manejamos nada, que no sabemos nada. Estos hijos de puta. Pero una mierda nos van a sacar. Esto es una guerra, y si queremos ganarla vamos a tener que pelear, y pelear en serio.

Yo lo miraba en silencio, con la petaca en la mano. Él seguía fumando.

No estaba enojado: describía la situación, con insultos y todo, como una descripción evidente, como si estuviera diciendo en voz alta el color de los autos que pasaban al frente.

Después de un silencio que estoy seguro que fue calculado, dijo.

  • Mirá, es así: los nuevos, los caídos de la política, los inoperantes esos quieren cambiar todo y a todos. Creen que pueden corrernos sin que digamos nada, después de todas las cosas que la agencia hizo por este país. Quieren hacer un borrón y cuenta nueva. Dicen que en la agencia había muchas cosas turbias y que quieren hacerla más transparente. ¡Una insensatez! ¡Primero nos piden que nos metamos en la mierda para que las cosas funcionen y ahora nos dicen que tenemos mucho olor a mierda! No, inaceptable –dijo mientras negaba con la cabeza-. Pero eso no va a pasar. No vamos a dejar que estos estúpidos nos manejen como se les ocurra.

Hizo otra pausa y en ese momento le sonó el teléfono. Miró la pantalla y con la otra mano me dijo que esperar un momento. Atendió mientras se alejaba lo suficiente de mí como para que no escuchara lo que hablaba.

Mi mente trabajaba a toda su capacidad para decodificar lo que me estaba diciendo, lo que quería decirme, pero sobre todo lo que no me estaba diciendo. Pero estaba fuera de ejercicio. Tenía el recurso de la discusión política ahora, pero como dije, los argumentos sólo pesan dentro de las paredes de la universidad; fuera de ella lo que pesan son los tanques, o los cargos, que para el caso son lo mismo. Y en este momento, en este lugar, sólo el Sr. S. contaba con tanques.

No me sentía identificado con él, lo veía como ajeno, como esa parte de la agencia que estaba rancia, que estaba contaminada, que ya no servía, esa parte de la agencia demasiado interesada en los vaivenes políticos. Pero aún así tenía en su seguridad un cierto aire seductor, lo que en el fondo te hacía dudar sobre si querías que tenga o no razón.

Nos iba a encomendar una nueva misión, lo había dicho, y por todo el preámbulo que había hecho, que no era propio de un director de operaciones frente a un agente de campo, era una misión importante.

No puedo decir ahora qué pesaba más en mí: si la emoción de una operación de peso que nos posicionara nuevamente en la agencia como el equipo que yo sabía que éramos, o el desencanto de pensar que tenía que abandonar mi vida de los últimos siete años, que era, valga decirlo, toda mi vida ahora.

Sin embargo esa duda quedó saldada al instante.

Luego de un par de minutos, volvió. Me dijo:

  • Mirá, van a ser asignados a una misión de un par de semanas, y después vuelven a su misión actual, a esta misioncita de mierda de universitarios, hasta que sean evaluadas las repercusiones y las nuevas necesidades de la agencia. A partir de ahora vas a responder sólo a mí, a nadie más. El número que te di a la mañana es mi teléfono privado, todas las órdenes te las voy a dar yo directamente y todos tus contactos por esta misión los vas a hacer conmigo. ¿Entendés? No vas a discutir con nadie los aspectos operativos de la misión, y mucho menos su naturaleza. Las preguntas, a mí, los informes a mí, las órdenes sólo las doy yo. ¿Está claro?
  • Está claro – le dije.
  • Perfecto, en dos días quiero que viajes a Buenos Aires para que te ponga al tanto de las cuestiones operativas de la misión, y ahí vamos a evaluar recursos y la logística. Van a trabajar con dos equipos más que vas a conocer dentro de dos días y ahí determinar las líneas operativas del caso. Vos vas a estar al frente de los tres grupos, asique de vos va a depender el éxito de la misión. Espero que entiendas la importancia de esto.
  • Entiendo – le dije.
  • Perfecto. Nos vemos en Buenos Aires en un par de días. Te va a llegar a tu correo los pasajes y te vamos a acreditar guita para los viáticos – dijo dando por terminada nuestra reunión.

Mientras se daba vuelta para ir a su auto con evidentes intenciones de dejarme ahí, en ese mirador y en esa inquietud, le pregunté:

  • ¿No me puede adelantar algo de la naturaleza de la misión?
  • Sí – me dijo -: tienen que asesinar a un fiscal.

SEPTIMA MISIÓN

Luego de ese encuentro tuve diversas sensaciones encontradas. Por una parte, como dije, sentía nuevamente la emoción del volver a las primeras planas de los trabajos de la agencia. Era evidente que este trabajo implicaba una jugada de ajedrez de relevancia en la partida que la agencia estaba jugando con otros factores de poder. Ser el equipo elegido para esa movida arriesgada me llenaba de orgullo y de emoción. Renacía en mí mi sentido del deber. Por otra parte, nuevos horizontes en la agencia implicaban cambios en las operaciones, por lo que, más allá de que íbamos a continuar durante un tiempo en la universidad, ese camino tenía un final anunciado e inevitable, más tarde o más temprano. El peso de esa inevitabilidad me agobiaba, pero creo que significaba más para mí la posibilidad de volver a las ligas mayores de la agencia. Además, saber que todo iba a terminar fue, más que el pesar por abandonar mi vida universitaria y cómoda, la tranquilidad de que el final ya había acaecido. Las dudas se disipaban. Lo esperado finalmente acontecía.

Y casi siempre lo que imaginamos que va a pasar es mucho más grave que lo que efectivamente pasa.

Al mismo tiempo estaba preocupado por la capacidad operativa de mi equipo. Tantos años fuera del territorio real, aggiornándonos a una vida sin peligros ni desafíos había vuelto a nuestro equipo flojo y endeble. Horacio, como dije, estaba aislado del mundo, recluido en un departamento del que no salía, resolviendo problemas matemáticos irresolubles. García se había vuelto definitivamente un cocainómano; la capacidad física que le había permitido soportar durante tanto tiempo excesos sin perder su agilidad ni su fuerza lo había abandonado. Ahora era sólo un drogadicto que amanecía para visitar al dealer y la proveeduría de alcohol. Mi hermano y Gonzalo estaban demasiado empapados de su nueva vida, preocupados más por novias eventuales y por fiestas recurrentes que por cualquier otra cosa; se habían vuelto dos universitarios reales. Yo por mi parte me había convertido en un alcohólico que coqueteaba demasiado regularmente con las drogas, ajeno desde hace tiempo a los problemas habituales de nuestro trabajo, así como a cualquier aspecto de la agencia. Para todos nosotros la agencia era prácticamente parte de nuestro pasado, una presencia que se había difuminado tanto hasta casi desaparecer, como un fantasma o un recuerdo que por lo viejo, tiende a deformarse. Pero como suele suceder con el maldito pasado, siempre se empeña en volver.

Y esta vez había vuelto con cara de asesinato.

Pasé los dos días siguientes recluido de todos y de todo. Simulé un malestar que no tenía y me tomé ese tiempo para limpiar un poco mi organismo y para pensar sobre lo que iba a significar en la vida de todos nosotros nuestra nueva misión. No sentía ningún prurito con la naturaleza de la misión, no me incomodaba el tener que asesinar a nadie si desde la dirección de la agencia nos aseguraban que era necesario. Pero necesitaba pensar y asimilar que, de repente, en un instante, me había vuelto nuevamente un soldado de la agencia.

Sin embargo, y por alguna razón que no llegaba a comprender del todo, la imagen del Sr. S. me incomodaba de una manera en la que no podía especificar. No dudaba de su autoridad, ya que él no era nuevo en la agencia. Si bien yo nunca lo había conocido personalmente, era una especie de mito, un fantasma que movía los hilos de la agencia desde hace tiempo. Todos lo sabíamos. Y el hecho de que haya viajado a Córdoba, me haya buscado como me buscó y haya tomado tiempo de su tiempo para reunirse conmigo, envolvían a esta misión en un halo de misterio en el que no podía, por el momento, penetrar. Con el tiempo lo hice, cuando por supuesto ya era demasiado tarde.

A los dos días viajé a Buenos Aires. Como estaba pactado, nadie me esperó en el aeropuerto. Tomé un taxi al hotel asignado, me bañé, me cambié y me dirigí a las oficinas operativas de la agencia. (Luego supe que el Sr. S. trabajaba siempre en esas oficinas y nunca en las oficinas oficiales de la agencia, las que eran de conocimiento público y, por lo tanto, siempre expuestas a fotógrafos y periodistas; la vida real de la agencia nunca pasaba por sus edificios oficiales). Era una casona antigua ubicada en la calle Defensa del barrio de San Telmo, con una fachada descuidada y sin ningún guardia aparente. Llamé con el toque que identificaba a los agentes dependiendo de su rango y la puerta se abrió. Para mi sorpresa (que disimulé o que traté de disimular) quien abrió fue el propio Sr. S.

  • Vení, pasá, te estábamos esperando – me dijo con un cigarrillo negro en una de sus manos.

Caminamos por un pasillo angosto y descuidado como toda la casa. Tenía un techo demasiado alto y a lo largo del pasillo había colgados cuadros espantosos de artistas mediocres que en vez de hacer arte decidieron pintar jarrones fuera de escala y caballos mal deformes. Al final del pasillo había una puerta de madera imponente, que daba a una sala de reuniones con una mesa de algarrobo muy extensa al medio, muchas sillas y mucho olor a café y a cigarrillos. Entramos.

En la habitación había tres personas, cuatro conmigo: el Sr. S., dos hombres de alrededor de cincuenta años cada uno, gordos y con traje y bigotes ambos, y yo. Sin presentarnos, el Sr. S. se sentó en la cabecera de la mesa, me indicó una silla para sentarme (los dos gordos con bigotes ya estaban sentados) y tomó la palabra.

  • Lo que vamos a hablar en esta habitación va a quedar reservado para siempre para nosotros cuatro y para los miembros de sus respectivos equipos. Cualquier filtración de la información que vamos a dar, así como de la naturaleza de esta misión, va a ser castigada con fuerza y determinación. Con mucha fuerza y mucha determinación, ¿no sé si me explico?

Los dos gordos asintieron mientras sonreían. Se los veía satisfechos. Parecían dos morsas a las que les estaban por dar de comer sus pescados podridos mientras ellas hacían aplaudir sus aletas.

El Sr. S. buscó dentro del maletín que siempre había tenido al lado de su silla y sacó tres fotografías, las que nos entregó una a cada uno en silencio. Era la foto de un fiscal de la nación, muy conocido en esa época por ser la cara visible de la denuncia contra una la más alta funcionaria del ejecutivo nacional. Todo el mundo que haya leído un diario en las últimas semanas era capaz de identificar a ese fiscal.

Aunque no lo demostré, estaba sorprendido.

  • Lo tenemos que hacer boleta – dijo el Sr. S. y yo sentía que me hablaba exclusivamente a mí.

Los gordos nuevamente se rieron y asintieron, esperado otra vez su ración podrida de pescado. Me daban asco.

El Sr. S. habló de nuevo.

  • Tiene que ser un trabajo limpio, prolijo, perfecto. Imaginan que esto va a tener una repercusión impresionante, acá y afuera, porque este muchacho tiene más contactos en la embajada yanqui que la presidente, así que tenemos que ser quirúrgicos como un cirujano. Por supuesto esperamos que varios periodistas y políticos vayan a tratar de asociar a la agencia con lo que va a pasar, por eso no tenemos que dejar ninguna vinculación posible con nosotros. Ninguna.

