La corona del sol se extinguió tras el océano, derritiéndose igual que una vela. La sombra, con un desborde casi líquido, cubrió a todo Chile en solo unos instantes. Ya no existían los atardeceres, solo un calor asesino y una oscuridad bestial. El cielo conocía dos colores, cielo que ahora surcaba el neóptero que Jessica Montreal esperaba anualmente.

Jessica aguardó a que subieran las cortinas metálicas de su casa. Debía, igual que todos, cubrir por completo puertas y ventanas durante el día. Tomó un abrigo rojo, aunque las noches se teñían de un perpetuo clima estival. Tomó el abrigo, igual que lo hacía una vez al año.

El neóptero descendió en total sigilo, con sus luces laterales le iluminó el sendero a Jessica, arenoso, complicado. Se le hacía difícil caminar con tacones sobre el terreno, aunque era menester, pues la ceremonia que le aguardaba era estricta y, sobre todo, peligrosa. De ser por ella se cambiaría de calzado dentro de la nave ovoide, sin embargo, debía elegir sus prendas con anticipación y vestirse con ellas apenas pusiera un pie fuera de la cama en el día D. Las luces del neóptero brillaban en un espectro ajeno a los colores de la tierra, a Jessica le parecía un destello precioso. Paso a paso, tacón por tacón, enterrando los pies en la arena, sintió una presión pectoral impropia, llevó su mano derecha al pecho y se concentró en la respiración. De pronto ya se hallaba frente al neóptero, la nave la recibió bajando un puente de un costado, Jessica se detuvo un segundo a mirar el interior. Puso ambos pies en una cinta móvil que la sentó en un cómodo sillón. La negra nave se elevó al cielo sin astros, sin luna, adentrándose en la oscuridad total, haciéndose invisible.

A pesar de la alta velocidad, todo dentro del neóptero se mantenía inmóvil: un vaso lleno de agua sobre la mesita táctil que, además de ofrecer algún tentempié, medía los signos vitales de su pasajera. También daba aviso en caso de ataques externos. Jessica tomó el vaso, bebió un poco y notó un pequeño cuadro en la mesa, lo tocó.

—Un arpón fue eyectado en nuestra trayectoria. Lo he desviado.

—¿Puedo mirar hacia fuera?

—Puedo traslucir mis paredes, aunque no distinguirá nada, Jessica.

—¿Quién ha lanzado el arpón?

—Fue REM, Una de las facciones que van en contra del Gran Árbol Blanco. Tienen su base en Santiago. Como he dicho, la amenaza ha sido desviada. El protocolo me pide cambiar de trayectoria.

Jessica podía maravillarse con el color de las luces de un neóptero, pero odiaba conversar con esas cosas, por biológicas que fuesen. Sí le llamó la atención el ataque frustrado, porque se trataba de REM, un grupo de personas que se gestó poco después de La Caída, allá cuando la humanidad perecía por el sol y por la vejez, allá en ese tiempo muy marcado de la historia, allá en la noche sin astros que se iluminó por una lluvia de estrellas que impactaron por todo el globo enterrándose en la tierra, creciendo bajo cualquier clima, inmunes a las llamas del sol. Se alzaron árboles alienígenas, de siluetas femeninas, de hojas blancas, de hojas verdes, de hojas rojas. Una forma de vida que trajo consigo a los neópteros, y más importante aún, la solución para salvaguardar la humanidad. Asunto que no fue del gusto de todos, y llevó a la creación de facciones de tesis transversal: la naturaleza nos quiere extintos. La inquietud de Jessica se derramaba por la siguiente línea de pensamiento:

—Han encontrado más de un árbol, no falta mucho para que den con el nuestro—le expresó a la nave.

—No se preocupe, Jessica, otros neópteros se harán cargo de REM ahora que tenemos su posición. El estrés puede llevarla a la incompatibilidad con el Gran Árbol Blanco. Noto el aumento de cortisol, ¿desea un calmante?

—No, solo tengo que respirar.