Las dos morsas parecían exultantes y a esa altura ya me daban nauseas.

Yo sabía que la agencia operaba en determinadas situaciones políticas para modificar o afianzar el curso de ciertos acontecimientos, pero una misión de esta naturaleza significaba mucho más que sembrar drogas a un dirigente sindical o sacarle fotos a un dirigente de algún club de futbol para extorsionarlo: esto definitivamente iba a trastocar el status quo de la plana política mayor del país, y para mayor relevancia, era una actitud que se dirigía directamente contra el ejecutivo nacional en ejercicio. Era la declaración de guerra definitiva de la agencia contra el gobierno nacional, al cual, en teoría, nosotros debíamos defender.

Era cierto que el fiscal era indisimulablemente corrupto. Tenía miles de dólares en paraísos fiscales, cuentas en varios países a nombre de sus familiares y sus empleados por millones, bienes suntuosos que no podía jamás justificar con su sueldo, y para colmo de males, utilizaba el dinero de la fiscalía para viajar con prostitutas vip por el mundo, descaradamente y sin ningún tipo de disimulo. Sumado a eso, les pedía “retornos” del sueldo de los trabajadores que estaban bajo su órbita. Un sujeto detestable e indefendible por donde se lo mirara, el que además tenía una estima muy pobre por la verdad. Un sujeto inescrupuloso con un poder que no merecía ni que sabía manejar. La perfecta representación de un mono con navaja, básico y utilizable.

Pero no era por eso por lo que estaba ahora en el ojo de la agencia (y en especial del Sr. S., que luego sabríamos que había trabajado brindando informes de inteligencia a este mismo fiscal), sino por una denuncia absurda que estaba llevando adelante contra la mayor dirigente política de peso en el país. Este fiscal, de la mano de las corporaciones de poder real de Argentina y del extranjero, habían inventado una causa para denunciar a esta dirigente, plagada de informes falsos, de información tergiversada y de mentiras evidentes, la que tenía que presentar en el Congreso de la nación, y a partir de la cual se iba a solicitar el juicio político de la dirigente en cuestión. Lo cierto es que este informe, esta denuncia, era tan indefendible e impresentable como el propio fiscal. Cualquier persona que se hubiera tomado el tiempo de leer la acusación y tuviera medio dedo de frente, la encontraría absurda, prácticamente una novela de ciencia ficción. A pesar de esto, era presentada por los medios de comunicación como una verdad revelada, como una obviedad, como un dogma. Ellos saben que si le repites a la masa todos los días, a través de todos los medios y de todas las formas posibles y con argumentos coordinados, que la tierra es plana, sólo es cuestión de tiempo para que el terraplanismo sea la nueva creencia mayoritaria. Con tal perspectiva es que esperaban que, a partir de esta denuncia, de los supuestos en esta denuncia, quedara comprobada sin posibilidad de duda, la culpabilidad de la política en cuestión. Pero para que eso sucediera, la denuncia real, nunca debía ser presentada ante la sociedad: los argumentos no debían presentarse, sólo los dogmas.

Y es por esto que la agencia iba a matar al fiscal: para que esa denuncia absurda nunca se presente, para que se mantenga como una verdad inmaculada a partir de su desconocimiento, y a la vez para dejar trascender que era esta propia dirigente quien había actuado respecto de la muerte del fiscal. El fiscal iba a morir para que la dirigente sea señalada como la responsable.

La agencia no tenía ningún problema con el fiscal, con quien trabajaban recurrentemente en turbios acuerdos, sino con la dirigente en cuestión. El fiscal iba a ser un daño colateral en la guerra sin cuartel que, a partir de su muerte, la agencia le declaraba al gobierno nacional.

Una de las morsas preguntó sin dejar de sonreír:

  • ¿Y cuándo va a ser?
  • Por una cuestión de impacto político, tiene que ser un día antes de la presentación de la denuncia en el congreso – dijo el Sr. S. – Y tiene que ser en su departamento – Y luego de un momento agregó – Y por sobre todas las cosas, tiene que parecer un suicidio.

Yo no entendía de qué mierda se reían esas morsas; esperaba en efecto que el Sr. S. sacara un balde de debajo de la mesa y les tirara pescados podridos para ver como aplaudían con sus aletas de morsas.

Sin salir de mi sorpresa, pero pensado que tenía que decir algo, dije:

  • La presentación es en tres semanas.
  • En efecto – dijo el Sr. S. – En dos semanas y seis días el señor fiscal de la nación se tiene que suicidar en su departamento. Y es un acontecimiento que ustedes tres y sus equipos de trabajo tienen que garantizar.

Hasta hoy no comprendo cómo fue que el Sr. S. no notó mi desconcierto absoluto en ese momento. O quizás sí lo notó. Yo estaba impactado, confundido, sintiendo que entraba en una guerra que no comprendía del todo, contra enemigos que hasta hace cinco minutos sentía como mis superiores y que implicarían cambios fundamentales en el país. No sabía si la agencia debía tener esa capacidad de incidencia, la capacidad que te lleva a voltear gobiernos.

Sin notar mis turbaciones (o a pesar de notarlas), el Sr. S. agregó, dirigiéndose directamente a mí:

  • Y vos vas a estar a cargo de la operación.

No cuento con los recursos literarios para explicar con suficiente transparencia la cara que las morsas pusieron cuando el Sr. S. dijo esto. Fue una cara primero de asombro, luego de incredulidad, luego de sorpresa, para terminar siendo una cara que mezclaba bronca y odio, toda esa secuencia en breves segundos. Pasaron de ser morsas sonrientes esperando sus pescados podridos dispuestos a aplaudir para cualquier público absurdo, a dos diablos con el odio en su mirada, con el odio en la mirada que sólo saben tener los policías y los agentes de inteligencia.

Una de las morsas intentó una protesta:

– ¿Cómo? ¿Este pendejo? ¿A cargo? Pero cómo puede s…

El Sr. S. lo cortó en seco con un fuerte golpe en la mesa y diciendo a los gritos mientras se levantaba de su silla como eyectado:

  • ¡Pero cállate la boca la reconcha de tu madre, pelotudo y la puta que te remil parió! ¡Forro! ¡Inútil, pelotudo de mierda! – gritaba mientras escupía saliva – ¡Vos sos un inútil, un pelotudo atómico, un inoperante! ¡Y vos también! – dijo mirando a la morsa que se había quedado callada y asustada por la reacción del Sr. S.- ¡Ustedes son dos inservibles, dos pajeros, dos viejos inútiles que no pueden hacer una mierda bien! ¡Están acá porque no les queda nada más que esto, porque no sirven para nada, ni para esto! ¡Así que cierren el orto ya mismo!

Luego de decir esto, se calló un instante, se sentó nuevamente y se serenó, como si nada de ese momento incómodo y acusatorio hubiera sucedido. Respiró hondo y recobrando su calma de siempre, su andar caballeresco, la parsimonia característica de los que están a cargo, dijo con una calma propia de un monje budista:

  • Y la próxima vez que me cuestionen, los hago matar a los dos.

Y con la misma calma, mirándome me dijo:

  • Te vas a quedar diecisiete días más en córdoba y vas a organizar todo para que vos y tu equipo se ausenten de ahí por un par de días. Inventá algo, un viaje, un casamiento, cualquier boludés, pero no a Buenos Aires, lejos. Que no haya vinculación entre ustedes y esta ciudad mientras en fiscal se suicida. Dentro de diecisiete días vos y tu equipo se vienen a Buenos Aires, delineamos el operativo y un día antes de la presentación de la denuncia lo suicidamos. Vas a contar con el apoyo logístico de estos dos pelotudos – dijo señalando a las morsas- y de sus equipos. Vos vas a estar a cargo de todo. Pensá en qué vas a necesitar. Yo te voy a proveer de los planos, las condiciones de la seguridad, y vamos a tener un acceso limpio al departamento. Eso está garantizado. Avisame si vas a necesitar algo antes.
  • Me tomé un segundo para pensar. Luego de un momento, dije:
  • Sí. No quiero trabajar con ellos – le contesté mientras señalaba a las morsas – Prefiero que mi equipo trabaje solo.

El Sr. S. no se tomó ni siquiera un momento para meditar la respuesta. Como si hubiese estado esperando que le dijera eso, me contestó:

  • Sí, tenés razón. Estos dos idiotas van a hacer que todo salga para la mierda. Olvidate, a estos no los ves más. Voy a tener un par de agentes sueltos para que se sumen y un tercero que ya tenemos infiltrado, pero de eso te voy a poner al tanto cuando vengas con tu equipo. No vemos en diecisiete días – dijo mientras se levantaba de su silla, dando por terminada la reunión.

A las morsas ni siquiera las miró.

Volví a Córdoba apesadumbrado por lo que iba a implicar políticamente la misión en mi país, por las repercusiones, por las derivaciones; iba a ser un acontecimiento importante en el escenario político, acontecimiento del cual no podían preverse las consecuencias, ni con precisión ni

con claridad. Luego del acto podía pasar cualquier cosa: con un buen apoyo de los grandes medios (apoyo con el que desde luego la agencia contaba) incluso podía significar la caída del ejecutivo nacional y a partir de allí, un escenario impredecible. Mal manejado podía implicar la disolución de la agencia o su transformación en otra cosa con menos poder y capacidad de incidencia. Y mucho peor manejado podía significar incluso la cárcel para mí y mi equipo. Esto era una guerra, como había dicho el Sr. S., y era una guerra contra el gobierno nacional: si perdíamos la guerra, si afrontábamos mal nuestras batallas, si dejábamos cabos sueltos, significaba la ruina de todos nosotros. Yo lo sabía. El Sr. S. lo sabía. Las morsas incluso lo sabían.

Pero nadie lo decía.

Pero, en cambio, si salía bien, si el gobierno caía, la agencia se iba a convertir en la estructura con mayor poder del país. Y nosotros, ahí adentro, reyes.

Dicen que no hay nada más seductor y adictivo que el poder, o la promesa de poder.

Yo creo que es cierto.

Llegué al aeropuerto después del media día, pero decidí tomarme el resto del día para pensar. Ya tenía la mayoría de la información respecto de la operación (faltaban detalles operativos, que no hacen a la esencia de lo que iba a pasar), por lo que el cuadro en mi cabeza estaba completo. Conocía la identidad del fiscal (todo el país la conocía), conocía la fecha, el motivo y podía realizar especulaciones coherentes sobre la consecuencia de su asesinato. Todo eso era más que suficiente.

Cualquier persona con una elemental capacidad para realizar análisis políticos sabía (y desde luego la agencia contaba con esto) que una parte importante de la sociedad nunca iba a creer que el fiscal se había suicidado. Y si a eso se le sumaba la campaña mediática alevosa a favor de la idea del asesinato que los medios de comunicación iban a emprender, el resultado estaba prácticamente garantizado. La agencia lo sabía. Naturalmente el beneficio de “suicidar” al fiscal para la agencia residía solamente en que la sociedad creyera que era la dirigente política a la que el fiscal iba a acusar la que lo había enviado a asesinar, con la intención de que pareciera un suicidio, y de esa forma frenar la acusación que se iba a llevar adelante en el Congreso de la Nación contra ella.

Yo sabía que si hacíamos bien nuestro trabajo y los medios de comunicación el suyo, íbamos a estar en una buena posición para ganar la batalla. Incluso si el gobierno no caía, al menos sí iba a quedar lo suficientemente debilitado como para verse obligado a negociar con la agencia en los términos en los que la agencia quería. Lo que era igual rendirse e ir a pedir clemencia a los ganadores.

Este escenario me daba cierta tranquilidad. Los servicios de inteligencia de un país, asociados con los medios de comunicación y apoyados por la opinión popular manipulada, operan una tríada prácticamente invencible. Las personas son una cosa extraña: están dispuestas a creer incluso en las ideas más absurdas sin con esa creencia logran sentirse parte de algo más grande que ellos. No importan los argumentos, ni las pruebas, ni la lógica: las masas sólo saben creer ciegamente, y mientras más ilógica sea la creencia, pareciera que tanto mejor. Es como si todos los ciegos y fanáticos irracionales, en un momento determinado hicieran una carrera para ver quién es capaz de creer más con menos argumentos. Darle una idea como ésta a un montón de gente con ganas de creer cualquier cosa para justificar el odio que no saben por qué tienen, era de una sencillez espeluznante. Es como prender un fósforo en el medio la pólvora.

Después de estar todo el día perdido entre estos pensamientos y análisis (y alguna botella), a las siete de la tarde le escribí a cada uno de los miembros del grupo: “Che, el otro día me olvidé de dejarte plata por los porrones. Los próximos los invito yo”. Todos sabíamos que ese mensaje significaba que algo había pasado y que en tres horas debíamos vernos en la casa segura de la agencia.

Tres horas después estábamos casi todos reunidos en un departamento operativo de la agencia, a la vuelta de la central de policía de la ciudad, sobre la calle Rosario de Santa Fe. Como estaba acordado mi hermano, Gonzalo y Horacio llegaron a tiempo, cada uno viniendo desde un punto cardinal distinto, con intervalos de cinco minutos. Y como también era esperable, García llegó una hora más tarde, bastante drogado. Y lo cierto es que yo a esa altura ya estaba un poco ebrio.

García estaba muy acelerado a causa de la cocaína y caminaba de un lado para el otro con una lata en la mano, mientras que mi hermano y Gonzalo estaban visiblemente preocupados. Horacio parecía ausente. Pienso ahora que ellos se habían acostumbrado como yo a la vida que llevábamos y que, también como yo, habían abrigado esperanzas de que las cosas permanecieran de esa manera. Y mi mensaje significaba que eso ya no era posible. Si en ese momento no lo noté, fue porque ya se había apoderado de mí la euforia que siempre antecede a los acontecimientos violentos, a los momentos definitivos, a las bisagras. Yo ya no pensaba en mi vida pasada, de estudiante, de militante, de cualquier joven mediocre; ahora pensaba de nuevo como un soldado al que le han encargado la misión más peligrosa y determinante de la guerra, la misión que iba a decidir el destino de todo y de todos. Me sentía como se debe haber sentido David mientras iba a enfrentarse con Goliat. Estaba decidido.

Pero también estaba preocupado. Muy.

Mi equipo era un desastre, era la imagen caricaturizada de un grupo que había sido el mejor, pero del que ya no quedaba rasgo alguno; nuestro pasado era brillante; nuestro presente, en cambio, daba pena.

Y aunque yo era plenamente consciente de ello, aun así estaba dispuesto a correr el riesgo. El premio era demasiado grande como para no arriesgarlo todo.

Fue, sin duda, la decisión más estúpida de mi vida. Fue esa decisión la que le costó la vida a todo mi equipo. Fue esa decisión la que en breve costará mi propia vida. Y está bien; no merezco seguir aquí si por mi ceguera todos mis amigos están ahora muertos.

Pero no nos adelantemos.

En ese momento confiaba en que iba a poder poner a mi equipo en forma en un par de semanas. Necesitábamos volver a enfocarnos, a concentrarnos, a pensar como los soldados que éramos, pensar para el trabajo, pensar con frialdad y analíticamente. Pensé que éramos recuperables; pensé que a todos el pasado los iba a venir a buscar para presentarse como un futuro lleno de promesas, así como había venido conmigo, como se me había aparecido a mí.

Les conté, con detalles, mis últimos días. Les conté cómo había aparecido el Sr. S, les conté de mi reunión en el parque, les conté mi viaje a Buenos Aires. Incluso les comenté mis especulaciones e hipótesis, el escenario que yo veía (el que, por otra parte, me parecía evidente), el probable desenlace, el éxito casi seguro. Y mientras les contaba todo eso, el silencio que nos acompañaba era descorazonador. Existen silencios que son horizontes, que son promesas, silencios que acompañan como bailando, como riendo, silencios que mientras duran son caricias que parecieran querer decirnos que todo está bien. Pero también hay silencios trágicos, silencios de derrota, silencios que anuncian la inminencia del desastre, del tornado, silencios que son el instante previo en el que todo se va a la mismísima mierda. Silencios descorazonadores.

Y el silencio durante mi relato era descorazonador.

Cuando hube terminado, el primero en hablar fue Gonzalo, y lo hizo con tranquilidad, con aplomo, con una seguridad que volvía a su argumento casi irrefutable. Lo dijo como si expresara la conclusión lógica de un silogismo categórico, sin margen de error.

  • Ustedes están locos. Están dementes.

No me lo esperaba. Para nada. Estaba tan emocionado con todo lo que estaba pasando que nunca pensé que mi equipo podía verlo de otra manera. Esperaba mi misma euforia en todos, pero esperaba mal. Ese debió ser el primer indicio que me pusiera en alerta en contra de mi propia lectura sobre lo que estaba pasando. Eso debió ser una alarma. Pero no lo fue. Y de ahí en adelante sólo supe tomar malas decisiones. Era evidente (ahora me parece evidente) que el plan del Sr. S. era descabellado, una barbaridad, pero en ese momento no lo veía así. Todos los seres humanos somos corruptibles, sólo hay que encontrar aquello por lo que entregarían su alma.

Hablé.

  • ¿Cómo locos? –le dije a Gonzalo – ¿No ves que esta es la oportunidad que tiene la agencia para volver a tomar el poder? ¿A decidir las cosas, el rumbo?
  • Están hablando de matar a un fiscal federal – dijo mi hermano llamándome por mi nombre – Me parece una locura. Pero además van a declararle la guerra al gobierno para el que nosotros en teoría trabajamos.
  • Culiado, vamos a terminar todos presos. Están re locos ustedes. Vos y ese demente del Sr. S. Nos van a hacer verga –dijo García mientras habría su cuarta lata.
  • A ver, piensen con claridad muchachos, piensen como soldados. Esta jugada es arriesgada, seguro, pero también si nos sale bien vamos a ser los autores del trabajo más importante en la historia de la agencia, vamos a ser dioses, héroes. Si esto sale bien volvemos al centro de todo – dije.

Hice silencio. Todos hicimos silencio. Yo esperaba que lo asimilaran, pero ellos parecían derrotados.

Horacio fue quien lo rompió; y lo que dijo fue como un terremoto, como la explosión de una bomba, como una trompada en la nariz.

  • Ustedes quieren hacer un golpe de estado.
  • Así dijo. Sereno. Tranquilo. Racional. Apolíneo, como era Horacio.

Un golpe de estado.

Era cierto.

La agencia quería hacer un golpe de estado.

Por supuesto que la transición iba a ser democrática y todo el proceso que se desencadenara, dentro de la constitución nacional (le renuncia o destitución, lo que sea que sucediera); pero estábamos hablando de voltear a un gobierno elegido por la voluntad popular y forzar uno nuevo, un gobierno con un signo favorable a la agencia.

Por supuesto que era un golpe de estado.

Yo no sabía qué decir. Tenía ganas de abrir una cerveza. Estaba enojado. Me parecía tan evidente que estábamos ante un escenario tan determinante en la historia, que me parecía absurdo que no todos vieran lo mismo.

Si era tan evidente.

Tan patente.

Tan claro.

Tan obvio.

En ese momento dejé de verlos como mí equipo. Veía un grupo de burguesitos acomodados en una vida mediocre olvidando que eran soldados. Que tenían una misión. Que estaban llamados a ocupar un papel determinante en la historia, aunque silencioso. A ocupar un papel central, aunque nadie nunca supiera su nombre, su rol; aunque su existencia sea ignorada por la propia historia.

Entendí que esos argumentos eran importantes para mí, no para ellos.

Antes de que pudiera intentar una defensa, Gonzalo habló.

  • Yo no estoy dispuesto a hacer un golpe de estado, no me jodan. Es una barbaridad que nos pidan esto. Una cosa es una cosa, pero otra es otra. –Y después de una pausa, dijo: – no es para estas cosas que nos metimos acá.

Cuando Gonzalo hubo dicho esto se hizo un silencio (descorazonador como los anteriores); García metía su mano en el bolsillo en un rincón de la habitación, buscando, lo sé, la bolsa que guardaba. Mi hermano estaba peleando entre sus ganas de darme la razón y sus ganas de que nada de lo que estaba pasando sea real. Horacio en cambio estaba como zen. En su silla, mirando el piso, con una templanza que parecía salida de una película de acción, parecía un monje budista buscando en los laberintos de su mente un camino que pudiera devolvernos a la unidad primigenia. Si no hubiera sido por lo que dijo en ese instante, yo sé que nuestro grupo hubiese rechazado la misión, y hubiese sido la primera vez en la historia de la agencia que algo así pasaba. Y estaríamos ahora todos presumiblemente vivos. Pero en cambio, Horacio habló.

Levantó la mirada como luego de haber descubierto la fórmula de la gravedad cuántica, y mirando a nadie, como hablándole al tiempo, a lo eterno, al infinito, dijo:

  • Puede funcionar.

Todos lo miramos sorprendidos, impactados. Cuando parecía que por primera vez un equipo iba a rechazar una misión (con el desastre que eso implicaba), Horacio abría una puerta al futuro, una puerta al desenlace, a la solución de la paradoja.

“Puede funcionar”, repitió, y recién ahí todos comprendimos que habíamos entendido bien la primera vez.

Como siguiendo con una discusión que tenía consigo mismo, dijo:

  • El asesinato del fiscal es una cosa sencilla. Y si los actores implicados desarrollan bien su papel, la misión tiene alrededor de un 88% de posibilidades de desenvolverse en los términos en los que la agencia plantea. Y aun cuando las dudas pudieran direccionarse a la agencia, un plan de contingencia medianamente decente puede evitar las consecuencias negativas para nuestra parte; – y luego de un silencio, aclaró: – pero nosotros somos el cabo suelto si algo sale mal, y por lo tanto, los que más vamos a perder si por el asesinato del fiscal se pone a la agencia en cuestionamiento. Si por esto se pone en tensión a la agencia, nosotros vamos a ser lo peones sacrificados para hacer control de daños.

Como poseído por una certeza, Gonzalo volvió a hablar:

  • A mí no me importa ser el cambio de una misión que sale mal, no me importa morirme incluso por algo en lo que creo; no es una cuestión de porcentajes de lo mal o lo bien que puede salir esto, a mí me asusta que pensemos que intentar un golpe de estado es algo que podemos hacer. Estamos hablando de interceder en el orden democrático de nuestro país, en voltear a un gobierno constitucional. Me parece que si hacemos esto es porque nos fuimos a la mierda. No somos nosotros los jueces de la democracia.

Yo era la cabeza de este grupo. Sabía que podía acusar a cualquiera de nosotros de ya no poder servir como agente operativo y que la agencia se iba a encargar de reemplazar al agente cuestionado. Yo era el juez en la vida de cada uno de los miembros de mi equipo. Ellos debían obedecerme o serían reemplazados. Era simple, pero en ese momento ya no parecía tan simple. Ellos eran mis amigos, mis hermanos, eran a los que había confiado mi vida los últimos muchos años. No pretendía imponerles la misión. Además, sabía que si un equipo no estaba convencido de su trabajo era muy probable que ese trabajo saliera mal.