Jessica no lo había notado, pero el neóptero sí se había vuelto traslúcido. Podía no haber estrellas, pero la cordillera era celosamente custodiada por cientos de naves, pues allí cayó a mayor cantidad de semillas. Se trataba de un espectáculo lumínico impresionante que bañaba a la cumbre cordillerana y sus salares morados con aquel color foráneo. Entre dos cimas alcanzó a ver la casa común, lugar en que se lleva a cabo la ceremonia de gesta.

Mientras el neóptero bajaba, Jessica vio al anfitrión acercándose al neopuerto. Por supuesto que el neóptero le avisó de su llegada. El puente lateral bajó, Jessica puso los pies en la cinta, una mano tersa le tomó la suya, ayudándola a tocar tierra. La nave selló el puente, en menos de un segundo se perdió en el negro cielo sin levantar hoja alguna. Dio un pasó. Un tacón se quebró y el zapato se perdió en la yerba falsa. Se preocupó.

—Tranquila, en la casa tengo un par.

David la miró con los profundos ojos negros que vestía, le pidió con mucha cortesía, que no pisara el pasto porque estaba recién sintetizado. Jessica miró al anfitrión, su amigo, y le dio un abrazo.

Tomaron el sendero de piedra laja que tanto le gustaba a ella, mas sus pensamientos seguían interrumpiéndose por la pérdida del zapato que podría desembocar en el fallo de la ceremonia de gesta. Se distrajo al observar desde lo alto aquellas máquinas trabajando en el salar morado. Se quitó el otro zapato dejándose llevar por la sensación de las piedras debajo de su piel. Estiró el brazo, desenrolló los dedos, tocó las flores que ornamentaban el jardín. Tenía un juego suyo que consistía en identificar cuáles eran verdaderas y cuáles no. Lo hizo porque sabía que tenía permiso.

—Ya no quedan— se le adelantó David—. La última murió en primavera, era un diente de león ¿no es raro? Pasó el invierno, pero supongo que ya no existe tal cosa.

—Parece que sí.

Al acabarse el sendero lajado, los esperaba una puerta robusta en cuyo centro descansaba un ojo vertical que, al reconocer las ondas cerebrales de ambos, abrió su párpado dejando a la vista el iris rojo, la puerta se deslizó hacia arriba, con levedad. Jessica giró la vista con sutileza a ver una vez más las luces foráneas. La puerta se selló. Un pasillo negro los recibió, y al caminar por él las luces cenitales se activaban. A los lados reposaban pinturas enmarcadas, no se trataba de arte dada, ni de impresionismo o surrealismo, en ellas había palabras, dispuestas en desorden, palabras prohibidas que otrora causaron odio y violencia. Sus marcos de pobre artesanía eran recordatorio de la pobreza de ese lenguaje. Jessica leía las palabras sin llegar a mentarlas, con esfuerzo las sujetaba dentro de su mente. Le parecía un trayecto largo. David Anderson olió la incomodidad de Jessica.

—No dejes que la Galería del Caos te tiente, de ser así, el Salón Amarillo va a ser imposible.

Claro que David la había llamado Galería del Caos, un ejercicio que en primer lugar era para él, pero se decidió que serviría para todos. Ahora hay una Galería del Caos en todas las casas comunes y cada una dispone de palabras distintas.

Y no es el Salón Amarillo ni esta puta galería la que me hace sentir como me siento. Es que las cosas cambiaron, mi piel me lo dicta. El último diente de león ha muerto, ¿y qué pasa con nosotros? ¿Es una herejía que lo piense? ¿Cuántos tienen que ser desmembrados? Mutilados. Creo en la causa, sí. Jessica, tienes que respirar. Creo en David y en el Gran Árbol Blanco. No creo en esa gente que está al otro lado. No es el Salón Amarillo, es esa gente. No es la gente, es lo que les ha pasado y lo que están dispuestos a perder. Mierda, dije puta. Puta, dije mierda. El Gran Árbol no me lee, solo escucha. Ya estamos a punto de entrar con él. ¿Con ella? No importa. El eco de los zapatos de David reverbera, si es que hay eco acá. Se repite, como las palabras escritas en estas putas murallas de mierda. Respira. ¿Qué pasa con REM? Respira. El Salón Amarillo está acá.

Multiplicidad de voces se arremolinaban fuera de la galería. Multiplicidad de voces callaron cuando ellos entraron al salón.

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