Como leyendo mis cavilaciones, mi hermano salió, como siempre, en mi defensa, aunque a costa de la negación de su verdadera opinión:

  • No nos apuremos. No nos corresponde a nosotros elegir qué misión debemos llevar adelante. Si esta es la jugada que la agencia piensa que tenemos que hacer, entonces es la que tenemos que hacer. Y si encima “…” –y me llamó por mi nombre- cree que es el camino correcto en el momento histórico en el que vivimos, tenemos que pensar que es en función de un momento mejor. Yo no quería que esta vida se acabara, pero sabíamos que se iba a acabar, y quizás que tampoco sea tan así. Esta misión es un trabajo de un par de días, después volvemos a nuestra vida común, a nuestra vida de acá. – Y me miró; – ¿Después de este trabajo podemos pedir que nos dejen acá para siempre? Este trabajo, matar al fiscal, es gigante, es más grande que nosotros y que la propia agencia. Si hacemos esto, ¿podemos negociar nuestra salida de la agencia para vivir como se nos cante el orto?

No me lo esperaba. Era una hipótesis que estaba fuera del cuadro en el que yo pensaba. Asesinar al fiscal como pase de salida de nuestra vida de agentes, para comenzar a ser algo más, o algo menos. Estudiantes, trabajadores, militantes. Éramos jóvenes, podíamos tener la vida que quisiéramos por delante si nos dejaban salir sin trabas. Todos, excepto García, ya teníamos mucho dinero. Y todos, a nuestra manera, a la manera de la agencia, ya habíamos cumplido con la patria. Sé que para Gonzalo y para mi hermano era un escenario tentador. García estaba en el baño, tomando un saque. Para él todo lo que le sacara responsabilidad de encima era bienvenido: la hipótesis de mi hermano le iba a parecer genial. Horacio estaba inescrutable como siempre. No dijo nada. No pienso que él haya querido renunciar a su vida de agente. No tenía mucho más. Sin su trabajo de agente se volvería sin duda en un ermitaño moderno, un Zaratustra sin discípulos. Un genio loco. O sencillamente un loco para un mundo que jamás iba a poder comprenderlo. Como dije, no dijo nada. Ni a favor ni en contra.

Pero yo sabía que era una hipótesis absurda. Jamás la agencia nos iba a permitir irnos así como así luego de haber realizado el trabajo más importante y peligroso de la historia reciente de la agencia. Si hacíamos esto, íbamos a quedar atados para siempre. Íbamos a ser héroes para la agencia, pero también sus esclavos. Eso o íbamos a terminar todos muertos: luego de una misión así, nuestro silencio sólo podía medirse en lingotes y lingotes de oro. El hecho de que mis compañeros creyeran como posible ese escenario me demostraba lo alejados que estábamos de la realidad en la que la agencia nos hacía vivir.

Vuelto ya del baño, García, más exaltado que nunca y sin haber escuchado siquiera la conversación que estábamos teniendo, dijo casi a los gritos:

  • ¡De una, de una, de una! ¡Vamos a hacer bosta al culiado ese, loco! Ya fue. Hacemos esta zarpada misión y vamos a volvernos los más pijas de todos. Nos van a tener que pagar más guita después de esto, ¿o no? Viajamos, nos cargamos al tipo éste, y listo, pim, pum, pam.

No lo putié solamente porque su postura me servía. Debió llamarme la atención que la postura de una persona drogada al exceso fuese coincidente con la mía, pero lo cierto es que no lo hizo.

El escenario que veía en ese momento me presentaba sólo a Gonzalo como un obstáculo. Horacio estaba adentro. García también. A mi hermano iba a poder convencerlo de que pedir salir de la agencia luego del trabajo era un sinsentido. Pero me faltaba Gonzalo. Y no tenía tiempo. Debía salir de ese departamento con una postura definida, pero lo cierto es que no podía obligar a Gonzalo a hacer algo que no quería. En caso de no poder convencerlo, iba a tener que denunciarlo a la agencia y a pedir su inmediato reemplazo. Y para Gonzalo eso no iba a ser nada bueno, puesto que ya sabía los pormenores de una operación en la que el silencio de los participantes era un asunto central. Y para la agencia sólo podían conocer los detalles de cada operación únicamente los agentes que fueran a participar de ella, ya que, si por alguna razón decidían luego hablar, se iban a comprometer ellos mismos con sus palabras. Si Gonzalo mantenía su postura, su futuro iba a ser tan complicado como incierto.

Y sabía que sólo iba a poder hacerlo entrar en razón si hablaba a solas con él.

Haciendo una pausa en nuestra reunión, le pedía a García que me acompañara a la cocina. Cuando estuvimos solos le dije que necesitaba que se vaya, que en unos quince días viajábamos a Buenos Aires y que usara ese tiempo para desintoxicarse. “Si aparecés así en Buenos Aires te van a pegar una patada en el culo y vas a terminar internado. Andate de joda ahora, tomate lo que quieras, pero desde mañana, nada. Yo mañana o pasado te llamo y nos juntamos los dos, así hablamos bien”. Me dijo que sí, que más vale, que obvio que no iba a tomar nada y no sé qué sartas de mentiras más, sólo para poder irse lo más rápido posible para pasar por su dealer. La noche era joven aún.

La noche siempre es joven cuando uno busca un gramo más.

Sin salir de la cocina, y mientras García se iba del departamento, llamé a Horacio. “En quince días nos vamos a Buenos Aires. Averiguá todo lo que puedas del fiscal, su familia, sus chanchuyos, sus amantes, con qué se droga, en dónde esconde la guita que se chorea, con quién sale de joda. Averiguá todo lo que puedas. Y también fijate qué podés conseguir del Sr. S. Ese tipo tiene algo que no me cierra y quiero saber qué es. Ahora andá, en unos días te llamo así me comentás qué conseguiste”. No me contestó nada. Ni “bueno”, ni “sí”, ni “dale”, ni nada. Se dio vuelta y se fue. Salió del departamento sin siquiera mirar a los otros.

Ahora estábamos con Gonzalo y con mi hermano, solos.

Saqué tres latas de cerveza del freezer y le di una a cada uno.

Hablé.

  • Miren, García y Horacio están adentro. Déjenme ser lo más sincero que pueda, porque sé que esto es grande y que es grande lo que les pido: si no quieren participar en la misión, yo no los puedo obligar. Pero sí voy a tener que pedir su reemplazo inmediato. No me queda otra. Y no sé qué va a pasar con ustedes si pasa eso. Después de esta misión no vamos a poder pedir nada Martín – dije, llamando a mi hermano por su nombre verdadero-, vamos a ser muy bien recompensados, pero si pedimos irnos de la agencia, lo más probable es que terminemos como el fiscal. Esto no es joda. Podemos justificar nuestra permanencia un tiempo más acá en Córdoba y tratar de quedarnos lo más posible, pero lo cierto es que, en algún momento, cuando entiendan que esta misión no lleva a ningún lado, nos van a trasladar, salvo que en las orgas infiltradas pase algo grosso, pero yo no lo veo. Ahora ustedes saben mucho y si se reúsan cómo mínimo los van a sacar inmediatamente de Córdoba, y los van a tener guardados en alguno de los centros de la agencia hasta que el fiscal se haya muerto. Pero después de eso, ni idea. Por como creo que piensa el Sr. S., van a estar muy jodidos. Seguro que nunca más vuelven a ser agentes de campo, eso es una fija, pero no sé si van a poder ser agentes de algo. Y con lo que saben dudo mucho que los pasen a retiro, les den su jubilación y les digan buena suerte. Yo sé que ustedes no hablarían, pero si rechazan la misión y hablan después, más allá de que seguro aparecen en una zanja, la agencia explota, se va todo a la mierda. Y el Sr. S. también lo sabe, y no creo que sea de los que les gusta dejar cabos sueltos. – Y después de un silencio, agregué-. Además, este fiscal es un hijo de puta.
  • No se trata de si es un hijo de puta o no- dijo Gonzalo- ya nos hemos cargado a gente que no teníamos idea de quiénes eran, no es una cuestión de moral de matar o no matar a un pelotudo, pero nos están pidiendo que hagamos un golpe de estado. No es el acto lo que me preocupa, son las consecuencias. Y no sé si quiero ser parte de eso.

Cuando dijo esta última frase, sabía que ya estaba adentro. No dijo “no quiero ser parte de eso”, dijo que “no sabía si quería ser parte”. Y no saber, en estos contextos, significaba que estaba adentro, aunque él aún no lo supiera. Pero necesitaba una confirmación. E iba a ser más fácil si mi hermano lo confirmaba primero, así que, arteramente, fui por él.

  • Necesito saber ahora si están adentro o no. Ustedes saben que no los haría ir a una misión suicida que nos costara demasiado a todos. Yo nunca les pedí que salten al vacío por mí. Y entiendo que las consecuencias no sean las que ustedes quisieran, pero las consecuencias para ustedes de salirse ahora son imprevisibles. Yo creo que si se salen van a hacer de sus vidas una mierda, en el mejor de los casos. De quedarse en Córdoba ni hablar. De seguir trabajando, ni hablar. Este escenario es nuevo para todos, por lo que las consecuencias aún no pueden medirse, ni para el país ni para ustedes si se salen. Pero seguro que no van a ser buenas. – Hice una pausa, y luego agregué- Escuchen, háganme caso, hagamos este trabajo y cuando lo hayamos hecho y demostrado nuestro compromiso con la agencia, vamos a poder negociar otras condiciones para los que quieran seguir, y ver si es posible empezar a negociar el retiro para los que quieran irse. No creo que sea inmediato, pero cuando pase un tiempo prudencial y desde la agencia vean que ustedes fueron leales, a lo mejor otras puertas se abren. –Y jugué una carta baja, desesperada, ruin. Les dije, mirándolos alternativamente a los ojos: – Yo los necesito. Sin ustedes no sé si la misión va a salir bien. Ya vieron cómo está García, y en lo que Horacio se convirtió. Cada uno a su forma son inestables y peligrosos. Sin ustedes, yo quedo a la deriva.

Si no hubiese dicho estas palabras quizás hoy mis amigos estarían vivos. Pero lo cierto es que las dije y que luego Gonzalo y mi hermano, Horacio y García, todos terminaron muertos. Y su muerte me persigue como un fantasma obstinado, como la sombra en el desierto. Yo también estoy muerto ahora, aunque siga respirando. Pero eso va a terminar en el mismo momento en que termine este relato. Y cada vez falta menos.

“Yo estoy adentro” dijo mi hermano, confirmando que mis palabras perversas y viles, que mis palabras rastreras, habían sido efectivas.

“Gracias” le dije, mientras inclinaba mi cabeza en señal de agradecimiento. Miré a Gonzalo: “Después de esto, si querés salir, vemos cómo hacer para que salgas. Hagamos este trabajo y ves después qué tenés ganas de hacer. Pero se te bajás ahora yo creo que te van a hacer bosta”.

Después de pensarlo un instante, dijo “Ok. Estoy adentro”. Y con toda la ironía que lo caracterizaba, agregó con sorna: “Hagamos un golpe de estado”, y brindó: “Por la patria”, dijo y vació su cerveza.

Claro que no es común que un jefe de equipo tenga que conseguir la aprobación de su equipo para poder aceptar una misión. No es potestad de ningún agente aceptar o rechazar una misión; nosotros somos soldados y obedecemos las órdenes que recibimos de los mandos superiores. Pero yo sabía que nuestra situación era atípica, y por lo tanto merecía un trato especial. Nosotros habíamos quedado “atrapados” en el medio de una misión cuando la agencia quedó prácticamente acéfala, paralizada por un lado por disputas internas, y por otro lado por disputas políticas. Habíamos quedado presos de una cinta de moebius sin principio, ni final, ni salida. Nadie podía pretender (yo no lo pretendía) que luego de siete años de simular una vida, de simular amigos y compañeros, de simular luchas e ideas, esa vida y amigos y luchas e ideas no se convirtieran en parte de uno. Y fue reconociendo eso (y tal vez porque yo sabía que en el fondo esto era una locura) que quise la aprobación de todos mis amigos antes de embarcarnos en esa idea descabellada.

No recuerdo ahora haber sentido incertidumbres o dudas respecto de la naturaleza de la misión, ni de sus consecuencias. Era una guerra y en una guerra había siempre bajas y daños colaterales, pero sobre todo había derrotados (muchas veces una guerra no deja a nadie como vencedor, pero siempre deja derrotados). Y debíamos hacer hasta lo imposible para no ser derrotados, incluso matar a un fiscal u orquestar un golpe de estado blando.

O eso al menos creía en ese momento.

Yo había utilizado mis herramientas, mis argumentos para convencer a mi tropa para ir a la batalla, pero al hacerlo olvidé una ley fundamental en todas las guerras: las tropas que necesitan ser convencidas para ir a pelear, siempre son derrotadas.

Dos días después de la reunión del departamento me junté con García. Fui hasta su casa; vivía en una casita tipo chorizo en el barrio Alto Verde. Vivía solo, desprotegido, vagabundo. Su casa era como una casa abandonada, como si los anteriores dueños hubieran salido huyendo del lugar, dejando atrás los trastos que no servían o que no habían podido cargar. Estaba siempre sucia, siempre desordenada, siempre con olor a vejez y resignación.

Al llegar llamé pero nadie me contestó. Enfrenté el picaporte y la puerta estaba abierta; pasé. Lo encontré en el patio, tomando una cerveza; se notaba que hacía al menos dos días que no dormía (¿desde nuestra reunión anterior?). Supe que en ese día no iba a lograr nada con él, pero aún así estaba ahí y debía intentarlo. Si me iba de esa casa creyendo que García no estaba apto para la misión, debía informarlo en el acto. Iba a ser un desastre (sobre todo para él, pero también para mí, por permitir que un agente con su historial llegara hasta ese punto sin haber avisado antes), pero era preferible antes de que la misión fracasara. En esta misión nos jugábamos todos la cabeza: cada uno de nosotros, pero la agencia como tal también.

  • Pero la concha de tu madre – le dije a modo de saludo, enojado, resignado- Te pedí que te mantuvieras sobrio unos días nomás. ¿No sabés lo importante que es esto? ¿Hace cuánto que no dormís? –le pregunté sin esperanzas que me tomara en serio.
  • Ehhhh, pero qué mala onda… Estoy bien yo, una cervecita nomás – dijo, o intentó decir, mientras las palabras y las letras se le escapaban, lo esquivaban, lo abandonaban. Daba lástima.

Tenía ganas de patearle la cabeza, pero en cambio me senté en una silla en frente de él. Sabía que gran parte de la culpa de esta situación era mía, sino toda ella. Siempre supe que García no era un agente en condiciones de estar en el campo, y para colmo, durante cinco o seis de los siete años que estuvimos en la misión de la universidad lo había dejado a su suerte. El primer año, año y medio, había sido su sostén, había estado pendiente de él, de su problema, de su adicción. Lo había acompañado y cuidado. Pero lo cierto es que después de un tiempo lo abandoné a su suerte; no me olvidé de él, pero tampoco lo cuidé. Lo dejé solo. Por intentar ser un buen amigo intercedí para que le permitieran estar en mi equipo, sabiendo que era una bomba de tiempo. “Bajo mi responsabilidad” había dicho en la reunión en la que se decidió su futuro y se le permitió volver al trabajo en el territorio. En ese momento, ahí, en esa mesa, frente a él, ebrio y tambaleante, me di cuenta que mi enojo no era con él, sino conmigo: primero por confiar en una causa perdida; después por haberlo abandonado entre los leones, al único abrigo de las drogas.

Y entonces volví a tomar una decisión estúpida, una decisión que al final iba a costarle la vida: decidí no denunciarlo, intentar ayudarlo y dejarlo en el equipo.

Lo dejé en esa mesa con su cerveza y me fui a su habitación a preparar un bolso con sus cosas. Lo iba a llevar a mi casa los días que nos faltaban para viajar a Buenos Aires para que se desintoxicara, para que pudiera volverse un ser humano medianamente presentable para lo que se nos venía por delante. No sé por qué pensé que un puñado de días iban a ser suficientes para traerlo de vuelta al mundo de los pensantes. Era evidente que, si mi amigo había perdido el juicio, yo lo había perdido aún más. Pero no fue evidente para mí.

Pasamos las próximas setenta y dos horas encerrados en mi casa. Él en la cama, temblando por la abstinencia; yo al lado de su cama, gritándole como a un perro que se porta mal. Un par de veces nos agarramos a golpes, mientras gritaba como un alienado porque lo deje salir a buscar un gramo más. “Un saque y listo” me imploraba, “tomo un saque y listo, me va a hacer bien”. Y ante mis reiteradas negativas, un par de veces intentó golpearme. Pero yo estaba entrenado, y si bien él también, la abstinencia le quitaba reflejos, velocidad y fuerza, por lo que no era difícil retenerlo. Esos enfrentamientos siempre terminaron con él llorando en la cama de impotencia y de abstinencia.

La mañana del cuarto día parecía renovado. Esa mañana se levantó sin temblores, se baño (luego de no sé cuánto tiempo), se afeitó y me pidió desayunar. Era la primera vez que comía desde que había llegado a mi casa, y era un buen síntoma. Tomó mucho café, comió varias medialunas y hasta pidió un huevo revuelto (le hice tres juntos), que devoró con evidente placer.

Cuando hubo terminado de desayunar, me dijo.

  • Ya estoy bien. Gracias hijo de puta. Y perdóname. – Y repitió, para mí, pero sobre todo para él- Ya estoy bien.

Me sentí bien por él, aunque más por mí. Creí, absurdamente, cínicamente, estúpidamente, que lo había, de alguna manera, salvado, y que, con esos cuatro días de dedicación, la deuda que había acumulado con mi amigo durante los últimos cinco años, quedaba, de alguna forma saldada. Quise ver a un hombre renovado, a una mente despierta, lúcida, preparada. Pero lo cierto es que sólo estaba viendo, lo supe después y cuando ya era tarde, un espejismo, una ilusión. Sólo estaba viendo lo que quería ver.

Contento con mi tarea, pero sabiendo que había perdido cuatro días, le pedí que me acompañara a ver a Horacio.

El departamento de Horacio estaba en un estado bastante similar al de García: era un desastre, y el olor a comida podrida impregnaba el aire, las paredes, la ropa. No entiendo cómo sus vecinos no llamaban a la policía temiendo un cuerpo en descomposición en ese departamento del que casi nunca nadie salía. La cocina eran cajas apiladas de pizzas y cientos de latas vacías de bebida energizante. Las bolsas con restos se apilaban unas arribas de otras, viejas, nauseabundas, pasadas. Pero no le di importancia a nada de eso. Lo importante era lo que iba a pasar en unos días; lo importante era la misión. Mientras Horacio sirviera para la misión, podía vivir como quisiera (él era el único de mi equipo al que no consideraba mi amigo, pero creo que porque Horacio era incapaz de tener amigos, o porque nadie era capaz de considerar a alguien como Horacio su amigo).

“Decime qué averiguaste del fiscal” le dije casi sin preámbulos.

No me dijo mucho más que lo que había averiguado de boca del Sr. S. El fiscal era un hijo de puta, corrupto como él sólo, y para colmo, ostentador de su corrupción. Tenía varias cuentas en paraísos fiscales y otras en bancos de Nueva York, a nombre de su madre y de algunos de sus empleados. Con el dinero que le daban a la fiscalía hacía interminables viajes a destinos exóticos, siempre acompañado por modelos trepadoras o por prostitutas de alto nivel. Tenía, además, contactos fluidos con la agencia, quienes les brindaban información para las causas que llevaba adelante, información que muchas veces era tendenciosa, y muchas veces directamente falsa. Cuando le pregunté a Horacio cuál era su ventana dentro de la agencia, su respuesta me dejó helado. “Se comunica directamente con el Sr. S”.

Comprendí en ese momento que nuestra misión era mucho más compleja, y con muchas más ramificaciones que lo que había imaginado. Me sentí un idiota por no haber imaginado ese escenario. Y me di cuenta además que estaba mucho más fuera de estado que lo que me hubiera gustado reconocer.

“La concha de su madre”, pensé para mis adentros, pero no dije nada.

Todo el escenario cambiaba. Y si cambiaba el escenario, cambiaba también el juego. Y el nuevo juego ya no me gustaba tanto.

Pero ya no tenía margen para moverme.

Once días después estábamos todos viajando para Buenos Aires, cada uno con sus respectivas coartadas por precaución, para que no pudieran identificarnos juntos a los cuatro cuando todo aquello pasara (Horacio no necesitaba coartada porque no tenía vida social, y nadie lo conocía). Mi hermano y yo teníamos un casamiento de un primo inexistente, que vivía en Mendoza y se dedicaba a importar corchos de vino que luego les vendía a las bodegas de esa provincia; García iba a ir a un recital de una banda de rock que justo ese fin de semana tocaba Olavarría, a donde asistirán miles y miles de personas; Gonzalo era el único al que su coartada lo iba a ubicar en Buenos Aires, aunque sin ningún peligro: iba a ver a sus padres, a los que hacía como un año no veía. Como era de allí, no debía despertar ninguna sospecha.

Llegamos a Buenos Aires la mañana de un viernes de enero, recibidos por un calor sólo conocido en esas metrópolis que únicamente saben asfixiar. Sabíamos que la denuncia en el Congreso iba a exponerse en una sesión extraordinaria llamada por la oposición para la ocasión, todo en el marco de una inmensa expectativa social, alentada ella por todos los medios de comunicación del país, los que, como había anticipado el Sr. S. estaban cumpliendo su papel en este juego.

Cada uno de nosotros tenía asignado un hotel diferente, para que si por casualidad alguien conocido nos veía en Buenos Aires, no nos vieran a todos juntos y no pudieran atar cabos. En ese caso, cada uno tenía preparada una coartada para la ocasión. Incluso mi hermano y yo, que nuestra coartada era la misma (el casamiento de nuestro supuesto primo), teníamos excusas diferentes para estar, cada uno, en ese lugar.

(Lo cierto es que todo esto respondía a protocolos de la agencia para extremar los cuidados: ninguna de todas las personas que nos conocían en Córdoba iban a pensar jamás que podíamos estar vinculados con lo que iba a pasar: incluso si nos hubieran encontrado a los cuatro juntos en la puerta del edificio donde iba a morir el fiscal, cada uno con una escopeta, no nos hubiesen vinculado con el suceso. Aún así, las precauciones nunca estaban de más).

A las diez de la mañana estábamos los cinco reunidos en la casa de operaciones de la agencia, la misma a la que yo había asistido un par de semanas antes. Llegamos cada uno por caminos separados y cada uno con diez minutos de diferencia.

Nos hicieron esperar en una sala pequeña, sin ventanas, de tres por cuatro, con una mesa pequeña en el centro y una máquina de café en un rincón. Al cabo de diez minutos de esperar ahí, un agente nos indicó que nos esperaban en la sala de reuniones, al mismo tiempo que nos pedía que le entreguemos nuestros teléfonos celulares, y nos palpaba todo el cuerpo.

En la sala de reuniones nos esperaba el Sr. S., solo. Pasamos los cinco y nos ordenó que cerráramos la puerta. Todos éramos conscientes que entre esas cuatro paredes iba a decidirse una porción importante del destino de nuestro país.

Mi hermano, García, y yo estábamos expectantes, ansiosos; Gonzalo, en cambio, parecía derrotado. Horacio, como siempre, parecía un robot.

El Sr. S estaba en la cabecera de la mesa de reuniones. Nos sentamos. Yo y García de un lado; mi hermano, Gonzalo y Horacio en el otro.

  • Supongo que todos saben que lo que se hable entre estas cuatro paredes no puede ser comentado, bajo ninguna circunstancia, ninguna, en ningún otro lugar –comenzó el Sr. S.- Sé que es una aclaración más que obvia, pero el que avisa no traiciona – dijo mientras nos miraba a los ojos a cada uno.

Todos sabíamos a lo qué se refería.

Siguió el Sr. S.

  • El hecho va a tener lugar domingo a la madrugada, a las cinco de la mañana, en diecisiete horas a partir de ahora. Tiene que ser un trabajo limpio. Tenemos la llave de la entrada de emergencia del edificio, que va a ser por donde van a entrar; por el portero no va a haber problema, ya está hablado, asique no va a salir de su puesto de trabajo y va a estar siempre mirando para adelante. Y las cámaras que filman el acceso de emergencia, así como las del ascensor y las del piso del fiscal van a estar apagadas. Y al departamento del fiscal van a entrar con una llave magnética que nos facilitó un agente que desde hace tiempo tenemos infiltrado en su círculo más próximo. Es de esperar que a esa hora el fiscal esté dormido, según informes que inteligencia informática nos ha brindado sobre los horarios en los que el fiscal deja de operar en sus redes sociales y en el teléfono. Tres agentes van a entrar al departamento; de los tres, uno se va a quedar en la puerta del departamento del lado de adentro: no podemos permitir que si algo sale mal el fiscal salga de de departamento bajo ningún punto de vista. Ese agente va a ser la contención final, que esperemos no necesitar. El fiscal no sabe artes marciales, y, aunque está entrenado desde hace años por un personal trainer, no debería ser un inconveniente para dos agentes como ustedes –dijo mirándome a mí y a mi hermano-, que van a ser los que lo van a someter en su habitación. Es de vital importancia que la muerte del fiscal parezca un suicidio, pero debe haber ciertos elementos que, mirados muy minuciosamente, hagan sospechar un asesinato. La muerte tiene que ocurrir en el baño, que es un lugar en el que, estadísticamente, muy poca gente se suicida si tiene a disposición un departamento entero. Por lo general los suicidios suceden en la habitación, o saltando del balcón, o en el living. Casi nunca en el baño. Por lo que este suicidio va a ser en el baño. Luego de que haya muerto, van a ingresar desde su computadora a un par de sitios de diarios virtuales, para que haya una contradicción entre la hora de muerte que van a determinar los forenses, con sus actividades digitales. Además, no va a haber nota de suicidio. Estadísticamente el ochenta y siete por ciento de los suicidas dejan una nota, o mensaje o envían un texto o un correo. Acá no va a haber nada, lo que en una personalidad tan narcisista como la de este muchacho va a representar otra duda más. Con eso, y la operación que van a llevar adelante los medios de comunicación, vamos a estar bien.

Hizo una pausa, mirándonos, para darnos tiempo a manifestar que habíamos entendido. Todos asentimos con la cabeza, menos Horacio.

Siguió el Sr. S.

  • Otro de ustedes –y miró a García- va a estar en la entrada de emergencia del edificio, por donde los otros tres agentes van a entrar. Ese agente, el de la puerta de emergencia, va a estar disfrazado de trabajador de mantenimiento, con una caja de herramientas que va a desplegar al lado de afuera de esa puerta, y va a simular arreglar un desperfecto. No debe dejar a nadie pasar por ahí. De todas formas por los informes que tenemos y por lo que nos dice el portero, no debería intentar ingresar nadie por esa puerta ese día, hasta las 9 AM, que es cuando ingresa personal de limpieza. Además, Horacio va a estar en una traffic en la puerta del edificio, coordinando la comunicación entre los agentes, y alertando cualquier posible improvisación necesaria en caso de que surgieran imprevistos que no hemos considerado. En esa traffic va a estar con otro agente que va a estar el volante, listo para arrancar en caso de que sea necesario, cosa que tampoco está pronosticada, pero para la que hay que prepararse. Y además van a trabajar con Mariana, que va a ser su apoyo exterior.

A pesar de toda mi experiencia y de mi entrenamiento previo, escuchar el nombre de Mariana después de tantos años, de tanto camino caminado, de tanto nuevo pasado, debe haberme transformado la expresión de la cara. Lo sentí como un impacto, como una trompada en la nariz, como un ladrillo que me pegaba en la cabeza. Sentí que me mareaba.

Si el Sr. S. lo notó, no puedo saberlo. Siguió:

  • Ella va a estar en la calle, en la plaza que está frente al edificio, simulando hacer ejercicios. Va a ser la única de todo el equipo que va a estar en comunicación directa conmigo, por una línea privada, asique lo que ella indique, van a ser ordenes directas mías. ¿Se comprendió?

Todos asentimos. Yo estaba intentando entender si volver a trabajar con Mariana me parecía una promesa o una condena. Quizás era la promesa de una condena. Estaba intentando reponerme del golpe cuando el Sr. S. agregó:

  • Otra cosa: el arma con la que se va a suicidar el fiscal está en el departamento. Ayer nuestro agente infiltrado se la entregó, pero con cartuchos con salva, por lo que si por alguna razón cuando ingresen el fiscal no estuviera dormido e intentara una defensa, ningún disparo ruido saldría del arma. En ese caso es importante que los agentes que ingresen actúen rápido para reducirlo y no permitir ruidos que pudieran alertar a los vecinos. Igualmente esos departamentos están hechos para aislar el sonido del interior, así que eso tampoco debería ser un problema.

Hizo una pausa para encender su tercer cigarrillo y tomar un sorbo de su café. Fumó en silencio, mirándonos, estudiándonos, esperando que asimiláramos lo dicho, y quizás también esperando alguna pregunta. Pero ninguno de nosotros dijo nada.

Cuando terminó el cigarrillo se levantó de su silla y dijo:

  • Eso sería todo, caballeros. Mañana a las cuatro y cincuenta y cinco de la madrugada van a ingresar por la puerta de servicio de ese edificio y van a prestarle un gran servicio a la patria, que les aseguro que no va a ser olvidado. Pueden retirarse.

Así que eso era. Finalmente iba a pasar, y así iban a suceder las cosas. Así iba a morir el fiscal. Así íbamos a llevar adelante una nueva forma de golpe de estado. Y así íbamos, según el Sr. S., a prestarle un gran servicio a la patria.

Cuando salimos de esa oficina todos estábamos como mareados, y yo sólo atiné a hablarle al oído a García, mientras los otros tres se nos adelantaban por el pasillo que los llevaría afuera. Le dije: “Un día más, tenés que estar sobrio un puto día más nomás. No la cagués porque si esto sale mal, vamos a terminar todos bajo tierra”. Me miró asintiendo, con una mirada llena de una responsabilidad que pensé que ya había perdido para siempre en los laberintos de los excesos. No dijo nada, y tampoco creí que fuera necesario que lo diga.

Salimos en intervalos cortos de la casa de la agencia y ya no nos volvimos a ver más hasta que estuvimos en la entrada de emergencia de ese edificio que estaba muy próximo a volverse famoso.

LA MUERTE DEL FISCAL

Todo lo que sucedió luego fue un desastre, y la misión, un fracaso monumental. Todo salió mal, pero nuestro equipo, lo supe luego, ya estaba desde el principio condenado.

Gonzalo nunca se presentó en el edificio del fiscal. Después supimos que había decidido abandonar la misión y se había fugado. Con un auto que compró en una agencia de usados huyó de Buenos Aires hacia el norte, hacia la triple frontera, en donde fue interceptado por agentes de la agencia y asesinado ahí mismo. La prensa lo hizo parecer un acto más de inseguridad y el asunto se olvidó en un instante. Claro que nada de eso lo sabía en ese momento.

García llegó puntual. Estaba completamente drogado y borracho. Le era muy difícil mantenerse en pie, y absolutamente imposible caminar en línea recta. Prácticamente no podía hablar.

Horacio estaba en la traffic, con el otro agente al volante. Y Mariana estaba cumpliendo su papel en la plaza.

  • Tenemos que abortar – me dijo mi hermano, sin habilitar aun su intercomunicador, para que no lo escuchara nadie más que yo, que estaba al lado- Esto es un desastre.

Antes de que pudiera responderle, por los intercomunicadores colocados en nuestras orejas, se escuchó la voz de Mariana.

  • Hola señoritos, estamos listos para proceder.

Tomé aire, resuelto ya a que la misión debía ser abortada.

  • El equipo no está completo. Gonzalo no se presentó y García no está en condiciones para el trabajo. Solicito permiso para abortar.
  • Permiso denegado – me contestó Mariana al instante – Estamos al tanto de los inconvenientes, pero la misión va a completarse. Procedan.

Estaba mareado. ¿Estaban al tanto? ¿Cómo estaban al tanto? Y si estaban al tanto, ¿cómo nos pedían que continuáramos? Era evidente que el equipo no estaba en condiciones. García no iba a poder llevar adelante su trabajo. Sólo mi hermano y yo subiríamos, lo que llevaba la misión a un margen de error insostenible para los propios estándares de la agencia. Era un suicidio continuar, no sólo para nosotros, sino para toda la agencia. Si entrábamos al departamento del fiscal y fallábamos, era la ruina para todos.

Intenté que razonaran, perdiendo un poco los estribos.

  • ¿Escucharon lo que dije? García no puede caminar, y el agente Gonzalo no vino. Vamos a entrar dos al departamento y la puerta de emergencia va a quedar sin cuidado. Vamos al muere si procedemos, puede ser todo un desastre. Es una locura que sigamos con la misión en estas condiciones. Decile al Sr. S. que recomiendo fuertemente abortar la misión ahora.

La voz del Sr. S. me sorprendió en el intercomunicador.

  • Escuchame pelotudo, la misión sigue en pie. Así que procedan.

Mi hermano me miró con los ojos llenos de sorpresa primero, pero que fueron cambiando hacia la furia.

Silenciando nuevamente el intercomunicador me dijo, llamándome por mi nombre:

  • Esto está mal boludo. Nos están mandando al muere. Nos van a dejar pegados. Estos quieren que todo se pudra y que nos enganchen ahí adentro. Son unos hijos de puta, nos están entregando.

En ese momento pensé que estaban pasado una de dos cosas posibles: o mi hermano tenía razón y éramos parte de una operación más compleja y en la que nosotros éramos mandados al muere; o bien era tan importante que la misión se realizara ese día, que preferían correr el riesgo de proceder con un equipo mermado y sin condiciones. Decidí creer esta segunda opción.

  • Vamos a proceder – dije, para que me escucharan todos por el intercomunicador.

Mi hermano me miró con sorpresa.

  • Quedate acá parado – le dije a García, que por suerte había ido vestido como personal de mantenimiento, aunque sin la caja de herramientas- Nadie puede pasar hasta que nosotros salgamos –le aclaré rogando que alguna parte de su cerebro me estuviera escuchando.

Lo que sucedió después pasó como un rayo, y de todos los posibles resultados que yo había imaginado, nunca hube pensado en aquel que fue el que efectivamente sucedió. Lo cierto fue que, de alguna manera, ambas posibilidades, la de la urgencia y la de la traición, eran ciertas.

Entramos el departamento con la llave magnética que nos habían entregado sin problemas y silenciosamente. El departamento estaba casi a oscuras y en silencio; solamente una puerta entreabierta del baño irradiaba luz. Supusimos que el fiscal estaba durmiendo. Nos dirigimos a su habitación, pero la encontramos vacía. “Puta madre”, pensé. “O se fue, o nos entregaron en serio”. Di media vuelta y le indiqué a mi hermano el living, creyendo que podía estar dormido en el sillón. Pero el fiscal tampoco estaba allí. Mi hermano transpiraba y respiraba con agitación. Estaba pensando lo mismo que yo.

Entonces nos dirigimos al baño, cuya puerta estaba entreabierta y la luz del interior prendida. Cuando quise abrir la puerta, ésta se frenó: un peso del otro lado la mantenía firme.

Y entonces me di cuenta.

El fiscal ya estaba muerto. Se había suicidado en el baño.

LA TRAICIÓN

Desorientado, me tomé unos segundos para pensar. ¿Qué mierda había pasado? ¿Cómo podía ser? ¿El Sr. S. lo sabía? ¿Era una puta casualidad? Era altamente improbable, aunque no imposible. Todos los espías del mundo sabemos que las casualidades no existen, sólo son concatenaciones de hechos disimuladas, escondidas. Pero ahí estábamos, para asesinar al fiscal en el baño y hacerlo parecer un suicidio; y ahí también estaba él, suicidado en el baño.

Abrí mi intercomunicador.

  • Entramos y encontramos al fiscal muerto. Está en el baño. ¿Qué mierda pasó?

El silencio como respuesta comenzaba a confirmar mis mayores temores. Nadie me contestó.

  • ¿Mariana? ¿Horacio? ¿Me copian? ¿Escucharon lo que dije? El fiscal estaba muerto cuando entramos. ¿Qué carajo hacemos?

En todos mis años de espía, siempre que una situación me sorprendía, de alguna manera intuía lo que teníamos que hacer, cómo reaccionar, pero esta vez me sentía perplejo. Y el silencio que me devolvían los intercomunicadores me imponían un escenario que yo no había querido reconocer como posible, más allá de que todos mis compañeros me lo habían dicho ya de alguna manera. En mi cabeza resonó una frase que Horacio había dicho al conocer la naturaleza de la misión: “Los cabos sueltos somos nosotros”. Sabiendo que ahora cada minuto contaba para que mi equipo continuara con vida, apagué mi intercomunicador y le indiqué a mi hermano que hiciera lo mismo.

  • Estos hijos de puta nos entregaron – le dije a mi hermano-. Vámonos ya de acá.

Salimos del departamento dejando todo como lo habíamos encontrado y bajamos por el ascensor. Cuando llegamos a la puerta de servicios ninguno de los dos se sorprendió cuando la encontramos cerrada. Golpeamos con suavidad, para ver si García permanecía del otro lado, aunque sabíamos que esa posibilidad no era real: si nos habían entregado, García ahora no estaba más allí.

Sólo nos quedaba una cosa por hacer: salir por la puerta principal, jugando así una última carta, desesperada, pero imposible de evitar. El portero estaba en su sitio, pero para nuestra sorpresa, no nos dijo absolutamente nada. No le vimos la cara para que él tampoco viera la nuestra, pero apuesto lo que tengo a que tenía una cara indisimulable de espanto.

Estábamos en la calle ya, frente a ese coqueto edificio en el barrio de Recoleta. Faltaban unos minutos para amanecer, pero ya estaba clareando. La traffic en donde estaba Horacio no estaba, y en la plaza frente al edificio tampoco estaba Mariana.

– ¿Qué hacemos? – preguntó mi hermano con una calma impropia para ese momento, pero una calma que me hizo recordar que nosotros éramos soldados, y que debíamos reaccionar como lo que éramos, incluso ante el desamparo.

Caminamos dos cuadras y tomamos un taxi. Simulando ser un extranjero ebrio le dije al chofer, en una mezcla de mal inglés y peor español, que nos llevara a un hotel del barrio de Constitución. Llegamos y pedimos una pieza, siempre en el mismo papel.

Evidentemente los teléfonos de García y de Horacio estaban apagados. También el número con el que me había comunicado con el Sr. S. Era tan evidente lo que estaba pasando, que sentí vergüenza por no haberlo considerado antes.

“No nos queda otra que esperar” le dije a mi hermano, pero también a mí mismo. “Si nos hubieran querido boletear ya estaríamos muertos. Y si nos hubieran querido entregar estaríamos en presos ya. Es obvio que esto está armado, pero no entiendo bien para qué aún. A Horacio y a García los tienen los agentes del Sr. S, pero también es cierto que a nosotros nos dejaron salir deliberadamente”.

Apenas hube dicho eso, sonó mi teléfono. Número desconocido. La voz de Mariana al otro lado del celular me volvió a dar una cachetada.

  • Hola mi cielo, ¿cómo estás? – dijo burlonamente.
  • ¿Qué mierda pasó? – dije, una vez repuesto del cachetazo.
  • Qué pasó, qué pasó… Pasó que no esperábamos que ese maricón estuviera muerto, así que tuvimos que improvisar sobre la marcha. Vengan a las diez a la casa segura de la agencia en San Telmo, que el Sr. S. quiere verlos.

Me quedé callado, pensado, analizando. Al cabo de unos segundos que parecieron eternidades, dije:

  • ¿Somos los cabos sueltos, no?
  • Así parece. Sean puntuales.

Y cortó.

Era evidente que éramos ovejas yendo voluntariamente al matadero, o al menos a alguna forma de matadero. Pero aún así debíamos ir: ellos tenían a García, a Horacio y creíamos que a Gonzalo, si es que todavía estaban vivos, cosa que dudábamos. Pero ante la mínima posibilidad no podíamos dejarlos solos. Y si a nosotros dos no nos habían agarrado ya, es porque en efecto no esperaban que el fiscal estuviese muerto y no habían podido desplegar equipos para que nos agarraran, o nos siguieran, desde aquel edificio.

Decidimos que iría yo solo. Mi hermano, escondido, sería nuestra carta bajo la manga, sería quien sabría todo lo que había planeado la agencia para el fiscal, y el rol del Sr. S. en ese juego. Si yo no volvía, él tenía la posibilidad de denunciar todo ante los medios, si es que vivía lo suficiente para hacerlo.

Dejamos los celulares en la habitación y dejamos el hotel. Tomamos un taxi y le pedimos que nos llevara al barrio de Flores, donde buscamos otro hotel. Faltaban aun un par de horas para el encuentro y decidimos precisar claramente el plan que íbamos a seguir.

Definimos que si yo no aparecía en el bar establecido al cabo de dos horas, él no iría a los medios, sino directamente al ministerio de justicia, en donde declararía todo lo que había pasado. Nos parecía que si todo se iba a la mierda, le correspondía al gobierno al que nosotros habíamos querido lastimar, el tomar la decisión de los pasos a seguir con la información que nosotros teníamos. Mientras yo estuviera en la reunión, mi hermano tenía que alquilar un auto, para tener movilidad propia en caso de necesitarlo. Contábamos con que la agencia no sabía la ubicación de mi hermano, y dependíamos de ello.

A las diez de la mañana en punto, estaba entrando en la casa segura de la agencia.

LA REUNIÓN

En la sala de reuniones estábamos el Sr. S., Mariana y yo.

  • Obviamente ibas a venir sólo – arrancó el Sr. S., de un perverso buen humor -. Me hubieras defraudado si venían los dos.

Yo sabía que enojarme no era una posibilidad. El que se enoja, pierde. Así que mantuve la calma.

  • ¿Horacio, Gonzalo y García están vivos? – pregunté sin preámbulo.
  • Por supuesto que sí – dijo el Sr. S., y yo sentí que mentía -. No somos monstruos. Pero Gonzalo la cagó. Se quiso escapar de Buenos Aires hacia la triple frontera. Alquiló un auto acá y viajó hasta misiones la noche anterior a la misión, pero allá agentes lo detuvieron. Lo están trayendo para acá – me mintió en la cara- pero necesito garantizar que nadie vaya a hablar. Después del imprevisto que tuvimos con Gonzalo, no podemos permitir que esto se filtre. Vos me entendés.

Yo no lo entendía, y en cambio lo odiaba con una furia desconocida. Mantuve la calma.

  • Quiero tres cosas –le dije-; primero pruebas de vida de Gonzalo, de García y de Horacio. Segundo, la garantía de que eso va a continuar así en el futuro. Y tercero, irnos los cinco de la agencia, sin que nos vuelvan a joder. Mi hermano está ahora esperando una comunicación mía. Si no sucede, va a contactarse con autoridades del gobierno nacional y les va a contar todo lo que pasó acá, las planificaciones de la agencia, y el asesinato del fiscal. Les va a contar todo, empezando por tu lugar en este intento de golpe de estado.
  • El Sr. S. respiró profundo, y luego dijo:
  • Bueno, varias cosas entonces. El agente Gonzalo tomó una decisión peligrosa, y sabía que las consecuencias eran igual de peligrosas. No tengo mucho para hacer salvo guardarlo un tiempo hasta estar seguro que no va a hablar. No puedo largarlo así como así. Y si lo pensás bien, la situación en la que están ustedes ahora es en gran parte gracias a esa decisión.

Me sorprendió su sinceridad. De alguna forma lo respeté. Además, aunque me dolía la decisión de mi amigo, y las consecuencias de esa decisión, sabía que era un escenario natural ante su opción de desertar. Y Gonzalo también lo sabía.

  • Por otra parte, al fiscal no lo matamos nosotros. Aunque te cueste creerlo, como me costó a mí, el fiscal en realidad se suicidó. El muy infeliz hizo exactamente lo mismo que hubiéramos hecho nosotros con su pobre existencia. Después de que ustedes se fueron, Mariana ingresó al departamento y corroboró lo que vos nos habías comunicado, cosa que, dicho sea de paso, habíamos puesto en duda cuando nos informaste. Fue por eso que decidimos agarrar a García y a Horacio en ese momento: pensábamos que era todo una puesta en escena de ustedes para evitar cumplir la misión. Pero cuando Mariana ingresó entendimos que no era así. Eso fue lo que nos llevó a la desagradable situación en la que estamos ahora con tu equipo.
  • Es cierto – dijo Mariana-. Yo ingresé tres minutos minutos después de que ustedes se hubieran ido, con la indicación de eliminarlo en donde lo encontrara, pero lo encontré muerto en el baño. Recién ahí entendimos que era todo cierto.
  • Sí, era cierto, pero también era tarde – agregó el Sr. S.-. Entiendo que ahora duden de nuestro accionar con tu grupo, pero en ese momento era lo más lógico. No pretendimos nunca correrlos del juego luego de esta misión, pero entiendo que lo vean de esa forma. Pensalo desde nuestra perspectiva: Gonzalo desertó, García llegó incapacitado para la misión, y vos presionabas para no cumplirla. Y cuando se te ordena proseguir, nos decís que el fiscal ya estaba muerto. Acá eso sonaba a que estaban rechazando seguir las órdenes. Era todo demasiado coincidente. Por eso agarramos a García y a Horacio, y por eso Mariana entró para terminar aquello que creíamos que ustedes no habían terminado. Porque además la misión debía completarse este día.

Nunca había considerado ese punto de vista. Me sentía mareado y confundido. ¿Podía ser cierto? ¿Podía haber pasado como el Sr. S. me decía? ¿Era todo un engaño más?

Entonces sucedió algo inesperado, al menos para mí. El Sr. S. salió de la habitación sin decir nada, y nos quedamos solos con Mariana. Ella, que estaba sentada frente a mí, se levantó, rodeó la mesa y se sentó a mi lado. Me agarró de la mano, y demoré un par de segundos en soltarme. En ese momento me di cuenta que la extrañaba, que la había extrañado siempre.

  • Escuchame Diego – me dijo, llamándome por mi nombre- podemos frenar esto acá, antes de que se vaya todo a la mierda. El Sr. S. está dispuesto a disculpar tu indisciplina y la de tu equipo porque sabe que toda esta misión era demasiado, era una misión muy grande y muy importante. Puede quedar todo acá, pero nos tenés que decir en dónde está tu hermano. Si tu hermano habla esto va a ser un quilombo que nos va a llevar a todos puestos. Llamalo y decile que venga, así lo solucionamos ahora y listo. El fiscal ya está. Lo van a encontrar seguramente en unas horas y se va a desatar una histeria terrible. Para cuando eso pase tenemos que tener todos los cabos atados, tenemos que estar cubiertos y preparados para lo que venga. Al final no fuimos nosotros, pero seguro que varios nos van a apuntar.

No comprendía cómo había llegado Mariana a estar en esa oficina, a ser la persona de confianza del Sr. S., a tener un papel tan preponderante en la misión más importante y crítica de la agencia. Pero ahí estaba, más tranquila de lo que la recordaba, superior a mí, quizás traicionándome sin ningún escrúpulo. Quizás no, quizás extrañando lo mismo que yo, aquel pasado peligroso y seductor, aquel pasado aventurero y repleto de héroes y misiones y pases secretos y promesas de libertad.

Era el escenario perfecto para convencerme de lo que se les ocurriera.

  • Quiero ver a García y a Horacio. ¿Dónde están? – dije, como última defensa.
  • Los tenemos en un hotel, no hay tiempo para traerlos ahora, no seas boludo. Llamá a tu hermano antes de que se nos pase el tiempo.
  • Llámenlos entonces, quiero hablar con ellos – dije.
  • Escuchame, no seas pelotudo, si te ponés en ese papel te lo vas a poner en contra al Sr. S. Yo intercedí por ustedes antes de que llegaras para que se arreglara todo en éstos términos. Si le decís a tu hermano que venga todo se soluciona. Los van a dejar en Córdoba hasta todo este quilombo pase y después vemos cómo se sigue. Pero ahora tenés que llamar a tu hermano, ya.

En ese momento entró a la sala de reuniones del Sr. S. Me pareció que estaba contento.

  • No puedo llamar a mi hermano –les dije- Tengo que verlo personalmente. Y tengo que ir sólo. Si me ve llegar con alguien va a desaparecer.

Acordamos que iría solo, y que volvería con mi hermano inmediatamente. Luego íbamos a juntarnos con García y con Horacio y nos volveríamos a Córdoba sin demora. Era importante que estemos en Córdoba antes de que encontraran al fiscal suicidado.

Pero al final nada de eso pasó.

Sólo yo volví a Córdoba.

Todo se fue a la mierda.

Y todo fue mi culpa.

EL FINAL

Como un idiota fui a buscar a mi hermano. Sólo un idiota podía creer que, después de lo que pasó en la misión, todo podía estar bien. Que García y Horacio podían estar bien. Que mi hermano y yo íbamos a estar bien. Que íbamos a volver a Córdoba a esperar, que luego todo iba a solucionarse. Que, después de todo aquello, podíamos volver a esa parte de la vida que no era dirigida como un teatro de títeres por la agencia.

Pero yo no podía pensar con claridad en ese momento. Los acontecimientos y lo inesperado de ellos me habían superado; además hacía varios días que no tomaba alcohol y la abstinencia empezaba a sentirse con fuerza. Y también, debo reconocerlo, el hecho de que hubiésemos estado tanto tiempo apostados a una misión que en realidad no era una misión, en Córdoba, me había quitado, de a poco, mi condición de agente; había perdido la habilidad, mi mirada de espía. Me había convertido en un civil.

Uno no puede recuperar en un día lo que le tomó años perder.

Lo que pasó después pasó muy rápido y lo recuero, incluso ahora, como si fuera parte de un sueño. Llegué al bar en donde íbamos a encontrarnos con mi hermano. Él no estaba ahí, estaba observando desde un punto ciego, el que yo, por seguridad, desconocía. Cuando me vio sentarme en la mesa acordada, salió de su escondite y comenzó a venir a mi encuentro. Lo vi cruzando la calle. Vi su cara de cansado, de tensión. Y también vi como uno de los autos civiles de la agencia lo arrollaba cruzando un semáforo en rojo. Lo vi volar por los aires y lo vi aterrizar veinte metros después del impacto. Creo que me vi a mi mismo levantarme desesperado de la mesa y salir corriendo del bar; y me vi también cayendo en la calle, luego que me derrumbaran con un golpe en la nuca.

Desperté en una habitación pequeña, de tres por dos. Sólo había una cama, a la que yo estaba esposado. Mi cabeza explotaba del dolor y me sentía mareado. Me dolían además las piernas, la espalda y todo mi lado izquierdo. Seguramente había caído de ese lado luego del golpe y me había fracturado algunas costillas. Intentaba poner mis ideas en claro, pero no podía.

No pasaron diez segundos desde que abriera los ojos cuando Mariana entró por la puerta. Su característica sonrisa sarcástica, la única que conocía, ya no se dibujaba en su rostro. Estaba seria. Incluso diré (¿por qué lo creo o porque desearía que así hubiera sido?) que parecía triste.

No esperé que hablara.

  • ¿Dónde está mi hermano? – pregunté, suponiendo que estaba en algún lado.
  • Tu hermano está muerto. Murió en el accidente. Y García también está muerto. Lo asesinamos minutos después de secuestrarlo en la puerta de servicio del edificio. Si te sirve de consuelo, por lo borracho que estaba no se dio ni siquiera cuenta de lo que estaba pasando. Murió rápido y sin dolor. Tu hermano también. No sobrevivió al golpe. Horacio está vivo. El Sr. S. quiere evaluar si es un agente recuperable. Dada su condición particular quizás sea un activo que podemos no perder en todo este lío.
  • ¿Y Gonzalo? – pregunté, mareado.
  • Murió ayer en la triple frontera. Un disparo. Era demasiado peligroso para la agencia –dijo ella.
  • Soy un pelotudo – dije. No hablaba para ella. Me lo decía a mí mismo. – Soy un reverendo pelotudo.

Pero no servía de nada quejarme. Todas las cartas estaban repartidas y sobre la mesa. Yo había perdido.

No entendía por qué seguía vivo.

  • ¿Por qué sigo vivo?
  • Estás vivo por muy poco tiempo. Vas a morir mañana a la tarde de sobredosis, en tu casa de Córdoba. Hemos preparado una cocaína con un alto grado de pureza, de la que vas a llevarte cinco gramos. Con dos gramos de ella deberías sufrir un paro cardiaco fulminante. La idea es que tomes hasta que se te pare el corazón. Nos parece una salida creíble y en todo caso, una buena forma de despedirse de esta vida, tomando en cuenta tus gustos.

Hizo una pausa esperando mi reacción, alguna reacción, pero ya hacía mucho tiempo que yo era agente y sabía cómo funcionaban las cosas. No me estaban pidiendo que me suicidara, me estaban avisando que estaba obligado a morir.

Mariana siguió:

  • El Sr. S. quería secuestrar a tu mamá para obligarte a hacerlo. Yo lo convencí que con apostar algunos agentes en la puerta de su casa para matarla si no morías mañana era suficiente. Él accedió. O sea que si para mañana a las 7 de la tarde no estás muerto, esos agentes va a entrar a la casa de tu mamá y la va a asesinar: van a simular un robo. Si te intentás comunicar o avisarle de alguna manera, la van a matar, a ella y a vos.
  • ¿Y por qué no me matan ahora y listo? ¿Por qué se arriesgan? – pregunté sin verdadero interés.
  • No queremos llamar más la atención. Con el fiscal, Gonzalo, García y tu hermano ya hay que disimular muchas muertes; y todavía no sabemos qué va a pasar con Horacio. Además es imposible que puedas escapar de esto. Entenderás que vamos a escoltarte hasta tu casa y que agentes van a custodiar los accesos para que no puedas salir a ningún lado. Vas a quedarte ahí con mucho alcohol y con mucha cocaína. Sin teléfono ni internet. Si querés lo mejor para tu mamá, no tenés nada que hacer, más que despedirte de esta vida con una buena noche de excesos. – Tomó aire luego de un instante, y dijo: – Imagino que no te importa, pero lo lamento mucho, me hubiese gustado que esto sea de otra forma.
  • Imaginás bien – le dije –. No me importa para nada.

Todo sucedió como Mariana lo había dicho. Me escoltaron en un auto de civil de vuelta a Córdoba y me dejaron en mi casa, que en realidad es lo que en los noventa había sido conocido como un loft. Al entrar comprobé que no tenía internet y que la heladera estaba llena de cerveza helada, lo que me pareció un buen gesto (gesto que atribuí a Mariana, lo que hizo que pasara una brisa de cariño pasado por mis recuerdos, sólo un instante). Tenía aún mi computadora sin internet, mi tocadiscos, mis discos, mi heladera llena de cerveza y cinco gramos de la cocaína más pura que había probado en mi vida en el bolsillo. Pero también tenía un poco más de veinticuatro horas de vida y todo acabaría. Nadie nunca sabría quién fui ni quienes fueron mis compañeros. Nadie sabría lo que hicimos ni lo que la agencia nos hizo hacer. Nadie sabría la verdad de la muerte del fiscal ni el papel del Sr. S. en ese acontecimiento. Seríamos sombras que se perderían en los rincones de la historia; seríamos recuerdos equivocados, criminales anónimos o héroes anónimos. Seríamos un pasado que no pasó, autores de un futuro que existe por nosotros pero sin reconocernos; los artífices de un pasado mañana que sólo puede negarnos para poder afirmarse.

Supongo que es eso lo que me llevó a escribir esta historia, a redactarla en una computadora que no puede enviarla a nadie, pero que al menos será la depositaria de esta parte de la verdad, por si alguna casualidad generosa permite que alguna vez alguien lea estas líneas y se entere de algo que nadie más sabe.

Son las cinco de la tarde y ya debo morir. Siento acelerado el corazón a causa de la cocaína y la cabeza mareada a causa de la cerveza. He tomado y bebido demasiado. Hace un día entero estoy escribiendo. He aguantado más de media bolsa, pero siento ya cómo la euforia se transforma en taquicardia y mi corazón se prepara para renunciar.

Sé que este es el fin.

Voy a cambiar el disco y a servirme el último vaso y la última línea, la final, la definitiva. Breathe, de Pink Floyd, siempre me pareció una buena canción para morir.

Va a ser una buena compañera para entrar al lado oscuro de la luna.

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